¿Lo habéis encontrado? —preguntó Rand mientras caminaba en pos de Hurin por un estrecho tramo de escaleras. Todos los criados que habían acompañado a los invitados habían sido enviados a las cocinas, las cuales se encontraban en los pisos inferiores— ¿O realmente se ha hecho daño Mat?
—Oh, Mat está bien, lord Rand. —El husmeador frunció el entrecejo—. Al menos, parece estar bien, y refunfuña como un hombre sano. No quería molestaros, pero necesitaba una excusa para que bajarais. He encontrado el rastro con relativa facilidad. Los hombres que incendiaron la posada entraron todos en un jardín amurallado situado detrás de la mansión, y los trollocs se reunieron con ellos allí. Eso fue ayer, creo. Quizás incluso la noche anterior. —Titubeó—. Lord Rand, no han vuelto a salir. Han de estar todavía aquí adentro.
Al pie de las escaleras llegaba el sonido de las risas y cantos de la servidumbre, que aprovechaba el rato de solaz. Alguien tocaba en la vihuela una melodía que los demás acompañaban con palmas y danzas. Allí no había yeso con molduras ni preciosos tapices, sino sólo piedra desnuda y madera rústica, y los pasillos estaban iluminados con sencillas antorchas que manchaban de humo el techo.
—Me alegra que vuelvas a hablarme con naturalidad —apreció Rand—. Por la manera como me dedicabas continuas zalamerías, empezaba a pensar que eras más cairhienino que los propios habitantes de esta ciudad.
—Bueno, respecto a eso… —Las mejillas de Hurin se tiñeron de rubor. Lanzó una ojeada al fondo del corredor, hacia el lugar de donde emanaba el ruido, e hizo ademán de querer escupir—. Todos fingen ser muy educados, pero… Lord Rand, cada uno de ellos asegura ser fiel a su amo, pero todos sin excepción insinúan que están dispuestos a vender lo que saben o han escuchado. Y, cuando llevan unas cuantas copas en el cuerpo, le susurran a uno al oído cosas sobre los señores y damas a cuyo servicio se hallan, que os pondrían los pelos de punta. Sé que son cairhieninos, pero nunca había visto desfachatez semejante.
—Pronto saldremos de aquí.— Rand hizo votos por que así fuera—. ¿Dónde está ese jardín? —Hurin torció hacia un pasillo lateral que conducía a la parte trasera del edificio—. ¿Has conseguido hacer bajar ya a Lord Ingtar y a los demás?
El husmeador sacudió la cabeza.
—Lord Ingtar ha dejado que lo acorralaran seis o siete de esas que se consideran damas. No he podido acercarme bastante para hablar con él. Y Verin Sedai estaba con Barthanes. Me ha asestado tal mirada cuando me he aproximado que ni siquiera he intentado dirigirle la palabra.
Doblaron otro recodo y entonces se encontraron con Mat y Loial, el cual se encorvaba ligeramente para no golpearse con el bajo techo.
—Aquí estás. —La sonrisa del Ogier casi le partió la cara en dos—. Rand, jamás estuve más contento de separarme de alguien que de esos personajes de arriba. No paraban de preguntarme si los Ogier iban a regresar, y si Galldrain había aceptado pagar lo que debe. Al parecer el motivo de que todos los albañiles Ogier se fueran se debe a que Galldrain dejó de pagarles, salvo con promesas. Yo repetía una y otra vez que no sabía nada al respecto, pero la mitad de ellos parecía creer que mentía, y la otra, que insinuaba algo distinto.
—Saldremos pronto de aquí —le aseguró Rand—. ¿Mat, estás bien? —El rostro de su amigo tenía las mejillas más hundidas de lo que recordaba, incluso en la posada, y los pómulos más prominentes.
—Me encuentro bien —respondió Mat, malhumorado—, pero, desde luego, no me ha apenado alejarme de los otros criados. Los que no me preguntaban si me matabas de hambre, pensaban que estaba enfermo y no querían acercarse a mí.
—¿Has notado la proximidad de la daga? —inquirió Rand.
Mat sacudió la cabeza, frunciendo el entrecejo.
—Lo único que he notado es que alguien está vigilándome casi todo el tiempo. Esta gente es peor que los Fados para escabullirse. Diantre, casi he pegado un salto cuando Hurin me ha dicho que había localizado el rastro de los Amigos Siniestros. Rand, no capto su presencia en absoluto, y he recorrido este maldito edificio desde el sótano hasta el desván.
—Eso no significa que no esté aquí, Mat. La puse dentro del cofre con el Cuerno, recuérdalo. Tal vez eso te impida sentirla. No creo que Fain sepa cómo abrirlo, de lo contrario no se habría tomado la molestia de acarrear tanto peso cuando huyó de Fal Dara. Incluso esa cantidad de oro carece de importancia al lado del Cuerno de Valere. Cuando hallemos el Cuerno, encontraremos la daga. Ya lo verás.
