El patio exterior se hallaba animado por un ordenado frenesí cuando Rand llegó a él con sus alforjas y el hatillo que contenía el arpa y la flauta. El sol se elevaba hacia mediodía. Los hombres se afanaban en torno a los caballos, ajustando las cinchas de las sillas y el arnés de la carga, y las voces sonaban por doquier. Otros correteaban en busca de aditamentos de última hora al equipaje o de agua para los obreros o de algo que habían recordado en aquel preciso instante. Sin embargo, todos parecían saber exactamente lo que hacían y adónde se dirigían. Los parapetos y los balcones de los arqueros se hallaban repletos nuevamente y la excitación restallaba en el aire matinal. Las herraduras repicaban en las piedras del pavimento. Uno de los caballos de carga comenzó a cocear y los mozos corrieron a calmarlo. El olor a caballerías era intenso. La capa de Rand trataba de aletear con la brisa que hacía ondear los estandartes con el halcón inclinado en las torres, pero el arco cruzado en su espalda lo impedía. Desde el exterior de las puertas llegaban los sonidos de los piqueros y arqueros de la Amyrlin formados en la plaza. Uno de los heraldos ensayó su cuerno.
Algunos de los Guardianes dedicaron una ojeada a Rand mientras atravesaba el patio. Entre ellos se advertían cejas enarcadas ante la marca de la garza de la espada de Rand, pero ninguno hizo ningún comentario. La mitad llevaban las capas cuyo color resultaba tan difícil de definir. Mandarb, el semental de Lan, se encontraba allí, alto, negro y de mirada altiva, pero su amo estaba ausente y ninguna de las Aes Sedai, ninguna de las mujeres, se hallaban visibles aún. La blanca yegua de Moraine, Aldieb, caminaba elegantemente junto al semental.
Su caballo alazán estaba en el otro grupo, situado en el extremo opuesto del patio, con Ingtar, un portaestandarte que llevaba en alto la bandera con la Lechuza Gris de Ingtar y otros veinte hombres vestidos con armadura, con lanzas rematadas con dos pies de acero, ya a lomos de sus monturas. Las rejillas de sus yelmos les cubrían la cara y unas sobrevestes doradas, con el Halcón Negro en el pecho, tapaban las cotas de mallas y placas metálicas. Únicamente el yelmo de Ingtar estaba provisto de una cresta, una luna creciente cuyas puntas sobresalían sobre su frente. Rand reconoció a algunos de los hombres. El malcarado Ino, con una larga cicatriz que le recorría el rostro y un solo ojo; Ragan y Masema; otros con quienes había cruzado una palabra o jugado a los dados. Ragan lo saludó con la mano e Ino con la cabeza, pero Masema no fue el único que le dedicó una fría mirada antes de volverse hacia otro lado. Sus caballos de carga aguardaban pacientemente, agitando la cola.
El gran alazán caracoleó cuando Rand ató las alforjas y el hatillo detrás de la silla de elevado arzón trasero. Puso el pie en el estribo y murmuró algunas palabras para apaciguarlo al montar, pero dejó que el semental retozara un poco para liberar la energía contenida en el establo.
Para sorpresa de Rand, Loial apareció, al parecer procedente de las caballerizas, cabalgando para sumarse a ellos. La pelambrosa montura del Ogier era tan voluminosa y pesada como un semental de primera categoría. A su lado, los restantes animales aparentaban la talla de Bela, pero, con Loial sobre su lomo, el caballo semejaba un pony,
Loial no llevaba ninguna arma, por lo que veía Rand; nunca había oído hablar de un Ogier que hubiera hecho uso de alguna. Sus stedding eran una protección suficiente, y Loial tenía sus propias prioridades, sus propias ideas respecto a lo que era necesario llevar en un viaje. Los bolsillos de su larga chaqueta abultaban significativamente y sus alforjas revelaban los ángulos de los libros.
El Ogier detuvo el caballo a poca distancia y miró a Rand, moviendo con incertidumbre sus peludas orejas.
—No sabía que ibas a venir —se extrañó Rand—. Pensaba que ya te habrías cansado de viajar con nosotros. En esta ocasión es imposible prever el tiempo que nos tomará o el lugar adonde iremos a parar.
—También lo era cuando te conocí —observó Loial, agitando levemente las orejas—. Además, lo que me atraía entonces, persiste ahora. No puedo perderme la ocasión de observar realmente cómo se teje la historia alrededor de los ta’veren. Y de contribuir al hallazgo del Cuerno…
Mat y Perrin se aproximaron tras Loial y detuvieron las caballerías. Mat tenía ojeras de cansancio bajo los ojos, pero su cara reflejaba un óptimo estado de salud.
—Mat —trató de reconciliarse Rand—, siento lo que dije. Perrin, no lo decía en serio. Me porté como un estúpido.
Mat se limitó a mirarlo; luego sacudió la cabeza y musitó algo al oído de Perrin que Rand no consiguió escuchar. Mat sólo llevaba el arco y el carcaj, pero Perrin tenía prendida además el hacha en la correa, con su gran hoja en forma de media luna equilibrada con un pesado pico.
—Mat, Perrin, de veras no… —Sin oírlo, se alejaron hacia Ingtar.
—Ésta no es una chaqueta apropiada para viajar, Rand —señaló Loial.
Rand bajó la mirada hasta las doradas espinas que trepaban por su manga carmesí y esbozó una mueca de desagrado. «No me extraña que Mat y Perrin todavía piensen que me doy aires de señor». Al regresar a su habitación se había encontrado con que todo había sido empaquetado y trasladado. Todas las chaquetas más sencillas que le habían dado habían sido cargadas en los caballos, según le habían explicado los sirvientes, y las que quedaban en el armario eran tanto o más lujosas que la que vestía. Sus alforjas no contenían ninguna prenda de abrigo aparte de algunas camisas, calcetines de lana y unos pantalones de repuesto. Al menos se había quitado la cinta dorada de la manga, aun cuando llevaba el alfiler con el águila roja en el bolsillo. Lan se lo había ofrecido como un regalo, después de todo.
—Me cambiaré cuando paremos esta noche —murmuró. Inspiró profundamente—. Loial, dije cosas que no debía y espero que me perdones. Tienes derecho a guardarme rencor, pero confío en que no sea así.
Loial sonrió con las orejas enhiestas y aproximó más su caballo.
—Yo digo continuamente cosas que debería callar. Los mayores siempre me dicen que hablo una hora antes de reflexionar.
De improviso Lan se encontraba al lado de Rand, con su armadura de escamas de tono gris verdoso que lo convertían casi en un ser invisible entre la maleza o la oscuridad.
—He de hablar contigo, pastor. —Miró a Loial—. A solas, si nos excusáis, constructor. —Loial asintió y apartó su montura.
—No sé si debería escucharos —dijo Rand al Guardián—. Este lujoso atuendo y todos los consejos que me habéis dado no me han servido de mucho.
