38 Prácticas

Sentada con las piernas cruzadas sobre su lecho con un vestido blanco, Egwene trazaba dibujos con tres diminutas bolas de luz que brotaban de su mano. En principio no debía hacer eso sin que hubiera como mínimo una Aceptada supervisándola, pero Nynaeve, que caminaba arriba y abajo junto a la chimenea, con la mirada encendida, llevaba en fin de cuentas el anillo con la serpiente que se daba a las Aceptadas y su vestido blanco tenía por encima del dobladillo las cintas de colores, aun cuando no le fuera permitido aún impartir enseñanzas. Y Egwene había descubierto a lo largo de aquellas últimas trece semanas que era incapaz de resistir. Ahora sabía cuán fácil era entrar en contacto con el saidar. Siempre lo notaba allí, esperándola, como el aroma de un perfume o el tacto de la seda, incitándola, atrayéndola. Y, en cuanto lo había tocado, raramente podía dejar de encauzar o, al menos, tratar de hacerlo. Sus intentos resultaban fallidos con igual proporción que los logros obtenidos, pero eso solamente servía para espolearla.

A menudo la asustaba su intensa ansia de encauzar el Poder y lo miserable y vacía que se sentía cuando no lo hacía, en comparación con el estado que alcanzaba en contacto con el Poder. Deseaba absorberlo todo, a pesar de las advertencias acerca del peligro de consumir su capacidad, y era ese deseo lo que más temor le inspiraba. En ocasiones lamentaba haber ido a Tar Valon. Sin embargo, el miedo no llegaba a contenerla durante mucho tiempo, como tampoco lo hacía el temor a ser sorprendida por una Aes Sedai o por una de las Aceptadas que ocupaban el mismo rango que Nynaeve.

En su propia habitación se hallaba, no obstante, a buen recaudo. Min estaba allí, mirándola, sentada en un taburete de tres patas, pero la conocía lo suficiente para saber que no la denunciaría. Se consideraba afortunada por haber hecho dos buenas amistades desde su llegada a Tar Valon.

Era una pequeña estancia sin ventanas, igual que los dormitorios de todas las novicias. En tres cortas zancadas Nynaeve ya había recorrido el trecho que mediaba de pared a pared; la habitación de Nynaeve era mucho más espaciosa, pero, como no había trabado amistad con ninguna de las Aceptadas, iba a la de Egwene cuando necesitaba hablar con alguien e incluso cuando, como era ahora el caso, tenía el ánimo taciturno. El pequeño fuego del estrecho hogar mantenía a raya los primeros fríos otoñales, aunque Egwene dudaba si bastaría para caldear el recinto en invierno. Una pequeña mesa de escritorio completaba el mobiliario, y todas sus pertenencias colgaban en una hilera de ganchos de la pared o descansaban en el corto estante situado sobre la mesa. Las novicias solían estar demasiado ocupadas para pasar mucho tiempo en la habitación, pero ése era un día libre, el tercero del que disfrutaba desde que había llegado a la Torre Blanca en compañía de Nynaeve.

—Elsa miraba hoy muy acaramelada a Galad mientras practicaba con los Guardianes —comentó Min, inclinando el taburete hasta dejarlo apoyado en dos de sus patas.

Las pequeñas bolas tropezaron un instante sobre las manos de Egwene.

—Puede mirar a quien quiera —replicó Egwene con tono despreocupado—. No veo por qué iba a interesarme a mí.

—Por nada, supongo. Es extraordinariamente atractivo, si una no repara en su rigidez. Es muy agradable charlar con él, sobre todo cuando no lleva la camisa puesta.

Las bolas se pusieron a girar furiosamente.

—Lo que es yo no tengo ningún deseo de contemplar a Galad, con camisa o sin ella.

—No debería fastidiarte —confesó, contrita, Min—. Lo siento. Pero la verdad es que te gusta admirarlo, y no me mires con esa cara, al igual que a casi todas las mujeres de la Torre Blanca que no sean Rojas. He visto Aes Sedai en los patios de prácticas cuando está realizando figuras, sobre todo Verdes. Para supervisar a sus Guardianes, según ellas, pero no veo tantas cuando Galad no está. Incluso las cocineras y las criadas salen para mirarlo.

