16 En el espejo de la oscuridad

No debierais haberlo hecho, lord Rand —lo reconvino Hurin cuando Rand los despertó justo antes del alba. El sol todavía se ocultaba tras el horizonte, pero ya había luz suficiente para ver. La niebla se había fundido mientras se mantenía aún la oscuridad, desvaneciéndose con reluctancia—. Si os extenuáis para preservar nuestras fuerzas, mi señor, ¿quién se ocupará de que regresemos al hogar?

—Necesitaba meditar —se excusó Rand. No restaba ningún indicio de la presencia de la niebla, ni de Ba’alzemon. Rozó con un dedo el pañuelo que le envolvía la mano derecha. Ésa era la prueba de que Ba’alzemon había estado allí. Sentía ansias de abandonar aquel lugar—. Es hora de que montemos a caballo si queremos atrapar a los Amigos Siniestros. Hora sobrada. Podemos comer mientras cabalgamos.

Loial se detuvo en el acto de estirar los músculos; sus brazos estirados llegaban a una altura que Hurin sólo habría alcanzado estando de pie sobre los hombros de Rand.

—Tu mano, Rand. ¿Qué te ha pasado?

—Me hice un poco de daño. No es nada.

—Tengo un ungüento en mi alforja…

—¡No es nada! —Rand era consciente de su rudeza, pero una mirada a la marca, realizada por metal candente, suscitaría preguntas que no deseaba responder—. Estamos perdiendo el tiempo. Pongámonos en camino. —Se dispuso a ensillar a Rojo, con torpeza a causa de la herida y Hurin saltó sobre su montura.

Una huella, decidió Rand mientras emprendían la marcha, devolvería la naturalidad a ese mundo. Había demasiadas cosas antinaturales allí. Aun una sola pisada sería un buen augurio. Fain y los Amigos Siniestros y los trollocs debían dejar por fuerza alguna huella. Se concentró en el terreno por el que pasaban, tratando de distinguir alguna señal que hubiera podido dejar otro ser vivo.

No había nada, ni una piedra volcada ni un terrón de tierra movido. En una ocasión examinó la tierra que dejaban tras de sí; el terreno arañado y la tierra aplastada marcaban con evidencia sus pasos y sin embargo ante ellos no había ninguna señal. Hurin, no obstante, insistía en que olía el rastro, leve e impreciso, pero que aún apuntaba en dirección sur.

Una vez más el husmeador dedicó toda su atención a la pista que seguía, como un sabueso que persiguiera un ciervo, y Loial volvió a sumirse en sus propios pensamientos, murmurando para sí y acariciando la enorme barra, que aún mantenía sobre la silla ante él.

Aún no habían cabalgado una hora cuando Rand vio la aguja que se alzaba frente a ellos. Estaba tan abstraído escrutando el suelo que la afilada columna ya se mostraba en todo su tamaño por encima de los árboles, a corta distancia, cuando reparó en ella por vez primera. Se hallaba directamente en su línea de marcha.

—¿Qué será?

—Lo ignoro —respondió Loial.

—Si éste…, si éste fuera nuestro propio mundo, lord Rand… —Hurin se movió con inquietud en la silla—. Bueno, ese monumento del que estaba hablando lord Ingtar, el que conmemoraba la victoria de Artur Hawkwing sobre los trollocs, era una gran aguja. Pero fue derribado hace mil años. Sólo queda de él un gran montículo, parecido a una colina. Yo lo vi, cuando fui a Cairhien por encargo de lord Agelmar.

—De acuerdo con las indicaciones de Ingtar —arguyó Loial—, eso está aún a tres o cuatro jornadas. Suponiendo que quede algún vestigio. No veo cómo podría ser ese monumento. No me parece que esto esté habitado por nadie.

El husmeador volvió a posar la vista en el suelo.

—Ésa es la cuestión, ¿no es cierto, constructor? No hay gente, pero ahí está, delante de nosotros. Quizá deberíamos soslayarlo, mi señor Rand. No se puede prever qué o quiénes puede haber en un sitio así.

—Debemos mantenernos lo más cerca posible del rastro —opinó al fin Rand, después de reflexionar un momento—. Tal como están las cosas, no parece que estemos ganándole terreno a Fain y no quiero perder más tiempo, a ser posible. Si vemos gente o algo anormal, los rodearemos hasta volver a encontrar la pista. Pero, hasta entonces, seguiremos el mismo rumbo.

—Como vos digáis, mi señor. —El husmeador habló con un extraño tono de voz y miró de soslayo a Rand—. Como vos digáis.

Rand frunció el entrecejo antes de comprender y entonces fue él quien suspiró. Los señores no daban explicaciones a sus inferiores; sólo lo hacían a los otros nobles. «Yo no le pedí que me confundiera con un maldito señor», se dijo. «Pero lo ha hecho —pareció reprocharle una vocecilla— y tú no lo has sacado de su error. Tú efectuaste la elección. Ahora la responsabilidad es tuya».

—Sigue el rastro, Hurin —indicó Rand.

Con evidente alivio en el semblante, el husmeador espoleó el caballo.

