Min se abría paso por la calle entre multitudes que permanecían paradas, contemplando algo con semblantes demudados, cuando no chillaban presas de una crisis de nervios. Algunos corrían, al parecer sin rumbo fijo, pero la mayoría de ellos se movían como títeres accionados con descuido, más temerosos de irse que de quedarse en el lugar donde se hallaban. Escrutaba las caras con la esperanza de encontrar a Egwene, Elayne o Nynaeve, pero no veía más que falmianos. Y había algo que determinaba sus pasos, tan certeramente como si tirara de ella con una cuerda.
En una ocasión se volvió para mirar atrás. Junto a los muelles había barcos seanchan incendiados y cerca de la boca del puerto ardían otros. Muchos de los cuadrados bajeles se veían ya como diminutos puntos recortados por el sol poniente, navegando hacia el oeste a la mayor velocidad que las damane lograban conferir a los vientos, y una pequeña embarcación abandonaba la rada, inclinándose para recibir el viento que la impulsaría a lo largo del litoral. Era el Spray. No podía reprochar a Domon que no esperara más, después de lo que había presenciado ella; más bien le extrañó que no hubiera zarpado antes.
Había un navío seanchan que no ardía, a pesar de tener las torres negras a causa de un incendio ya apagado. Cuando el alto bajel se deslizaba hacia la boca del puerto, alrededor de los acantilados que lo cercaban apareció de súbito una figura a caballo, cabalgando sobre las aguas. Min se quedó perpleja. La asombrosa figura levantó un arco de relumbre argentino y de él partió un reluciente haz de plata que unió por un momento el arma con la cuadrada embarcación. Con un estruendo que oyó incluso ella a aquella distancia, el fuego volvió a cubrir la torre y los marinos comenzaron a correr por la cubierta.
Min pestañeó; cuando volvió a abrir los ojos, la silueta a caballo se había esfumado. El navío todavía navegaba lentamente hacia el océano mientras la tripulación trataba de sofocar las llamas.
Reponiéndose, reemprendió el ascenso de la calle. Había visto demasiadas cosas ese día como para que alguien que cabalgaba sobre las aguas pasara de ser una distracción momentánea. «Aun cuando fueran Birgitte y su arco. Y Artur Hawkwing. Lo he visto. Lo he visto».
Se detuvo con incertidumbre delante de los altos edificios de piedra, haciendo caso omiso de la gente que la rozaba al pasar, como si estuviera aturdida. Era a algún lugar de allá adentro a donde debía ir. Subió precipitadamente las escaleras y abrió la puerta.
Nadie intentó cortarle el paso. La casa parecía vacía. La mayor parte de la población de Falme se hallaba en las calles, tratando de dilucidar si habían caído víctimas de una locura colectiva. Atravesó el interior del edificio, salió al jardín posterior, y allí estaba él.
Rand yacía de espaldas bajo un roble, pálido y con los ojos cerrados, aferrando con la mano izquierda una espada cuya hoja parecía fundida en el ápice. Su pecho subía y bajaba con excesiva lentitud, sin el ritmo normal de la respiración.
Aspirando hondo para calmarse, se acercó a él para ver cómo podía asistirlo. Lo primero era deshacerse de esa hoja mutilada, pues podría hacerse daño o herirla a ella si comenzaba a moverse. Le abrió la mano y dio un respingo al notar la empuñadura pegada en la palma. Arrojó el arma torciendo el gesto. La garza del puño había quedado impresa en la mano de Rand. Sin embargo, tenía la certeza de que no era eso lo que lo había postrado allí en estado de inconsciencia. «¿Cómo se habrá hecho esto? Nynaeve podrá aplicarle una pomada después».
Un rápido examen la llevó a la conclusión de la que la mayoría de los cortes y magulladuras no eran recientes, pues la sangre se había secado ya formando costras y los morados ya amarilleaban en los bordes, pero tenía un agujero quemado en el costado izquierdo. Abriendo la chaqueta, le levantó la camisa y espiró un aliento sibilante entre los dientes. La quemadura se había cauterizado ya. Lo que la sobrecogió fue el contacto de su piel, fría como el hielo, al lado de la cual el aire parecía cálido.
