8 El Dragón renacido

Al principio Rand caminaba nervioso y envarado al lado del Guardián. «Afróntalo con la cabeza bien alta». Para Lan era fácil decirlo, a él no lo había mandado llamar la Sede Amyrlin. Él no estaba preguntándose si acabaría el día amansado o en un estado peor. Rand notaba como si algo le atenazara la garganta; no podía tragar saliva, a pesar de sus desesperados esfuerzos por conseguirlo.

Los pasillos se hallaban abarrotados de gente, de criados que acudían a sus tareas y guerreros que llevaban espadas sobre atuendos de salón. Algunos chiquillos empuñaban pequeñas espadas de práctica junto a sus padres, imitando su manera de andar.

De la lucha del día anterior únicamente restaba una sensación de alerta, que se traslucía incluso en los niños. Los hombres semejaban gatos acechando una manada de ratas.

Ingtar dirigió a Rand una insólita mirada, casi turbada, al tiempo que abría la boca al cruzarse con él para luego no decirle nada. Kajin, alto, delgado y cetrino, alzó los puños por encima de la cabeza y gritó:

—¡Tai’shar Malkier! ¡Tai’shar Manetheren! —Auténtica sangre de Malkier. Auténtica sangre de Manetheren.

Rand tuvo un sobresalto. «Luz, ¿por qué habrá dicho eso? No seas estúpido —se reprendió—. Aquí todos saben de la existencia de Manetheren. Conocen todas las antiguas historias, con tal que estén relacionadas con batallas. Diantre, debo controlarme».

Lan levantó los puños en respuesta.

—¡Tai’shar Shienar!

Si echaba a correr, ¿podría pasar inadvertido entre el gentío hasta llegar al establo? «Si ella envía rastreadores en pos de mí…» A cada caso, su tensión iba en aumento.

—¡El gato cruza el patio! —espetó de improviso Lan cuando se aproximaban a los aposentos de las mujeres.

Atónito, Rand adoptó sin pensarlo el porte que le habían enseñado, con la espalda erguida pero con todos los músculos laxos, como si pendiera de un alambre atado en su coronilla. Era un paso lento, relajado, casi arrogante. Aquélla era una relajación aparente que de ningún modo sentía en su interior, pero no tuvo tiempo para asombrarse de lo que hacía. Doblaron el recodo del último corredor ajustando el paso.

Las mujeres que se hallaban en la entrada de los aposentos femeninos los miraron acercarse. Algunas estaban sentadas detrás de mesas inclinadas, revisando grandes libros en los que realizaban anotaciones esporádicas. Otras hacían punto o bordaban. Las damas ataviadas de seda mantenían aquella vigilancia, al igual que las mujeres vestidas con libreas. Las puertas arqueadas permanecían abiertas, sin más custodia que la de las mujeres. No era preciso más. Ningún hombre shienariano entraría allí sin invitación, pero todos permanecían prestos a defender esa puerta en caso necesario.

Rand notaba un ardor en el estómago. «Lanzarán una ojeada a nuestras espadas y nos dirán que nos vayamos. Bueno, eso es lo que deseo, ¿no es cierto? Si no nos dejan entrar, tal vez pueda marcharme. Si no llaman a los guardias para que se ocupen de nosotros». Se aferró al porte que Lan le había indicado al igual que lo hubiera hecho con una rama que sobresaliera sobre un río embravecido; aquella resistencia era lo único que le impedía volverse y echar a correr.

Una de las doncellas de lady Amalisa, Nisura, una mujer de rostro redondeado, dejó a un lado su labor y se puso en pie cuando ellos se detuvieron. Sus ojos lanzaron destellos al posarse en sus espadas y sus labios se fruncieron, pero no hizo ninguna mención al respecto. Todas las mujeres detuvieron sus tareas para mirar en silencio.

—Sed honrados los dos —los agasajó Nisura, inclinando ligeramente la cabeza. Dedicó una ojeada a Rand, tan rápida que él no tuvo la certeza de haberla percibido, pero que le recordó lo que Perrin le había dicho— La Sede Amyrlin os espera.

A una señal de la doncella, otras dos damas —no eran sirvientas, puesto que estaban recibiendo un trato de honor— avanzaron hacia ellos para acompañarlos. Las mujeres realizaron una reverencia y los invitaron con un gesto a cruzar el umbral. Las dos miraron de soslayo a Rand y luego apartaron los ojos.

«¿Estarían buscándonos a todos, o sólo a mí? ¿Por qué a todos?»

Una vez dentro, recibieron las miradas que Rand esperaba —era inusual hallar dos hombres en los apartamentos de mujeres— y sus espadas hicieron enarcar más de una ceja, pero nadie les dirigió una palabra. Ambos hombres dejaron corros de animada conversación a su paso, quedos murmullos que Rand no alcanzó a interpretar. Lan caminaba a grandes zancadas como si ni siquiera lo advirtiera. Rand mantuvo el paso detrás de su escolta, deseoso de poder oír los comentarios.

Al fin llegaron a las habitaciones de la Sede Amyrlin, en cuyo pasillo exterior había tres Aes Sedai. La de mayor estatura, Leane, sostenía en alto la vara con la llama dorada. Rand no conocía a las otras dos, una del Ajah Blanco y otra del Amarillo, a juzgar por los flecos de su chal, pero recordaba sus caras, que lo habían observado fijamente cuando él había recorrido corriendo los mismos pasadizos. Suaves rostros de Aes Sedai, con ojos que traslucían profundos conocimientos. Lo examinaron con cejas arqueadas y labios apretados. Las mujeres que los habían conducido hasta allí les dedicaron una reverencia y los dejaron a cargo de las Aes Sedai.

Leane miró a Rand con una leve sonrisa, a pesar de la cual su voz sonó como un chasquido.

—¿Qué habéis traído hoy a presencia de la Sede Amyrlin, Lan Gaidin? ¿Un joven león? Será mejor que no dejéis que lo vea ninguna de las Verdes o alguna lo vincularía a ella en un abrir y cerrar de ojos. A las Verdes les gustan los Guardianes jóvenes.

Rand se preguntó si realmente era posible transpirar debajo de la piel, porque eso era lo que sentía. Quería mirar a Lan, pero recordó las instrucciones que éste le había impartido.

—Soy Rand al’Thor, de Dos Ríos, que antaño fue Manetheren. Acudo a la llamada de la Sede Amyrlin, Leane Sedai. Estoy dispuesto. —Le sorprendió que la voz no le temblara en ningún momento.

Leane parpadeó y sustituyó su sonrisa por una mirada reflexiva.

—¿Se supone que este joven es un pastor, Lan Gaidin? No estaba tan seguro de sí esta mañana.

—Es un hombre, Leane Sedai —repuso con firmeza Lan— Ni más ni menos. Todos somos lo que somos.

—El mundo se vuelve más extraño cada día —comentó la Aes Sedai, sacudiendo la cabeza— Supongo que el herrero llevará una corona y hablará en Cántico alto. Aguardad aquí. —Desapareció en el interior para anunciarlos.

Se ausentó sólo unos instantes, pero Rand se encontraba incómodo ante las miradas de las otras dos Aes Sedai. Trató de devolverles la mirada a igual nivel, tal como le había aconsejado Lan, y las mujeres pegaron las cabezas para hablar en susurros. «¿Qué estarán diciendo? ¿Qué saben ellas? Luz, ¿van a amansarme? ¿Era eso a lo que se refería Lan al aleccionarme sobre cómo afrontar cualquier adversidad?»

Leane regresó y le indicó que entrara. Cuando Lan hizo ademán de seguirlo, lo detuvo poniendo el bastón a la altura de su pecho.

—Vos no, Lan Gaidin. Moraine Sedai ha de encomendaros una tarea. Vuestro cachorro de león estará a salvo por sus propios medios.

La puerta se cerró detrás de Rand, pero éste oyó antes la voz de Lan, altiva y enérgica, aun cuando sólo dirigida a su oído.