El débil sol iba ascendiendo mientras cabalgaban y, cuando alcanzó su cenit, se hallaban ya a tan sólo un kilómetro de la aguja. Habían llegado a uno de los arroyos, hundido en un barranco poco profundo, y ahora los árboles que mediaban entre ellos y el promontorio eran escasos. Rand vio que estaba construida sobre una colina redondeada de cima achatada. La gris espiral tenía como mínimo una altura de cien palmos y, como alcanzó a distinguir a poco, su cúspide estaba rematada por una escultura que representaba un ave con las alas extendidas.

—¡Un halcón! —exclamó Rand— Es el monumento de Artur Hawkwing. No puede ser otro. Hubo gente aquí, tanto si la hay ahora como si no. La diferencia es que aquí lo construyeron en otro lugar y que no lo derruyeron. Míralo, Hurin. Cuando regresemos, podrás describirles cómo era en realidad el monumento. En todo el mundo, sólo nosotros tres lo habremos visto.

—Sí, mi señor —asintió Hurin—. A mis hijos les gustaría oír que su padre ha visto la columna de Hawkwing.

—Rand… —comenzó a hablar con tono preocupado Loial.

—Podemos cubrir la distancia al galope —propuso Rand— Vamos. Una galopada nos sentará bien. Aunque estuviera muerto este lugar, nosotros estamos vivos.

—Rand —volvió a insistir Loial—, no creo que esto sea el…

Sin aguardar a escucharlo, Rand hincó los talones en los flancos de Rojo y el semental partió a la carrera. Atravesó el escaso caudal de agua en dos zancadas y luego remontó la otra orilla. Hurin precipitó su montura tras él. Rand oyó que Loial los llamaba, pero lanzó una carcajada, hizo señas al Ogier para que los siguiera y siguió galopando. Si mantenía los ojos fijos en un punto, la tierra no aparentaba deslizarse y resbalar de manera tan horrible y el viento le producía una agradable sensación en el rostro.

El montículo cubría considerable terreno, pero la ladera cubierta de hierba no era empinada. La grisácea aguja se alzaba hacia el cielo, con un perímetro cuadrado y un grosor que, a pesar de su altura, le confería un aire voluminoso, casi achaparrado. Rand paró de reír y refrenó a Rojo con gesto sombrío.

—¿Es éste el monumento a Hawkwing, lord Rand? —preguntó Hurin con inquietud—. No sé, no es como debería ser.

Rand reconoció la tosca escritura angulosa que cubría la parte frontal del monumento, como también identificó la naturaleza de algunos símbolos cincelados a lo ancho, los cuales alcanzaban la estatura de un hombre: la calavera con cuernos de los trollocs Dha’vol, el puño de hierro de los Dhai’mon, el tridente de los Ko’bal y el torbellino de los Ahf’frait. Había un halcón también, labrado cerca de la cúspide. Con una envergadura de diez pasos, yacía de espaldas, atravesado por un rayo y los cuervos le horadaban los ojos. Las enormes alas que culminaban la torre parecían obstruir el sol.

Oyó que Loial llegaba al galope tras él.

—Intentaba advertirte, Rand —dijo—. Es un cuervo, no un halcón. Lo he visto claramente. —Hurin volvió grupas, rehusando volver a mirar la aguja.

—Pero ¿cómo es posible? —exclamó Rand—. Artur Hawkwing obtuvo la victoria sobre los trollocs aquí. Ingtar así lo afirmó.

—No aquí —replicó quedamente Loial—. Es evidente que no aquí. «De piedra a piedra circulan las líneas de lo condicional, entre los mundos posibles». He estado reflexionando en esto y creo saber lo que significa «los mundos posibles». Se refiere al mundo o a los mundos que podrían haber sido si las cosas hubieran sucedido de diferente manera. Tal vez ésa sea la razón de que todo parezca tan… desvaído: porque es una condición, una posibilidad. Como una simple sombra del mundo real. Mi opinión es que, en este mundo, los trollocs ganaron. Es posible que ése sea el motivo de que no hayamos visto poblados ni gente.

Rand sintió un escalofrío. Si los trollocs habían ganado allí, sólo habrían dejado con vida a las personas necesarias para su alimentación. Y si habían triunfado en todo el mundo…

—Si los trollocs hubieran ganado, deberían estar por todas partes —adujo—. Ya deberíamos haber visto a millares de ellos. Y deberíamos haber muerto hace tiempo.

—No lo sé, Rand. Quizá, después de matar a las personas, se exterminaron entre sí. Los trollocs viven para matar. Eso es lo único que hacen, lo que los determina. Sencillamente no lo sé.

—Lord Rand —dijo de improviso Hurin—, se ha movido algo allí.

Rand giró el caballo, dispuesto a ver un pelotón de trollocs a la carga, pero Hurin estaba señalando el camino que habían recorrido.

—¿Qué has visto, Hurin? ¿Dónde?

—Justo en el lindero de esos árboles de ahí —explicó el husmeador, bajando el brazo—, a un kilómetro de distancia. Me ha parecido que era una mujer y otra cosa que no he logrado distinguir, pero… —Se estremeció—. Es muy difícil precisar las cosas que no están delante de las narices. Aaah, este sitio me tiene anonadado. Seguramente era una alucinación, mi señor. Este lugar da pie a imaginar fantasías. —Hundió los hombros como si la aguja ejerciera su presión sobre ellos—. Sin duda era el viento, mi señor.

