46 El rescate de la sombra

Nynaeve y sus amigas oyeron gritos distantes mientras se aproximaban a los edificios que albergaban a las damane. Los transeúntes, ya más numerosos en la calle, daban muestras de nerviosismo, imprimiendo una rapidez más marcada a su paso y mirando con un recelo aún más acusado a Nynaeve, ataviada con su vestido con paños de relámpagos, y a la mujer que sujetaba por medio de una correa de plata.

Moviendo con nerviosismo el bulto que acarreaba, Elayne miró en dirección al lugar de donde provenían los gritos, una calle más allá, donde el halcón dorado que agarraba un haz de rayos ondeaba al compás del viento.

—¿Qué sucede?

—Nada que tenga que ver con nosotras —aseguró con firmeza Nynaeve.

—Eso es lo que tú esperas —observó Min—. Y yo también. —Aligeró la marcha y, adelantándose a las otras, subió los escalones y desapareció en el interior de la alta casa de piedra.

Nynaeve acortó la distancia de la correa.

—Recuerda, Seta, tú tienes tanto interés como nosotras en que esto termine bien.

—Lo sé —reconoció fervientemente la mujer seanchan, que mantenía la barbilla clavada en el pecho para ocultar el rostro—. No os ocasionaré problemas, lo juro.

Cuando se volvían hacia los escalones de piedra gris, en el umbral aparecieron una sul’dam y una damane, con las cuales se cruzaron al subir. Tras lanzar una ojeada para cerciorarse de que la mujer encollarada no era Egwene, Nynaeve no volvió a mirarlas. Por medio del a’dam mantuvo a Seta a su lado, de modo que, si la damane detectaba la capacidad de encauzar en una de ellas, la atribuyera a Seta. No obstante, sintió cómo el sudor le corría por la espalda, hasta que cayó en la cuenta de que ellas no le prestaban más atención de la que ella les dedicaba. Todo cuanto vieron fue un vestido con paños de relámpagos y un vestido gris, cuyas portadoras estaban unidas por la correa plateada de un a’dam. Simplemente otra Asidora de la Correa con una Atada con Correa, y una muchacha nativa que acarreaba tras ellas un fardo perteneciente a la sul’dam.

Nynaeve empujó la puerta y entraron.

Fuera cual fuese la naturaleza del alboroto acaecido bajo el estandarte de Turak, éste todavía no había hallado eco aquí. Sólo había mujeres circulando por la entrada, fácilmente identificables por su atuendo. Tres damane vestidas de gris con sul’dam que llevaban los brazaletes. Dos mujeres con vestidos adornados con relámpagos bifurcados charlaban de pie y tres cruzaban el zaguán. Cuatro uniformadas como Min, con sencillas prendas de lana oscura, pasaban presurosas con bandejas en la mano.

Min, que las esperaba al fondo cuando entraron, les dedicó una breve mirada y luego se encaminó al interior de la casa. Nynaeve guió a Seta en pos de Min, con Elayne a la zaga. Nynaeve tenía la impresión de que nadie había reparado en ellas, pese a lo cual temía que el hilillo de sudor que recorría su espalda fuera a convertirse pronto en un auténtico río. Conducía a Seta con paso rápido para que nadie tuviera ocasión de observarlas… ni, lo cual era aún más peligroso, de hacer preguntas. Con la mirada fija en los pies, Seta no necesitaba que nadie la urgiera, hasta el punto de que Nynaeve pensó que hubiera echado a correr a no ser por el impedimento de la correa.

Cerca de la parte posterior del edificio, Min tomó unas estrechas escaleras que ascendían en espiral. Nynaeve empujó a Seta para que subiera delante de ella. En el cuarto piso los techos eran bajos y en los pasillos, desiertos y silenciosos, sólo se escuchaban quedos indicios de llanto, el cual parecía compenetrarse con la inhóspita atmósfera que se intuía allí.

—Este lugar… —comenzó a decir Elayne, antes de sacudir la cabeza—. Da la sensación…

—Sí —acordó con tristeza Nynaeve.

Después asestó una dura mirada a Seta, que se mantuvo cabizbaja. El miedo infundía a la tez de la mujer seanchan una palidez más intensa de lo habitual.