Las bolas se detuvieron de pronto y Egwene se quedó mirándolas un momento. Después se esfumaron y ella soltó repentinamente una risita.

—Es bien parecido, ¿verdad? Incluso cuando camina parece como si bailara —El color rosado de sus mejillas subió de tono—. Sé que no debería mirarlo, pero no puedo evitarlo.

—Yo tampoco —reconoció Min— y eso que veo cómo es.

—Pero ¿no es bueno…?

—Egwene, Galad es tan bueno que te haría arrancarte los pelos. Heriría a una persona con tal de servir a una gran causa. Ni siquiera se daría cuenta de a quién hacía daño porque estaría absorto por completo en lo otro, pero, si lo hiciera, esperaría que lo comprendieran y lo consideraran como algo correcto

—Supongo que lo sabes de buena tinta.

Egwene había observado la habilidad de Min para mirar a la gente y leer todo tipo de cosas respecto a ellas; Min no revelaba todo lo que percibía y no siempre captaba algo, pero Egwene había presenciado suficientes intercambios de aquéllos para creer en su veracidad. Lanzó una ojeada a Nynaeve, quien todavía caminaba de un lado a otro murmurando para sí, y luego volvió a abrir las Puertas al saidar para proseguir sin orden ni concierto con sus juegos malabares

—Creo que no tengo por qué ocultártelo —continuó Min, encogiéndose de hombros—. Él ni siquiera se ha fijado en lo que hacía Elsa. Le preguntó si sabía si ibas a salir a pasear al jardín del Sur después de la cena, ya que hoy es día libre. Me dio pena por ella.

—Pobre Elsa… —murmuré Egwene, y las esferas de luz se reanimaron en sus manos.

Min soltó una carcajada.

La puerta se abrió de golpe. Egwene dio un chillido y dejó que se esfumaran las bolas antes de advertir que sólo se trataba de Elayne. La rubia heredera del trono de Andor cerró la puerta y colgó la capa en un clavo.

—Acabo de enterarme —anunció—. Los rumores eran ciertos: el rey Galldrain ha muerto. Eso desencadenará una guerra de sucesión.

—Una guerra civil —bufó Min—, una guerra de sucesión, un montón de estúpidos nombres para una misma cosa. ¿Te importa que no hablemos de eso? No se oye otra cosa. Guerra en Cairhien. Guerra en la Punta de Toman. Y, por más que hayan atrapado al falso Dragón de Saldaea, aún hay guerra en Tear. La mayoría de eso no son más que rumores de todas formas. Ayer oí cómo una de las cocineras decía que le habían contado que Artur Hawkwing marchaba sobre Tanchico. ¡Artur Hawkwing!

—Pensaba que no querías hablar de ello —ironizó Egwene.

—He visto a Logain —dijo Elayne—. Estaba sentado en un banco en el patio interior, llorando. Ha echado a correr al verme. No puedo evitar sentir pena por él.

—Mejor que llore él que no el resto de nosotros, Elayne —arguyó Min.

—Sé lo que es —afirmó sosegadamente Elayne—. O mejor dicho, lo que era. Ya no lo es, y yo siento pesar por él.

Egwene dejó caer la espalda contra la pared. «Rand». Logain siempre le recordaba a Rand. Hacía ya meses que no había soñado con él de la manera como lo había hecho en el Reina Fluvial. Anaiya todavía la hacía anotar todo lo que soñaba y luego lo leía en busca de indicios o conexiones con los acontecimientos, pero nunca había nada sobre Rand, aparte de lo que, según Anaiya, no eran más que síntomas de añoranza. Curiosamente, desde unas semanas después de llegar a Tar Valon, sentía casi como si él hubiera cesado de existir. «Y yo estoy aquí sentada pensando en la manera tan elegante que tiene de caminar Galad —se reprochó con amargura—. Rand tiene que estar bien. Si lo hubieran atrapado y amansado, me habría enterado de algo».