—Con tal que no tenga que hacerme pasar por tu criado otra vez… —murmuró Mat—. Con tal que no te vuelvas loco y… Torció la boca.
—Rand no está loco, Mat —intervino Loial—. Los cairhieninos no le habrían permitido entrar si no fuera un señor. Ellos son los que están locos.
—No estoy loco —aseveró con dureza Rand—. Todavía no. Hurin, enséñame ese jardín.
—Por aquí, lord Rand.
Salieron al exterior por una puertecilla bajo cuyo dintel hubo de encorvarse Rand; Loial se vio obligado a doblar el cuerpo. Las amarillentas manchas de luz que proyectaban las ventanas de arriba les permitieron distinguir unos paseos de ladrillo que circulaban entre macizos de flores. Las sombras de los establos y otras edificaciones conformaban grandes masas oscuras a ambos lados. De vez en cuando llegaban hasta ellos fragmentos de música, procedentes de las cocinas o de las estancias donde se divertía la nobleza.
Hurin los condujo entre las avenidas hasta que incluso el tenue resplandor se disipó y entonces continuaron avanzando orientados tan sólo por la luz de luna, produciendo un quedo crujir de botas sobre el ladrillo. Los arbustos que hubieran aparecido cargados de flores a la luz del día formaban ahora extrañas jorobas en la oscuridad. Rand acercó la mano a la espada, observando inquieto en torno a sí. Podía haber apostados un centenar de trollocs en cualquier lugar. Sabía que Hurin habría notado el olor de los trollocs si estuvieran allí, pero ello apenas lo tranquilizaba. Si Barthanes era un Amigo Siniestro, entonces también habían de serlo como mínimo algunos de sus criados y guardias, y Hurin no detectaba siempre el olor de un Amigo Siniestro. Una celada de éstos en plena noche sería tan peligrosa como un ataque de trollocs.
—Allí, lord Rand —susurró Hurin, señalando con el dedo.
Enfrente había unos muros de piedra, apenas algo más elevados que la cabeza de Loial, los cuales rodeaban una plazoleta de unos cuarenta metros de lado. Rand no estaba seguro, pero le parecía que los jardines continuaban más allá de las paredes. Se preguntó para qué habría construido Barthanes un espacio cercado con paredes en medio del jardín. No se veía ningún tejado que lo cubriera. «¿Para qué iban a entrar allí y quedarse?»
Loial se inclinó para aproximar la boca al oído de Rand.
—Ya te he dicho que eso era antaño una arboleda Ogier, Rand. La entrada del Atajo está en el interior de ese muro. Lo siento.
Rand oyó cómo Mat suspiraba con desaliento.
—No podemos rendirnos, Mat —dijo.
—No estoy rindiéndome. Simplemente tengo suficiente juicio como para no querer viajar de nuevo por los Atajos.
—Tal vez debamos hacerlo —opinó Rand— Ve a buscar a Ingtar y Verin. Consigue que estén solos, de la manera que sea, y diles que creo que Fain se ha llevado el Cuerno por la puerta de un Atajo. Asegúrate de que no lo oiga nadie más. Y no olvides cojear; se supone que te has caído. —Le extrañaba que incluso Fain corriera el riesgo de aventurarse en los Atajos, pero le parecía la única explicación. «No iban a pasar un día y una noche sentados ahí adentro, sin siquiera un tejado para guarecerse».
Mat realizó una profunda reverencia y adoptó un tono de voz sarcástico.
—A la orden, mi señor. Como desee, mi señor. ¿He de llevar vuestro estandarte, mi señor? —Se alejó hacia la mansión, refunfuñando—. Ahora tengo que cojear. La próxima vez me habré partido la nariz o…
—Lo que pasa es que está preocupado por la daga, Rand —trató de excusarlo Loial.
—Lo sé —contestó éste. «Pero ¿cuánto tardará en revelar a alguien quién soy, sin siquiera tener intención de hacerlo?» No podía creer que Mat fuera a traicionarlo a propósito; aún quedaba un resto de amistad entre ellos—. Loial, aúpame para que pueda asomarme por la pared.
—Rand, si los Amigos Siniestros están aún…
—No están. Súbeme, Loial.
Los tres se aproximaron al muro, y Loial compuso un estribo con las manos para que Rand apoyara el pie. El Ogier se irguió sin acusar el peso y permitió que Rand levantara la cabeza por encima de la pared.
La fina luna menguante despedía escasa luz, y la mayoría del espacio cercado se hallaba en sombras, pero no le pareció que hubiera flores ni arbustos allí. Únicamente un solitario banco de pálido mármol, colocado como para que un hombre se sentara en él a contemplar lo que se alzaba en el medio como una enorme losa de piedra clavada en posición vertical.