—Cuando no puedas ganar una gran contienda, pastor, aprende a apreciar las victorias de menor importancia. Si has hecho que te consideren como algo más que un muchacho campesino que será fácil manejar, habrás logrado una pequeña victoria. Ahora calla y presta atención. Sólo dispongo de tiempo para impartirte la última lección, la más dura: Envainar la espada.
—Habéis dedicado una hora cada mañana exclusivamente a hacerme desenfundar esta maldita espada y volver a ponerla en la funda. De pie, sentado, tumbado. Creo que puedo arreglármelas para devolverla a la vaina sin cortarme el pie.
—He dicho que escuches, pastor —gruñó el Guardián—. Llegará la hora en que debas cumplir un objetivo a toda costa. Puede producirse en posición de ataque o de defensa. Y la única manera de lograrlo será permitiendo que la espada se envaine en tu propio cuerpo.
—¡Eso es un desatino! —exclamó Rand—. ¿Por qué iba a…?
—Lo sabrás cuando ocurra, pastor —lo interrumpió el Guardián—, cuando la recompensa supere el precio pagado y no te quede más alternativa. A eso se lo llama Envainar la espada. Recuérdalo.
La Sede Amyrlin apareció, caminando entre el ajetreo del patio con Leane y su bastón, y lord Agelmar a un lado. Aun vestido con una chaqueta de terciopelo verde, el señor de Fal Dara no parecía fuera de contexto en medio de tantos hombres con armadura. Todavía no había señales de las otras Aes Sedai. Mientras seguían su camino, Rand oyó parte de su conversación.
—Pero madre —protestaba lord Agelmar—, no habéis tenido tiempo para reposar del viaje de venida. Quedaos al menos unos cuantos días más. Os prometo una fiesta esta noche como es difícil que podáis disfrutar en Tar Valon.
La Amyrlin sacudió la cabeza sin interrumpir el paso.
—No puedo, Agelmar. Sabéis que lo haría de ser posible. No entraba dentro de mis planes permanecer mucho tiempo y hay asuntos que reclaman urgentemente mi presencia en la Torre Blanca. Ya debería estar allí ahora.
—Madre, es una deshonra para mí que lleguéis un día y partáis al siguiente. Os lo juro, no se repetirá lo de anoche. He triplicado la guardia en las puertas de la ciudad así como en las de la fortaleza. He mandado traer titiriteros de la ciudad y un bardo de Mos Shirare. El propio rey Easar se habrá puesto en camino desde Fal Moran. Le informé de vuestra llegada tan pronto…
Sus voces fueron perdiéndose al cruzar la plaza, engullidas por el alboroto de los preparativos. La Amyrlin ni siquiera dirigió la vista en dirección a donde se entraba Rand. Cuando éste miró en torno a sí, el Guardián se había ido y, no lo veía en ninguna parte. Loial volvió a acercar su caballo a Rand.
—Es un hombre difícil de atrapar y retener, ¿no es cierto, Rand? Ahora no está, ahora está y luego ya se ha ido y uno no ve cómo aparece ni por dónde se va.
Envainar la espada. Rand se estremeció. «Los Guardianes deben de estar todos locos».
El Guardián con quien estaba hablando la Amyrlin montó de pronto y ya había emprendido un frenético galope antes de llegar a las puertas, abiertas de par en par. La dirigente de las Aes Sedai permaneció de pie, mirándolo, con un ademán que parecía urgirlo a acelerar la marcha.
—¿Adónde se dirigirá con tanta prisa? —se preguntó Rand en voz alta.
—He oído —refirió Loial— que iba a enviar a alguien a Arad Doman. Se dice que hay disturbios en el llano de Almoth y la Sede Amyrlin desea conocer su naturaleza con exactitud. Lo que no comprendo es ¿por qué ahora? Según tengo entendido, los rumores de ese conflicto llegaron de Tar Valon con las Aes Sedai.
Rand sintió escalofríos. Recordó el gran mapa que tenía el padre de Egwene en el pueblo, un mapa que Rand había ojeado en más de una ocasión, soñando antes de averiguar en qué se tornaban los sueños en contacto con la realidad. Era antiguo aquel mapa, el cual delimitaba tierras y naciones que, a decir de los mercaderes forasteros, ya no existían, pero el llano de Almoth constaba en él, situado en un confín, junto a la Punta de Toman. «Volveremos a vernos en la Punta de Toman». Ésta estaba situada en el extremo del mundo que conocía, a orillas del Océano Aricio.
—A nosotros no nos concierne —susurró— No guarda ninguna relación conmigo.
Loial no dio señas de haberlo escuchado. Frotándose la nariz con un enorme dedo el Ogier todavía contemplaba la puerta por donde se había desvanecido el Guardián.
—Si quería saberlo, ¿por qué no envió a alguien antes de abandonar Tar Valon? Pero los humanos sois siempre imprevisibles e impulsivos y estáis continuamente ajetreados. —Sus orejas se irguieron a causa del embarazo—. Lo siento, Rand. Ya ves a qué me refería al decir que hablo antes de pensar. A veces yo también me comporto de manera precipitada.
Rand soltó una carcajada. Era una risa débil, pero era agradable tener algo de que reír.
—Tal vez si viviéramos tanto tiempo como vosotros los Ogier, seríamos más apacibles.
Loial tenía noventa años; según las normas de los Ogier aún le faltaban diez para poder salir solo del stedding. Él sostenía que el hecho de haberse ido sin obtener el permiso era una prueba de su precipitación. Si Loial era un Ogier impulsivo, pensaba Rand, la mayoría de ellos debían de estar formados con piedra.
—Tal vez sí —musitó Loial—, pero los humanos sacáis mucho provecho de vuestras vidas. Nosotros no hacemos más que permanecer apiñados en nuestro stedding. La plantación de las arboledas e incluso la construcción de los edificios ya se había llevado a cabo antes de que finalizara el largo exilio. —Eran las arboledas las que recibían el afecto de Loial y no las ciudades gracias a cuya construcción recordaban los hombres a los Ogier. Era para ver las arboledas, plantadas para mantener viva en los constructores Ogier la remembranza del stedding, por lo que Loial había abandonado su hogar—. Desde que encontramos el camino de regreso a los steddings, no… —Sus palabras se interrumpieron al acercarse la Amyrlin.
Ingtar y los otros hombres se agitaron sobre las sillas, preparados para desmontar y arrodillarse, pero ella les indicó que no se movieran. Leane iba a su lado y Agelmar un paso atrás. A juzgar por su sombrío semblante, había cejado en su intento de convencerla para que se quedara más tiempo.
La Amyrlin los miró uno a uno antes de hablar. Su mirada no se demoró en Rand más tiempo que en los demás.
—Que la paz propicie el uso de vuestra espada, lord Ingtar —deseó al fin—. Gloria a los constructores, Loial Kiseran.