Aquello le produjo un estremecimiento, como lo sentía indefectiblemente ante la idea de un Rand amansado, de Rand sollozando y anhelando la muerte al igual que la ansiaba Logain.

Elayne se sentó a su lado en la cama y se tapó los pies con la falda.

—Si estás suspirando por Galad, Egwene, no pienso compadecerme de ti. Voy a encargarle a Nynaeve que te prepare uno de esos horribles brebajes de los que habla siempre. —Miró ceñuda a Nynaeve, que no había dado muestras de advertir su llegada—. ¿Qué le pasa? ¡No me digáis que también le ha dado mal de amores por Galad!

—Yo no la importunaría. —Min se acercó a ellas y bajó la voz—. Esa Aceptada tan flaca, Irella, le ha dicho que era tan torpe como una vaca y que tenía escaso talento, y Nynaeve le ha dado un tortazo. —Elayne pestañeó—. Exactamente —murmuró Min—. La han llevado al estudio de Sheriam en un abrir y cerrar de ojos, y desde entonces tiene esa cara de amargada.

Por lo visto, Min no había bajado suficientemente la voz, pues Nynaeve exhaló un gruñido. De pronto la puerta se abrió de nuevo, dejando entrar un viento racheado en la habitación que, aunque no azotó las mantas de la cama de Egwene, tumbó el taburete y lanzó rodando a Min hacia la pared. El viento amainó de inmediato, y Nynaeve se irguió con semblante herido.

Egwene corrió a la puerta y asomó la cabeza. El sol de mediodía estaba secando los últimos vestigios de la tormenta de la noche anterior. El todavía húmedo balcón que rodeaba el patio de las novicias estaba desierto y las puertas en larga hilera de los dormitorios de las novicias estaban todas cerradas. Las novicias que no habían aprovechado su día libre para esparcirse en los jardines estaban sin duda recuperando horas de sueño. Ninguna lo habría visto. Cerró la puerta y volvió a sentarse junto a Elayne mientras Nynaeve ayudaba a Min a ponerse en pie.

—Lo siento, Min —se disculpó con voz tensa Nynaeve—. A veces mi mal genio… No puedo pedirte que me perdones algo así. —Inspiró profundamente—. Si quieres denunciarme a Sheriam, me haré cargo. Lo tengo merecido.

Egwene hubiera preferido no escuchar tal confesión, pues Nynaeve solía ser susceptible en tales cuestiones. Buscando algo en lo que centrarse, algo en lo que Nynaeve creería que tenía puesta la atención, volvió a entrar en contacto con el saidar y a hacer bailar de nuevo las bolas de luz. Elayne se apresuró a unirse a ella; Egwene percibió la aureola en torno a la heredera del trono antes de que de sus manos brotaran tres diminutas esferas. Comenzaron a entrelazar los recorridos de las pequeñas bolas luminosas con trayectorias cada vez más intrincadas. En ocasiones una de ellas se apagaba cuando una de las muchachas no conseguía mantenerla al volver a ella y luego volvía a formarse algo alterada en el color y el tamaño.

El Poder Único llenaba de vida a Egwene. Olía el tenue aroma a rosas del jabón utilizado por Elayne en el baño. Sentía la irregular capa de yeso de las paredes, la lisura de las piedras del suelo, al igual que la cama en la que estaba sentada. Oía la respiración de Min y Nynaeve, por no mencionar las palabras que casi susurraban.

—Hablando de perdonar —dijo Min—, tal vez deberías perdonarme tú. Tú tienes mal genio y yo soy una deslenguada. Te perdonaré si tú me perdonas a mí. —Con murmullos de «perdonada» pronunciados por ambas partes, las dos mujeres se abrazaron—. Pero, si vuelves a hacerlo —advirtió Min, riendo—, puede que te dé un tortazo.

—La próxima vez —replicó Nynaeve—, te arrojaré algo a la cabeza. —Ella también reía, pero cuando fijó los ojos en Egwene y Elayne se puso seria—. Vosotras dos, parad con eso o habrá alguien que tendrá que presentarse ante la Maestra de las Novicias. Dos personas.