Rand se agarró al borde del muro y se encaramó a él. Loial musitó en voz queda una advertencia y le agarró el pie, pero él se zafó de un tirón y saltó al otro lado. Bajo sus pies había césped nivelado, por lo que pensó vagamente que Barthanes tal vez dejaba pacer las ovejas ahí adentro. Mientras observaba la losa de piedra, la puerta del Atajo, le sorprendió oír cómo unas botas chocaban contra el suelo junto a él.
Hurin se enderezó, sacudiéndose la ropa.
—Deberías ser más cauteloso, lord Rand, podría haber alguien escondido aquí. O algo. —Escrutó la oscuridad, tanteando su cinturón como si buscara la espada corta y la maza que había debido dejar en la posada, pues los criados no iban armados en Cairhien—. Métete en un agujero sin mirar y siempre habrá una serpiente en su interior.
—Los habrías olido —observó Rand.
—Tal vez. —El husmeador aspiró profundamente—. Pero sólo puedo oler lo que han hecho, no lo que van a hacer.
Se oyó un roce por encima de la altura de la cabeza de Rand y luego Loial se dejó caer. El Ogier no hubo siquiera de estirar completamente los brazos antes de que sus botas tocaran el suelo.
—Atolondrados —murmuró—. Los humanos sois tan atolondrados y obráis con tanta precipitación… Y ahora me obligáis a hacerlo a mí. El abuelo Halan me reprendería con severidad, y mi madre… —La oscuridad le ocultaba el rostro, pero Rand estaba seguro de que agitaba vigorosamente las orejas—. Rand, si no comienzas a actuar con más prudencia, me vas a traer problemas.
Rand caminó hacia la entrada del Atajo, la cual rodeó. Incluso a tan corta distancia no parecía más que un bloque de piedra que superaba su altura. El dorso era liso y frío —sólo lo rozó ligeramente con la mano— pero la parte delantera había sido esculpida por la mano de un artista. Estaba cubierta de sarmientos, hojas y flores, tan finamente labrados que con la tenue luz de la luna casi parecían reales. Palpó el suelo frente a ella; parte de la hierba había sido arrancada por el roce, en dos arcos como los que trazarían las puertas al abrirse.
—¿Es esto la entrada de un Atajo? —preguntó con incertidumbre Hurin—. He oído hablar de ellos, claro está, pero… —Husmeó el aire—. El rastro continúa directamente hasta aquí y después se para, lord Rand. ¿Cómo vamos a seguirlos ahora? Tengo entendido que si uno entra en los Atajos, sale loco, suponiendo que salga.
—Es posible hacerlo, Hurin. Yo he viajado en ellos, y Loial, Mat y Perrin.
Rand no apartaba los ojos de la maraña de hojas de la piedra. Sabía que había una distinta de las demás, la hoja de trébol del legendario Avendesora, el Árbol de la Vida. Posó la mano en ella.
—Apuesto a que olerías su rastro por los Atajos. Podemos seguirlos a donde quiera que vayan. —No pasaría nada por probarse a sí mismo que era capaz de entrar en un Atajo—. Te lo demostraré.
Oyó gruñir a Hurin. La hoja estaba esculpida en la piedra al igual que las otras, pero se desprendió al tirar de ella. Loial también emitió un gruñido.
En un instante la ilusión de tener plantas vivas ante sus ojos pareció súbitamente real. Daba la impresión de que las hojas de piedra se agitaban con la brisa y que las flores tenían color incluso en la penumbra. En el centro de la masa apareció una línea, y las dos mitades de la losa oscilaron lentamente hacia Rand. Retrocedió para que se abrieran. No veía el otro lado del recinto rodeado de pared, pero tampoco percibía el opaco reflejo plateado que recordaba. El espacio entre las puertas que se abrían era tan negro que la noche parecía más clara por contraste. La extrema negrura rezumaba entre las hojas que aún oscilaban.
Rand dio un salto atrás con un grito, dejando caer en su premura la hoja de Avendesora.
—¡Machin Shin! —gritó Loial—. ¡El Viento Negro!
El sonido del viento martirizaba sus oídos; la hierba se inclinaba en oleadas hacia las paredes y el polvo se arremolinaba, absorbido por el aire. Y, en el viento, un millar de voces enajenadas parecían gritar, diez mil voces superpuestas que se ahogaban entre sí. Rand retuvo algo de ellas, a pesar de sus intentos por no escucharlas.
—… la sangre tan dulce, tan dulce de beber, la sangre que mana, mana, gotea tan roja; hermosos ojos, lindos ojos, yo no tengo ojos, arrancar los ojos de tu cabeza; machacar tus huesos, partirte los huesos en el interior de la carne, chuparte la médula mientras chillas; chillidos, chillidos, adorables chillidos, agradables como un canto…— Y, lo que era peor, una palabra constantemente susurrada entre las restantes—. Al’Thor. Al’Thor. Al’Thor.