—Es un honor para nosotros, madre. Así la paz cobije a Tar Valon. —Ingtar se inclinó en la silla y los otros shienarianos siguieron su ejemplo.
—Honor a Tar Valon —repuso Loial, inclinando la cabeza.
Únicamente Rand y sus dos amigos, situados al otro costado del grupo, permanecieron erguidos. Él no sabía qué les había dicho a ellos. El ceño de Leane era un reproche para los tres y Agelmar evidenció su estupor abriendo desmesuradamente los ojos, pero la Amyrlin no reparó en su actitud.
—Cabalgáis en pos del Cuerno de Valere —dijo— y la esperanza del mundo os acompaña. El Cuerno no puede permanecer en manos irresponsables, y menos en las de Amigos Siniestros. Quienes acudan en respuesta a su llamada, lo harán sea quien sea quien sople en él; ellos están vinculados al Cuerno, no a la luz.
La inquietud recorrió de modo perceptible a los presentes. Todos creían que los héroes invocados en la tumba pelearían por la luz. Si en su lugar luchaban del lado de la Sombra…
La Amyrlin prosiguió su arenga, pero Rand ya no escuchaba. El observador invisible había retornado. Se le había erizado el vello de la nuca. Observó los abarrotados balcones de los arqueros, las hileras de gente apretada a lo largo de las almenas de las murallas. En algún lugar, entre ellos, se encontraba el par de ojos que lo habían seguido sin que él pudiera verlos. Su mirada se pegaba a él como un viscoso aceite. «No puede ser un Fado, no aquí. ¿Quién entonces? ¿O qué?» Se movió en la silla, haciendo girar a Rojo, escudriñando.
De improviso algo pasó silbando delante de la cara de Rand. Un hombre que pasaba detrás de la Amyrlin exhaló un alarido y cayó a tierra con una flecha emplumada de negro clavada en el costado. La Amyrlin permaneció quieta, mirando tranquilamente un desgarrón en su manga, mientras la sangre iba manchando la seda gris.
Una mujer gritó, y de pronto el patio se convirtió en el escenario de gritos y sollozos de una multitud. Las gentes apostadas en las almenas hormigueaban furiosamente y todos los hombres del patio habían desenvainado la espada. Incluso Rand, según advirtió él mismo con asombro. Agelmar agitó su hoja hacia el cielo.
—¡Buscadlo! —rugió—. ¡Traédmelo! —Su faz pasó del rojo al blanco al percibir la sangre en la manga de Amyrlin. Se postró de rodillas, cabizbajo —. Perdonadme, madre. No he sabido protegeros como es debido. Estoy avergonzado.
—Tonterías, Agelmar —replicó la Amyrlin—. Leane, deja de preocuparte por mí y atiende a ese hombre. Me he hecho cortes más profundos que éste en más de una ocasión limpiando pescado y él precisa ayuda ahora. Agelmar, levantaos. Levantaos, señor de Fal Dara. No me habéis decepcionado y no tenéis motivos para avergonzaros. El año pasado en la Torre Blanca, con mis propios guardias en cada puerta y rodeada de Guardianes, un hombre armado con un cuchillo llegó a cinco pasos de distancia de mí. Un Capa Blanca, sin duda, aun cuando no disponga de pruebas. Por favor, incorporaos o seré yo quien se avergüence. —Cuando Agelmar se enderezaba, señaló su manga desgarrada—. Un arquero Capa Blanca, o incluso un Amigo Siniestro. —Sus ojos se alzaron para rozar unos segundos a Rand— Si era a mí a quien iba destinado el proyectil—. Su mirada se había desplazado ya antes de que pudiera escrutar algo en su semblante, pero de improviso sintió deseos de desmontar y esconderse.
«No iba destinado a ella y ella lo sabe».
Leane, que había estado arrodillada, se incorporó. Alguien había cubierto con una capa el rostro del hombre en cuyo cuerpo se había prendido la flecha.
—Está muerto, madre —anunció con voz cansada—. Ya lo estaba cuando se desplomó en el suelo. Aun cuando me hubiera encontrado a su lado…
—Has hecho cuanto estaba en tu mano, hija. Nuestros métodos curativos no son efectivos contra la muerte.
—Madre —arguyó Agelmar, aproximándose a ella—, si hay asesinos Capas Blancas en los alrededores, o Amigos Siniestros, debéis permitirme que envíe hombres para que os escolten, hasta el río, al menos. No podría seguir viviendo si os ocurriese algo en Shienar. Por favor, regresad a los aposentos de las mujeres. Os garantizo, por mi vida, que permanecerán custodiados hasta que estéis lista para partir.
—No os alarméis —replicó la Amyrlin—. Este rasguño no va a demorarme ni un momento. Sí, sí, acepto gustosamente vuestra escolta hasta el río, si insistís. Pero no dejaré que este incidente retrase en lo más mínimo a lord Ingtar. Todos los instantes son vitales hasta no haber hallado el Cuerno. ¿Vais a dar la orden de partida a vuestros vasallos, lord Agelmar?
Éste inclinó la cabeza a modo de asentimiento. En aquel momento le habría dado Fal Dara si ella se lo hubiera pedido.
La Amyrlin se giró nuevamente hacia Ingtar y los soldados reunidos tras él. No volvió a dirigir la mirada a Rand, el cual se sorprendió al verla sonreír de súbito.
—Apuesto a que Illian no concede a su Gran Cacería una despedida tan estimulante —aventuró—. Pero la vuestra es la auténtica Cacería del Cuerno. En grupo reducido podréis viajar con rapidez y, sin embargo, sois lo bastante numerosos para cumplir vuestra misión. Os exhorto, lord Ingtar de la casa Shinowa, os exhorto a todos, a buscar el Cuerno de Valere, sin ceder a nada que se interponga en vuestro camino.
Ingtar desenvainó la espada y besó la hoja.
—Por mi vida y alma, por mi casa y honor, lo juro, madre.
—Entonces cabalgad.
Ingtar encaró el caballo en dirección a la puerta.
Rand hincó los talones en los flancos de Rojo y galopó tras la columna que ya flanqueaba la salida de la fortaleza.
Ignorantes de lo acaecido en el interior, los piqueros y arqueros de la Amyrlin permanecían de pie con la Llama de Tar Valon en el pecho, componiendo un pasillo desde las puertas a la ciudad propiamente dicha. Los tambores y heraldos aguardaban junto al umbral, dispuestos a sumarse a su comitiva. Detrás de las hileras de hombres armados, las gentes abarrotaban la plaza a la que desembocaba la ciudadela. Algunos gritaron vítores ante el estandarte de Ingtar y otros creyeron sin duda que aquél era el inicio de la partida de la Sede Amyrlin. Un poderoso clamor acompañó a Rand al cruzar la explanada.