Sin pronunciar palabra alguna, Min abrió una puerta cuyo umbral traspuso seguida de ellas. La estancia en la que desembocaba había sido dividida en habitaciones más reducidas por medio de toscos tabiques de madera, con un angosto pasadizo con una ventana al fondo. Nynaeve se mantuvo pegada a Min mientras ésta se dirigía apresuradamente a la última puerta de la derecha y la empujaba.

Una esbelta muchacha de pelo oscuro vestida de gris permanecía sentada junto a una pequeña mesa en la que apoyaba la cabeza sobre los brazos, pero, incluso antes de que alzara la vista, Nynaeve supo que era Egwene. Una cinta de reluciente metal unía el collar de plata que le rodeaba el cuello con la pulsera colgada de un gancho de la pared. Abrió mucho los ojos al verlas, moviendo la boca en silencio. Cuando Elayne cerró la puerta, Egwene soltó una súbita risa que reprimió prontamente tapándose la boca con la mano. La diminuta habitación se hallaba completamente abarrotada con todas ellas.

—Sé que no estoy soñando —dijo con voz temblorosa— porque, si esto fuera un sueño, seríais Rand y Galad montados en imponentes corceles. He estado soñando. Creía que Rand estaba aquí. No he podido verlo, pero me ha parecido…

—Si prefieres esperarlos a ellos… —observó con ironía Min.

—Oh, no. No, sois todas hermosas, la cosa más hermosa que he visto jamás. ¿De dónde salís? ¿Cómo lo habéis logrado? Ese vestido, Nynaeve, y el a’dam y quién es… —Exhaló un súbito chillido—. Ésa es Seta. ¿Cómo…? —Su voz se endureció tanto que Nynaeve apenas la reconoció—. Me gustaría ponerla a ella en una olla de agua hirviendo. —Seta había cerrado los ojos y apretaba con fuerza las manos en las faldas; estaba temblando.

—¿Qué te han hecho? —exclamó Elayne—. ¿Qué han podido hacerte para que sientas deseos de algo semejante?

—Me gustaría que ella lo experimentase —explicó Egwene sin apartar la vista de la mujer seanchan—. Eso es lo que ella me hizo: me hizo sentir como si estuviera sumergida hasta el cuello en… —Se estremeció—. No sabes lo que es llevar una cosa de ésas, Elayne. No sabes lo que pueden hacerte. No he acabado de decidir si Seta es peor que Renna, pero ambas son odiosas.

—Creo que yo sí lo sé —señaló pausadamente Nynaeve.

Ella sentía el sudor que empapaba la piel de Seta, los escalofríos que la agitaban. La seanchan de cabello rubio estaba aterrorizada. Reprimió su impulso de hacer realidad los temores de Seta.

—¿Podéis quitarme esto? —preguntó Egwene, tocando el collar—. Debéis ser capaces de hacerlo si habéis colocado ése en…

Nynaeve encauzó una insignificante cantidad de Poder. El collar que rodeaba la garganta de Egwene bastaba para despertar su furia y, por si ello no bastara, el miedo de Seta, la conciencia de ésta de merecer tal tratamiento y su propio deseo de causarle daño, hubieran sido un acicate para lograr el contacto con la Fuente Verdadera. El collar se abrió de golpe y cayó de la garganta de Egwene. Ésta se tocó el cuello con expresión de incredulidad.

—Ponte mi vestido y mi chaqueta —indicó Nynaeve. Elayne ya estaba deshaciendo el hatillo encima de la cama—. Saldremos caminando de aquí y nadie reparará en ti. —Consideró la conveniencia de conservar el contacto con el saidar, que con la furia que sentía le producía una maravillosa sensación, pero, aunque de mala gana, se desprendió de él. Ése era el único lugar de Falme donde no había peligro de que una sul’dam y una damane decidieran investigar la autoría de un encauzamiento detectado, pero lo harían si una damane viera rodeada de la aureola que emanaba del Poder a una mujer que tomaban por una sul’dam—. Me extraña que no te hayas escapado todavía. Sola aquí, aunque no pudieras acertar a quitarte eso, habrías podido cogerlo con las manos y echar a correr.