—¡Tai’shar Manetheren!

Moraine estaba sentada en un lado de la habitación y una de las Aes Sedai Marrones que había visto en las mazmorras se encontraba en el otro, pero fue la mujer que ocupaba una alta silla detrás de la gran mesa quien retuvo su mirada. Las cortinas tapaban parcialmente las aspilleras, pero por los entresijos penetraba suficiente luz a su espalda como para obstaculizar una visión clara de su rostro. Con todo, la reconoció: la Sede Amyrlin.

Se apresuró a doblar una rodilla, posando la mano izquierda en el puño de la espada y la derecha en la alfombra, e inclinó la cabeza.

—Acudo a vuestra llamada, madre. Estoy dispuesto. —Levantó la cabeza a tiempo para ver cómo enarcaba las cejas.

—¿De veras lo estás, muchacho? —Su voz revelaba cierta diversión, y algo más que no lograba dilucidar. En todo caso, su semblante no parecía festivo—. Levántate, chico, y deja que te vea.

Se incorporó, tratando de mantener una expresión relajada. Hubo de esforzarse para no apretar los puños. «Tres Aes Sedai. ¿Cuántas serán precisas para amansar a un hombre? Enviaron a una docena o más para vigilar a Logain. ¿Me haría Moraine algo así?» Miró a los ojos a la Sede Amyrlin y ésta no pestañeó.

—Siéntate, muchacho —dijo al fin, señalando una silla de respaldo de cuero dispuesta frente a la mesa—. Me temo que no será una entrevista breve.

—Gracias, madre. —Entonces inclinó la cabeza, como Lan le había indicado, miró la silla y tocó su espada— Con vuestra venia, madre, me quedaré de pie. La vigilancia es continua.

La Sede Amyrlin exhaló un sonido de exasperación y miró a Moraine.

—¿Has dejado que Lan lo aleccionara, hija? Esto ya será bastante complicado sin que adopte los modales de un Guardián.

—Lan ha estado dando clases a los chicos, madre —respondió con calma Moraine— Ha dedicado algo más de tiempo a éste que a los demás porque lleva una espada.

La Aes Sedai Marrón se arrellanó en la silla.

—Los Gaidin son engreídos y altaneros, madre, pero útiles. Yo no me desprendería de Tomás, como tampoco lo haríais vos de Alric. Incluso he oído decir que las Rojas echan de menos a veces disponer de un Guardián. Y las Verdes, por supuesto…

Las tres Aes Sedai parecían hacer caso omiso de su presencia.

—Esa espada —observó la Sede Amyrlin—, por lo visto tiene la marca de la garza. ¿Cómo llegó a sus manos, Moraine?

—Tam al’Thor abandonó Dos Ríos siendo un muchacho, madre. Se enroló en el ejército de Illian y participó en la Guerra de los Capas Blancas y en las últimas dos contiendas con Tear. Con el tiempo se convirtió en un maestro espadachín y en lugarteniente de los Compañeros. Después de la Guerra de Aiel, Tam al’Thor regresó a Dos Ríos con una esposa oriunda de Caemlyn y un niño. Nos hubiera ahorrado muchos esfuerzos haberlo sabido antes, pero ahora lo sé.

Rand miró, atónito, a Moraine. Sabía que Tam había salido de Dos Ríos y regresado con una esposa extranjera y la espada, pero el resto… «¿Dónde averiguasteis todo eso? No en el Campo de Emond a buen seguro. A menos que Nynaeve os dijera más de lo que me ha confesado a mí. Un niño. No dice su hijo. Pero lo soy».

—Contra Tear. —La Sede Amyrlin frunció ligeramente el entrecejo— Bien, las culpas estuvieron repartidas en ambos bandos en dichas guerras. Hombres insensatos que prefirieron luchar a dialogar. ¿Puedes afirmar si la hoja es auténtica, Verin?

—Hay pruebas para saberlo, madre.

—Entonces tómala y compruébalo, hija.

Ninguna de las tres mujeres lo miraba. Rand retrocedió unos pasos, aferrando con fuerza la empuñadura.

—Mi padre me dio esta espada —protestó, furioso— Nadie me la va a arrebatar. —Hasta ese instante no había caído en la cuenta de que Verin no se había movido de su silla. Las miró, confuso, intentando recobrar la calma.

—De modo —constató la Sede Amyrlin— que tienes cierto arrojo interior, aparte de lo agregado por Lan. Eso está bien. Lo vas a necesitar.

—Soy lo que soy, madre —logró articular sosegadamente— Estoy dispuesto a afrontar los acontecimientos.

—Ya veo que Lan te ha enseñado bien —dijo la Sede Amyrlin con una mueca—. Escúchame, muchacho. Dentro de unas pocas horas Ingtar se marchará para ir en busca del Cuerno robado. Tu amigo, Mat, lo acompañará. Y supongo que tu otro amigo, Perrin, ¿no es así?, irá con ellos. ¿Deseas acompañarlos?

—¿Mat y Perrin irán con él? ¿Por qué? —Demasiado tarde recordó que debía agregar un respetuoso— Madre.

—Estarás enterado de la daga que llevaba tu amigo. —El fruncimiento de labios mostró a las claras lo que pensaba de dicha daga—. También fue robada y, a menos que la hallemos, no podremos destruir por completo el vínculo que lo une a la hoja, y tu amigo morirá. Puedes ir con ellos, si lo deseas. O, si lo prefieres, puedes quedarte aquí. Sin duda, lord Agelmar estará de acuerdo en tenerte como huésped todo el tiempo que quieras. Yo partiré hoy mismo. Moraine Sedai vendrá conmigo, y otro tanto harán Egwene y Nynaeve; de modo que, si decides quedarte, estarás solo. La elección está en sus manos.

Rand la miró en silencio. «Está diciéndome que puedo irme, si lo deseo. ¿Para esto me mandó llamar? ¿Para explicarme que Mat se está muriendo?» Observó de reojo a Moraine, sentada con las manos cruzadas sobre el regazo y una expresión impasible en el rostro. Daba la impresión de que le tenía absolutamente sin cuidado lo que él pudiera hacer. «¿Qué camino estáis intentando que escoja, Aes Sedai? Si lo supiera, elegiría sin vacilar el otro. Pero Mat se está muriendo… ¡No puedo abandonarlo! ¡Luz! ¿Cómo vamos a hallar esa daga?»

—No es necesario que hagas tu elección ahora —agregó la Amyrlin. Tampoco a ella parecía importarle lo que él decidiera— Pero debes decidirlo antes de que Ingtar se marche.

—Iré con Ingtar, madre.

La Sede Amyrlin asintió con mente ausente.

—Ahora que ya hemos saldado esta cuestión, podemos considerar asuntos de mayor importancia. Sé que puedes encauzar el Poder, muchacho. ¿Qué sabes tú?

Rand se quedó boquiabierto. Sorprendido mientras aún estaba pensando preocupado en Mat, sus simples palabras lo golpearon como la puerta basculante de un establo. Todos los consejos e instrucciones de Lan comenzaron a girar en torbellino. La miró de frente, humedeciéndose los labios. Una cosa era suponer que ella lo sabía y otra muy distinta comprobar que realmente lo sabía. El sudor le perló la frente.

La Sede Amyrlin se inclinó hacia adelante en la silla, aguardando su respuesta, pero él tuvo la impresión de que quería echarse atrás. Recordó lo que Lan le había dicho. «Si te tiene miedo…» Quería reír. Si él le inspirara temor a ella.

—No, no puedo. Quiero decir… No lo hice a propósito. Simplemente sucedió. Yo no quiero… encauzar el Poder. No volveré a hacerlo nunca más. Lo juro.

—Que no quieres —dijo la Sede Amyrlin—. Bien, eso demuestra buen juicio. E insensatez, también. Algunos pueden aprender a encauzar el Poder; la mayoría no. Unos cuantos, sin embargo, nacen con la semilla en su interior. Tarde o temprano, esgrimirán el Poder lo quieran o no, tan cierto como que las huevas producen peces. Continuarás encauzando el Poder, muchacho. No Puedes evitarlo. Y sería preferible que aprendieras a hacerlo, a controlarlo, o no vivirás el tiempo suficiente para volverte loco. El Poder Único mata a quienes no controlan su flujo.

