La luz del sol naciente despertó a Rand, el cual dudó si no estaría soñando. Se sentó lentamente, mirando en derredor. Todo había cambiado, o casi todo. El sol y el cielo eran los mismos que esperaba ver, aunque pálidos y excesivamente poblados de nubes. Loial y Hurin aún yacían a ambos lados de él, dormidos bajo sus capas, y sus caballos todavía permanecían trabados a corta distancia, pero el resto había desaparecido. Soldados, monturas y amigos, todo se había esfumado.
La hondonada en sí también se había modificado y ahora se encontraban en su centro, en lugar de en uno de sus extremos. Junto a la cabeza de Rand se alzaba un cilindro de piedra gris, de tres palmos de altura y un grosor de un paso, cubierto con cientos, tal vez miles, de diagramas profundamente labrados y marcas en algún lenguaje que él no reconoció. El suelo, tan liso como el piso de una morada, se hallaba pavimentado con losas blancas, pulidas hasta casi refulgir. Unos amplios y elevados escalones ascendían hacia el borde del hoyo en anillos concéntricos de piedras de distinto color. Y en los alrededores del borde, los árboles aparecían ennegrecidos y desfigurados, como arrasados por rayos. Todo parecía más pálido de lo que debiera ser, al igual que el sol: más impreciso, como percibido entre la niebla. Lo curioso era que no había niebla. Únicamente ellos tres y los caballos ofrecían una imagen realmente compacta. Sin embargo, cuando tocó la piedra que tenía bajo él, notó una solidez normal. Zarandeó a Loial y a Hurin.
—¡Despertad! Despertad y decidme que no estoy soñando. ¡Despertad, os lo ruego!
—¿Ya es de mañana? —comenzó a preguntar Loial, sentándose. Después abrió desmesuradamente la boca y sus grandes ojos.
Hurin se despertó sobresaltado; luego se levantó de un salto, como una pulga que se hubiera posado en una piedra candente, para escudriñar a su alrededor.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están todos? ¿Dónde estamos, lord Rand? —Cayó de hinojos, frotándose las manos, Pero sus ojos no paraban de mirar de un lado a otro— ¿Qué ha pasado?
—No lo sé —repuso Rand— Confiaba en que fuera un sueño, pero… Tal vez sea un sueño. —El había padecido sueños que no eran tales y aquélla era ciertamente una experiencia que no deseaba repetir ni rememorar. Se levantó con cautela. Todo seguía igual.
—No creo que lo sea —opinó Loial. Estaba examinando la columna y ello no parecía alegrarlo. Sus largas cejas descendían hasta las mejillas y sus copetudas orejas evidenciaban un patente desánimo—. Al parecer, ésta es la misma piedra junto a la que nos acostamos anoche. Ahora ya creo saber qué es. —Por una vez, no dio la impresión de que tal conocimiento lo entusiasmara.
—Eso es… —«No». El hecho de que fuera la misma piedra no era más absurdo que lo que percibía a su alrededor: Mat, Perrin y los shienarianos desaparecidos como por ensalmo y todas las cosas cambiadas. «Pensaba que había escapado, pero ha vuelto a comenzar y ya no hay nada que pueda tildarse de absurdo. A menos que yo esté loco». Miró a Loial y Hurin. Ninguno de ellos actuaba como si él hubiera perdido el juicio; ellos también lo veían. Algo le llamó la atención en los escalones: los distintos colores, siete tonalidades que iban del azul al rojo—. Uno para cada Ajah —coligió.
—No, lord Rand —musitó Hurin— No. Las Aes Sedai no nos harían esto. ¡No lo harían! Yo sigo la senda de la Luz.
—Todos la seguimos, Hurin —trató de tranquilizarlo Rand—. Las Aes Sedai no te harán ningún daño. —«A menos que tú te entrometas». ¿Podía ser aquello obra de Moraine?—. Loial, has dicho que sabes qué es esta piedra. Explícanoslo.
—He dicho que creía saberlo, Rand. Había un retazo de un viejo libro, únicamente algunas páginas, pero en una de ellas había un dibujo de esta piedra, esta Piedra… —había una clara diferencia en la manera de pronunciar las dos palabras que ponía de manifiesto la importancia de la distinción— …o una muy similar. Y debajo de ella, había esta frase: «De Piedra a Piedra circulan las líneas de lo condicional, entre los mundos posibles».
—¿Qué significa eso, Loial? No tiene ningún sentido.
—Sólo eran unas cuantas páginas —respondió el Ogier, sacudiendo con tristeza la cabeza—. En ellas se afirmaba que los Aes Sedai de la Era de Leyenda, algunos de los que eran capaces de Viajar, los más poderosos de ellos, podían utilizar estas Piedras. No especificaba cómo, pero me parece que, por lo que alcanzo a dilucidar, tal vez esos Aes Sedai utilizaban las Piedras para viajar entre dichos mundos. —Lanzó una ojeada a los abrasados árboles y volvió a bajar la mirada rápidamente, como si no quisiera pensar en lo que se extendía más allá de la hondonada—. No obstante, aun cuando las Aes Sedai puedan utilizarlas, o pudieran hacerlo antaño, no había ninguna Aes Sedai con nosotros para encauzar el Poder, de modo que no veo cómo ha podido producirse.