—¡Nynaeve, no serías capaz! —protestó Egwene. Al advertir el brillo de los ojos de Nynaeve, no obstante, se apresuró a cortar todo contacto con el saidar—. Muy bien, te creo. No es necesario que lo demuestres.

—Debemos practicar —argumentó Elayne—. No paran de exigirnos cosas cada vez más difíciles. Si no practicáramos por nuestra cuenta, no seguiríamos el ritmo. —A pesar de la sosegada compostura de su rostro, ella también había dejado de encauzar con la misma prontitud que Egwene.

—¿Y qué pasará cuando absorbáis demasiado —preguntó Nynaeve— y no haya nadie capaz de deteneros? Ojalá fuerais más prudentes. ¿Creéis que no sé lo que es? Siempre está allí y queréis llenaros de él. A veces me cuesta esfuerzo contenerme; querría engullirlo todo. Sé que me quemaría y de todas maneras lo deseo. —Se estremeció— Sólo quiero que tengáis más cuidado.

—A mí me da miedo —confesó, suspirando, Egwene—. Me aterroriza. Pero no parece tener efecto. ¿Y tú, Elayne?

—Lo único que me aterroriza —respondió alegremente Elayne— es fregar platos. Parece que tengo que fregar los platos cada día. —Egwene le lanzó la almohada. Elayne la agarró y se la arrojó a su vez, pero entonces dejó caer los hombros—. Oh, de acuerdo. Tengo tanto miedo que no sé por qué no me castañetean los dientes. Elaida me dijo que estaría tan asustada que sentiría deseos de fugarme con el Pueblo Errante, pero no la comprendí. Un hombre que condujera bueyes tan peligrosos como los que tiran de nosotras, los rehuiría. Estoy fatigada todo el tiempo. Me levanto cansada y me acuesto extenuada y a veces tengo tanto miedo de tener un desliz y encauzar más Poder del que puedo manejar que… —Dejó la frase inconclusa, fijando la mirada en el regazo.

Egwene sabía qué había omitido. Sus habitaciones eran contiguas y al igual que en muchos de los dormitorios de las novicias, alguien había abierto hacia mucho tiempo un agujero en la pared que las separaba, demasiado pequeño para ser advertido a menos que uno supiera que existía, pero suficiente para conversar a través de él después de que apagaran las lámparas, cuando no les era permitido salir. Egwene había oído llorar a Elayne hasta sucumbir al sueño en más de una ocasión y no dudaba que ella hubiera escuchado su propio llanto.

—El Pueblo Errante es tentador —acordó Nynaeve—, pero, donde quiera que vayáis, vuestras posibilidades seguirán siendo las mismas. No podéis escapar del saidar. —No parecía gustarle lo que afirmaba.

—¿Qué ves, Min? —dijo Elayne—. ¿Vamos a convertimos todas en poderosas Aes Sedai, o pasaremos el resto de nuestras vidas fregando platos como novicias, o…? —Se encogió de hombros, incómoda, como si no quisiera expresar la tercera alternativa que le vino a la mente: nos mandarán a casa, nos echarán de la Torre. Dos novicias habían sido expulsadas desde la llegada de Egwene, y todo el mundo hablaba de ellas entre susurros, como si estuvieran muertas.

—No me gusta leer en las amigas —murmuró Min, cambiando de posición sobre el taburete—. La amistad interfiere en la lectura, me obliga a tratar de embellecer lo que veo. Por eso ya no lo hago con vosotras tres. De todas formas, nada ha cambiado en vosotras que yo pueda… —Las miró con párpados entornados y frunció de improviso el entrecejo—. Eso es nuevo —musitó.

—¿Qué? —preguntó con impaciencia Nynaeve.

Min vaciló antes de responder.

—Peligro. Todas estáis expuestas a alguna clase de peligro. O lo estaréis muy pronto. No puedo entenderlo, pero es peligro.