—¿Cómo voy a aprender? —preguntó. Moraine y Verin se limitaban a permanecer sentadas, observándolo impasibles. «Como arañas»—. ¿Cómo? Moraine dice que no puede enseñarme nada y yo no sé cómo debo aprender ni qué debo aprender. Tampoco quiero hacerlo, de todas maneras. Quiero acabar con ello. ¿No lo comprendéis? ¡Acabar!

—Te dije la verdad —replicó Moraine, utilizando un tono similar al que mantendría en una conversación ociosa—. Quienes podían instruirte, los varones Aes Sedai, perecieron hace tres mil años. Ninguna Aes Sedai viva es capaz de enseñarte a establecer contacto con el saidin, al igual que tú no puedes aprender a manejar el saidar. Un pájaro no puede enseñar a volar a un pez, ni un pez enseñar a nadar a un pájaro.

—Siempre he considerado que ése no es un ejemplo adecuado —opinó de improviso Verin—. Hay pájaros que se zambullen en el agua y nadan. Y en el Mar de las Tormentas hay peces voladores, con largas aletas que alcanzan la envergadura de los brazos extendidos y picos como espadas capaces de horadar… —Dejó inacabada la frase, con patente nerviosismo. Moraine y la Sede Amyrlin estaban mirándola con semblantes inexpresivos.

Rand aprovechó la interrupción para tratar de recobrar el aplomo. Tal como le había enseñado Tam mucho tiempo atrás, formó una llama en su mente y arrojó sus temores a ella, en busca del vacío, de la calma del silencio. La llama pareció crecer hasta envolverlo todo, hasta que sus dimensiones superaron su capacidad de imaginación. Entonces desapareció, dejando tras de sí una sensación de paz, en cuyos bordes todavía palpitaban las emociones, el miedo y la furia, como manchas negras, pero el vacío permanecía. Los pensamientos rozaban su superficie cual guijarros sobre el hielo. Las Aes Sedai mantuvieron desviada la atención de él apenas un momento, pero, cuando volvieron a dedicársela, el semblante de Rand estaba en calma.

—¿Por qué me habláis de este modo, madre? —inquirió— Deberías amansarme.

La Sede Amyrlin frunció el entrecejo y se volvió hacia Moraine.

—¿Le ha enseñado Lan esto?

—No, madre. Lo aprendió de Tam al’Thor.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Rand.

La Sede Amyrlin lo miró directamente a los ojos y respondió:

—Porque tú eres el Dragón Renacido.

El vacío se tambaleó. El mundo se tambaleó. Todo parecía girar a su alrededor. Se concentró en la nada y el vacío retomó, el mundo recobró la firmeza.

—No, madre. Puedo encauzar el Poder, la Luz me asista, pero no soy Raolin Perdición del Oscuro ni Guaire Amalasan, ni Yurian Arco Pétreo. Podéis amansarme, matarme o dejarme en libertad, pero no seré un falso Dragón domesticado sumiso a los dictados de Tar Valon.

Oyó cómo Verin emitía una exclamación el tiempo que los ojos de la Amyrlin se abrían desmesuradamente y su mirada adoptaba igual dureza que una gema azul. Aquello no le afectó en lo más mínimo bajo la protección del vacío.

—¿Dónde has escuchado esos nombres? —preguntó la Amyrlin—. ¿Quién te ha dicho que Tar Valon utiliza a algún falso Dragón?

—Un amigo, madre —respondió— Un juglar. Se llamaba Thom Merrilin. Ahora está muerto. —Moraine se agitó, atrayendo su mirada. Ella aseguraba que Thom estaba vivo, pero nunca había ofrecido ninguna prueba de ello y él no veía cómo algún hombre podía sobrevivir a un encuentro cuerpo a cuerpo con un Fado. Aquella reflexión le resultaba ajena y se esfumó casi al instante. Únicamente existían el vacío y la unidad ahora.

—Tú no eres un falso Dragón —afirmó contundentemente la Amyrlin— eres el verdadero Dragón Renacido.

—Yo soy un pastor de Dos Ríos, madre.

—Hija, cuéntale la historia. Es una historia verídica, muchacho. Escucha con atención.

Moraine comenzó a hablar. Rand escuchó sin desviar la mirada del rostro de la Amyrlin.

—Hará casi veinte años los Aiel cruzaron la Columna Vertebral del Mundo, la pared del Dragón, lo cual no habían hecho nunca. Arrasaron Cairhien, destruyeron todos los ejércitos que se enviaron para hacerles frente, quemaron la propia ciudad de Cairhien y se abrieron paso hasta Tar Valon. Era invierno y estaba nevando, pero el calor o el frío apenas afectan a un Aiel. La batalla final, la última de importancia, se libró fuera de las Murallas Resplandecientes, bajo la sombra del Monte del Dragón. Después de tres días y tres noches de contienda, los Aiel emprendieron la retirada. Puede decirse que su retroceso fue voluntario, puesto que ya habían cumplido el propósito que los había llevado allí, el cual consistía en dar muerte al rey Laman de Cairhien, por el pecado cometido contra el Árbol. Es en esas circunstancias donde se inicia mi historia. Y la tuya.

«Saltaron la Pared del Dragón como una avalancha. Todo el trecho hasta las Murallas Resplandecientes». Rand esperó a que los recuerdos se amortiguaran, pero era la voz de Tam lo que escuchaba, un Tam enfermo y enfebrecido, descubriendo secretos de su pasado. La voz se aferró en la aureola del vacío, tratando de abrirse paso cual un clamor.

—Yo era una de las Aceptadas entonces —continuó Moraine—, al igual que nuestra madre, la Sede Amyrlin. Faltaba poco tiempo para que nos elevaran a la condición de hermanas y esa noche hacíamos las veces de asistentes en la habitaciones de la por entonces Sede Amyrlin. Su Guardiana de las Crónicas, Gitara Moroso, se encontraba allí. Todas las otras hermanas de Tar Valon estaban afuera, curando a los heridos, incluso las Rojas. Era el alba. El fuego del hogar no lograba mantener el frío a raya. Había parado de nevar finalmente y en los aposentos de la Amyrlin de la Torre Blanca percibíamos el olor de los pueblos de los alrededores, quemados durante los combates.

«Las batallas son siempre calurosas, incluso con la nieve. Tenía que alejarme del hedor a muerte». La voz delirante de Tam desgarraba la calma interior de Rand. El vacío tembló y cedió terreno, lo recobró y volvió a vacilar. Los ojos de la Amyrlin le preocupaban. Notaba nuevamente el rostro bañado en sudor.

—Todo fue un desvarío producido por la fiebre —adujo— Estaba enfermo. —Elevó la voz—. Mi nombre es Rand al’Thor. Soy un pastor de ovejas. Mi padre es Tam al’Thor y mi madre era…

Moraine había hecho una pausa, pero ahora lo interrumpió con su tono impasible y a un tiempo implacable.

—El Ciclo Kareathon, las Profecías del Dragón, predicen que el Dragón volverá a nacer en las laderas del Monte del Dragón, donde murió durante el Desmembramiento del Mundo. Gitara Sedai realizaba pronósticos en ocasiones. Era vieja, con el pelo tan blanco como la nieve de la intemperie, pero, cuando actuaba como adivina, sus capacidades permanecían intactas. La luz matinal que se filtraba por las ventanas estaba cobrando intensidad cuando le serví una taza de té. La Sede Amyrlin me preguntó si había noticias procedentes del campo de batalla. Y Gitara Sedai se levantó de su silla, con los brazos y piernas rígidos, temblando, con el rostro desencajado como si viera la Fosa de la Perdición de Shayol Ghul, y gritó: «¡Ha vuelto a nacer! ¡Lo siento! ¡El Dragón está dando las primeras bocanadas en la ladera del Monte del Dragón! ¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! ¡Que la Luz nos acoja! ¡Que la Luz acoja al mundo! ¡Yace en la nieve y llora como el trueno! ¡Quema como el sol!». Entonces cayó abatida en mis brazos, muerta.