Rand halló el vacío en torno a sí y lo abrazó, sin importarle el seductor y repugnante brillo del saidin cuya presencia vislumbraba. El más terrible de todos los peligros que acechaban en los Atajos era el Viento Negro que se apoderaba de las almas de quienes daba muerte y enloquecía a los que permitía seguir viviendo, pero el Machin Shin formaba parte de los Atajos y no podía salir de ellos. Aun así, fluía hacia él y gritaba su nombre.
Las puertas aún no estaban completamente abiertas. Si pudieran volver a poner la hoja de Avendesora… Vio a Loial apoyado en el suelo con manos y rodillas, tanteando y escudriñando el césped en la oscuridad.
El saidin lo henchía. Sentía como si le vibraran los huesos, notaba el abrasador y a un tiempo gélido flujo del Poder, se encontraba tan vivo como nunca lo había estado sin él, sentía la infección de la capa de aceite… «¡No!» Y silenciosamente exhaló a modo de respuesta un grito de alerta entre el vacío: «¡Viene en tu busca! ¡Nos matará a todos!». Lo arrojó todo a la negra masa, que ya sobresalía más de un metro de la entrada. Ignoraba qué era lo que arrojó y de qué modo, pero en el corazón de la oscuridad brotó una centelleante fuente de luz.
El Viento Negro gimió, exhalando diez mil inarticulados alaridos de dolor. Lentamente, cediendo con renuencia el terreno centímetro a centímetro, la protuberancia disminuyó; la emanación cambió de rumbo poco a poco para retroceder por la puerta aún abierta del Atajo.
El Poder recorría a Rand con el ímpetu de un torrente. Sentía el vínculo que lo unía al saidin, como un río en una crecida, tendiendo un puente entre él y el puro fuego que ardía en el centro del Viento Negro, cual una hervorosa catarata. El calor que lo impregnaba incrementó su ardor hasta alcanzar un grado que hubiera fundido las piedras, evaporado el acero e incendiado el aire. El frío se intensificó hasta un punto en que el aire debiera haberse congelado en sus pulmones, endurecido como un metal. Sentía cómo lo arrollaba, cómo erosionaba la vida como el maleable lecho de arcilla de un río, llevándose a su paso la esencia de sí mismo.
«¡No puedo parar! Si sale afuera… ¡Tengo que acabar con él! ¡No… puedo parar!» Desesperadamente se aferró a los fragmentos de su conciencia. El Poder Único retumbaba en su interior y él navegaba en su corriente como un pedazo de madera en unos rápidos. El vacío comenzó a derretirse y fluir; la vacuidad humeaba con un frío entumecedor.
El movimiento de las puertas se detuvo y luego se reinició en sentido contrario.
Rand las miró, convencido, en la imprecisa hilación de pensamientos que flotaba fuera del vacío, de que sólo veía lo que deseaba ver.
Las hojas fueron acercándose, empujando al Machin Shin como si éste estuviera compuesto de sustancia sólida. El infierno todavía rugía en su pecho.
Vagamente extrañado, Rand vio cómo Loial, todavía arrodillado en el suelo, retrocedía alejándose de las puertas que se cerraban.
El resquicio se estrechó hasta desaparecer. Las hojas y sarmientos se unieron en un muro tangible de piedra.
Rand sintió cómo se cortaba el vínculo entre él y el fuego, al tiempo que cesaba el flujo del Poder. Un momento más, y lo hubiera barrido por completo. Cayó de rodillas, temblando. Todavía estaba allí adentro, el saidin. Ya sin manar, pero presente, en una charca. Era una charca de Poder Único. Temblaba con su vibración. Captaba el olor de la hierba, de la tierra que había bajo ella, de la piedra de las paredes. Aun en la oscuridad percibía cada brizna de hierba, separada y distinta, y todas las demás a un tiempo. Notaba la más ligera brisa en la cara. La lengua se le agarrotaba a causa del sabor de la infección y tenía calambres en el estómago.
Luchó frenéticamente por desprenderse del vacío; todavía de rodillas, inmóvil, lo arrancó de él. Y entonces no quedó más que la fetidez que ya se desvanecía en su lengua, los espasmos en el estómago, y el recuerdo. «Aún estoy vivo».
—Nos habéis salvado, constructor. —Hurin tenía la espalda pegada a la pared, y la voz ronca—. Eso…, ¿eso era el Viento Negro? Era peor de lo que… ¿Iba a lanzar contra nosotros ese fuego? ¡Lord Rand! ¿Os ha hecho daño? ¿Os ha tocado? —Se acercó corriendo a él cuando vio que se levantaba y lo ayudó a acabar de ponerse en pie. Loial también se levantó y después se sacudió las manos y las rodillas.