Se reunió con Ingtar cuando recorrían ya las calles pavimentadas de piedra, flanqueadas por tupidas masas de ciudadanos. Algunos también los aclamaron al pasar. Mat y Perrin habían ido cabalgando en cabeza de la expedición, con Ingtar y Loial, pero ambos se rezagaron al llegar Rand. «¿Cómo demonios voy a disculparme si no permanecen cerca de mí el tiempo necesario para decir algo? Diantre, no parece un moribundo precisamente».
—Changu y Nidao han desaparecido —anunció de improviso Ingtar, con tono frío que expresaba enojo y a un tiempo consternación—. Hemos contado a todas las personas de la fortaleza, vivas o muertas, anoche y esta mañana nuevamente. Son los únicos que no se han encontrado.
—Changu estaba de guardia en las mazmorras ayer —comentó Rand.
—Y Nidao. Cumplieron el segundo tumo de vigilancia. Siempre permanecían juntos, aun cuando hubieran de pactar con otros o realizar un trabajo suplementario por ello. No estaban de guardia cuando ocurrió, pero… Ellos pelearon en el desfiladero de Tarwin, hace un mes, y salvaron a lord Agelmar cuando su caballo cayó abatido con trollocs a su alrededor. Y ahora esto: Amigos Siniestros. —Inspiró profundamente—. Todo está desmoronándose.
Un hombre a caballo se abrió paso entre el gentío afincado junto a las casas y se situó detrás de Ingtar. Era un habitante de la ciudad, a juzgar por su atuendo, delgado, con un rostro arrugado y el cabello gris. Llevaba atados en la silla un hatillo y cantimploras y de su cinto pendían una espada de hoja corta, una mellada maza guarnecida de hierro, ¡y un garrote!
Ingtar, advirtió las miradas de Rand.
—Éste es Hurin, nuestro husmeador. No era preciso que las Aes Sedai supieran de su existencia. No es que lo que hace sea reprochable, por supuesto. El rey mantiene un husmeador en Fal Moran, y hay otro en Ankor Dail. Es sólo que a las Aes Sedai no suele gustarles lo que no comprenden, y tratándose de un hombre… No tiene nada que ver con el Poder, desde luego. ¡Aaaah! Explícaselo tú, Hurin.
—Sí, mi señor Ingtar —accedió el hombre. Se inclinó profundamente ante Rand desde la silla de su caballo—. Es un honor serviros, mi señor.
—Llamadme Rand. —Rand le tendió la mano, la cual estrechó sonriendo Hurin un momento después.
—Como deseéis, mi señor Rand. Lord Ingtar y lord Kajin no prestan gran importancia a los modales de un hombre, como tampoco lo hace lord Agelmar, pero dicen en la ciudad que sois un príncipe del sur y algunos señores extranjeros son muy estrictos respecto a la posición que ocupa cada cual.
—Yo no soy un señor—. «Al menos de esto voy a librarme ahora»—. Simplemente soy Rand.
—Como deseéis —respondió pestañeando Hurin—, mi señ… ah… Rand. Yo soy un husmeador, ya veis. Este Día Solar hará tres años que lo soy. Nunca había oído hablar de tal fenómeno hasta entonces, pero tengo entendido que hay unos cuantos como yo. Se inició lentamente, captando malos olores donde nadie olía nada, y fue aumentando. Tardé todo un año en darme cuenta de lo que era. Percibía con el olfato la violencia, los asesinatos y las agresiones, el olor del lugar donde se habían producido, el rastro dejado por sus autores. Cada rastro es diferente, de manera que no hay peligro de confundirlos. Lord Ingtar oyó hablar de ello y me tomó a su servicio, para colaborar con la justicia real.
—¿Podéis oler la violencia? —inquirió Rand. No podía evitar mirarle la nariz. Ésta, sin embargo, era normal, ni larga ni pequeña—. ¿Queréis decir que sois capaz de seguir a alguien que, pongamos por caso, ha matado a otro hombre? ¿Por el olor?
—Lo soy, mi señ… ah… Rand. Se difumina con el tiempo, pero cuanto más terrible sea la violencia, más dura. Ay, puedo oler un campo donde se libró una batalla diez años antes, aunque las trazas de los hombres que estuvieron allí han desaparecido. Allá arriba en las proximidades de la Llaga, las huellas de los trollocs no se desvanecen casi nunca. Los trollocs no sirven para gran cosa más que matar y herir. Una pelea en una taberna, empero, en la que, por ejemplo, se haya roto un brazo…, ese olor sólo persiste unas horas.
—Comprendo por qué no queríais que las Aes Sedai lo supieran.
—Ah, lord Ingtar tenía razón respecto a las Aes Sedai, la Luz las ilumine… ah… Rand. Hubo una en un tiempo en Cairhien, del Ajah Marrón, pero juro que pensé que era del Rojo hasta que me dejó ir, que me tuvo retenido un mes intentando descubrir cómo lo hacía. No le gustaba no saberlo. No paraba de murmurar «¿Es algo antiguo que ha vuelto a manifestarse, o es un fenómeno nuevo?» y de observarme hasta el punto de que cualquiera hubiera pensado que yo estaba usando el Poder Único. Hasta casi me hizo dudar a mí mismo. Pero no me he vuelto loco y no hago nada. Solamente lo huelo.
Rand se acordó de Moraine a su pesar. «Las viejas barreras se debilitan. Nuestro tiempo está impregnado de disolución y cambio. Las cosas antiguas vuelven a manifestarse y otras nuevas tienen nacimiento. Tal vez vivamos lo bastante para ver el fin de una era». Se estremeció.
—De modo que seguiremos a quienes robaron el Cuerno por medio de vuestra nariz.
Ingtar asintió y Hurin sonrió con orgullo.
—Lo haremos… ah… Rand. Una vez seguí el rastro de un asesino hasta Cairhien y otras, hasta Maradon, para traerlos de vuelta y entregarlos a la justicia real. —Su sonrisa se desvaneció y su semblante reflejó desasosiego—. Éste, sin embargo, es el peor de todos. El asesinato huele mal y las huellas de un asesino apestan, pero éstas… —Arrugó la nariz—. Había hombres en ellas anoche; Amigos Siniestros, seguramente, pero no se puede distinguir a los Amigos Siniestros por el olfato. Lo que seguiré son los trollocs, y el Semihombre. Y algo aún más detestable. —Bajó la voz, frunciendo el entrecejo y murmurando para sí, pero Rand alcanzó a escucharlo—. Algo aún peor, la Luz me asista.
Llegaron a las puertas de la ciudad y, justo al otro lado de las murallas, Hurin elevó el rostro hacia la brisa. Las aletas de su nariz se agitaron y luego exhaló un bufido de desagrado.
—Por ese lado, mi señor Ingtar. —Señaló en dirección sur.
—¿No es hacia la Llaga? —preguntó, sorprendido, Ingtar.
—No, mi señor Ingtar. ¡Puaf! —Hurin se tapó la boca con la manga—. Casi puedo notar su sabor. Fueron hacia el sur.