«La ladera de la montaña. Oí llorar a un niño. Dio a luz allí sola, antes de fallecer. El niño estaba amoratado por el frío». Rand intentó apartar de sí la voz de Tam. El vacío iba menguando.

—Delirios febriles —musitó. «No podía dejar a un niño»— Yo nací en Dos Ríos. —«Siempre supe que deseabas un hijo, Kari». Apartó los ojos de la mirada de la Amyrlin y trató de afianzar el vacío. Sabía que no era la manera adecuada de retenerlo, pero éste estaba desmoronándose en su interior. «Sí, muchacha. Rand es un bonito nombre»— ¡Yo… soy… Rand… al’Thor! —Le temblaban las piernas.

—Y así supimos que el Dragón había renacido —Continuó Moraine—. La Amyrlin nos hizo jurar a las dos que guardaríamos el secreto, pues era consciente de que no todas las hermanas considerarían su nacimiento desde la perspectiva correcta, y nos encargó de las indagaciones. Había muchos niños huérfanos después de aquella batalla, demasiados. Sin embargo, nos contaron que un hombre había encontrado un recién nacido en la montaña. Y eso era todo. Un hombre y un recién nacido. De modo que continuamos buscando. Buscamos durante años, hallando nuevas pistas, examinando las profecías. «Será de estirpe antigua y su crianza correrá a cargo de gente de viejo linaje». Ésa era una; había otras. Pero hay muchos lugares donde los antiguos linajes, descendientes de la Era de Leyenda, perviven con vigor, Entonces, en Dos Ríos, donde la antigua sangre de Manetheren conserva su simiente, como un río en una crecida, hallé a tres muchachos cuyas fechas de nacimiento sólo distaban semanas de los días en que se batalló en el Monte del Dragón. Y uno de ellos puede encauzar el Poder. ¿Pensabas que los trollocs te perseguían porque eres ta’veren? Tú eres el Dragón Renacido.

A Rand ya no lo sostenían las rodillas; el cuerpo se le dobló hacia adelante, y apoyó las manos en la alfombra para no caer de bruces. El vacío lo había abandonado y la calma se había quebrado. Irguió la cabeza y las tres Aes Sedai estaban mirándolo. Sus semblantes eran serenos, cual mansos y lisos estanques, pero sus ojos no pestañeaban.

—Mi padre es Rand al’Thor y yo nací… —Seguían observándolo, inmóviles. «Están mintiendo. Yo no soy… ¡lo que ellas dicen! De algún modo, están mintiendo, tratando de servirse de mí»—. No dejaré que me utilicéis.

—Las anclas no se rebajan por ser utilizadas para amarrar una barca —arguyó la Amyrlin—. Tú fuiste creado para cumplir un propósito, Rand al’Thor. «Cuando los vientos de Tarmon Gai’don recorran la tierra, él se enfrentará a la Sombra y volverá a traer la Luz al mundo». Las profecías deben cumplirse, de lo contrario el Oscuro quedará libre y transformará el mundo a su imagen. La última Batalla se acerca y tú naciste para unir a la humanidad y conducirla a pelear contra el Oscuro.

—Ba’alzemon está muerto —afirmó con voz ronca Rand, ante lo cual la Amyrlin resopló con igual tosquedad que un mozo de cuadra.

—Si crees eso, es que eres más insensato que los domani. Muchos de ellos piensan que está muerto, o eso dicen, pero, por lo que observo, ninguno se atreve a nombrarlo. El Oscuro vive y está abriendo los muros de su prisión. Tú te enfrentarás al Oscuro. Es tu destino.

«Es tu destino». Eran palabras que ya había oído antes, en un sueño que tal vez no había sido tal. Se preguntó qué opinaría la Amyrlin de saber que Ba’alzemon le había hablado en sueños. «Eso se ha acabado. Ba’alzemon está muerto. Lo vi morir».

De improviso cayó en la cuenta de que estaba en cuclillas como un sapo, acurrucado ante sus miradas. Trató de volver a formar el vacío, pero las voces giraban en su cabeza, neutralizando todos sus esfuerzos. «Es tu destino. Un niño tendido en la nieve. Tú eres el Dragón Renacido. Ba’alzemon está muerto. Rand es un bonito nombre, Kari. ¡No dejaré que me utilicéis!» Haciendo acopio de su tenacidad nativa, enderezó la espalda. «Afróntalo, con la cabeza bien alta. Puedes mantener tu orgullo al menos». Las tres Aes Sedai lo miraban con rostro impasible.

—¿Qué…? —Le costó calmar el tono de voz— ¿Qué vais a hacerme?

—Nada —repuso la Sede Amyrlin. Rand pestañeó. No era la respuesta que esperaba, la que temía—. Dices que deseas acompañar a tu amigo con Ingtar y así puedes hacerlo. No he dejado que se trasluzca en nada tu condición. Tal vez algunas de las hermanas sepan que eres ta’veren, pero nada más. Sólo nosotras tres sabemos quién eres realmente. Tu amigo Perrin vendrá a verme aquí, al igual que tú, e iré a visitar al otro a la enfermería. Puedes ir a donde desees, sin temor a que mandemos tras de ti a las hermanas Rojas.

«¿Quién eres realmente?» La furia lo encendió, pero la obligó a permanecer confinada en su interior, oculta.

—¿Por qué?

—Las profecías deben cumplirse. Te dejaremos vagar libremente, sabiendo quién eres, porque de lo contrario el mundo que conocemos perecerá y el Oscuro cubrirá la tierra de fuego y muerte. Repara bien en esto: no todas las Aes Sedai comparten la misma visión. Hay algunas aquí en Fal Dara que te fulminarían si estuvieran enteradas de la décima parte de lo que tú eres y no tendrían por ello más remordimiento que si hubieran destripado un pescado. Asimismo, hay hombres que han reído contigo que harían lo mismo, si lo supieran. Ten cuidado, Rand al’Thor, Dragón Renacido.

Las miró una a una. «Yo no tengo nada que ver con vuestras profecías». Le devolvieron la mirada con tal impavidez que era difícil creer que estuvieran intentando convencerlo de que era el hombre más odiado, más temido en la historia del mundo. Había experimentado el miedo y había acabado sintiendo frío. La rabia era lo único que ahora le aportaba calidez. Podían amansarlo o quemarlo hasta convertirlo en un tizón allí mismo, y ya no le importaba en lo más mínimo.

Recordó parte de las instrucciones de Lan. Con la mano izquierda sobre la empuñadura, hizo girar la espada tras él, asiendo la vaina con la derecha; luego se inclinó, con los brazos rectos.

—Con vuestra venia, madre, ¿puedo abandonar este lugar?

—Te concedo mi venia, hijo mío.

Tras incorporarse, permaneció en pie un momento.

—No dejaré que me utilicen —les dijo.

Hubo un largo silencio mientras se volvía y se encaminaba a la salida.


El silencio se prolongó en la habitación después de la partida de Rand hasta que lo interrumpió una larga exhalación de la Amyrlin.

—No consigo considerar con buenos ojos lo que acabarnos de hacer —confesó—. Era necesario, pero… ¿ha surtido efecto, hijas?

Moraine sacudió la cabeza con un leve movimiento.

—No lo sé. Pero era necesario, y sigue siéndolo.

—Necesario —convino Verin, que se tocó la frente y luego observó la humedad de sus dedos—. Es fuerte. Y obstinado como habías dicho, Moraine. Tiene más fortaleza de la que esperaba. Después de todo, quizás hayamos de amansarlo antes de que… —Abrió desorbitadamente los ojos—. Pero no podemos, ¿verdad? Las profecías. Que la Luz nos perdone por lo que estamos dejando andar suelto en el mundo.