—Es imposible seguir a Fain por aquí. —Rand tocó el brazo de Loial—. Gracias. Nos has salvado, en efecto. —«Al menos a mí. Estaba matándome. Me estaba matando, y me parecía… magnífico». Tragó saliva; un leve resto de aquel Sabor infecto le revestía todavía la boca—. Quiero beber algo.
—Sólo he encontrado la hoja y la he puesto en su sitio —objetó Loial, encogiéndose de hombros—. Parecía que si no lográbamos cerrar la puerta, nos mataba. Me temo que no soy un gran héroe, Rand. Tenía tanto miedo que apenas si lograba pensar.
—Los dos lo teníamos —reconoció Rand—. Puede que seamos un par de héroes mediocres, pero eso es lo que hay. Menos mal que Ingtar está con nosotros.
—Lord Rand —propuso tímidamente Hurin—, ¿podríamos… marcharnos ahora?
El husmeador se negó a que Rand saltara la pared el primero, sin saber quién podía haber esperando al otro lado, hasta que Rand señaló que él era el único de ellos que disponía de un arma. Incluso entonces Hurin pareció permitir de mala gana que Loial aupara a Rand para que se agarrara a la parte superior.
Rand cayó de pie y permaneció inmóvil escuchando y escrutando la noche. Por un momento creyó ver algo que se movía y oír el roce de una bota en la avenida de ladrillo, pero, como nada de lo percibido se repitió, apaciguó su nerviosismo. Con todo, se creía en el derecho de sentirse nervioso. Se volvió para ayudar a bajar a Hurin.
—Lord Rand —se inquietó el husmeador tan pronto como tuvo los pies firmemente afianzados en el suelo—, ¿cómo vamos a seguirlos ahora? Por lo que conozco de esos túneles, todo el grupo podría encontrarse a medio camino de las antípodas, en cualquier dirección.
—Verin conocerá la manera. —Rand sintió súbitos deseos de reír; para encontrar el Cuerno y la daga, en el supuesto de que ello fuera aún posible, debía recurrir de nuevo a las Aes Sedai. Lo habían dejado libre y ahora tenía que retornar a ellas—. No dejaré que Mat muera sin luchar para impedirlo.
Cuando Loial se reunió con ellos regresaron a la mansión; en el umbral de la puerta encontraron a Mat, que la abrió en el preciso momento en que Rand se disponía a hacerlo.
—Verin dice que no debéis hacer nada. Si Hurin ha localizado el Cuerno, opina que eso es todo cuanto podemos hacer ahora. Dice que nos iremos tan pronto como regreséis y elaboraremos un plan. Y yo digo que es la última vez que voy de arriba abajo transmitiendo mensajes. A partir de ahora, si quieres comunicarle algo a alguien, ya puedes hacerlo personalmente. —Mat escudriñó la oscuridad que se extendía más allá de ellos—. ¿Está el Cuerno por allí? ¿En uno de los edificios exteriores? ¿Habéis visto la daga?
—No está en ningún edificio, Mat. Espero que Verin tenga alguna idea brillante respecto a lo que se ha de hacer; yo no tengo ninguna.
Parecía que Mat quería hacer más preguntas, pero dejó que lo condujeran hacia el interior por el corredor en penumbra. Incluso recordó imitar una cojera mientras subían la escalera.
Cuando Rand y sus compañeros volvieron a entrar en las estancias donde se divertían los nobles, fueron blanco de numerosas miradas. Rand se preguntó si de algún modo sabían algo de lo acaecido afuera, o si debiera haber enviado a Hurin y Mat a la antesala para que aguardaran allí, pero luego advirtió que las miradas no diferían de las que habían recibido anteriormente, curiosas y calculadoras. Los criados eran invisibles para esa gente. Nadie hizo ademán de aproximarse a ellos, dado que iban juntos. Al parecer, la conspiración seguía ciertos protocolos en el Gran Juego: todos intentarían sin duda prestar oídos a una conversación privada, pero nadie se entrometería en ella.
Verin e Ingtar se encontraban juntos y, por consecuencia, también solos. Ingtar parecía un poco aturdido. Verin dedicó una breve mirada a los otros tres y frunció el entrecejo al percibir la expresión de sus caras; después se ajustó el chal y se encaminó a la salida.
Al llegar a ella, Barthanes hizo acto de aparición como si alguien le hubiera advertido de su partida.
—¿Os vais tan pronto? Verin Sedai, ¿no puedo rogaros que os quedéis un rato más?
Verin sacudió la cabeza.
—Debemos irnos, lord Barthanes. Hacía años que no estaba en Cairhien. Me ha alegrado que enviarais la invitación al joven Rand. Ha sido… interesante.