—Me temo que hay otra cosa a tomar en cuenta —observó Loial con voz alterada—. ¿Qué veis allí? —Apuntó hacia el sur.

Rand entornó los ojos para protegerse de la tergiversación visual del horizonte.

—Terrenos como los que hemos cruzado. Árboles. También algunas colinas y montañas. Nada más. ¿Qué quieres que vea?

—Las montañas —suspiró Loial, con los pelos de las orejas caídos y las puntas de las cejas apuntando a las mejillas—. Eso ha de ser la Daga del Verdugo de la Humanidad, Rand. No hay otras montañas que puedan confundirse con ellas, a menos que este mundo sea completamente diferente del nuestro. Pero la Daga del Verdugo de la Humanidad se encuentra a más de quinientos kilómetros al sur del Erinin. A unos cuantos más. No resulta fácil calcular las distancias aquí, pero… creo que llegaremos a ellas antes de que oscurezca. —No tenía nada que añadir. Era imposible que hubieran recorrido quinientos kilómetros en menos de tres días.

—Tal vez este lugar sea como los Atajos —murmuró irreflexivamente Rand. Después oyó gemir a Hurin y al instante lamentó no haber refrenado su lengua.

No era aquélla una comparación halagüeña. Los Atajos, cuyas entradas se hallaban únicamente en los steddings Ogier y en arboledas Ogier, eran un medio con el que se podía recorrer un trecho similar en tan sólo una jornada. Los Atajos eran ahora oscuras y tenebrosas cavernas y quien viajara en su interior corría el riesgo de perder el juicio o morir. Incluso los Fados temían entrar en ellos.

—En caso de que lo fuera, Rand —reflexionó Loial—, ¿también aquí podríamos hallar la muerte dando un paso en falso? ¿Habrá fenómenos que aún no hemos percibido capaces de producir un daño superior a la muerte? —Hurin volvió a gemir.

Habían estado bebiendo agua, cabalgando por aquellos terrenos como si no hubiera nada que recelar. La imprudencia representaba la muerte en los Atajos. Rand tragó saliva, intentando calmar los nervios.

—Es demasiado tarde para preocuparnos de lo que ya ha pasado —dijo—. De ahora en adelante, sin embargo, pondremos buen cuidado en mirar dónde ponemos los pies. —Lanzó una ojeada a Hurin. Éste tenía la cabeza hundida entre los hombros y movía los ojos sin cesar como si temiera un inminente ataque. El husmeador había abatido a asesinos, pero aquello superaba su capacidad—. Ánimo, Hurin. Aún no estamos muertos, y no lo vamos a estar. Lo único que debemos hacer es obrar con cautela a partir de ahora. Eso es todo.

Fue en ese momento cuando oyeron el grito, procedente de la lejanía.

—¡Una mujer! —exclamó Hurin, únicamente aquella voz, que era algo natural, pareció devolverle cierta confianza—. Sabía que la había visto…

Se oyó otro grito, más desesperado que el primero.

—No es la misma a menos que pueda volar —observó Rand—. Se encuentra en dirección sur. —Espoleó a Rojo, el cual partió como una centella.

—¡Has dicho que obremos con cautela! —le gritó Loial—. ¡Luz, Rand, recuérdalo! ¡Ten cuidado!

Rand se pegó al cuello del semental, dejando que corriera a tienda suelta. Los gritos lo atraían como un imán. Era sencillo decirle que fuera con cuidado, pero había terror en la voz de esa mujer, que lo urgía como si no hubiera tiempo que perder. Paró en seco al borde de la ribera de otro arroyo, que discurría entre un inhóspito barranco más profundo que la mayoría. Rojo patinó, arrojando una lluvia de piedras y tierra bajo sus pies. Sonó un nuevo alarido. ¡Allí estaba!

A unos doscientos pasos de distancia, con la espalda protegida por la otra orilla, había una mujer de pie en el río, junto a su caballo. Con una rama se defendía de un repulsivo animal. Rand tragó saliva consternado. Si una rana pudiera alcanzar el tamaño de un oso, o si un oso pudiera tener la tonalidad verde grisácea de la piel de la rana, tendrían un aspecto similar a aquel ser. Un gran oso.

Apartando de sí las consideraciones acerca de la criatura, saltó al suelo y desató el arco. Si perdía más tiempo aproximándose a caballo, tal vez fuera demasiado tarde. La mujer apenas conseguía mantener a raya al… animal… con su estaca. No paraba de parpadear tratando de calcular la distancia, que le pareció considerable, a pesar de modificarse cada vez que aquel ser se movía. De todas maneras el blanco era de grandes dimensiones. La mano vendada le hizo tensar el arco con torpeza, pero ya había disparado la flecha casi antes de afianzar los pies.

El proyectil se hundió hasta la mitad en el rugoso cuero y la criatura se volvió para encararse a Rand. Éste retrocedió un paso a pesar de la distancia que los separaba. Aquella enorme cabeza angulosa no era atribuible ni en sueños a ningún animal conocido, con ese pico de labios callosos que hacía las veces de boca, terminado en un gancho destinado a desgarrar la carne. Y tenía tres ojos, pequeños y fieros, rodeados de horribles arrugas. Tras recobrar fuerzas, la criatura se precipitó hacia él con grandes saltos, Según la percepción de Rand, algunos de ellos parecían cubrir una distancia que doblaba la de los otros, aun cuando estuviera seguro de que todos eran iguales.