Mientras Min y Elayne la ayudaban con premura a ponerse el viejo vestido de Nynaeve, Egwene explicó lo que ocurría al mover el brazalete del sitio donde lo había dejado una sul’dam, y el mareo que sentía al encauzar cuando la pulsera no estaba en la muñeca de una sul’dam. Aquella misma mañana había descubierto la manera de abrir el collar sin el Poder… y había comprobado que al tocarlo con la intención de abrirlo la mano se le agarrotaba y quedaba inservible. Podía tocarlo tanto como quisiera mientras no pensara en abrir el cierre; el más mínimo indicio de ello, sin embargo, y…

Nynaeve sentía náuseas. El brazalete que le rodeaba la muñeca la ponía enferma. Era demasiado horrible. Quería sacárselo antes de acumular más datos sobre los a’dam, antes de enterarse de algo que la hiciera sentirse mancillada para siempre por el hecho de haberlo llevado.

Desabrochando el cierre de plata, lo abrió, lo cerró y luego lo colgó en uno de los ganchos.

—No creas que eso significa que puedes gritar para pedir ayuda. —Blandió el puño bajo la nariz de Seta—. Todavía puedo hacer que lamentes el día en que naciste si abres la boca, y no necesito esa condenada… cosa.

—No… no pretenderéis dejarme aquí con él —se inquietó Seta, susurrando—. No podéis. Atadme. Amordazadme para que no pueda dar la alarma. ¡Por favor!

Egwene exhaló una carcajada carente de humor.

—Dejádselo puesto. No gritará aunque no esté amordazada. Será mejor que confíes en que quienquiera que te encuentre te quite el a’dam y guarde tu pequeño secreto, Seta. Tu sucio secreto, ¿no es cierto?

—¿De qué estás hablando? —Inquirió Elayne.

—He tenido tiempo de reflexionar mucho sobre ello —explicó Egwene—. Pensar era lo único que podía hacer cuando me dejaban sola aquí arriba. Las sul’dam arguyen que desarrollan una afinidad al cabo de unos años. La mayoría de ellas son capaces de saber cuándo una mujer está encauzando tanto si están unidas a ella con la correa como si no. No estaba segura, pero Seta me lo ha demostrado.

—¿Demostrado qué? —preguntó Elayne, y entonces abrió los ojos al comprender de improviso, pero Egwene continuó exponiendo su teoría.

—Nynaeve, el a’dam sólo funciona con mujeres capaces de encauzar. ¿No lo ves? Las sul’dam pueden encauzar al igual que las damane. —Seta gruñó entre dientes, sacudiendo la cabeza en violenta negación—. Una sul’dam se dejaría matar antes que admitir que puede encauzar, incluso si lo supiera, y jamás perfeccionan su habilidad, de manera que no le dan ninguna aplicación, pero tienen la capacidad de encauzar.

—Como he dicho antes —apuntó Min—, ese collar no tenía que funcionar con ella. —Estaba acabando de abrochar los últimos botones del vestido de Egwene—. Cualquier mujer que no fuera capaz de encauzar te daría una paliza mientras tratabas de controlarla con él.

—¿Cómo es posible? —se asombró Nynaeve—. Creía que los seanchan ponían correas a todas las mujeres que pueden encauzar.

—A todas las que encuentran —confirmó Egwene—. Pero ésas son como tú, yo o Elayne, que nacimos con esa capacidad, preparadas para encauzar tanto si alguien nos adiestraba como si no. Pero ¿qué sucede con las muchachas seanchan sin la habilidad innata, pero capaces de incorporarla recibiendo una enseñanza? No todas las mujeres pueden convertirse en… en Asidoras de Correa. Renna creía darme una muestra de amistad al contarme todo eso. Por lo visto es una jornada festiva en los pueblos seanchan el día en que las sul’dam acuden para probar a las muchachas. Su principal objetivo es encontrar a las que son como tú o yo y atarlas, pero dejan que el resto se ponga un brazalete para ver si sienten lo que experimenta la pobre mujer que lleva el collar. A las que lo sienten se las llevan para entrenarlas como sul’dam. Ellas son las mujeres capaces de aprender mediante adiestramiento.

—No. No. No —murmuraba para sus adentros Seta una y otra vez.

—Sé que es detestable —dijo Elayne—, pero siento que debería socorrerla de alguna manera. Podría ser una de nuestras hermanas, si los seanchan no lo hubieran tergiversado todo.