—¿Lo veis? —dijo Nynaeve a las dos muchachas sentadas en la cama—. Habéis de tener cuidado. Todas hemos de tenerlo. Debéis prometerme que no encauzaréis el Poder sin alguien que os guíe.

—No quiero hablar más de ello —contestó Egwene.

—Sí —asintió con vehemencia Elayne—. Hablemos de otra cosa. Min, si te pones un vestido, apuesto a que Gawyn te propondrá ir de paseo con él. Ya sabes que ha estado rondándote, pero creo que los pantalones y la chaqueta de hombre lo hacen desistir.

—Me visto como quiero y no pienso cambiar por un señor, aunque éste sea tu hermano. —Min hablaba distraídamente, todavía observándolas con ojos entrecerrados; aquél era un tema de conversación que ya habían tratado antes—. A veces es útil hacerse pasar por un chico.

—Nadie que te mire dos veces cree que eres un chico —repuso Elayne con una sonrisa.

Egwene se sentía incómoda. Elayne estaba haciendo gala de una jovialidad forzada, Min apenas prestaba atención y Nynaeve tenía aspecto de querer volver a prevenirlas.

Cuando la puerta se abrió una vez más, Egwene se levantó de un salto para ir a cerrarla, contenta de tener algo en que aplicarse en lugar de observar las simulaciones de sus amigas. Antes de llegar a ella, sin embargo, una Aes Sedai de ojos negros con cabello rubio recogido en una multitud de trenzas entró en la habitación. Egwene parpadeó, sorprendida tanto por el hecho de que se trataba de una Aes Sedai como de que ésta fuese Liandrin. No había oído que Liandrin hubiera regresado a la Torre, pero, aparte de eso, si una Aes Sedai quería ver a una novicia, mandaba a alguien a llamarla; no podía acarrear nada bueno que una hermana fuera a ella en persona.

La estancia estaba abarrotada con cinco mujeres en su interior, Liandrin se paró para ajustarse el chal de flecos rojos, posando la mirada sobre ellas. Min no se movió, pero Elayne se levantó y las tres que se encontraban de pie hicieron una reverencia, que en el caso de Nynaeve apenas pasó de una flexión en la rodilla. Egwene no creía que Nynaeve llegara a acostumbrarse algún día a acatar la autoridad de nadie. Liandrin detuvo la mirada en Nynaeve.

—¿Y por qué estás aquí, en los aposentos de las novicias, hija? —Su tono era frío como el hielo.

—He venido a visitar a mis amigas —respondió Nynaeve con voz tensa. Tras un momento añadió un tardío—: Liandrin Sedai.

—Las Aceptadas no pueden tener amigas entre las novicias. Deberías saberlo a estas alturas, hija. Pero me alegro de encontrarte aquí. Tú y tú —sus dedos apuntaron a Elayne y Min— vais a iros.

—Volveré más tarde.

Min se levantó con calma, esforzándose por no demostrar ninguna prisa en obedecer, y caminó indiferentemente junto a Liandrin con una sonrisa en la que no reparó ésta. Elayne dirigió una mirada de preocupación a Egwene y Nynaeve antes de inclinarse y salir.

Cuando Elayne hubo cerrado la puerta, Liandrin permaneció de pie, observando a Egwene y Nynaeve. Egwene comenzó a moverse nerviosamente bajo el escrutinio, pero Nynaeve continuó erguida, con semblante apenas demudado.

—Las dos sois del mismo pueblo que los muchachos que viajaron con Moraine, ¿no es así? —dijo de improviso Liandrin.

—¿Tenéis noticias de Rand? —preguntó ansiosamente Egwene. Liandrin la miró enarcando una ceja—. Perdonadme, Aes Sedai. He olvidado cumplir las normas.

—¿Tenéis noticias de ellos? —inquirió Nynaeve, casi en tono exigente. Las Aceptadas no tenían prohibido dirigir sin permiso la palabra a una Aes Sedai.

—Os preocupáis por ellos. Eso está bien. Se encuentran en peligro y vosotras podéis socorrerlos.

—¿Cómo sabéis que están en peligro? —En aquella ocasión la exigencia era evidente en la voz de Nynaeve.