—Un ojo —advirtió la mujer, cuya voz sonaba sorprendentemente tranquila, a diferencia de sus gritos—. Debéis darle en un ojo para matarlo.

Se acercó la pluma de otra flecha a la oreja. Aun reacio, apeló al vacío, pues con ese fin se lo había enseñado Tam y tenía la convicción de que erraría el tiro sin él. «Mi padre», pensó con un sentimiento de pérdida y vacío. La trémula luz del saidin estaba allí, pero la evitó. Se fundió en una totalidad con el arco, la flecha, la monstruosa forma que se precipitaba sobre él y el diminuto ojo. Ni siquiera notó cómo la saeta abandonó el arco.

La criatura se alzó con un nuevo impulso y la flecha quedó clavada en el ojo del medio. El animal se desplomó, en medio de una oleada de agua y fango.

—Un buen tiro —alabó la mujer.

Había montado y cabalgaba hacia él. Rand se sintió vagamente sorprendido de que no hubiera echado a correr cuando él había desviado la atención del monstruo. Pasó junto a éste, todavía estremecido por los estertores de muerte, sin siquiera dedicarle una mirada, ascendió la ribera y desmontó.

—Pocos hombres se quedarían parados para afrontar la acometida de un grolm, mi señor.

Llevaba un vestido blanco de montar con un cinturón de plata y las botas, que asomaban bajo el dobladillo, también estaban adornadas con dicho metal. Incluso su silla era blanca, con montura de plata. Su nívea yegua, con su esbelto cuello y elegante paso, era casi tan alta como el caballo alazán de Rand. Pero fue la mujer en sí, tal vez de la misma edad de Nynaeve, lo que atrajo su atención. Era alta; unos cuantos centímetros más, y habría podido mirarlo directamente a los ojos. Además era hermosa, con una pálida piel marfileña que ofrecía un marcado contraste con sus oscuros ojos y su cabellera, negra como la noche. Había visto mujeres hermosas. Moraine lo era, a pesar de la frialdad de su belleza, y también Nynaeve, cuando no se dejaba arrastrar por el mal genio. Egwene y Elayne, la heredera del trono de Andor, eran capaces de dejar a un hombre sin aliento. Pero aquella mujer… La lengua se le pegó al paladar; sintió cómo el corazón comenzaba a latirle de nuevo.

—¿Vuestros criados, mi señor?

Estupefacto, miró en derredor. Hurin y Loial se habían unido a ellos. Hurin estaba mirando a la desconocida del mismo modo como sabía que debía haberlo hecho él e incluso el Ogier parecía fascinado.

—Mis amigos —respondió—, Loial y Hurin. Me llamo Rand, Rand al’Thor.

—Nunca me lo había planteado —expuso de improviso Loial, como si estuviera hablando para sí—, pero si existe algo que pueda representar la perfección de la belleza humana, facial y corporal, entonces vos…

—¡Loial! —lo atajó Rand. El Ogier Irguió las orejas, embarazado. Rand tenía las suyas rojas; no en vano las palabras de Loial se asemejaban demasiado a sus propios pensamientos.

La mujer rió con voz cantarina, pero al cabo de un instante adoptó un porte majestuoso, como el de una reina sentada en un trono.

—Yo me llamo Selene —dijo—. Habéis arriesgado la vida para salvar la mía. Soy vuestra, lord Rand al’Thor. —Y, para horror de Rand, se arrodilló ante él.

Sin mirar a Hurin ni a Loial, se apresuró a ponerla en pie.

—El hombre que no esté dispuesto a morir por salvar a una mujer no es digno de tal nombre. —De inmediato estropeó su frase sonrojándose. Era una expresión shienariana, de cuya pomposidad era consciente antes de pronunciarla, pero sus modales lo habían contagiado y no pudo contenerse—. Quiero decir que… Es decir, era… —«Idiota, no puedes decirle a una mujer que salvarle la vida es algo insignificante»—. Era una cuestión de honor. —Aquello sonaba vagamente shienariano y ceremonioso. Confió en que no quedara mal; tenía la mente en blanco y era incapaz de agregar nada más, como si todavía estuviera sumido en el vacío.

De pronto cayó en la cuenta de que ella estaba observándolo. Su expresión permanecía inalterable, pero sus oscuros ojos lo hicieron sentirse desnudo. Involuntariamente, se imaginó a Selene sin ropa, y volvió a ruborizarse.

—¡Aaah! Ah, ¿de dónde sois, Selene? No hemos visto ningún ser humano desde que llegamos aquí. ¿Se encuentra cerca vuestra ciudad? —La mujer lo miró con aire pensativo y él retrocedió. Su mirada le había hecho caer en la cuenta de cuán cerca se hallaba de ella.