—En ese caso, que la Gracia os acompañe hasta vuestra posada. El Gran Árbol, ¿no es así? ¿Tal vez me honraréis de nuevo con vuestra presencia? Sería un placer volver a veros, Verin Sedai, y a vos, lord Rand, y a vos, lord Ingtar, por no mencionaros a vos, Loial, hijo de Arent hijo de Halan. —La reverencia que ofreció a la Aes Sedai era algo más profunda que la dedicaba a los demás, pero aun así apenas era más que una ligera inclinación.
Verin asintió, haciéndose eco de su propuesta.
—Tal vez. La Luz os ilumine, lord Barthanes. —Se volvió hacia las puertas.
Cuando Rand se disponía a seguir a los demás, Barthanes le agarró la manga con dos dedos, reteniéndolo. Mat hizo ademán de quedarse, hasta que Hurin tiró de él para reunirse con Verin y el resto.
—Participáis en el juego a unos niveles más profundos de lo que creía —dijo en voz baja Barthanes—. Cuando he escuchado vuestro nombre, no daba crédito a mis oídos, y sin embargo habéis venido, y os ajustáis a la descripción… Me han dado un mensaje para vos. Me parece que voy a entregároslo después de todo.
Rand sintió un hormigueo en la nuca mientras Barthanes hablaba, pero las últimas palabras lo dejaron estupefacto.
—¿Un mensaje? ¿De quién? ¿De lady Selene?
—De un hombre. No suelo transmitir mensajes de esa clase de personas en condiciones normales, pero tiene ciertos… derechos sobre mí que no puedo pasar por alto. No me dijo su nombre, pero era lugardeño. ¡Aaah! Lo conocéis.
—En efecto. —«¿Fain ha dejado un mensaje?» Rand recorrió la gran antesala con la mirada. Mat, Verin y los demás esperaban junto a las puertas. Los sirvientes con librea permanecían rígidamente de pie a lo largo de las paredes, dispuestos a entrar en acción a una orden y a un tiempo dando la impresión de que no oían ni veían. Los sonidos de la reunión llegaban de las estancias interiores. No parecía un lugar propicio para un ataque de Amigos Siniestros.— ¿Cuál es el mensaje?
—Dice que os esperará en la Punta de Toman. Que tiene lo que buscáis y que, si lo queréis, debéis seguirlo. Si os negáis a hacerlo, asegura que perseguirá a vuestra estirpe, a vuestro pueblo, y a todos a los que amáis hasta que os decidáis a enfrentaros a él. Suena estrafalario, un hombre de esa clase amenazando con perseguir a un señor, y, sin embargo, había algo extraño en él. Creo que está loco; incluso negaba que fuerais un señor, algo que cualquiera puede ver perfectamente, pero existe un misterio. ¿Qué es lo que tiene con él, custodiado por trollocs? ¿Qué es lo que vos buscáis? —Barthanes parecía sorprendido por la franqueza de sus preguntas.
—La Luz os ilumine, lord Barthanes. —Rand logró realizar una reverencia, pero las piernas le temblaban cuando se reunió con Verin y los demás.
«¿Que quiere que lo siga? Y que infligirá daños al Campo de Emond, a Tam, si no lo hago». No le cabía duda de que Fain era muy capaz de hacerlo. «Al menos Egwene está a salvo, en la Torre Blanca». Imaginó horrorosas escenas en que hordas enteras de trollocs se abatían sobre el Campo de Emond, en que Fados de cuencas vacías acechaban a Egwene. «Pero ¿cómo puedo seguirlo? ¿Cómo?»
Poco después se hallaba de nuevo bajo el cielo nocturno, montando a Rojo. Verin, Ingtar y el resto ya estaban a caballo, cercados por la escolta de shienarianos.
—¿Qué habéis averiguado? —preguntó Verin—. ¿Dónde lo guarda?
Hurin carraspeó ruidosamente y Loial se arrellanó, inquieto, en su alta silla. La Aes Sedai les lanzó una ojeada.
—Fain se ha llevado el Cuerno a la Punta de Toman a través de un Atajo —respondió lentamente Rand—. A estas alturas, es probable que ya esté esperándome allí.
—Hablaremos de esto más tarde —dispuso Verin, con tanta firmeza que nadie mencionó el tema durante todo el camino de regreso al Gran Árbol.
Ino los abandonó allí, tras hablar en voz baja con Ingtar, y se llevó a los soldados hacia su posada de extramuros. Hurin miró de soslayo el resuelto rostro de Verin, a la luz de la sala principal, murmuró algo sobre cerveza y se escabulló hacia una mesa ubicada en un rincón, solo. La Aes Sedai atajó con un gesto los solícitos comentarios de la posadera de que hubieran disfrutado de la velada y condujo en silencio a Rand y a los demás al comedor privado.
Perrin alzó la mirada de Los viajes de Jain el Galopador y frunció el entrecejo al observarles las caras.