Los rosados labios de Liandrin se fruncieron, pero su tono permaneció inmutable.

—Aunque vosotras no estéis al corriente, Moraine ha enviado cartas a la Torre Blanca cuyo contenido os concierne. Moraine Sedai está inquieta por vosotras y por vuestros jóvenes… amigos. Esos chicos están en peligro. ¿Queréis ayudarlos, o abandonarlos a su destino?

—¡Ayudarlos! —respondió Egwene.

—¿Qué tipo de peligro? —inquirió Nynaeve al mismo tiempo—. ¿Por qué os preocupáis vos de la ayuda que han de recibir? —Nynaeve dirigió una significativa mirada a los flecos rojos del chal de Liandrin—. Y, además, pensaba que no simpatizabais con Moraine.

—No presumas demasiadas cosas, hija —contestó Liandrin, con brusquedad—. Ser una Aceptada no es ser una hermana. Las Aceptadas, al igual que las novicias, escuchan cuando habla una hermana y obran según se les indica. —Hizo acopio de aire y prosiguió con voz fríamente serena, a pesar de la palidez de sus mejillas—. Algún día, estoy convencida de ello, serviréis a una causa y aprenderéis que para hacerlo debéis colaborar incluso con quienes no os inspiran simpatías. Os diré que yo he trabajado con muchas con quienes no compartiría una habitación si me fuera dado decidir. ¿No trabajaríais vosotras con la persona más odiada si ello contribuyera a la salvación de vuestros amigos?

Nynaeve asintió de mala gana.

—Pero todavía no habéis precisado qué clase de peligro los amenaza, Liandrin Sedai.

—Éste proviene de Shayol Ghul. Los persiguen, como tengo entendido que lo hicieron anteriormente. Si venís conmigo, podremos eliminar al menos algunas de las asechanzas. No me preguntéis cómo, porque no me es permitido revelarlo, pero os digo sinceramente que es así.

—Iremos, Liandrin Sedai —afirmó Egwene.

—¿Ir adónde? —quiso saber Nynaeve.

Egwene le asestó una exasperada mirada.

—A la Punta de Toman.

—Hay guerra en la Punta de Toman —murmuró Nynaeve, mientras Egwene abría desmesuradamente la boca—. ¿Guarda alguna relación ese peligro con los ejércitos de Artur Hawkwing?

—¿Das crédito a los rumores, hija? Pero incluso si éstos fueran ciertos, ¿bastarían para detenerte? Pensaba que considerabais a esos hombres como amigos. —El rictus de la boca de Liandrin indicaba que ella nunca haría tal cosa.

—Iremos —repitió Egwene. Nynaeve hizo ademán de hablar, pero ella se le adelantó—. Iremos, Nynaeve. Si Rand necesita nuestra ayuda… y Mat y Perrin… debemos dársela.

—Eso ya lo sé —replicó Nynaeve—, pero lo que quiero saber es, ¿por qué nosotras? ¿Qué podemos hacer nosotras que no esté al alcance de Moraine, o de vos, Liandrin?

Las mejillas de Liandrin se tornaron aún más blancas. Egwene advirtió que Nynaeve había olvidado añadir el título honorífico al dirigirse a ella.

—Vosotras dos sois del mismo pueblo que ellos —fue cuanto dijo—. De alguna manera que no acabo de comprender, estáis conectadas con ellos. No puedo agregar nada más. Y no voy a dar respuesta a ninguna más de vuestras insensatas preguntas. ¿Vais a venir conmigo para socorrerlos? —Hizo una pausa, esperando su asentimiento, que al producirse la liberó de una visible tensión—. Bien. Os reuniréis conmigo en el límite norte de la arboleda Ogier una hora antes de la puesta de sol con vuestros caballos y lo que necesitéis para el viaje. No habléis a nadie de esto.

—Se supone que no podemos abandonar la Torre sin permiso —objetó Nynaeve.

—Tenéis el mío. No se lo digáis a nadie, a nadie en absoluto. El Ajah Negro camina por los corredores de la Torre Blanca.