—Entonces estaba en lo cierto la Sede Amyrlin —confirmó lentamente Ingtar—. Una grande y sabia mujer, que se merece alguien mejor que yo para servirla. Sigue el rastro, Hurin.
Rand se volvió y lanzó una ojeada a través de las puertas, hacia la fortaleza. Confiaba en que a Egwene le fuera bien. «Nynaeve la cuidará. Quizá sea mejor así: como un corte limpio, demasiado rápido para doler hasta después de haberlo recibido».
Cabalgó detrás de Ingtar y el estandarte con la Lechuza Gris, en dirección sur. Notaba en la espalda el frescor del viento que se levantaba a pesar de] sol. Creyó escuchar una carcajada, tenue y sarcástica, transportada en él.
La luna creciente iluminaba las húmedas y oscuras calles de Illian, donde todavía sonaba el clamor de los festejos celebrados durante el día. Dentro de pocos días, la Gran Cacería del Cuerno se emprendería con la pompa y ceremonia que, según la tradición, venía acompañándola desde la Era de Leyenda. Las celebraciones dedicadas a los cazadores se habían engrosado en la Fiesta de Teven, con sus famosos concursos y premios para los juglares. El premio más valioso de todos lo recibiría, como siempre, quien realizase la mejor recitación de La Gran Cacería del Cuerno.
Aquella noche los juglares daban representaciones en los palacios y mansiones de la ciudad, donde los grandes y los poderosos se entretenían, al igual que los cazadores llegados de todas las naciones para cabalgar en pos, sino del propio Cuerno de Valere, al menos de la inmortalidad registrada en canciones y relatos. Disfrutarían de música y danzas, de abanicos y hielo para combatir los primeros calores del año, pero las verbenas llenaban las calles también, bajo la bochornosa noche de brillante luna. Cada día y cada noche eran un carnaval, hasta la partida de la Cacería.
Las gentes pasaban corriendo junto a Bayle Domon ataviadas con máscaras y extraños y extravagantes trajes, muchos de los cuales mostraban generosos escotes. Corrían, gritando y cantando, apiñados de seis en seis, luego diseminados en parejas que reían y se entrelazaban en estridentes grupos de veinte. Los fuegos artificiales crepitaban en el cielo, tiñendo la negrura con estallidos de plata y oro. Había casi tantos iluminadores en la ciudad como juglares.
Domon apenas prestaba atención a los fuegos ni a la Cacería. Se encaminaba a una cita con hombres de quienes sospechaba que intentarían darle muerte.
Cruzó el Puente de las Flores, sobre uno de los múltiples canales de la ciudad, y se adentró en el Barrio Perfumado, la zona portuaria de Illian. El canal desprendía el olor de excesivos orinales vertidos en él y no había indicios de que hubieran crecido nunca flores en las proximidades del puente. El suburbio olía a cáñamo y brea de los embarcaderos y muelles y al agrio fango del puerto, exacerbados por el aire caliente que casi parecía tan húmedo como un líquido. Domon respiraba trabajosamente; cada vez que regresaba de las tierras norteñas lo sorprendían, a pesar de haber nacido allí, los tempranos calores del verano de Illian.
En una mano llevaba un grueso garrote y la otra reposaba sobre la empuñadura de la corta espada que había utilizado con frecuencia para defender la cubierta de su mercante fluvial de los bandoleros. No eran pocos los bandidos que caminaban entre el jolgorio de aquellas noches, donde las presas eran ricas y estaban empapadas en vino.
No obstante, él era un hombre fornido y musculoso y, viéndolo vestido con su sencilla chaqueta, ninguno de los forajidos que salían en busca de oro lo creía lo bastante rico como para tentar su complexión y su garrote. Los pocos que obtenían una visión precisa de él, cuando atravesaba la luz que despedía una ventana, retrocedían hasta que se había alejado unos pasos. Una oscura melena que le llegaba a los hombros y una larga barba con el labio superior rasurado enmarcaban una cara redonda, que, sin embargo, nunca había sido blanda y que ahora presentaba un semblante tan hosco como si tuviera intención de abrirse camino horadando una pared.
Más parranderos se cruzaron a su paso, descontrolados, con el habla desfigurada por el vino. «El Cuerno de Valere, ¡y un pimiento! —pensó sombríamente Domon—. Es mi barco lo que quiero conservar. Y mi vida, que la Fortuna me aguijonee».
Penetró en una posada, cuyo letrero lucía un gran tejón rayado bailando sobre las patas traseras y un hombre sosteniendo una pala de plata. Aligerar el Tejón, se llamaba, si bien ni siquiera Nieda Sidoro, la posadera, sabía qué significaba ese nombre; siempre había habido una posada denominada así en Illian.
La sala principal, con serrín en el suelo y un músico que tañía suavemente una vihuela, interpretando una de las melancólicas canciones de los Marinos, se hallaba bien iluminada y tranquila. Nieda no permitía alborotos en su local y su sobrino, Bili, era tan forzudo como para sacar a pulso a un hombre a la calle. Marinos, estibadores y almaceneros acudían al Tejón para un trago y en ocasiones charlar un rato o jugar a las damas o a los dardos. La estancia se encontraba medio llena ahora; incluso los hombres que preferían el sosiego habían cedido a la tentación del carnaval. Las conversaciones se sostenían en tono bajo, pero Domon escuchó menciones a la Cacería, al falso Dragón que habían apresado los murandianos y al que los tearianos estaban persiguiendo a través de Haddon Mirk. Al parecer, había diversidad de pareceres respecto a si era preferible ver perecer al falso Dragón o a los tearianos.
Domon esbozó una mueca. «¡Falsos Dragones! Que la Fortuna me pinche con su aguijón, no hay ningún lugar seguro hoy en día». No obstante, a él lo traían sin cuidado los falsos Dragones, al igual que la Cacería.
La fornida propietaria, con el pelo recogido en un moño, estaba limpiando una jarra, al tiempo que controlaba con la mirada el establecimiento. No interrumpió su tarea y ni siquiera lo miró realmente, pero cerró el párpado izquierdo y desvió los ojos hacia los tres hombres sentados en una mesa situada en un rincón. Su actitud silenciosa, casi sombría, parecía extraña aun en un lugar como el Tejón, y sus elegantes sombreros de terciopelo y oscuras capas, bordados en el pecho con rayas plateadas, escarlata y doradas, resaltaban entre los ordinarios ropajes del resto de los clientes.
Domon suspiró y tomó asiento en una mesa desocupada. «Cairhieninos esta vez». Una de las sirvientas le ofreció una jarra de cerveza negra, de la que bebió un largo trago. Cuando bajó el recipiente, los tres hombres de capas rayadas se hallaban de pie junto a su mesa. Realizó un discreto gesto para dar a entender a Nieda que no precisaba la intervención de Bili.