—No pertenezco a este mundo, mi señor —repuso—. No hay gente aquí. Ningún ser vivo a excepción de los grolm y algunas criaturas parecidas. Soy de Cairhien. Y, respecto a la manera como llegué aquí, no lo sé con exactitud. Salía a pasear a caballo y me detuve para echar una siesta y, al despertar, mi caballo y yo nos encontrábamos aquí. Mi única esperanza, mi señor, es que seáis capaz de salvarme nuevamente y devolverme al hogar.

—Selene, yo no soy… Es decir, llamadme Rand. —Volvió a notar las orejas enrojecidas. «Luz, no pasará nada porque me considere un señor. Diantre, no perjudicaría a nadie».

—Si así lo deseáis…, Rand. —Su sonrisa le atenazó la garganta—. ¿Me ayudaréis?

—Desde luego, lo haré. —«Demonios, ¡qué hermosa es! Y está mirándome como al héroe de un relato». Sacudió la cabeza para ahuyentar tales desatinos—. Pero primero debemos encontrar a los hombres que buscamos. Intentaré manteneros a salvo, pero debemos encontrarlos. Si venís con nosotros estaréis más protegida.

Selene guardó silencio por un momento, con rostro inexpresivo y calmado. Rand no tenía noción de qué pensaba, pero intuía que estaba examinándolo como si acabara de conocerlo.

—Un hombre responsable —apuntó al fin, con una sonrisa en los labios—. Me gusta. Sí. ¿Quiénes son esos bellacos que perseguís?

—Amigos Siniestros y trollocs, mi señora —respondió precipitadamente Hurin, realizando una torpe reverencia desde la silla—. Mataron a varias personas en la fortaleza de Fal Dara y robaron el Cuerno de Valere, mi señora, pero lord Rand lo recuperará.

Rand miró con rudeza al husmeador, el cual esbozó una débil sonrisa. «Vaya modo de guardar un secreto». Aquello no importaba demasiado allí, pero, una vez de regreso a su mundo…

—Selene, no debéis hablar a nadie del Cuerno. Si trasciende la noticia, tendremos a un centenar de personas pisándonos los talones con intención de obtener el Cuerno para sí.

—No, jamás lo haría —lo tranquilizó Selene—, sabiendo el riesgo que entraña el que caiga en poder de desalmados. El Cuerno de Valere… No sabría deciros la de veces que he soñado tocarlo, tenerlo en mis manos. Debéis prometerme que, cuando lo tengáis, me dejaréis tocarlo.

—Antes de eso, debemos encontrarlo. Será mejor que nos pongamos en camino. —Rand le ofreció la mano para ayudarla a montar y Hurin desmontó para sostenerle el estribo—. Sea lo que fuere eso que maté, ¿un grolm?, es posible que haya más por los alrededores. —Su mano era firme y su presión denotaba una fuerza sorprendente… y su piel era… ¿seda? Algo aún más suave.

—Siempre los hay —le informó Selene. La blanca yegua brincó, mostrando los dientes a Rand, pero se calmó cuando su ama tomó las riendas.

Rand se colgó el arco a la espalda y montó. «¡Luz! ¿Cómo puede existir una piel tan suave?»

—Hurin, ¿dónde está el rastro? ¿Hurin? ¡Hurin!

El husmeador se sobresaltó, dejando de contemplar a Selene.

—Sí, lord Rand. Eh… el rastro. Hacia el sur, mi señor. Todavía va hacia el sur.

—Entonces en marcha. —Rand dirigió una inquieta mirada a la masa verde grisáceo del grolm tendido en el arroyo. Había sido preferible creer que eran los únicos seres vivos en aquel mundo—. Sigue el rastro, Hurin.

Selene cabalgó un rato junto a Rand, hablando de temas diversos, haciéndole preguntas y llamándolo señor. Media docena de veces él estuvo dispuesto a decirle que él no era un noble, sino sólo un pastor, y en cada una de ellas, al mirarla, fue incapaz de hallar las palabras. Estaba seguro de que una dama como ella no conversaría del mismo modo con un pastor, aun cuando éste le hubiera salvado la vida.

—Seréis un gran hombre cuando encontréis el Cuerno de Valere. Un hombre destinado a pasar a la leyenda —pronosticó—. El hombre que sople el Cuerno forjará su propia leyenda.

—No quiero hacerlo sonar ni formar parte de ninguna leyenda. —No sabía si ella llevaba algún perfume, pero parecía exudar un olor propio, un aroma que le asaltaba la mente; un olor a especias, dulce y penetrante, que le hacía cosquillas en la nariz y lo obligaba a tragar saliva.

—Todos los hombres desean ser importantes. Podríais ser el hombre más prominente de todas las eras.

Aquello se asemejaba demasiado a lo que había dicho Moraine. El Dragón Renacido sería recordado sin duda con el transcurso de las eras.

—Yo no —disintió fervientemente—. Yo sólo… —Imaginó su desdén si le confesaba que no era más que un pastor después de haber permitido que lo creyera un señor, y modificó el curso de su frase—. … Sólo trata de encontrarlo. Y de ayudar a un amigo.

—Os habéis lastimado la mano —señaló Selene, tras un momento de silencio.

—No es nada. —Se dispuso a introducir la mano herida, dolorida de tanto sostener las riendas, en la chaqueta, pero ella alargó la suya y lo retuvo.