Egwene emitió una exhalación y oyó el eco de la de Nynaeve, pero ésta se recobró con presteza.

—Creía que todas las Aes Sedai negaban la existencia de…, de eso.

La boca de Liandrin se comprimió en una sonrisa desdeñosa.

—Muchas lo hacen, pero el Tarmon Gai’don se halla próximo y se acaba el tiempo de las negativas. El Ajah Negro es lo contrario a todo lo que representa la Torre, pero existe, hija. Está en todas partes; cualquier mujer puede pertenecer a él, y se halla al servicio del Oscuro. Si la sombra acecha a vuestros amigos, ¿creéis que el Ajah Negro os dejará vivas y libres para ir a socorrerlos? No se lo digáis a nadie… ¡a nadie! …o de lo contrario es posible que no viváis para llegar a la Punta de Toman. Una hora antes de la puesta de sol. No me falléis. —Dicho eso, se fue, cerrando bruscamente la puerta tras ella.

Egwene se desplomó sobre la cama con las manos en las rodillas.

—Nynaeve, es del Ajah Rojo. No es posible que sepa lo de Rand. Si lo supiera…

—No puede saberlo —convino Nynaeve—. Me gustaría saber por qué una Roja quiere ayudarlos. O por qué está dispuesta a colaborar con Moraine. Habría jurado que ninguna de ellas daría agua a la otra aunque estuviera muriendo de sed.

—¿Crees que miente?

—Es una Aes Sedai —respondió secamente Nynaeve—. Apostaría mi mejor aguja de plata contra un arándano a que cada palabra que ha dicho era cierta. Pero me pregunto si hemos dado una interpretación correcta a sus afirmaciones.

—El Ajah Negro. —Egwene se estremeció—. No había margen de error en lo que ha dicho sobre eso, la Luz nos asista.

—En efecto —acordó Nynaeve—. Y nos ha prevenido contra la tentación de pedir consejo a alguien, ya que después de eso, ¿en quién podemos confiar? Que la Luz nos asista, dices bien.

Min y Elayne irrumpieron en la habitación, cerrando de golpe la puerta tras ellas.

—¿De veras vais a marcharos? —preguntó Min.

—Hemos estado escuchando desde mi habitación —explicó Elayne, señalando el diminuto agujero de la pared sobre la cama de Egwene—. Lo hemos oído todo.

Egwene intercambió una mirada con Nynaeve, preguntándose cuánto habían oído, y descubrió la misma inquietud en el rostro de su amiga. «Si consiguen descifrar lo de Rand…»

—Habéis de mantenerlo en secreto —les advirtió Nynaeve—. Supongo que Liandrin habrá solicitado permiso a Sheriam para que nos vayamos, pero, aun cuando no lo haya hecho, aun cuando mañana comiencen a registrar la Torre de arriba abajo, no debéis decir una palabra.

—¿Mantenerlo en secreto? —repitió Min—. No hay peligro al respecto. Voy a irme con vosotras. Todo cuanto hago a lo largo del día es tratar de explicar a una u otra hermana Marrón algo que yo misma no comprendo. Ni siquiera puedo salir a pasear sin que la propia Amyrlin aparezca y me pida que lea a cualquiera que se encuentre allí. Cuando esa mujer te pide que hagas algo, no parece que haya modo de escapar. Ya debo de haberle leído a la mitad de la Torre, pero siempre quiere una nueva demostración. Lo que necesitaba era una excusa para marcharme y ahora ya la tengo. —Su cara expresaba una determinación que no invitaba a poner objeciones.

Egwene se extrañó de que Min estuviera tan resuelta a partir con ellas en lugar de marcharse simplemente por su cuenta, pero, antes de que pudiera decir algo, Elayne anunció:

—Yo también iré.

—Elayne —observó suavemente Nynaeve—, Egwene y yo somos amigas del pueblo de esos chicos. Tú eres la heredera del trono de Andor. Si desaparecieras de la Torre Blanca… Vaya, podría iniciarse una guerra.