—¿Capitán Domon? —Los tres eran inclasificables, pero Domon tomó como cabecilla al que había hecho uso de la palabra. No tenían visos de ir armados; a pesar de sus lujosos ropajes, daban la impresión de no necesitarlo. Había ojos pétreos en aquellos rostros puramente anodinos—. ¿Capitán Bayle Domon, del Spray?
Domon asintió brevemente y los tres individuos tomaron asiento sin esperar invitación alguna. El mismo hombre se ocupó de hablar; los otros dos se limitaron a observar, sin pestañear. «Guardias —infirió Domon—, pese a sus elegantes atavíos. ¿Quién será para tener un par de guardias como protección?»
—Capitán Domon, hemos de trasladar a un personaje de Mayene a Illian.
—El Spray es un carguero fluvial —lo disuadió Domon—. Tiene un calado corto y la quilla no es adecuada para aguas profundas. —No era del todo cierto pero resultaba una explicación verosímil para personas de tierra adentro. «Al menos es distinto de lo de Tear. Ahora actúan con más inteligencia».
—Hemos oído rumores de que ibais a abandonar el tráfico por río —adujo, imperturbable, el hombre ante la interrupción.
—Tal vez sí y tal vez no. No lo he decidido. —Había llegado a una resolución, sin embargo. No volvería a remontar el río ni regresar a las Tierras Fronterizas ni por toda la seda embarcada en los navíos mercantes en el Taren. Las pieles y los pimientos de Saldaea no merecían correr el riesgo, aun cuando ello no guardara relación con el falso Dragón que, según le habían informado se había proclamado allí. No obstante, ignoraba por qué medios lo sabían ellos. No había hablado a nadie sobre esa cuestión y, a pesar de ello, había llegado a su conocimiento.
—Podéis bordear la costa hasta Mayene sin problemas. Sin duda, capitán, estaréis dispuesto a navegar junto a la orilla por un millar de marcos de oro.
Domon abrió desmesuradamente la boca a su pesar. Esa oferta cuadriplicaba la anterior, la cual era lo bastante cuantiosa como para dejar atónito a cualquiera.
—¿De parte de quién he de entregarlo? ¿De la Responsable de Mayene en persona? ¿Acaso la ha desbancado finalmente Tear?
—No precisáis nombres, capitán. —El desconocido depositó una bolsa de cuero en la mesa y un pergamino sellado. La bolsa desprendió un sonido metálico cuando la corrió hacia él. El gran círculo de cera roja que lacraba el pergamino doblado representaba el Sol Naciente de Cairhien—. Doscientos a cuenta. Para un millar de marcos, no creo que necesitéis nombres. Haced llegar esto, con el sello intacto, al capitán portuario de Mayene y éste os entregará trescientos y a vuestro pasajero. Os daré el resto cuando vuestro pasajero se encuentre aquí. Siempre que no hayáis realizado ningún intento de descubrir la identidad de dicho personaje.
Domon inspiró profundamente. «Fortuna, vale la pena hacer el viaje aunque no me den más que lo que hay en esta bolsa». Y un millar era más dinero del que gastaría en varios años. Sospechaba que, si sondeaba un poco más, obtendría otros indicios, meros indicios de que por medio de aquella travesía se efectuarían tratos encubiertos entre el Consejo de los Nueve de Illian y la Responsable de Mayene. La ciudad gobernada por la Responsable era a todos los efectos, excepto nominalmente, una provincia de Tear y era harto probable que ésta agradeciese la ayuda de Illian. Y había muchos habitantes de Illian que opinaban que era ya hora de iniciar una nueva guerra, dado que Tear estaba excediéndose en la competencia en el comercio realizado en el Mar de las Tormentas. Una apetecible trampa en la que caer atrapado, si no hubiera experimentado las asechanzas de tres similares a lo largo del último mes.
Alargó la mano para tomar el portamonedas y el hombre que había hablado le rodeó la muñeca. Domon lo miró airadamente, pero el desconocido le devolvió una mirada impávida.
—Debéis partir lo antes posible, capitán.
—Al romper el alba —gruñó Domon, tras lo cual el hombre asintió, soltándole el brazo.
—Con las primeras luces pues, capitán Domon. Recordad, la discreción permite a un hombre conservar la vida para disfrutar del dinero.
Domon observó cómo se marchaban los tres y luego posó sombríamente la vista en la bolsa y el pergamino situados sobre la mesa frente a él. Alguien quería que se dirigiera al este. Tear o Mayene: era indiferente con tal que fuera hacia el este. Creía adivinar quién deseaba tal cosa. «Y una vez más, desconozco qué se esconde tras ellos». ¿Quién podía saber quiénes eran Amigos Siniestros? No obstante, estaba seguro de que los Amigos Siniestros habían venido siguiéndole los pasos con anterioridad a su partida de Marabon por río. Amigos Siniestros y trollocs. De eso no le cabía duda. El interrogante primordial, el único para el cual no había vislumbrado asomos de respuesta, era el porqué.
—¿Complicaciones, Bayle? —inquirió Nieda—. Tienes el mismo aspecto que si hubieras visto a un trolloc. —Lanzó una risita, un sonido inusitado en una mujer de su talla. Al igual que la mayoría de la gente que no había estado nunca en las Tierras Fronterizas, Nieda no creía en la existencia de los trollocs. Él había tratado de explicarle la verdad, pero ella se limitaba a escuchar, divertida, sus historias en la creencia de que no eran más que mentiras. Tampoco creía en la nieve.
—No hay problemas, Nieda. —Desató la bolsa y de ella extrajo sin mirar una moneda que arrojó a la mujer—. Bebidas para todo el mundo hasta que se acabe el cambio de esta pieza; luego te daré otra.
Nieda observó, sorprendida, la moneda.
—¡Acuñada con la marca de Tar Valon! ¿Ahora comercias con las brujas, Bayle?
—No —respondió con voz ronca—. ¡Eso si que no!
La posadera hincó el diente en el metal y enseguida lo ocultó debajo de su ancho cinturón.
—Bien, después de todo es oro. Y me parece que las brujas no son tan malas como algunos las describen. No confesaría esto a muchos hombres. Conozco un individuo que cambia dinero y acepta piezas como ésta. No tendrás que darme otra, habiendo tan pocos clientes esta noche. ¿Más cerveza para ti, Bayle?
Domon asintió con aire ausente, a pesar de que su jarra estaba todavía medio llena, y Nieda se alejó. Era una amiga y no hablaría de lo que había visto. Continuó sentado, observando la bolsa de cuero. Le sirvieron otra jarra antes de que se hubiera decidido a mirar su contenido. Lo agitó con un dedo calloso. Las acuñaciones en oro despidieron destellos a la luz de la lámpara, reproduciendo todas por igual el trazado de la maldita Llama de Tar Valon. Unas monedas peligrosas. Podría servirse de una o dos, pero tal cantidad haría que las gentes llegasen a la misma conclusión que había extraído Nieda. Había Hijos de la Luz en la ciudad y, si bien no había ninguna ley en Illian que prohibiera el comercio con las Aes Sedai, no tendría ocasión de exponer su caso ante un magistrado si aquello llegaba a oídos de los Capas Blancas. Aquellos hombres se habían asegurado de que no se limitaría a tomar simplemente el dinero y permanecer en Illian.