Fue tanta su sorpresa que la dejó hacer, y luego no le quedó más alternativa que apartarla rudamente o dejar que desenvolviera el pañuelo. El contacto de su mano era fresco y firme. Su palma estaba roja e hinchada, pero la garza aún destacaba claramente en ella. Selene tocó la marca con un dedo, pero no realizó ningún comentario, ni siquiera para preguntar cómo se había impreso tal forma.

—Esto podría agarrotaros la mano si no se cura. Tengo un bálsamo que os vendrá bien. —Sacó un pequeño frasco de piedra de un bolsillo de su capa, lo destapó y comenzó a aplicar suavemente una pomada en la herida.

El ungüento le refrescó momentáneamente, para penetrar enseguida en su piel. Tenía unos efectos tan benéficos como la mayoría de preparados de Nynaeve.

Observó con sorpresa cómo cedía el enrojecimiento y la hinchazón a medida que ella frotaba la herida.

—Algunos hombres —comentó, sin apartar la mirada de su mano— deciden ir en pos de la grandeza, mientras que otros se ven forzados a aceptarla. Siempre es mejor elegir que cumplir una obligación. El hombre que actúa bajo presión nunca llega a dominar la situación. Debe danzar al compás de las cuerdas que accionan quienes lo han inducido.

Rand retiró la mano. La marca aparecía casi curada, como si hubiera transcurrido una semana desde que había sufrido la quemadura.

—¿A qué os referís? —preguntó con brusquedad.

La mujer le sonrió y él se sintió avergonzado por la violencia de su reacción.

—Al Cuerno, claro está —respondió con calma, guardando el bálsamo. Su yegua, que caminaba junto a Rojo, era lo bastante alta como para que sus ojos quedaran tan solo un poco más abajo que los de Rand— Si encontráis el Cuerno de Valere, no habrá medio de evitar una posición prominente. Pero ¿será ésta impuesta o vais a asumirla por propia voluntad? Ésa es la cuestión.

—¿Sois una Aes Sedai? —inquirió, relacionando su manera de argumentar con la de Moraine.

—¿Una Aes Sedai? —Selene enarcó las cejas y sus ojos rutilaron, pero su voz sonó imperturbable— ¿Yo? No.

—No era mi intención ofenderos. Lo siento.

—¿Ofenderme? No lo habéis hecho, pero yo no soy Aes Sedai. —Frunció lo labios, mostrando una hermosura intacta, a pesar del desdén de su gesto—. Se refugian en lo que creen les aporta seguridad cuando podrían hacer tanto. Se someten cuando podrían dominar, permiten que los hombres libren guerras cuando podrían imponer el orden en el mundo. No, nunca me llaméis Aes Sedai. —Sonrió y dejó reposar la mano en su brazo para demostrarle que no estaba enojada. Su contacto, sin embargo, le hizo tragar saliva y fue un alivio para él que poco después se rezagara para cabalgar al lado de Loial. Hurin inclinó la cabeza ante ella como si fuera un viejo criado de la familia.

Con todo, Rand no pudo disfrutar de la tranquilidad, pues echaba de menos su presencia. Selene se encontraba dos palmos más atrás, al lado de Loial, el cual se inclinaba profundamente sobre la silla para poder hablar con ella, pero no era comparable a cuando se hallaba junto a él, tan cerca que podía percibir su aroma o alargar la mano y tocarla. Volvió la vista al frente después de girar la cabeza. No era que quisiera tocarla exactamente —se recordaba a sí mismo que amaba a Egwene y se sentía culpable por tener que hacerlo— pero era tan hermosa… Además, lo había tomado por un señor, y afirmaba que se convertiría en un gran hombre. Sostuvo una agria discusión consigo mismo. «Moraine también prevé que serás un gran hombre: el Dragón Renacido. Selene no es una Aes Sedai. Lo cierto es que ella es una aristócrata de Cairhien y tú un pastor. Eso no lo sabe ella. ¿Durante cuánto tiempo vas a permitir que siga en el error? Sólo hasta que salgamos de este lugar. Si es que salimos». Llegados a ese punto, sus pensamientos cedieron paso a un lúgubre silencio.

Trató de observar con atención las tierras que cruzaban. Si Selene decía que había más criaturas de aquéllas… esos grolm…, debía de estar en lo cierto. Hurin se hallaba demasiado concentrado en oler el rastro para reparar en algo ajeno a él, y Loial estaba tan absorto en su conversación con Selene que no habría advertido nada hasta que no le hubiera mordido el talón. Era difícil mantener la vigilancia, pues los movimientos bruscos de cabeza le nublaban la visión y la percepción de las distancias variaba enormemente según el ángulo desde el que miraba.

Las montañas se encontraban cada vez más cerca, de eso no le cabía duda. La Daga del Verdugo de la Humanidad se recortaba ahora en el cielo con sus aserrados picos de nevadas cumbres. El terreno que pisaban iba ascendiendo ya en faldas de colinas que anunciaban la proximidad de las montañas. Llegarían al pie de la cadena antes del anochecer, tal vez incluso en una hora o dos. «Más de quinientos kilómetros en menos de tres días. Y, lo que es peor, uno de ellos lo dedicamos a cabalgar al sur del Erinin en el mundo real, con lo cual son más de quinientos kilómetros en menos de dos días aquí».