—Las profecías —repitió Moraine, asintiendo—. Después haremos lo que debamos. Al igual que lo hacemos ahora.

—Lo que debamos —acordó la Sede Amyrlin—. Sí. Pero, cuando aprenda a encauzar el Poder, que la Luz nos asista a todos.

El silencio ocupó de nuevo la estancia.


Se avecinaba una tormenta. Nynaeve lo percibía. Una gran tormenta, más terrible que las que había presenciado hasta entonces. Ella podía escuchar la voz del viento y oír las predicciones del tiempo. Todas las Zahoríes pretendían poseer dicha habilidad, aun cuando la mayoría de ellas estaban incapacitadas para ello. Nynaeve se había sentido más a gusto con aquella cualidad antes de enterarse de que era una manifestación del Poder. Toda mujer capaz de escuchar el viento podía encauzar el Poder, si bien la mayoría de ellas eran inconscientes de lo que hacían, al igual que lo había sido ella antes de la revelación, y sólo lograban resultados de manera incontrolada.

En aquella ocasión, sin embargo, notaba algo insólito. Afuera, el sol de la mañana era una esfera dorada que flotaba en un claro cielo azul y los pájaros trinaban en los jardines, pero eso no era todo. No habría sido nada extraordinario escuchar el viento si no pudiera prever el tiempo antes de que se manifestaran señales palpables. Aquella vez su sensación estaba dotada de algo extraño, algo distinto de lo habitual. Captaba la tormenta en una lejanía demasiado extrema para advertirla y, no obstante, la sentía como si el cielo debiera estar ya descargando la lluvia, la nieve y el granizo a un tiempo, acompañados de vientos cuyos aullidos serían capaces de agitar las piedras de la fortaleza. Y percibía, asimismo, el buen tiempo, que ya duraba dos días, pero sobre ello prevalecía la otra sensación.

Un pinzón se encaramó en una aspillera, como si se burlara de sus predicciones meteorológicas, y se asomó al corredor. Al verla, desapareció como una exhalación en la que apenas entrevió su plumaje.

Miró fijamente el lugar donde se había posado el pájaro. «Hay una tormenta y no la hay. Esto tiene algún significado. Pero ¿cuál?»

A lo lejos, en el pasillo lleno de mujeres y niños, vio a Rand caminando a grandes zancadas, acompañado de las mujeres que lo escoltaban, las cuales habían casi de correr para mantener su paso. Nynaeve asintió: si había una tormenta que no era tal, él sería el centro de ella. Recogiéndose las faldas, se apresuró a seguirlo…

Algunas mujeres con quienes había trabado relación desde su llegada a Fal Dara trataron de entablar conversación con ella; sabían que Rand había llegado con ella y que ambos eran de Dos Ríos y querían indagar por qué la Amyrlin lo había mandado llamar. «¡La Sede Amyrlin!» Con el estómago constreñido, echó a correr, pero, antes de salir de los aposentos de las mujeres, ya lo había perdido entre la multitud de corredores y gentes con las que se había cruzado.

—¿Por dónde ha ido? —preguntó a Nisura. No era preciso especificar quién. Oía el nombre de Rand en la charla que sostenían las otras mujeres arracimadas en tomo a la arqueada entrada.

—No lo sé. Nynaeve. Salió tan deprisa como si estuviera pisándole los talones la Perdición del Corazón. No me extraña que lo haga, después de haber entrado aquí con una espada en el cinto. El Oscuro debería ser la menor de sus preocupaciones después de esto. ¿En qué está convirtiéndose el mundo? Y a él lo han presentado ante la Amyrlin en sus habitaciones, nada menos. Decidme, Nynaeve, ¿es realmente un príncipe de vuestro país? —Las otras mujeres pararon de hablar y se aproximaron para escuchar.

Nynaeve no estaba segura de cuál fue su respuesta. Algo que las obligó a dejarla marchar. Se alejó precipitadamente de los aposentos de las mujeres, asomándose en cada cruce de corredores para buscarlo, con los puños apretados. «Luz, ¿qué le habrán hecho? Debí haberlo apartado de Moraine de alguna manera, así la ciegue la Luz. Yo soy su Zahorí».

«¿Lo eres? —la martirizó una voz interior— Has abandonado el Campo de Emond a su suerte. ¿Todavía tienes derecho a considerarte su Zahorí?»

«No los he abandonado —dijo fieramente para sí—. Llevé a Mavra Mallen desde Deven Ride para que se ocupara de las cosas hasta mi regreso. Ella puede tratar con el alcalde y el Consejo del Pueblo y mantiene buenas relaciones con el Círculo de Mujeres».

«Mavra habrá de volver a su pueblo. Ninguna población puede permanecer durante mucho tiempo sin su Zahorí» Nynaeve se debatía interiormente. Hacía meses que se había ido de Campo de Emond.

—Yo soy la Zahorí de Campo de Emond —manifestó en voz alta.

Un sirviente vestido con librea que llevaba una pieza de tela la miró pestañeando y luego le hizo una reverencia antes de escabullirse a toda prisa. A juzgar por su semblante, se hallaba ansioso por encontrarse en cualquier otro lugar.

Ruborizada, Nynaeve miró en torno a sí para averiguar si la había oído alguien más. Sólo había unos cuantos hombres en el corredor, absortos en su propia conversación, y algunas mujeres ataviadas de dorado y negro que acudían a sus quehaceres, inclinándose ante ella al pasar. Había mantenido aquella discusión consigo misma un centenar de veces antes, pero aquélla era la primera en que había acabado hablando en voz alta. Murmuró para sus adentros y luego cerró con fuerza los labios al advertir lo que estaba haciendo.

Estaba comenzando a inferir la inutilidad de su búsqueda cuando topó con Lan, de espaldas a ella, mirando el patio exterior por una aspillera. Los sonidos que de allí llegaban eran de gritos de hombres y relinchos de caballos. Lan observaba con tanta atención que por una vez, no pareció oírla. Detestaba el hecho de no ser capaz de pasar inadvertida junto a él, por más quedamente que caminara. Ella estaba considerada una buena rastreadora en el Campo de Emond, a pesar de no ser aquélla una habilidad por la que solían interesarse las mujeres.

Detuvo sus pasos, presionándose el pecho con las manos para contener las palpitaciones. «Debería administrarme un tratamiento con carpaza y raíz de genciana», pensó con amargura. Ésa era la mezcla que prescribía a quienes estaban abatidos y pretendían estar enfermos, o hacían el ganso. La carpaza y la raíz de genciana levantaban ligeramente el ánimo y eran inofensivas, pero lo más importante era que tenían un sabor horrible, el cual duraba durante todo un día. Era una cura perfecta para alguien que estaba comportándose como un estúpido.

A salvo de su mirada, lo examinó de arriba abajo, mientras él permanecía apoyado en la piedra y con la mano en la barbilla, observando lo que ocurría abajo. «Es demasiado alto, en primer lugar, y lo bastante viejo como para ser mi padre, en segundo lugar. Un hombre con una cara así tiene que ser cruel. No, no lo es. Eso no». Y era un rey. Su tierra había sido arrasada cuando él era un niño y él no hacía valer su derecho sobre el trono, pero, pese a ello, era un rey. «¿Qué interés iba a tener un rey en una mujer de pueblo? Además es un Guardián, vinculado a Moraine. Ella dispone de su lealtad hasta la muerte; lo tiene atado con lazos más poderosos que los de una amante y posee su voluntad. ¡Ella tiene todo cuanto yo deseo, la Luz la consuma!»

Lan se volvió de la ventana y ella giró sobre sí para alejarse.

—Nynaeve. —Su voz la atrapó y la retuvo como un dogal— Quería hablar con vos a solas. Por lo visto, siempre estáis en los aposentos de las mujeres o acompañada.

Hubo de esforzarse para mirarlo a la cara, pero tenía la certeza de que sus facciones se hallaban relajadas cuando lo hizo.