Cuando Nynaeve se disponía a aconsejar la conveniencia de preocuparse por ellas mismas se abrió la puerta.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Renna, entrando en la habitación—. ¿Hay una audiencia? —Miró a Nynaeve con los brazos en jarras—. No he dado permiso a nadie para que atara a mi Tuli. Ni siquiera sé quién…

Posó la mirada en Egwene…, y vio que llevaba el vestido de Nynaeve en lugar del gris propio de las damane y que ya no tenía el collar en torno al cuello. Sus ojos se abrieron como platos, pero no tuvo oportunidad de chillar.

Con la velocidad de un rayo, Egwene agarró la jofaina del palanganero y la estrelló contra el diafragma de Renna. El recipiente se hizo añicos y la sul’dam se quedó sin resuello, con el cuerpo doblado. Egwene saltó entonces sobre ella con un desdeñoso rictus en los labios y, asiendo el collar que ella había llevado y que aún se encontraba en el suelo, lo cerró bruscamente alrededor de la garganta de la otra mujer. Dando un tirón a la correa de plata, Egwene descolgó el brazalete y se lo puso en la muñeca. Sus labios separados mostraban los dientes, pero sus ojos se centraban en el rostro de Renna con una terrible concentración. Arrodillándose sobre los hombros de la sul’dam, le apretó la boca con ambas manos. Renna, con los ojos desencajados, tuvo una tremenda convulsión; de su garganta llegaban unos sonidos roncos, gritos reprimidos por las manos de Egwene; sus talones aporreaban el suelo.

—¡Basta, Egwene! —Nynaeve la tomó por los hombros, apartándola de la mujer—. ¡Egwene, para! ¡Eso no es lo que tú deseas!

Renna yacía con la tez blanca, jadeante, contemplando el techo con la mirada perdida.

De improviso Egwene se arrojó en brazos de Nynaeve y comenzó a sollozar entrecortadamente sobre su pecho.

—Me hirió, Nynaeve. Me hirió. Todas lo hicieron. Me hirieron una y otra vez hasta conseguir lo que querían de mí. Las odio. Las odio por hacerme daño y porque no podía impedir que me obligaran a cumplir sus deseos.

—Lo sé —la apaciguó Nynaeve, alisándole el cabello—. No hay nada malo en odiarlas, Egwene. Lo tienen merecido. Pero no está bien que permitas que te conviertan en una de ellas.

Seta tenía las manos pegadas al rostro. Renna tocaba el collar con mano trémula y expresión de incredulidad.

Egwene se enderezó, enjugándose las lágrimas con gesto rápido.

—No lo soy. No soy como ellas. —Se arrancó la pulsera de la muñeca y la tiró al suelo—. No lo soy. Pero me gustaría poder matarlas.

—Se lo merecen. —Min observaba ferozmente a las dos sul’dam.

—Rand daría muerte a quien hiciera algo semejante —afirmó Elayne, quien parecía haberse endurecido—. Estoy convencida de que lo haría.

—Tal vez ellas lo merecen —señaló Nynaeve— y tal vez él reaccionaría así. Los hombres, sin embargo, suelen confundir la venganza y el asesinato con la justicia. No suelen tener arrestos para hacer justicia.

A menudo había actuado como juez con el Círculo de Mujeres. Los hombres comparecían en ocasiones ante ellas, con la esperanza de que las mujeres serían más clementes que los varones del Consejo del Pueblo, pero siempre creían poder persuadirlas con elocuencia o invocando la piedad. El Círculo de Mujeres se compadecía de quien lo merecía, pero siempre se atenía a lo justo, y era la Zahorí quien pronunciaba la sentencia. Recogió el brazalete que había abandonado Egwene y lo cerró.

—Liberaría a todas las mujeres que tienen cautivas aquí, si pudiera —continuó Nynaeve—, y destruiría a todas y cada una de éstas. Pero dado que ello no está en mis manos… —Deslizó la pulsera por el mismo gancho del que pendía la otra y después dirigió la palabra a las sul’dam. «Ya no son Asidoras de la Correa», se dijo—. Tal vez, si no hacéis ningún ruido, permaneceréis solas aquí durante el tiempo suficiente para lograr quitaros los collares. La Rueda gira según sus propios designios y puede que para entonces vuestras buenas obras equilibren el daño causado al prójimo, lo bastante como para que os permitan libraros de ellos. De lo contrario, acabarán encontrándoos. Y me parece que quienquiera que os descubra formulará un buen número de preguntas antes de quitaros esos collares. Creo que quizás os enteréis por propia experiencia de la miserable vida que habéis obligado a llevar a otras mujeres. Eso es justicia —añadió, dirigiéndose a las demás.