Mientras seguía sentado, inmerso en sus preocupaciones, Yarin Maeldan, el melancólico y desgalichado contramaestre del Spray, entró en el Tejón con las cejas abatidas sobre su larga nariz y se acercó a la mesa del capitán.
—Carn ha muerto, capitán.
Domon lo miró ceñudo. Otros tres componentes de su tripulación habían sido asesinados, uno en cada ocasión en que había rechazado un encargo que lo encaminaría hacia el este. Los magistrados no habían hecho nada; las calles eran peligrosas de noche, argüían, y los marineros eran individuos rudos y pendencieros. Los magistrados apenas se molestaban por lo que ocurría en el Barrio Perfumado mientras no recibieran daño en él los ciudadanos respetables.
—Pero esta vez he aceptado su oferta —murmuró.
—Eso no es todo, capitán —añadió Yarin—. Han acuchillado a Carn en diferentes puntos, como si pretendieran hacerle revelar algo. Y otros hombres han tratado de deslizarse a bordo del Spray hace menos de una hora. La guardia de los muelles los ha ahuyentado. Es la tercera vez en diez días, y nunca he visto a ningún ratero de puerto que muestre tanta insistencia. Suelen dejar que la alarma aminore antes de volver a intentarlo. Y alguien me revolvió la habitación en el Delfín Plateado la pasada noche. Se llevaron algunas piezas de plata, por lo que pensé que eran ladrones, pero dejaron la hebilla de ese cinturón que tengo, la que tiene engastados granates y piedras de la luna, que estaba a plena vista. ¿Qué está pasando, capitán? Los hombres tienen miedo y yo también estoy algo inquieto.
—Reúne a la tripulación, Yarin —ordenó Domon, poniéndose en pie—. Búscalos y diles que el Spray zarpará tan pronto como haya a bordo los suficientes hombres para navegar. —Tras introducir el pergamino en el bolsillo de su chaqueta, agarró la bolsa de oro y empujó a su contramaestre hacia la puerta—. Dales prisa Yarin, porque voy a dejar aquí a todo el que no llegue a tiempo, aunque se quede de pie en el muelle.
Domon dio un empellón a Yarin para impulsarlo a correr y luego se encaminó al puerto. Aun los maleantes que oían el tintineo de las monedas se apartaban de él, pues ahora andaba como un hombre dispuesto a cometer un asesinato.
Ya había marineros trajinando a bordo del Spray cuando llegó y otros más que corrían con los pies descalzos sobre el pavimento de piedra de los muelles. Ellos ignoraban que Domon fuera objeto de una persecución, pero sabían que obtenía pingües beneficios y que compartía las ganancias siguiendo el sistema illiano.
El Spray tenía doscientos metros de eslora y dos mástiles, y sus amplios baos dejaban abundante espacio para la carga de cubierta y la de las bodegas. A pesar de lo que Domon había dicho a los cairhieninos —suponiendo que lo fuesen— lo consideraba capaz de navegar en mar abierto. El Mar de las Tormentas era más apacible en verano.
—Deberá resistir —murmuró para sí mientras bajaba a su cabina.
Allí arrojó el portamonedas sobre la cama, pulcramente adosada al casco, al igual que el restante mobiliario de la cabina de popa, y tomó el pergamino. Después de encender una linterna, colgada del techo, examinó el documento lacrado, haciéndolo girar como, si pudiera leer lo que en él estaba escrito sin abrirlo. Un golpe en la puerta le hizo fruncir el entrecejo.
—Adelante.
—Están todos a bordo menos tres que no he podido localizar, capitán —le dijo Yarin, asomando la cabeza— Pero he dejado el mensaje en todas las tabernas, garitos y cuadras del barrio. Estarán en el barco antes de que haya la luz suficiente para zarpar río arriba.
—El Spray zarpará ahora. Hacia el mar. —Domon atajó las protestas de Yarin referentes a la luz y las amarras y al hecho de que el Spray no estaba construido para navegar en mar abierto—. ¡Ahora mismo! El Spray puede sortear los obstáculos con marca baja. No habrás olvidado cómo orientarte por las estreno, ¿verdad? Llévalo hacia el mar. Zarpa ahora y vuelve a verme cuando nos encontremos más allá del rompeolas.
El contramaestre titubeó —Domon nunca navegaba por aguas traidoras sin estar presente en cubierta impartiendo órdenes, y sacar al Spray del puerto de noche no era sencillo, con o sin calado profundo— y luego asintió antes de marcharse. A los pocos momentos los sonidos de los gritos de Yarin y el martilleo de los pies desnudos sobre las planchas penetraron en la cabina de Domon. Hizo caso omiso de ellos, incluso cuando el barco se bamboleó con el contacto de la corriente.
Finalmente levantó la camisa exterior de la linterna y puso un cuchillo en la llama. El humo se elevó en espiral mientras el aceite calentaba el metal, pero, antes de que éste enrojeciera, apartó los mapas de la mesa y alisó el pergamino sobre ella, haciendo deslizar lentamente el acero candente bajo el sello de cera. El pliegue exterior se levantó.
Era un documento simple, sin preámbulos ni saludos, que hizo brotar el sudor de la frente de Domon.
«El portador de esto es un Amigo Siniestro buscado en Cairhien por asesinatos y otros espantosos delitos, entre los menos reprochables de los cuales se cuenta el robo contra Nuestra Persona. Os exhortamos a apoderaros de este hombre y de todo cuanto se halle en su poder, hasta los más insignificantes objetos. Nuestro representante acudirá a recoger lo que nos ha sido sustraído. Todas sus posesiones, salvo las que Nosotros reclamamos, pasarán a vos como recompensa por su captura. Que el vil bellaco sea ahorcado de inmediato para que su Sombra esparcida villanamente no ensombrezca más la Luz».
Bajo la firma, sobre una fina capa de cera roja, estaban impresos el Sol Naciente de Cairhien y las Cinco Estrellas de la casa Riatin.
—Defensor de la Pared del Dragón, y un comino —se escandalizó Domon—. Menudo personaje para seguir utilizando ese apelativo.