—No ha ido bien, ¿verdad? —infirió, cerrando el libro encuadernado con cuero. Las lámparas y velas de cera de abeja dispuestas alrededor de la estancia proyectaban una generosa luz; la señora Tiedra cobraba cara la estancia, pero no escatimaba nada.
Verin plegó con cuidado el chal y lo colocó en el respaldo de una silla.
—Contádmelo de nuevo. ¿Los Amigos Siniestros se llevaron el Cuerno por un Atajo? ¿En la finca de Barthanes?
—El terreno donde se asienta la mansión era una arboleda Ogier —explicó Loial—. Cuando construimos… —Dejó que las palabras quedaran en suspenso y abatió las orejas ante la mirada que le asestó la mujer.
—Hurin los siguió directamente hasta la entrada. —Rand se dejó caer con fatiga en una silla. «Ahora debo ir en pos de ellos, con más motivo aún. ¿Pero cómo?»—. Yo la abrí para demostrarle que era factible seguir su rastro donde quiera que fuesen, y el Viento Negro acechaba allí. Trató de alcanzarnos, pero Loial consiguió cerrar las puertas antes de que saliera del todo. —Se ruborizó ligeramente al referir esa parte, pero era cierto que Loial había cerrado las puertas, sin lo cual el Machin Shin habría logrado salir—. El Viento Negro estaba montando guardia.
—El Viento Negro —musitó Mat, petrificado, cuando se disponía a sentarse. Perrin también miraba fijamente a Rand, al igual que lo hacían Verin e Ingtar. Mat se desplomó en la silla con gran estrépito.
—Debes de estar en un error —objetó Verin al fin—. El Machin Shin no puede utilizarse como un guardián. Nadie puede obligar a hacer algo al Viento Negro.
—Es una criatura del Oscuro —señaló, aturdido, Mat—. Ellos son Amigos Siniestros. Quizá sabían cómo se ha de solicitar su ayuda.
—Nadie sabe a ciencia cierta qué es el Machin Shin —aseguró Verin—, salvo, tal vez, que es la esencia de la locura y la crueldad. No hay modo de razonar con él, Mat, ni de proponerle tratos o conversar. Ni siquiera las Aes Sedai de nuestro tiempo tienen posibilidad de presionarlo, y tal vez tampoco estuvo ello en las manos de quienes las precedieron. ¿De veras crees que Padan Fain pudo conseguir algo que está fuera del alcance de diez Aes Sedai juntas? —Mat sacudió la cabeza.
Flotaba un ambiente de desaliento en la estancia, de pérdida de esperanzas y objetivos. La meta que perseguían se había borrado, e incluso la cara de Verin presentaba una expresión de desconcierto.
—Nunca hubiera pensado que Fain tuviera coraje para aventurarse en los Atajos. —La voz de Ingtar sonaba casi suave, pero de improviso golpeó la pared con el puño—. No me importa cómo, ni siquiera si el Machin Shin actúa cumpliendo órdenes de Fain. Se han llevado el Cuerno de Valere a los Atajos, Aes Sedai. A estas horas podrían estar en la Llaga o a mitad de camino de Tear o Tanchico, o al otro lado del Yermo de Aiel. Hemos perdido el Cuerno. Estoy perdido. —Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y hundió los hombros—. Estoy perdido.
—Fain va a llevarlo a la Punta de Toman —anunció Rand, ante lo cual volvió a convertirse en el centro de todas las miradas.
Verin lo observó minuciosamente.
—Ya has dicho eso antes. ¿Cómo lo sabes?
—Barthanes me ha transmitido un mensaje suyo —repuso Rand.
—Una trampa —opinó Ingtar con desdén—. No nos indicaría por dónde hemos de seguirlo.
—Ignoro adónde vais a ir los demás —afirmó Rand—, pero yo iré a la Punta de Toman. Debo hacerlo. Partiré con las primeras luces del alba.
—Pero, Rand —apuntó Loial—, nos llevaría varios meses llegar a la Punta de Toman. ¿Qué te hace pensar que Fain estará esperándonos allí?
—Nos esperará. —«Pero ¿durante cuánto tiempo hasta que deduzca que no voy a ir? ¿Por qué dispuso esa guardia si quería que fuera detrás de él?»—. Loial, tengo intención de cabalgar a la mayor velocidad posible y, si con ello reviento a Rojo, compraré otro caballo, o lo robaré si es preciso. ¿Estás seguro de que quieres venir?
—He estado a tu lado mucho tiempo. ¿Por qué debería dejar de hacerlo ahora? —Loial sacó la pipa y la bolsa y comenzó a llenarla de tabaco—. Me gustas, ¿sabes? Me gustarías aunque no fueras ta’veren. Tal vez me caes bien a pesar de ello. Por lo visto siempre acabo metido en embrollos contigo. De todas maneras, iré contigo. —Dio una calada para comprobar el tiro y luego tomó una astilla de la vasija de barro que había en la repisa y la acercó a la llama de una vela para encenderla—. No creo que puedas impedírmelo.