Renna tenía la mirada paralizada por el terror, y los hombros de Seta se agitaban con los sollozos. «Eso es justicia —repitió Nynaeve para sí—. Lo es». Sin apiadarse de ellas, abandonó la habitación acompañada de sus amigas.

Nadie les prestó más atención al salir que al entrar, lo cual atribuyó Nynaeve al vestido de sul’dam, pese a lo cual estaba impaciente por cambiarse y ponerse cualquier otro atavío. Hasta con las ropas más harapientas se sentiría más limpia que con aquello.

Las muchachas caminaron en silencio tras ella hasta hallarse de nuevo en la calle. Ignoraba si ello se debía a lo que ella había hecho o al temor de que alguien pudiera detenerlas. «¿Se habrían sentido mejor si les hubiera permitido ensañarse con las mujeres hasta el punto de cortarles la garganta?» cavilaba, frunciendo el entrecejo.

—Caballos —dijo Egwene—. Necesitaremos caballos. Sé a qué establo se llevaron a Bela, pero no creo que podamos llegar hasta ella.

—Debemos dejar a Bela aquí —la disuadió Nynaeve—. Nos iremos en barco.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Min. Nynaeve cayó de improviso en la cuenta de que la calle estaba desierta.

Las multitudes se habían esfumado como por ensalmo; todas las tiendas y ventanas tenían los postigos cerrados. En dirección a ellas, procedentes del puerto, marchaba una cuadrilla de soldados seanchan, un centenar como mínimo distribuidos en filas, encabezados por un oficial con armadura pintada. Todavía los separaba un buen trecho de ellas, pero marchaban con paso inflexible e implacable, y a Nynaeve se le antojaba que todos fijaban la mirada en ella. «Eso es ridículo. No puedo verles los ojos con esos yelmos que llevan y, si alguien hubiera dado la alarma, estarían persiguiéndonos». Detuvo la marcha a pesar de todo.

—Hay más a nuestras espaldas —murmuró Min. Nynaeve ya oía sus botas ahora—. No sé cuáles nos alcanzarán primero.

Nynaeve hizo acopio de aire.

—No tienen nada que ver con nosotras. —Tendió la vista más allá de los soldados, hacia el puerto, repleto de altos y cuadrados barcos seanchan. No distinguía el Spray; rogó por que aún estuviera allí, dispuesto a levar anclas—. Nos cruzaremos tranquilamente con ellos. —«Luz, espero que no sea imposible».

—¿Qué pasará si quieren que te sumes a ellos, Nynaeve? —preguntó Elayne—. Tú llevas un vestido de los suyos. Si comienzan a hacer preguntas…

—No voy a volver allí —advirtió lúgubremente Egwene—. Antes prefiero morir. Voy a demostraros lo que me han enseñado. —Nynaeve creyó advertir una aureola que se formó de improviso en tomo a ella.

—¡No! —gritó, pero ya era demasiado tarde.

Con fragor comparable al de un trueno, la calle se levantó bajo las primeras hileras de seanchan, escupiendo adoquines y hombres con armadura como el surtidor de una fuente. Todavía rodeada del halo, Egwene se volvió hacia la parte superior de la calle y el estruendoso bramido se repitió. La tierra cayó en forma de lluvia sobre ellas. Gritando, los soldados seanchan se dispersaron en orden para refugiarse en callejones y detrás de pórticos. En unos momentos se perdieron de vista, exceptuando a aquellos que yacían alrededor de dos amplios hoyos excavados en el pavimento. Algunos de ellos se movían débilmente, llenando la calle de gemidos.

Nynaeve levantó las manos, tratando de mirar a ambos lados a un tiempo.

—¡Insensata! ¡Intentábamos no llamar la atención!

Ya no cabía la posibilidad de contar con ello ahora. Su única esperanza consistía en lograr abrirse paso entre los soldados a través de los callejones y llegar al puerto, «Las damane deben de saberlo también. Sin duda lo han detectado».

—No pienso volver a llevar ese collar —aseveró airadamente Egwene—. ¡De ningún modo!

—¡Cuidado! —gritó Nynaeve.