Revisó minuciosamente los sellos y la firma, aproximando el documento a la lámpara, con la nariz Prácticamente pegada a él, pero no logró encontrar fallos en aquéllos y, respecto a la otra, no tenía la más mínima noción del aspecto de la escritura de Galldrain. Si no era el rey quien lo había rubricado, sospechaba que quienquiera que lo hubiera hecho habría realizado una buena imitación de la firma de Galldrain. En todo caso, ello no modificaba las cosas. En Tear, la carta constituiría al instante una condena en manos de un illiano. O en Mayene, donde era tan prominente la influencia de los tearianos. No había guerra entonces y los marinos se movían libremente por los puertos, pero los illianos inspiraban tan pocas simpatías en Tear como los tearianos en Illian, en especial disponiendo de una excusa como aquélla.
Por un momento consideró la posibilidad de acercar el pergamino a la llama —era peligroso tenerlo consigo, en Tear o en Illian o en cualquier lugar que pudiera imaginar— pero al fin lo introdujo con cuidado en un pequeño armario secreto situado detrás del escritorio, oculto por un panel que sólo él sabía abrir.
—Mis posesiones…
Coleccionaba antigüedades, tantas como podía permitirse teniendo un barco por vivienda. Lo que no le era posible comprar, debido a su alto precio o a su gran tamaño, lo atesoraba en el recuerdo. Todos aquellos vestigios de épocas remotas, esas maravillas diseminadas por el mundo, lo habían impulsado a embarcar siendo un muchacho. En Maradon, en el último viaje realizado, había agregado cuatro piezas a su colección y había sido entonces cuando había dado comienzo la persecución de los Amigos Siniestros. Y la de los trollocs, asimismo, que había persistido un tiempo. Había oído que Puente Blanco había sido arrasado por el fuego después de que él partiera de allí y había habido rumores de la presencia de un Myrddraal, así como de trollocs. Fue aquello, en su conjunto, lo que le había hecho concluir que no todo era producto de su imaginación, por lo cual ya estaba alertado antes de que le propusieran el primero de aquellos extraños encargos, en el que se ofrecía demasiado dinero para efectuar un simple viaje a Tear y una explicación poco creíble para justificarlo.
De un arcón extrajo lo que había adquirido en Maradon: una vara de luz, datada de la Era de Leyenda, o así decían. En todo caso nadie conocía ya la manera de elaborarlas; eran objetos caros, y más raros que un magistrado honrado. Parecía una simple varilla de cristal, con un grosor superior al de su pulgar y de longitud algo menor que la de su antebrazo, pero al sostenerla en la mano despedía una luz tan intensa como la de una linterna. Y también era quebradiza como el cristal; a punto había estado de perder el Spray a causa del incendio provocado por la primera que había poseído. El segundo objeto era una pequeña escultura de marfil ennegrecido por el paso del tiempo que representaba a un hombre blandiendo una espada. El sujeto que se la había vendido afirmaba que si uno lo mantenía un rato en la mano comenzaba a sentir calor. Domon no había experimentado tal cosa, como tampoco lo habían sentido ninguno de los empleados a los que había permitido asirla, pero era una pieza antigua y eso le bastaba. Había además una calavera de un gato tan grande como un león y tan antigua que se encontraba fosilizada —aunque ningún león había tenido jamás colmillos casi como los de un jabalí, de veinticinco centímetros de longitud y un grueso disco del tamaño de la mano de un hombre, con una mitad blanca y otra negra, separadas por una sinuosa línea. El tendero de Maradon había dicho que provenía de la Era de Leyenda, consciente de su mentira, pero Domon apenas había regateado antes de pagar, puesto que había reconocido algo en lo que no había reparado el comerciante: el antiguo símbolo de las Aes Sedai, anterior al Desmembramiento del Mundo. No era aquél, precisamente, un objeto que no entrañara riesgo poseer, pero tampoco algo de lo que podía dar con facilidad un hombre fascinado por las antigüedades. Y, además, era de piedra del corazón. El vendedor no había osado agregar aquella cualidad a lo que consideraba como embustes. Ningún tendero con establecimiento frente al río, en Maradon, hubiera podido permitirse ofrecer una pieza de Cuendillar.
El disco tenía un tacto duro y suave y carecía de valor, exceptuando su antigüedad, pero temía que fuera lo que sus perseguidores estaban buscando. No creía que estuvieran interesados en ninguna de sus restantes posesiones, pues en otras ocasiones y en otros lugares había visto varas de luz, esculturas de marfil e incluso huesos petrificados. No obstante, el hecho de saber lo que querían, en caso de que no estuviera equivocado, no explicaba por qué razón lo buscaban, ni revelaban la identidad de quienes lo acosaban. Marcas de Tar Valon, y un antiguo símbolo de Aes Sedai. Se frotó los labios con la mano; el sabor del miedo impregnaba su lengua de amargura.
Alguien llamó a la puerta. Puso el disco en el baúl y extendió un mapa sobre lo depositado en el escritorio.
—Adelante.
—Hemos sobrepasado el rompeolas, capitán —informó Yarin.
Domon sintió una repentina sorpresa, a la que siguió una furia para consigo. No debiera haberse abstraído tanto como para no notar que el Spray avanzaba sobre el oleaje.
—Toma rumbo oeste, Yarin. Ocúpate de ello.
—¿Ebou Dar, capitán?
«No está bastante lejos. Dos mil quinientos kilómetros no bastan».
—Haremos escala para aprovisionamos de mapas y agua y luego navegaremos hacia poniente.
—¿A poniente, capitán? ¿Tremalking? Los Marinos no aceptan más mercantes que los suyos.
—El Océano Aricio, Yarin. Un activo comercio entre Tarabon y Arad Doman y muy poca competencia tarabonesa o domani de la que preocuparnos. Tengo entendido que no les gusta el mar. Y además están todas esas pequeñas ciudades en la Punta de Toman, cada una de ellas independiente de cualquier nación. Incluso podemos recoger pieles y pimientos de Saldaea traídas a Bandar Eban.
Yarin sacudió lentamente la cabeza. Siempre miraba las cosas con pesimismo, pero era un buen marino.
—Las pieles y los pimientos saldrán más caras que remontando el río, capitán. Y he oído decir que hay una especie de guerra. Si Tarabon y Arad Doman están enfrentados en armas, quizá no haya tratos comerciales. No creo que nos baste el tráfico con las ciudades de la Punta de Toman, aunque estén en paz. Falme es la mayor y no es muy grande.
—Los taraboneses y los domani siempre se han disputado el llano de Almoth y la Punta de Toman. Aun cuando hayan llegado a las manos esta vez, un hombre prudente siempre puede encontrar con quién comerciar. Rumbo oeste, Yarin.
Cuando Yarin se hubo ido a cubierta, Domon escondió apresuradamente el disco blanco y negro en el pequeño armario y guardó el resto en el fondo del baúl. «Sean Amigos Siniestros o Aes Sedai, no me harán correr en el sentido que ellos quieren. Que la Fortuna me aguijonee, no lo conseguirán».
Sintiéndose a salvo por primera vez durante meses, Domon regresó a cubierta mientras el Spray viraba para atrapar el viento y encarar su proa a poniente en medio del oscuro mar nocturno.