—Estoy buscando a Rand. —No estaba dispuesta a admitir que tenía intención de esquivarlo— Vos y yo ya dijimos hace tiempo lo que teníamos que decir. Yo me rebajé a mí misma, lo cual no volveré a hacer, y vos me indicasteis que me apartara de vos.

—Yo nunca he dicho… —Inspiró profundamente—. Os dije que no podía ofreceros como regalo de bodas más que ropas de viuda. No es ése un presente que un hombre deba rendir a una mujer, ningún hombre que se precie de tal.

—Comprendo —replicó con frialdad—. En todo caso, un rey no da regalos a ninguna pueblerina. Y esta pueblerina no los aceptaría. ¿Habéis visto a Rand? Necesito hablar con él. Ha ido a ver a la Amyrlin. ¿Sabéis para qué lo ha mandado llamar?

Los ojos de Lan relucieron como sendos pedazos de hielo azulado expuestos al sol. Ella apoyó con firmeza las piernas para no retroceder y lo miró de hito en hito.

—Que el Oscuro se lleve a Rand al’Thor y a la Sede Amyrlin juntos —gruñó el Guardián, poniéndole algo en la mano—. Voy a haceros un regalo y vos lo vais a tomar aunque tenga que atároslo con una cadena al cuello.

Nynaeve apartó los ojos de los suyos. Tenía una mirada semejante a la de un halcón de ojos azules cuando estaba enojada. En la mano tenía un anillo de sello, de oro macizo gastado por el tiempo, casi tan grande como para rodear sus dos pulgares. En él, una grulla volaba sobre una lanza y una corona, minuciosamente grabados. Contuvo el aliento: era el anillo de los reyes de Malkier. Olvidando mirarlo con furia, elevó el rostro.

—No puedo aceptar esto, Lan.

Él se encogió de hombros con desenvoltura.

—No es nada. Viejo, e inútil, ahora. Pero aún hay quienes lo reconocerían al verlo. Enseñadlo y dispondréis de derecho a recibir hospedaje y ayuda cuando lo preciséis, de cualquier señor de las Tierras Fronterizas. Mostradlo a un Guardián y os auxiliará o me transmitirá un mensaje a mí. Enviádmelo y acudiré a donde os encontréis, sin demora ni falta. Lo juro.

Su visión se tornó borrosa. «Si me pongo a llorar ahora, me voy a dar muerte después».

—No puedo… No quiero ningún presente que venga de vos, al’Lan Mandragoran. Tomad.

Él detuvo todos sus intentos de devolverle el anillo. Su mano envolvió la suya, suave pero firme como una tenaza.

—Entonces aceptadlo por mí, como un favor. O arrojadlo, si os molesta. No dispongo de una aplicación mejor para él. —Le rozó la mejilla con un dedo y ella dio un respingo— Ahora debo irme, Nynaeve mashiara. La Amyrlin quiere partir antes del mediodía y hay mucho que hacer. Tal vez tengamos tiempo para conversar durante el viaje a Tar Valon. —Se volvió y se alejó de inmediato por el corredor.

Nynaeve se tocó la mejilla. Aún notaba el contacto de su dedo. Mashiara: bien amada, de alma y corazón, significaba, pero también un amor perdido. Perdido sin remisión. «¡Estúpida! ¡Deja de comportarte como una chiquilla con el pelo todavía sin trenzar! No sirve de nada permitir que te haga sentir…»

Apretando con fuerza el anillo, volvió sobre sí y tuvo un sobresalto al hallarse cara a cara con Moraine.

—¿Cuánto tiempo habéis estado aquí?

—No tanto como para oír algo que no debía escuchar —respondió la Aes Sedai con tono apaciguador—. Vamos a partir pronto. Eso he oído. Debéis ocuparos de preparar vuestro equipaje.

Partir. No había percibido el alcance de aquella palabra cuando la había pronunciado Lan.

—Deberé despedirme de los chicos —murmuró. Luego asestó una dura mirada a Moraine— ¿Qué le habéis hecho a Rand? Lo han llevado a presencia de la Amyrlin. ¿Por qué? ¿Le explicasteis a ella… lo de…? —Era incapaz de expresarlo en voz alta. Él era de su mismo pueblo y ella le llevaba los años suficientes como para haberlo atendido en un par de ocasiones cuando era un niño, pero no podía pensar en lo que se había convertido sin sentir una opresión en el estómago.

—La Amyrlin verá a los tres, Nynaeve. Los ta’veren no son tan comunes como para que pierda la ocasión de ver a tres de ellos en un mismo lugar. Tal vez les dirá algunas palabras de aliento, ya que van a cabalgar con Ingtar en persecución de quienes robaron el Cuerno. Se irán aproximadamente cuando lo hagamos nosotros, de modo que será mejor que os apresuréis con las despedidas.

Nynaeve se acercó a la aspillera más cercana y se asomó al patio. Había caballerías por doquier, animales de carga y caballos ensillados, y hombres que circulaban entre ellos, hablando entre sí. El único espacio libre que quedaba era el que circundaba el palanquín de la Amyrlin, con su par de caballos aguardando pacientemente sin la presencia de ningún criado. Algunos de los Guardianes se encontraban allí, atendiendo sus monturas, y al otro lado de la explanada se hallaba Ingtar, rodeado de un grupo de shienarianos vestidos con armadura. De tanto en tanto, un Guardián o uno de los hombres de Ingtar cruzaban las losas del pavimento para intercambiar algún comentario.

—Debí apartar a los muchachos de vos —afirmó, todavía mirando por la ventana. «A Egwene también, si pudiera hacerlo sin matarla. Luz, ¿por qué tuvo que nacer con esa maldita capacidad?»— Debí llevarlos de regreso al pueblo.

—Ya son bastante mayores para estar alejados de las faldas —replicó con sequedad Moraine—. Y sabéis perfectamente por qué os hubiera sido imposible hacerlo. Por lo que respecta a uno de ellos al menos. Además, ello representaría dejar que Egwene vaya sola a Tar Valon. ¿O acaso habéis decidido no ir a Tar Valon? Si no perfeccionáis el uso del Poder, nunca estaréis en condiciones de utilizarlo contra mí.

Nynaeve se volvió para encararse con la Aes Sedai, con la mandíbula desencajada. No pudo evitarlo.

—No sé de qué me estáis hablando.

—¿Pensabais que no lo sabía, muchacha? Bien, como queráis. ¿Deduzco entonces que vais a ir a Tar Valon? Sí, tal como creía.

Nynaeve sintió deseos de golpearla, de aplastar la tenue sonrisa que iluminó por un instante el rostro de la Aes Sedai. Las Aes Sedai no habían podido ejercer abiertamente una autoridad desde el Desmembramiento, y mucho menos el Poder Único, pero intrigaban y manipulaban, tiraban de las cuerdas cual hábiles marionetistas, utilizaban tronos y naciones como piezas de un tablero. «Quiere servirse de mí también, de algún modo. Si lo hacen con los reyes y reinas, ¿por qué no con una Zahorí? De igual manera que está utilizando a Rand. Yo no soy una muchacha, Aes Sedai».

—¿Qué estáis haciéndole ahora a Rand? ¿No os habéis servido de él el tiempo suficiente? No sé por qué no lo habéis amansado todavía, ahora que la Amyrlin está aquí con todas esas Aes Sedai, pero debe existir un motivo. Debe de estar comprendido en alguna estratagema que estáis tramando. Si la Amyrlin supiera cuáles son vuestros planes, apuesto a que…

—¿Qué interés iba a tener la Amyrlin en un pastor? —la interrumpió Moraine—. Claro está que, si llamaran su atención sobre él de una manera inadecuada, podría ser amansado o acabar muerto incluso. Él es lo que es, después de todo. Y los ánimos están considerablemente exaltados después de lo de anoche. Todos están buscando a alguien sobre quien depositar las culpas. —La Aes Sedai calló, dejando prolongar el silencio. Nynaeve la miró, haciendo rechinar los dientes—. Sí —prosiguió al fin Moraine—, es preferible dejar que continúe durmiendo el león dormido. Será mejor que os ocupéis de vuestro equipaje ahora. —Se alejó en la misma dirección que había tomado Lan, pareciendo deslizarse por el suelo.