Con un agudo zumbido, una bola de fuego del tamaño de un caballo trazó un arco en el aire sobre los tejados y comenzó a caer… directamente hacia ellas.

—¡Corred! —gritó Nynaeve, arrojándose hacia el callejón más próximo, entre dos tiendas cerradas.

Aterrizó pesadamente de barriga soltando un gruñido, sin resuello, cuando la bola de fuego alcanzó el blanco. Un cálido viento recorrió el angosto pasaje, rozándola. Jadeando, se tumbó de espaldas y miró hacia atrás.

Los adoquines sobre los que habían estado segundos antes estaban rotos y ennegrecidos en un círculo de casi diez metros de diámetro. Elayne estaba acurrucada en la boca de otro callejón, al otro lado de la calle. Al no ver rastro de Min ni de Egwene, Nynaeve se tapó la boca con la mano, horrorizada.

Elayne pareció adivinarle el pensamiento, pues sacudió vigorosamente la cabeza y señaló la pendiente de la calle. Se habían ido por allí.

Nynaeve exhaló un suspiro de alivio que al instante se volvió en un gruñido. «¡Necia! ¡Habríamos podido pasar tranquilamente a su lado!» Pero no había tiempo Para recriminaciones. Corrió hacia la esquina y se asomó con cautela.

Una bola de fuego del tamaño de una cabeza se abatía sobre la calle en dirección a ella. Dio un salto atrás justo antes de que estallara contra el chaflán donde había estado su cabeza, regándola con añicos de piedra.

La rabia la había inundado de Poder Único sin tener conciencia de ello. Del cielo brotó un rayo que fue a descargarse con estrépito en la parte alta de la calle, cerca del punto donde se había originado la bola de fuego. Un nuevo rayo dentado hendió el cielo, tras lo cual echó a correr por el callejón.

«Si Domon no está esperando con el barco, voy a… Luz, haz que todas lleguemos a salvo hasta él».


Bayle Domon se irguió con sobresalto cuando un rayo surcó el plomizo cielo gris para descargarse en algún punto de la ciudad. «¡No hay suficientes nubes para eso!», pensó al percibir un segundo rayo.

Algo produjo un potente estruendo en la ciudad y entonces una bola de fuego chocó con un tejado cercano al puerto; el impacto arrancó pedazos de Pizarra que formaron amplios arcos en su caída. Los muelles permanecían solitarios desde hacía un rato, exceptuando a unos cuantos seanchan, los cuales corrían desenfrenadamente ahora, desenvainando espadas y gritando. De uno de los almacenes salió un hombre con un grolm a su lado y se alejó corriendo para mantener el paso acorde con los largos saltos de la bestia hasta desaparecer en una de las calles de subida.

Uno de los miembros de la tripulación de Domon tomó un hacha y la acercó a una de las amarras.

En dos zancadas, Domon agarró el hacha en alto con una mano y la garganta del hombre con la otra.

—¡El Spray no zarpará hasta que yo lo ordene, Aedwin Cole!

—¡Están volviéndose locos, capitán! —gritó Yarin. El eco de una explosión resonó en el puerto; las gaviotas giraron en círculo, chillando, y un nuevo rayo refulgió antes de golpear la tierra en el interior de Falme—. ¡Las damane nos matarán a todos! Marchémonos mientras están entretenidos matándose entre sí. ¡No se darán cuenta hasta que ya estemos lejos!

—Di mi palabra —arguyó Domon. Arrancó el hacha de la mano de Cole y la arrojó con estrépito a la cubierta—. Di mi palabra. —«Apresuraos, mujer —pensó—. Aes Sedai o lo que quiera que seáis. ¡Deprisa!»

Geofram Bornhald divisó el fulgor de un relámpago sobre Falme y lo apartó de su mente. Una descomunal criatura alada —uno de los monstruos seanchan, sin duda— volaba furiosamente para escapar a los rayos. Si hubiera una tormenta, ésta sería un obstáculo tanto para los seanchan como para él. Unas colinas casi peladas, en algunos casos coronadas de bosquecillos poco densos, ocultaban de su mirada la ciudad y lo encubrían a él de las miradas de sus gentes.