—Bien, yo también iré —decidió Mat—. Fain todavía tiene la daga. Pero todo ese cuento de hacer de criado se ha acabado esta noche.
Perrin suspiró, con una mirada pensativa en sus amarillentos ojos.
—Supongo que yo también os acompañaré. —Después de un momento sonrió—. Alguien ha de vigilar que Mat no se busque problemas.
—Ni siquiera una trampa astuta —murmuró Ingtar—. De alguna manera, conseguiré ver a solas a Barthanes y averiguaré la verdad. Mi propósito es recuperar el Cuerno de Valere y no perder el tiempo persiguiendo volutas de humo.
—Puede que no sea una trampa —señaló prudentemente Verin, examinando al parecer el suelo—. En las mazmorras de Fal Dara quedaron ciertos indicios, ciertos escritos que insinuaban una conexión entre lo que sucedió esa noche y… —lanzó una rápida mirada a Rand bajo las cejas inclinadas hacia abajo— …la Punta de Toman. Y yo creo que encontraremos el Cuerno allí.
—Aun cuando vayan a la Punta de Toman —objetó Ingtar—, cuando lleguemos allí, Fain o uno de los Amigos Siniestros ya habrían tenido ocasión de hacer sonar cien veces el Cuerno, y los héroes que regresen de la tumba cabalgarán en las filas de la Sombra.
—Fain pudiera haberlo hecho ya cien veces desde que salió de Fal Dara —observó Verin—. Y creo que lo haría, si supiera abrir el cofre. Lo que debe preocupamos es que encuentre a alguien que sepa cómo abrirlo. Debemos seguirlo por los Atajos.
Perrin irguió vivamente la cabeza, Mat se revolvió en la silla y Loial emitió un quedo gemido.
—Incluso si lográramos entrar, esquivando los guardias de Barthanes —opinó Rand—, encontraríamos al Machin Shin todavía allí. No podemos utilizar los Atajos.
—¿Cuántos de nosotros podrían entrar a hurtadillas en las propiedades de Barthanes? —inquirió Verin, desestimando la posibilidad—. Existen otras puertas de entradas a los Atajos. El stedding Tsofu no queda lejos de la ciudad. Es un stedding joven, redescubierto hace tan sólo unos seiscientos años, pero los mayores Ogier todavía construían Atajos por aquel entonces. El stedding Tsofu debe de tener una puerta. Es allí donde nos dirigiremos mañana al amanecer.
Loial lanzó una sorda exclamación, pero Rand no alcanzó a interpretar si la motivaba la referencia a los Atajos o al stedding.
Ingtar todavía no parecía convencido, pero Verin se mostró tan serena e implacable como un alud que se deslizara por la ladera de una montaña.
—Habréis de tener a vuestros soldados dispuestos para partir, Ingtar. Enviad a Hurin para que se lo comunique a Ino antes de que se acueste. Creo que todos deberíamos irnos a dormir sin tardanza. Esos Amigos Siniestros nos llevan ya un día de ventaja y quiero recuperar mañana el mayor tiempo posible. —La regordeta Aes Sedai hizo gala de tanta firmeza que ya estaba acompañando a Ingtar hacia la puerta antes de terminar de hablar.
Rand, que siguió a los demás, se detuvo en el umbral al lado de la Aes Sedai y observó cómo Mat se encaminaba al rellano.
—¿Por qué tiene ese aspecto? —le preguntó—. Pensaba que lo habíais curado, al menos para darle un tiempo de tregua.
Verin esperó a que Mat y los otros hubieran comenzado a subir las escaleras para responder.
—Por lo visto, no evoluciona tan bien como esperábamos. La enfermedad toma un curso interesante en él. Su fuerza permanece, y así lo hará hasta el final, creo. Pero su cuerpo se consume. Yo diría que durará unas cuantas semanas a lo sumo. Como ves, existe un motivo para actuar con rapidez.
—No necesito otro incentivo, Aes Sedai —replicó Rand, pronunciando con aspereza el título. «Mat, el Cuerno, la amenaza de Fain… ¡Luz, Egwene! Demonios, no necesito que me espoleen».
—¿Y qué me dices de ti, Rand al’Thor? ¿Te encuentras bien? ¿Todavía forcejeas o te has rendido ya a la Rueda?
—Cabalgaré con vos en busca del Cuerno —le comunicó—. Aparte de eso, no hay nada entre mí y las Aes Sedai. ¿Lo entendéis? ¡Nada!
Verin no dijo nada, y él se alejó de ella, pero, cuando se volvió para subir las escaleras, todavía estaba mirándolo con ojos duros y evaluadores.