Con una mueca de furor, Nynaeve alzó un puño amenazador hacia la pared; el anillo se clavó en su palma. Abrió la mano para mirarlo. La joya parecía alimentar su furia, centrar su odio. «Aprenderé. Pensáis que, gracias a vuestros conocimientos, podéis zafaros de mí. Pero aprenderé más de lo que creéis, y os abatiré por lo que habéis hecho. Por el daño que habéis causado a Mat y a Perrin. A Rand, que la Luz lo ayude y el Creador lo proteja. Especialmente por Rand». Su mano se cerró en torno al pesado aro de oro. «Y por mí».


Egwene observaba cómo la sirvienta doblaba sus vestidos y los introducía en un baúl de viaje forrado de cuero, todavía algo incómoda, aun después de un mes de práctica, por el hecho de que alguien se encargara de lo que ella misma hubiera podido hacer. Había unos vestidos muy hermosos, todos presentes de lady Amalisa, al igual que el traje de seda gris de montar que llevaba puesto, a pesar de ser éste sencillo, con sólo unas florecillas blancas bordadas en el pecho. La mayoría de los vestidos eran mucho más elaborados. Cualquiera de ellos resplandecería en el Día Solar o en Bel Tine. Suspiró recordando que se hallaría en Tar Valon durante la próxima festividad del sol y no en el Campo de Emond. Por lo poco que Moraine le había explicado acerca del aprendizaje del noviciado —casi nada, en realidad— no creía poder encontrarse en casa en Bel Tine, en primavera, ni siquiera en el Día Solar del año próximo. Nynaeve asomó la cabeza en la habitación.

—¿Estás lista? —Entró y se acercó a ella— Debemos estar dentro de un rato en el patio. —También llevaba un vestido de montar, de seda azul con flores rojas. Otro presente de Amalisa.

—Falta poco, Nynaeve. Casi siento tener que irme de aquí. No creo que en Tar Valon tengamos muchas ocasiones de lucir estos preciosos vestidos que nos ha regalado Amalisa. —Dejó escapar una brusca carcajada— De todas maneras, Zahorí, no echaré de menos bañarme sin mirar constantemente por encima del hombro.

—Mucho mejor bañarse sola —convino distraídamente Nynaeve. Su expresión permaneció inalterada, pero sus mejillas se arrebolaron tras un momento.

Egwene sonrió. «Está pensando en Lan». Aún le resultaba extraña la idea de que Nynaeve, la Zahorí, estuviera embobada por un hombre. No creía que fuera sensato expresarlo de aquel modo a Nynaeve, pero últimamente ésta se comportaba de manera tan particular como cualquier muchacha que hubiera depositado su corazón en un hombre concreto. «Y uno que no tiene bastante juicio para ser digno de ella, a decir verdad. Ella lo quiere y yo veo que él la corresponde, ¿entonces por qué no se declara?»

—Me parece que no deberías llamarme ya Zahorí —dijo de repente Nynaeve.

Egwene pestañeó. En realidad, no era un requisito obligatorio, y Nynaeve nunca insistía en el apelativo a menos que estuviera enfadada, o que la situación requiriera un trato ceremonioso, pero aquello…

—¿Por qué no?

—Ya eres una mujer ahora. —Nynaeve lanzó una ojeada a su melena sin trenzar y Egwene resistió el impulso de disponerla apresuradamente en una semblanza de trenza. Las Aes Sedai llevaban el cabello según su antojo, pero para ella el hecho de llevarlo suelto había marcado el inicio de una nueva vida

—Eres una mujer —repitió con firmeza Nynaeve—. Somos dos mujeres, a muchos kilómetros de distancia de Campo de Emond, y pasará mucho tiempo antes de que volvamos a casa. Será preferible que me llames simplemente Nynaeve.

—Volveremos a casa, Nynaeve, ya lo verás.

—No intentes consolar a la Zahorí, muchacha —contestó ásperamente Nynaeve, pero sonriendo.

Sonó un golpe en la puerta, pero, antes de que Egwene llegara a abrirla, Nisura entró con el rostro agitado.

—Egwene, ese joven amigo vuestro pretende penetrar en los aposentos de las mujeres. —Su voz sonaba escandalizada—. Y llevando una espada. Sólo porque la Amyrlin le ha permitido entrar de ese modo… Lord Rand debería saber comportarse mejor. Está provocando un alboroto. Egwene, debéis hablar con él.

—Lord Rand —se mofó Nynaeve—. Ese joven está volviéndose demasiado engreído. Cuando le ponga las manos encima, ya le daré yo «lord».

Egwene puso una mano sobre el brazo de Nynaeve.

—Déjame hablar con él, Nynaeve. A solas.

—Oh, muy bien. Los mejores hombres apenas superan el nivel de simples allanadores de morada —Nynaeve hizo una pausa y agregó, medio para sí—. Pero, claro, los mejores hombres compensan la molestia de una irrupción inconveniente.

Egwene sacudía la cabeza mientras salía al corredor en pos de Nisura. Aun seis meses antes, Nynaeve no hubiera añadido jamás la segunda parte de tal alocución. «Pero ella nunca irrumpirá en la morada de Lan». Sus pensamientos derivaron hacia Rand. Estaba provocando un alboroto.

—Si todavía no ha aprendido modales —murmuró—, voy a desollarlo vivo.

—En ocasiones eso es lo que se precisa —comentó Nisura, caminando con paso vivo—. Los hombres sólo están civilizados a medias hasta que se casan. —Dirigió una mirada de soslayo a Egwene—. ¿Tenéis intención de esposaros con lord Rand? No pretendo inmiscuirme, pero vos vais a ir a Tar Valon y las Aes Sedai se unen en matrimonio raras veces; únicamente lo hacen algunas del Ajah Verde, según tengo entendido, y no muchas, y…

Egwene podía deducir el resto. Había escuchado las conversaciones de las mujeres respecto a la mujer que le convendría a Rand. En un principio le habían causado accesos de celos y de rabia. Él había estado prácticamente prometido a ella desde que eran unos niños. Pero ella iba a convertirse en una Aes Sedai y él era lo que era: un hombre capaz de encauzar el Poder. Podía casarse con él. Y ver cómo enloquecía y contemplar su muerte paulatina. La única manera de detener el proceso era amansarlo. «No puedo hacerle esto a él. ¡No puedo!»

—No lo sé —respondió en voz alta.

—Nadie se entrometerá en lo que reclaméis, pero vais a ir a la Torre y él será un buen marido. Una vez que haya aprendido maneras. Ahí está.

Las mujeres estaban reunidas en torno a la entrada de los aposentos, tanto afuera como en el interior, contemplando a los tres hombres que se hallaban en el pasillo exterior. Rand, con la espada prendida por encima de su chaqueta roja hablaba con Agelmar y Kajin. Ninguno de ellos iba armado; incluso después de lo acaecido la noche anterior, aquéllos eran todavía los aposentos femeninos. Egwene se detuvo al final del gentío congregado.

—Comprendéis por qué no podéis entrar —decía Agelmar—. Sé que las cosas son distintas en Andor pero ¿lo comprendéis?

—No he intentado entrar. —El tono de voz de Rand indicaba que había dado aquella explicación más de una vez—. Le he dicho a lady Nisura que quería hablar con Egwene y ella ha respondido que estaba ocupada y que había de esperar. Todo cuanto he hecho es llamarla a voces desde la puerta. No he intentado trasponerla. Diríase que había nombrado al Oscuro, a juzgar por la manera como se han abalanzado sobre mí.