—Dice que tenías razón respecto a este lugar, Rand.

Rand tuvo un sobresalto antes de advertir que Loial se había situado a su lado. Se volvió para mirar dónde estaba Selene y vio que ésta cabalgaba ahora junto a Hurin, el cual sonreía, hundía la cabeza y hacía toda clase de aspavientos, celebrando cada una de las palabras de la mujer. Rand miró de soslayo al Ogier.

—Me sorprende que la hayas dejado apartarse, a juzgar por la manera como teníais pegadas las cabezas. ¿A qué te refieres con que tenía razón?

—Es una mujer fascinante, ¿verdad? Algunos de los mayores no tienen tantos conocimientos como ella sobre la historia, en especial sobre la Era de Leyenda y acerca de… Oh, sí. Dice que tenías razón respecto a lo de los Atajos, Rand. Algunos Aes Sedai estudiaron los mundos como éste y construyeron los Atajos basándose en esas averiguaciones. Según cuenta, hay mundos en los que no es la distancia lo que cambia sino el tiempo. Uno podría pasar un día en uno de esos sitios y al regresar encontrarse con que en el mundo real había transcurrido un año, o veinte. También podría darse el caso contrario. Esos mundos, entre los que se incluye éste, son reflejos del mundo real, a decir de Selene. Este nos parece desvaído porque es una proyección débil, un mundo que tenía pocas posibilidades de existir. Otros son casi tan palpables como nuestro propio mundo y hay gente en ellos. Las mismas personas, dice, Rand. ¡Imagínatelo! Podrías ir a uno de ellos y encontrarte contigo mismo. El Entramado tiene infinitas variaciones, me ha explicado, y cada una de las que entran dentro de lo probable, se materializan.

Rand sacudió la cabeza pero se arrepintió de ello al notar cómo el paisaje se desplazaba vertiginosamente adelante y atrás y el estómago le daba un vuelco.

—¿Cómo sabe todo eso? Tú sabes más cosas que ninguna de las personas que conozco, Loial, y sólo tenías unas ligeras nociones sobre este mundo, apenas rumores.

—Es cairhienina, Rand. La Biblioteca Real de Cairhien es una de las mayores del mundo, tal vez la más importante después de la de Tar Valon. Los Aiel la respetaron deliberadamente, como ya sabes, cuando quemaron Cairhien. Nunca destruyen un libro. ¿Sabías que…?

—Me tienen sin cuidado los Aiel —lo atajó Rand con rudeza—. Si Selene sabe tanto, tal vez haya leído la manera de poder regresar a casa. Ojalá Selene…

—¿Qué es lo que deseáis de Selene? —inquirió, riendo, la mujer al unirse a ellos.

Rand la miró como si hubiera estado ausente durante meses, tal era su sentimiento.

—Ojalá Selene cabalgara conmigo un trecho más —Improvisó. Loial rió entre dientes y Rand sintió que le ardía la cara.

—¿Seréis tan amable de excusarnos, alantin? —se disculpó Selene, dedicando una sonrisa a Loial.

El Ogier esbozó una reverencia y dejó, remiso, que su caballo permaneciera atrás.

Rand cabalgó en silencio un tiempo, disfrutando de la presencia de Selene. De vez en cuando la miraba por el rabillo del ojo. Hubiera deseado no abrigar dudas acerca de ella. ¿Sería una Aes Sedai, a pesar de haberlo desmentido? ¿Alguien enviado por Moraine para inducirlo a tomar la vía que había de seguir en consonancia con los planes de las Aes Sedai? Moraine no podía haber previsto que serían transportados a ese extraño mundo y ninguna Aes Sedai habría intentado defenderse de esa bestia con un palo cuando le habría sido posible fulminarla o ahuyentarla mediante el Poder. Bien, dado que lo tomaba por un señor y que nadie de Cairhien estaba al corriente de lo contrario, podía continuar dejando que lo considerara como tal. Era sin duda la mujer más bella que había visto nunca, inteligente y cultivada, y pensaba que él era valiente, ¿qué más podía pedir un hombre de una esposa? «Eso es otra locura. Si pudiera casarme con alguien, me casaría con Egwene, pero no puedo pedirle a nadie que una su vida a la de un hombre que va a enloquecer y tal vez a hacerle daño». Pero Selene era tan hermosa…

Advirtió que ella estaba examinando su espada y preparó mentalmente una explicación: no, él no era un maestro espadachín, sino que su padre le había entregado el arma. «Tam. Luz, ¿por qué no puedes ser realmente mi padre?» Apartó con brusquedad el pensamiento de sí.

—Ha sido un tiro magnífico —elogió Selene.

—No, yo no soy… —comenzó a decir Rand y luego parpadeó—. ¿El tiro?

—Sí. Era un blanco muy pequeño, ese ojo, moviéndose y a un centenar de pasos. Tenéis un gran tino con ese arco.

—Ah… gracias —tartamudeó Rand—. Es un truco que me enseñó mi padre. —Le explicó cómo Tam lo había adiestrado en el tiro con arco con la ayuda del vacío e incluso llegó a referirle las lecciones de espada que le había impartido Lan.