Lo agarró por los hombros y empezó a arrastrarlo hacia la casa, como un inane y fláccido fardo.
—Grandísimo tonto —gruñó—. Podrías haber sido más bajo y menos pesado. Tenías que tener esas largas piernas y esta ancha espalda… Debería dejarte tumbado aquí.
A pesar de sus quejas subió con denuedo los escalones, poniendo cuidado en que no recibiera golpes, y atravesó el umbral con su carga. Tras dejarlo al lado de la puerta, se golpeó la cintura con los nudillos, murmurando entre dientes acerca del Entramado, e inspeccionó apresuradamente la planta baja. Había un pequeño dormitorio al fondo, tal vez la habitación de una criada, con una cama en la que se apilaban varias mantas y unos troncos ya dispuestos en la chimenea. En cuestión de momentos, había preparado la cama y encendido el fuego, así como una lámpara situada en la mesilla. Entonces volvió a buscar a Rand.
No fue tarea fácil llevarlo hasta la habitación ni ponerlo en la cama, pero lo consiguió a costa de quedarse sin resuello y luego lo tapó con las mantas. Pasado un momento, introdujo la mano bajo ellas y dio un respingo: las sábanas estaban gélidas; no disponía de calor corporal que pudieran retener las mantas. Con un suspiro, se deslizó bajo las sábanas a su lado y le pasó el brazo bajo la cabeza. Él tenía aún los ojos cerrados y la respiración entrecortada, pero temía encontrarlo muerto al volver si salía en busca de Nynaeve. «Necesita una Aes Sedai —pensó—. Lo único que yo, puedo hacer es darle un poco de calor».
Observó su cara unos instantes. Esta era cuanto percibía, pues no podía leer a alguien inconsciente.
—Me gustan los hombres mayores —le dijo a Rand—. Me gustan los hombres educados e instruidos. No tengo ningún interés por las granjas, los corderos ni los pastores. Y menos aún por muchachos pastores. —Suspirando, le alisó el pelo; era sedoso—. Pero, claro, tú no eres un pastor, ¿verdad? Ya no. Luz, ¿por qué hubo de involucrarme el Entramado contigo? ¿Por qué no podía haber padecido una suerte menos complicada, como naufragar sin comida en compañía de una docena de Aiel hambrientos?
Oyó ruido en el pasillo y levantó la cabeza a un tiempo que se abría la puerta. Egwene permaneció parada en el umbral, mirándolos a la luz del fuego y de la lámpara.
—Oh —fue cuanto dijo.
Min se sonrojó. «¿Por qué estoy comportándome como si hubiera hecho algo malo? ¡Idiota!»
—Estoy… estoy dándole calor. Está inconsciente y tan frío como el hielo.
Egwene no se movió de la puerta.
—He… sentido que él me llamaba, que me necesitaba. Elayne también ha experimentado lo mismo. Pensaba que tenía que ver con… con lo que él es, pero Nynaeve no ha notado nada. —Inspiró entrecortadamente—. Elayne y Nynaeve han ido a buscar los caballos. Hemos encontrado a Bela. Los seanchan han dejado casi todos los caballos. Nynaeve dice que deberíamos irnos en cuanto podamos y… y… Min, sabes qué es él, ¿verdad?
—Lo sé. —Min quería retirar el brazo sobre el que se apoyaba la cabeza de Rand, pero no logró decidirse a moverlo—. Creo que sí. Sea lo que sea, está herido. Lo único que puedo hacer por él es aportarle calor. Tal vez Nynaeve pueda hacer algo más.
—Min, sabes…, sabes que no puede casarse. Sería… un peligro… para cualquiera de nosotras.
—Habla por ti misma —espetó Min, apoyando la cara de Rand sobre su pecho—. Es como dijo Elayne. Tú lo arrojaste a un lado por ir a la Torre Blanca. ¿Qué puede importarte si yo lo recojo?
Egwene la miró por espacio de un tiempo que se le antojó prolongado. No a Rand; sólo a ella. Notó cómo se intensificaba el rubor de sus mejillas y sintió deseos de desviar la mirada, pero no pudo apartarla.