El millar de hombres que capitaneaba se extendían a ambos lados de él en una larga hilera de jinetes que ondulaba siguiendo las hondonadas de las colinas. El frío viento zarandeaba sus blancas capas y el estandarte que pendía junto a Bornhald, el dorado sol de sinuosos rayos de los Hijos de la Luz.

—Vete ahora, Byar —ordenó. Como el hombre de rostro enjuto titubeara, Bornhald adoptó un tono tajante—. ¡He dicho que te vayas, Hijo Byar!

Byar se llevó la mano al corazón y realizó una reverencia.

—Como ordenéis, mi capitán. —Volvió grupas y se alejó, gritando a voces su desacuerdo con la expresión de la cara y la postura del cuerpo.

Bornhald ahuyentó de la mente a su ayudante. Había hecho cuanto podía hacer allí. Alzó la voz.

—¡Que la legión avance al paso!

Con un crujido de sillas la larga línea de hombres con capas blancas se dispuso a cabalgar pausadamente hacia Falme.


Rand asomó la cabeza en una esquina para espiar a los seanchan que se acercaban en esa dirección y luego volvió a retirarse, torciendo el gesto, al angosto callejón que conformaban dos establos. Pronto estarían allí. Tenía sangre coagulada en la mejilla, y las heridas que le había infligido Turak le escocían, pero, de momento, no podía aplicarles remedio alguno. Un nuevo rayo surcó el cielo; sintió la vibración del suelo producida por su caída. «¿Qué demonios está ocurriendo?»

—¿Ha caído cerca? —inquirió Ingtar—. Debemos salvar el Cuerno de Valere, Rand.

A pesar de los seanchan, a pesar de los rayos y las extrañas detonaciones producidas en la propia ciudad, Ingtar parecía sumido en preocupaciones ajenas a todo ello. Mat, Perrin y Hurin se encontraban en el otro extremo del callejón, vigilando otra patrulla de seanchan. El lugar donde habían dejado los caballos se hallaba a escasa distancia, pero no podían llegar a él.

—Egwene está en apuros —murmuró Rand.

Egwene. Tenía una curiosa sensación en la cabeza, como si estuvieran en peligro fragmentos de su vida. Egwene era uno de ellos, un hilo de la cuerda que componía su vida, pero había otros sobre los que también sentía pesar una amenaza. Allí mismo, en Falme. Y, si una de esas hebras era destruida, su vida nunca sería plena, no del modo como debía serlo. Aun sin comprenderlo, lo sentía con claridad y certeza.

—Un hombre podría contener a cincuenta aquí —opinó Ingtar. Los dos establos estaban muy juntos, dejando un espacio donde apenas cabían ellos dos de lado—. Un hombre obstruyendo la entrada de cincuenta en un estrecho callejón. Una muerte bastante honrosa. Se han ideado canciones por actos de menor valía.

—Confío en que no será necesario —replicó Rand.

Un tejado hizo explosión en la ciudad. «¿Cómo voy a regresar hasta ella? He de llegar hasta ella. ¿Hasta ellas?» Confuso, volvió a asomarse en la esquina. Los seanchan estaban más cerca.

—En ningún momento supe lo que iba a hacer —dijo Ingtar en voz baja—, como si hablara para sí. Estaba tentando el filo de su espada con el pulgar—. Un pálido hombrecillo que uno no parecía advertir ni aun mirándolo. Hazlo entrar en Fal Dara, me dijeron, al interior de la fortaleza. Yo no quería, pero hube de obedecer. ¿Lo comprendes? No podía negarme. Nunca supe lo que pretendía hasta que disparó esa flecha. Todavía no sé si iba dirigida a la Amyrlin o a ti.

Rand sintió un escalofrío y clavó los ojos en Ingtar.

—¿De qué habláis? —susurró.

Examinando la hoja de la espada, Ingtar no pareció haberlo oído.

—La humanidad está siendo barrida de todas partes. Las naciones sucumben y desaparecen. Los Amigos Siniestros se encuentran por doquier, y ninguno de esos sureños parece advertirlo ni inmutarse. Luchamos para mantener las Tierras Fronterizas, para que ellos permanezcan a buen recaudo en sus casas, y cada año, a pesar de nuestro empeño, la Llaga sigue ganando terreno. Y esos sureños creen que los trollocs son mitos y los Myrddraal seres de leyenda. —Frunció el entrecejo—. Parecía la única alternativa. Seríamos destruidos a cambio de nada, defendiendo a gentes que ni siquiera son conscientes de ello. Parecía lógico. ¿Por qué habríamos de perecer por ellos, cuando podíamos retener nuestra propia tierra? Mejor la Sombra, pensé, que caer inútilmente en el olvido, como Caralain, Hardan o… Parecía lógico entonces.