—La Unidad —dedujo, con tono satisfecho. Al percibir una muda pregunta en los ojos de Rand, agregó—: Así es como lo denominan… en algunos sitios: la Unidad. Para aprender a hacer uso de ello, lo mejor es envolverse continuamente con ella, morar en ella en todo momento; al menos, eso es lo que me han dicho.

Ni siquiera necesitaba reflexionar acerca de lo que le aguardaba en el vacío para conocer su respuesta, pero manifestó algo bien distinto.

—Lo pensaré.

—Llevad ese vacío siempre, Rand al’Thor, y le descubriréis aplicaciones insospechadas.

—He dicho que lo pensaré. —La mujer se dispuso a hablar, pero él la atajó—. Sabéis muchas cosas: sobre el vacío, o la Unidad como vos lo llamáis, sobre este mundo… Loial lee continuamente, es la persona que más libros ha leído de las que yo conozco, y sólo había visto un fragmento que hablara de las Piedras.

Selene se irguió sobre la silla. De improviso le recordó a Moraine, y a la reina Morgase, cuando estaban enojadas.

—Se escribió un libro acerca de estos mundos —dijo con voz tensa—: Los espejos de la Rueda. Como veis, el alantin no conoce todos los libros que existen.

—¿Por qué lo llamáis alantin? Nunca he oído…

—El Portal de Piedra junto al que desperté está allí —lo interrumpió Selene, señalando las montañas de la derecha. Rand deseó de pronto sentir su calidez, sus sonrisas—. Si me lleváis hasta él, podréis devolverme a casa, tal como me habéis prometido. Podemos llegar dentro de una hora.

Rand apenas miró el lugar al que apuntaba. Si utilizaba la Piedra —el Portal de Piedra, como ella lo llamaba— para devolverla al mundo real, debería esgrimir el Poder.

—Hurin, ¿cómo está el rastro?

—Más difuso que nunca, lord Rand, pero sigue ahí. —El husmeador agasajó a Selene con una rápida sonrisa y una inclinación de cabeza—. Creo que está comenzando a desviarse hacia el oeste. Allí, hacia la punta de la Daga, hay unos puertos más franqueables, según recuerdo de la vez que fui a Cairhien.

Rand exhaló un suspiro. «Fain o uno de sus Amigos Siniestros ha de conocer otra manera de usar las Piedras. Un Amigo Siniestro es incapaz de utilizar el Poder».

—Debo ir en pos del Cuerno, Selene.

—¿Cómo sabéis que vuestro precioso Cuerno se halla siquiera en este mundo? Venid conmigo, Rand. Hallaréis vuestra leyenda, os lo prometo. Venid conmigo.

—Podéis franquear la Piedra, ese Portal de Piedra, por vuestros propios medios —replicó con furia, sin poder contener las palabras que ya hubiera deseado retirar antes de pronunciar. «¿Por qué tiene que seguir hablándome de leyendas?» Obstinadamente, se obligó a continuar—. El Portal de Piedra no os trajo aquí sin más: vos lo hicisteis, Selene. Si hicisteis que la Piedra os transportara hasta aquí, también podéis hacer que os traslade de regreso. Os llevaré hasta ella, pero después debo seguir la búsqueda del Cuerno.

—Yo no sé nada acerca del uso de los Portales de Piedra, Rand. Si hice algo, ignoro qué fue.

Rand la observó. Estaba sentada en la silla, alta y con la espalda erguida, con un aire tan majestuoso como antes, pero algo más sumisa. Orgullosa y a un tiempo vulnerable, dependiente de él. Le había calculado la edad de Nynaeve, varios años mayor que él, pero advirtió que se había equivocado. Tendría más bien la misma edad que él, y era hermosa, y lo necesitaba. La noción, la simple noción del vacío se agitó en su mente, acompañada de la luz. El saidin. Para utilizar el Portal de Piedra, debía sumergirse de nuevo en su infección.

—Quedaos conmigo, Selene —propuso—. Encontraremos el Cuerno y la daga de Mat y hallaremos la manera de regresar. Os lo prometo. Sólo tenéis que quedaros conmigo.

—Sois… —Selene respiró hondo, como si quisiera calmarse—, sois muy testarudo. Bien, admiro la tenacidad en un hombre. El hombre que es demasiado dócil tiene escaso valor.

Rand se ruborizó. Aquello se parecía demasiado a lo que le reprochaba en ocasiones Egwene, con la diferencia de que ella era prácticamente su prometida desde que eran niños. En boca de Selene, y acompañadas de la mirada directa que le asestó, las mismas palabras le produjeron una conmoción. Se volvió para indicar a Hurin que siguiera concentrado en el rastro.

Tras ellos sonó un distante gruñido gutural. Aún no había tenido Rand tiempo de volverse para mirar cuando se oyó otro gruñido, seguido de tres más. En un principio no logró distinguir nada, pues el paisaje parecía agitarse ante sus ojos, pero luego, entre los abundantes bosquecillos de árboles, justo encima de la colina, vio cinco formas, al parecer a tan sólo medio kilómetro de distancia, a unos cien pasos a lo sumo, y aproximándose a enorme velocidad.

—Grolm —constató tranquilamente Selene—. Una manada reducida, pero parece que han percibido nuestro olor.

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