—Las mujeres utilizan sus propios métodos —terció Kajin. Era un shienariano de elevada estatura, casi igual a la de Rand, desgarbado y cetrino, con la coleta negra como el azabache—. Ellas establecen las normas que rigen en sus aposentos y nosotros las acatamos incluso cuando son insensatas—. Entre las mujeres se enarcaron múltiples cejas y él se apresuró a aclararse la garganta—. Debéis enviar un mensaje si deseáis hablar con una de ellas, pero lo entregan cuando ellas quieren y, hasta que lo hagan, debéis aguardar. Esa es la costumbre.

—Tengo que verla —insistió tercamente Rand—. Vamos a partir pronto. Por mí ya me habría ido, pero debo ver a Egwene. Recobraremos el Cuerno de Valere y la daga y ahí acabará todo. Todo. Pero quiero verla antes de marcharme. —Egwene frunció el entrecejo; hablaba de un modo extraño.

—No es preciso mostrar tanta vehemencia —arguyó Kajin— Tal vez vos e Ingtar halléis el Cuerno, o tal vez no. Si no lo halláis, otro lo recuperará. La Rueda teje según sus designios y nosotros sólo somos hilos del Entramado.

—No dejéis que el Cuerno se apodere de vuestro entendimiento, Rand —aconsejó Agelmar—. Es capaz de apropiarse de la voluntad de un hombre, yo sé bien hasta que punto, y no debe ser así. Un hombre debe cumplir con su obligación, sin afán de gloria. Lo que ha de ser, será. Si, por la Luz, ha de soplarse en él, él sonará.

—Aquí está Egwene —anunció Kajin al verla.

Agelmar miró en derredor y asintió al advertirla junto a Nisura.

—Os dejaré en sus manos, Rand al’Thor. Recordad, aquí sus palabras son ley. Lady Nisura, no seáis demasiado dura con él. Solamente quería ver a su chica y no conoce nuestras costumbres.

Egwene siguió a Nisura cuando ésta se abrió paso entre las expectantes mujeres. La shienariana inclinó brevemente la cabeza ante Agelmar y Kajin, sin incluir, expresamente, a Rand. Su voz no tenía ningún matiz de condescendencia.

—Lord Agelmar, lord Kajin: él debería conocer nuestras costumbres a estas alturas, pero es demasiado grande para recibir una azotaina, de manera que dejaré que Egwene se encargue de él.

Agelmar dio una palmada de aliento en el hombro a Rand.

—Ya veis. Hablaréis con ella, aunque no sea exactamente como lo deseabais. Vamos, Kajin. Tenemos aún muchos asuntos que atender. La Amyrlin insiste en… —Su voz se difuminó al alejarse. Rand permaneció allí de pie, mirando a Egwene.

Ésta advirtió que las mujeres todavía los observaban, tanto a ella como a Rand, esperando a ver lo que haría. «De modo que se supone que he de encargarme de él, ¿no es así?» No obstante, sentía como su corazón cedía ante él. Estaba despeinado, y su semblante mostraba furia, osadía y fatiga.

—Camina conmigo —le dijo. Un murmullo brotó tras ellos mientras él andaba por el corredor a su lado, alejándose de los aposentos de las mujeres. Rand parecía luchar consigo mismo, tratando de hallar las palabras apropiadas.

—He oído hablar de tus… hazañas —manifestó Egwene al fin—. Corriendo por los aposentos de las mujeres anoche con una espada, llevando una espada para asistir a una audiencia con la Sede Amyrlin. —Él continuaba callado, limitándose a mirar, ceñudo, el suelo—. No te… hizo ningún daño, ¿verdad? —No Podía Preguntarle si lo habían amansado; Por su aspecto, podían haberle hecho cualquier cosa menos amansarlo, pero ella no tenía ni idea de la apariencia de un hombre después de sufrir aquella operación.

—No —repuso Rand, dando un respingo— No me… Egwene, la Amyrlin… —Sacudió la cabeza—. No me causó ningún daño.

Tenía la impresión de que había estado a punto de decir algo distinto. Por lo general era capaz de sonsacarle lo que él le quería ocultar, pero, cuando realmente se atrincheraba en su obstinación, era como si quisiera excavar una pared con las uñas. A juzgar por la posición de sus mandíbulas, se encontraba en un momento culminante de terquedad.

—¿Para qué quería verte, Rand?

—Para nada de importancia. Ta’veren. Quería ver a un ta’veren. —Su expresión se suavizó al mirarla— ¿Y qué hay de ti, Egwene? ¿Te encuentras bien? Moraine dijo que te recuperarías, pero estabas demasiado quieta. Pensé que estabas muerta, al principio.

—Bien, no lo estoy. —Lanzó una carcajada. No recordaba nada de lo sucedido después de haberle pedido a Mat que la acompañara a las mazmorras hasta que había despertado en su cama por la mañana. Por lo que había oído contar de lo acontecido la noche anterior, casi prefería haberlo borrado de la memoria—. Moraine ha dicho que me habría dejado un dolor de cabeza por comportarme de modo alocado si hubiera podido curar el resto sin afectar la totalidad, pero no podía.

—Ya te advertí que Fain era peligroso —murmuró Rand— Te lo dije, pero no me escuchaste.

—Si ése es el tono que vas a adoptar —avisó—, voy a devolverte al cuidado de Nisura. Ella no te hablará como yo estoy haciéndolo. El último hombre que trató de irrumpir en los aposentos de las mujeres pasó un mes con los brazos sumergidos hasta los codos en agua, ayudando a realizar la colada, y él sólo pretendía ver a su prometida y reconciliarse con ella. Él al menos tuvo el suficiente juicio como para no llevar puesta la espada. La Luz sabe qué castigo te aplicarían a ti.

—Todo el mundo quiere hacerme algo —gruñó él—. Todos quieren utilizarme para algo. Pues no me van a utilizar. Una vez que hayamos encontrado el Cuerno y la daga de Mat, no se servirán nunca más de mí.

Con un bufido de exasperación, la muchacha lo tomó por los hombros, forzándolo a encararse a ella, y le asestó una mirada enfurecida.

—Si no empiezas a atender a razones, Rand al’Thor, juro que voy a abofetearte.

—Ahora hablas como Nynaeve —rió. Al mirarla, sin embargo, su risa se desvaneció—. Supongo… supongo que no volveré a verte nunca más. Sé que debes ir a Tar Valon. Lo sé. Y te convertirás en una Aes Sedai. No quiero tener más tratos con Aes Sedai, Egwene. No voy a ser una marioneta en sus manos, ni para Moraine ni para ninguna otra.

Parecía tan desamparado que sintió deseos de apoyar la cabeza en su hombro, y tan terco que realmente quería propinarle una bofetada.

—Escúchame, buey enorme. Voy a ser una Aes Sedai y encontraré la manera de ayudarte. Lo haré.

—La próxima vez que me veas, es probable que quieras amansarme.

Egwene miró rápidamente a su alrededor; no había nadie en aquel tramo del pasillo.

—Si no vigilas lo que dices, no podré prestarte ninguna ayuda. ¿Quieres que todos se enteren?

—Ya hay demasiados que lo saben —replicó—. Egwene, me gustaría que las cosas fueran diferentes, pero no lo son. Ojalá… Cuídate mucho. Y prométeme que no elegirás el Ajah Rojo.

Las lágrimas le nublaban la visión cuando se arrojó entre sus brazos.

—Tú debes cuidarte —dijo con furia sobre su pecho— Si no lo haces, te…, te…

—Te quiero —creyó oírlo murmurar. Después ya estaba deshaciéndose con firmeza de su abrazo, apartándola suavemente de él. Luego se volvió y se alejó de ella, casi corriendo.

Se sobresaltó cuando Nisura le tocó el brazo.

—Parece como si le hubierais encomendado una tarea que no es de su agrado. Pero no debéis permitir que os vea llorar por ello. Eso inutilizaría el cometido. Venid. Nynaeve quiere veros.

Enjugándose las mejillas, Egwene siguió a la mujer. «Cuídate, tozudo idiota. Luz, protégelo».

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