Rand agarró a Ingtar por las solapas.

—Habláis sin sentido. —«No es posible que quiera decir eso. No es posible»—. Expresaos claramente. ¡Estáis diciendo insensateces!

Ingtar miró a Rand por primera vez. Tenía los ojos brillantes de lágrimas no derramadas.

—Eres mejor persona que yo. Pastor o señor, tienes mejor corazón. La profecía advierte: «Que aquel que sople en mí no piense en la gloria, sino en la salvación». Era en mi salvación en lo que yo pensaba. Tocaría el Cuerno y conduciría a los héroes de las eras contra Shayol Ghul. Sin duda ello habría bastado para salvarme. Ningún hombre camina tan largo tiempo al amparo de la Sombra como para no poder regresar a la Luz. Eso es lo que afirman. Seguramente ello habría sido suficiente para lavar la mácula de lo que he sido y de lo que he realizado.

—Oh, Luz, Ingtar. —Rand soltó al otro hombre y se apoyó en la pared del establo—. Yo creo… Creo que con la intención basta, que todo cuanto habéis de hacer es dejar de ser… uno de ellos. —Ingtar pestañeó como si Rand lo hubiera pronunciado: Amigo Siniestro.

—Rand, cuando Verin nos trajo aquí con el Portal de Piedra, experimenté… otras vidas. En algunas tenía el Cuerno en mis manos, pero nunca lo tocaba. Intentaba huir del personaje en que me había convertido y nunca lo lograba. Siempre había algo más que exigirme, algo peor que lo anterior, hasta que… Tú estabas dispuesto a renunciar a él por socorrer a una amiga. Que no ansíe la gloria. Oh, Luz, ayúdame.

Rand no sabía qué decir. Era como si Egwene le hubiera confesado que había matado a niños. Demasiado horrible para creerlo. Demasiado horrible para que alguien lo reconociera a menos que fuera cierto. Demasiado horrible.

Pasado un tiempo, Ingtar habló de nuevo, con firmeza.

—Ha de haber un precio, Rand. Siempre hay un precio. Tal vez pueda pagarlo aquí.

—Ingtar, yo…

—Todo hombre tiene derecho, Rand, a decidir cuándo ha de Envainar la espada. Incluso alguien como yo.

Antes de que Rand acertara a objetar algo, Hurin llegó corriendo por el pasaje.

—La patrulla ha cambiado de dirección —anunció apresuradamente— y ahora van hacia abajo. Parece que se concentran en un punto. Mat y Perrin ya han salido. —Dirigió una breve ojeada a la calle y retrocedió—. Será mejor que hagamos lo mismo, lord Ingtar, lord Rand. Esos seanchan de cabeza de bicho están casi aquí.

—Ve, Rand —indicó Ingtar. Giró hacia la calle y no volvió a dirigir la mirada a Rand ni a Hurin—. Llevad el Cuerno al lugar al que pertenece. Siempre supe que la Amyrlin debió ponerte a ti al mando. Pero todo cuanto yo quería era mantener la integridad de Shienar, impedir que fuéramos barridos del mapa y olvidados.

—Lo sé, Ingtar. —Rand aspiró profundamente—. Que la Luz brille sobre vos, lord Ingtar de la casa Shinowa, y que el Creador os dé cobijo en la palma de su mano. —Tocó el hombro de Ingtar—. Que el último abrazo de la madre os dé la bienvenida al hogar. —Hurin emitió una exclamación de asombro.

—Gracias —respondió quedamente Ingtar, liberado, al parecer, de una tensión.

Por vez primera desde la noche en que los trollocs habían atacado Fal Dara, mostró el mismo ademán que tenía cuando Rand lo conoció: confiado y relajado. Contento.

—Es hora de que nos vayamos.

—Pero lord Ingtar…

—Obra según debe —lo atajó Rand—. Pero nosotros nos vamos.

Hurin asintió y Rand partió al trote tras él. Rand oía ahora el martilleo acompasado de las botas de los seanchan. No volvió la mirada atrás.

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