—Mi madre no declararía la guerra a Tar Valon aunque me secaran en salazón, lo cual tal vez no ande lejos de su propósito. Si vosotras tres podéis escaparos y vivir una aventura, no vayáis a creer que yo me quedaré aquí a lavar platos, fregar suelos y dejar que alguna Aceptada me reprenda porque no he encendido el fuego con el matiz exacto de azul que ella quería. Gawyn se morirá de envidia cuando se entere. —Elayne sonrió y alargó la mano para tirarle con aire juguetón del pelo a Egwene—. Además, si dejáis suelto a Rand, quizá tenga oportunidad de echarle el lazo.

—No creo que ninguna de nosotras vaya a quedarse con él —objetó con tristeza Egwene.

—En ese caso localizaremos a la mujer que elija y le amargaremos la vida. Pero no sería tan necio como para escoger a otra pudiendo aspirar a la mano de una de nosotras. Oh, por favor, sonríe, Egwene. Sé que te pertenece. Simplemente me siento… —vaciló, tratando de hallar la palabra adecuada—. Libre. Nunca he vivido una aventura. Apuesto a que ninguna de las dos va a llorar hasta quedarse dormida, y, si lo hacemos, nos aseguraremos de que el juglar no saque a relucir esa parte.

—Esto es una locura —protestó Nynaeve—. Vamos a ir a la Punta de Toman. Ya has oído las noticias, y los rumores. Será peligroso. Debes quedarte aquí.

—También he oído lo que Liandrin Sedai ha dicho del… del Ajah Negro. —La voz de Elayne se convirtió casi en un susurro al pronunciar ese nombre—. ¿Hasta qué punto voy a estar segura aquí si ellas están aquí? Si mi madre sospechara tan sólo que el Ajah Negro existe realmente, me colocaría en el centro de una batalla para alejarme de ellas.

—Pero, Elayne…

—Sólo hay una manera de impedir que vaya y es contárselo a la Maestra de las Novicias. Formaremos un precioso cuadro, las tres en fila en su estudio. Las cuatro, pues no creo que Min saliera librada de algo así. De modo que, ya que no vais a delatarme a Sheriam Sedai, yo también voy a ir.

Nynaeve levantó las manos en señal de derrota.

—Tal vez tú puedas decir algo para disuadirla —sugirió a Min.

Ésta, que había permanecido apoyada en la puerta, mirando con ojos entornados a Elayne, sacudió la cabeza.

—Me parece que ha de partir igual que el resto de vosotras… o de nosotras. Ahora percibo más claramente el peligro a vuestro alrededor. No con suficiente precisión, pero creo que tiene que ver con la decisión de marcharos. Por eso aparece más claro; porque es más seguro.

—Ése no es motivo para que venga —arguyó Nynaeve, pero Min volvió a sacudir la cabeza.

—Ella está vinculada con… con esos muchachos tanto como tú, Egwene o yo. Ella forma parte de ello, Nynaeve, se trate de lo que se trate. Parte del Entramado, supongo que diría una Aes Sedai.

—¿De veras? —Elayne pareció asombrada e interesada a un tiempo— ¿Qué parte, Min?

—No puedo verlo con claridad. —Min bajó la mirada hacia el suelo—. A veces desearía no poder leer nada en la gente. La mayoría no queda satisfecha con lo que percibo.

—Si vamos a irnos todas —propuso Nynaeve—, será mejor que elaboremos un plan.

Por más contraria que se hubiera mostrado a algo en un principio, una vez que se había decidido el curso de una acción, Nynaeve siempre se concentraba en los aspectos prácticos: lo que habían de llevarse, el frío que haría cuando llegaran a la Punta de Toman y la manera como podría sacar los caballos del establo sin levantar sospechas.

Mientras la escuchaba, Egwene no pudo evitar inquietarse por el peligro que Min advertía sobre ellas, y en el que amenazaba a Rand. Únicamente conocía un peligro que pudiera amenazarlo y sólo de pensarlo sentía escalofríos. «Resiste, Rand. Resiste, cabeza de chorlito. De alguna manera conseguiré ayudarte».

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