—Llamaré a Nynaeve —anunció al fin Egwene antes de alejarse con la espalda erguida y la cabeza alta.
Min quiso llamarla, salir tras ella, pero siguió tendida allí como aquejada de parálisis. Las lágrimas afluyeron a sus ojos. «Es lo que ha de ser. Lo sé. Lo leí en todos ellos. Luz, yo no quiero participar en esto».
—Todo por tu culpa —reprochó a la forma aún inmóvil de Rand—. No, no lo es. Pero tú pagarás por ello, creo. Todos estamos atrapados como moscas en una telaraña. ¿Qué pensaría Egwene si le dijera que hay otra mujer que aún no ha aparecido, una que ni siquiera conoce? A propósito, ¿qué pensarías tú, mi hermoso lord pastor? Eres bien parecido, pero… Luz, ni siquiera sé si seré yo la que elijas, ni si deseo serlo. ¿O acaso tratarás de hacernos saltar a las tres sobre tus rodillas? Puede que no seas tú el responsable, Rand al’Thor, pero no es justo.
—No Rand al’Thor —dijo una cantarina voz desde el umbral—. Lews Therin Telamon, el Dragón Renacido.
Min contempló entonces a la mujer más hermosa que jamás había visto, una dama de pálida y tersa piel con largos cabellos negros y ojos tan oscuros como la noche. La nieve habría parecido sucia al lado de la blancura de su vestido, ceñido con un cinturón de plata. Todas las joyas que lucía eran del mismo material. Min sintió un arrebato de rabia.
—¿Qué significa eso? ¿Quién sois?
La mujer se acercó a la cama con movimientos tan gráciles que Min sintió un acceso de celos, a pesar de no haber envidiado nunca a una mujer, y acarició el pelo de Rand como si Min no estuviera allí.
—Él no lo cree aún, me parece. Lo sabe, pero no lo cree. Siempre fue obstinado, pero esta vez lo pondré en vereda. Ishamael piensa que controla los acontecimientos, pero soy yo quien establece su curso.
Rozó con el dedo la frente de Rand como si dibujara una marca, que Min relacionó con inquietud con la forma del Colmillo del Dragón. Rand se agitó, murmurando; ésos fueron los primeros movimientos o sonidos que percibía en él desde que lo había encontrado.
—¿Quién sois? —volvió a preguntar Min.
Aunque la mujer se limitó a mirarla, Min hundió la cabeza en la almohada y abrazó con furia a Rand.
—Me llaman Lanfear, muchacha.
Min notó de pronto la boca tan seca que no habría podido hablar aun cuando su vida dependiera de ello. «¡Una de las Renegadas! ¡No! ¡Luz, no!». Únicamente acertó a sacudir la cabeza, expresando una negativa que puso una sonrisa en los labios de Lanfear.
—Lews Therin fue y sigue siendo mío, chiquilla. Cuídamelo bien hasta que yo vuelva para reunirme con él. —Entonces desapareció.
Min quedó boquiabierta. Se había esfumado sin mediar transformación alguna en su imagen. Min descubrió que abrazaba estrechamente el cuerpo de Rand, en una demanda de protección que se reprochó a sí misma.
Con una inflexible determinación pintada en su enjuto semblante, Byar galopaba con el sol poniente a las espaldas sin mirar atrás. Había visto cuanto era preciso, todo cuanto le había permitido distinguir aquella condenada niebla. La legión entera había sucumbido, Bornhald había muerto, y sólo podía haber una explicación para ello: los Amigos Siniestros los habían traicionado, Amigos Siniestros como ese Perrin de Dos Ríos. Eso era lo que había de comunicar a Dain Bornhald, el hijo del capitán, que se encontraba con los Hijos de la Luz estacionados en las proximidades de Tar Valon. Pero también tenía noticias más terribles que anunciar, destinadas a alguien de posición no inferior a Pedron Niall. Debía contarle lo que había visto en el cielo encima de Falme. Azotó el caballo con las riendas y no volvió la vista atrás.