A Rand se le puso carne de gallina. «Los Aes Sedai las utilizaban. En la Era de Leyenda, cuando había varones Aes Sedai». Recordaba vagamente cómo el vacío se había formado en torno a sí mientras se dormía, impregnado de un inquieto resplandor. También le vino a la memoria la habitación del pueblo y la luz de la que se había servido para escapar. «Si ésa era la mitad masculina de la Fuente Verdadera… No, no es posible. Pero ¿y si lo es? Luz, estaba planteándome si había de huir o no, y está continuamente en el interior de mi cabeza. Quizás he sido yo quien nos ha traído aquí». No quería pensar en ello.
—¿Mundos posibles? No lo comprendo, Loial.
—Tampoco lo entiendo yo, Rand —se excusó el Ogier, encogiéndose inquietamente de hombros—. La mayoría de lo expuesto tenía este tono: «Si una mujer se encamina a derecha o izquierda, ¿se divide entonces el fluir del tiempo? ¿Acaso la Rueda teje entonces dos Entramados? ¿Un millar, para cada uno de sus giros? ¿Incontables como las estrellas? ¿Es uno de ellos real y los otros meras sombras y reflejos?». Como puedes ver, no estaba muy claro. Eran sobre todo preguntas, la mayoría de las cuales parecían contradecir a las demás. Y además no estaba completo. —Volvió a observar la columna, pero con aspecto de desear hallarse en cualquier otro lugar—. Se supone que debe de haber numerosas Piedras como éstas, diseminadas por el mundo, o que las hubo en otro tiempo, pero nunca he oído que alguien encontrara una. Nunca llegó a mis oídos que alguien hallara algo así.
—Mi señor Rand… —Hurin parecía más calmado, pero se aferró a su chaqueta con ambas manos, con expresión apremiante—. Mi señor Rand, nos devolveréis allí, ¿verdad? ¿Al lugar donde pertenecemos? Tengo mujer, mi señor, e hijo. Melia sería muy desgraciada si me muriera, pero, si no tiene siquiera mi cuerpo para entregarlo al abrazo de la madre, su pena no se mitigaría hasta el fin de sus días. Comprendedlo, mi señor. No puedo dejarla sin que lo sepa. Haréis que regresemos. Y si yo muero, si no podéis llevaros mi cadáver, se lo comunicaréis a ella, para que al menos tenga eso. —Su tono no era ya interrogativo al final. Su voz había adquirido una nota de confianza.
Rand abrió la boca para decir que no era un señor y luego la cerró sin pronunciar palabra alguna. Aquello era un detalle insignificante en tales circunstancias. «Tú lo has mezclado en esto». Quería negarlo, pero sabía que era él, sabía que podía encauzar el Poder, aun cuando ello siempre pareciera producirse sin su intervención. Loial decía que los Aes Sedai se servían de esas Piedras y ello implicaba el uso del Poder Único. El Ogier nunca pretendía conocer lo que ignoraba y si él afirmaba saber algo, uno podía estar seguro de que así era, y no había nadie más en las proximidades capaz de esgrimir el Poder. «Tú los has metido en esto y debes sacarlos de aquí. Debes intentarlo».
—Haré cuanto esté en mi mano, Hurin. —Y, dado que Hurin era shienariano, agregó—: Por mi casa y mi honor.
Hurin aflojó la presión de la mano en su chaqueta, al tiempo que en sus ojos se reflejaba la esperanza.
—Honor para serviros, mi señor —dijo, con una reverencia.
Rand sintió una oleada de culpabilidad. «Ahora piensa que tú te ocuparás de que regrese a casa, puesto que los señores shienarianos cumplen siempre su palabra. ¿Qué vas a hacer, lord Rand?»
—Eso no, Hurin. Nada de reverencias. Yo no… —De improviso comprendió que no podía decirle otra vez que él no era un lord. La creencia en que él era un lord era lo único que mantenía esperanzado al husmeador, y no podía quitársela. No en ese momento ni en ese lugar— …no quiero reverencias —concluyó con torpeza.
—Como vos digáis, lord Rand. —La sonrisa de Hurin era casi tan amplia como cuando Rand lo conoció.
—Bien —Rand se aclaró la garganta—, esto es lo que propongo.
Ambos estaban mirándolo: Loial con curiosidad, Hurin esperanzadamente, los dos expectantes ante lo que iba a decir. «Yo los he traído aquí. No puede ser de otro modo. Por consiguiente he de hacerlos regresar. Y eso significa…»
Aspirando hondo, atravesó las blancas losas en dirección al cilindro cubierto de símbolos. Cada uno de ellos se hallaba rodeado de diminutas inscripciones en una lengua que desconocía, con extrañas letras que trazaban curvas y espirales para, de pronto, formar dentados ángulos y ganchos y recobrar de nuevo la redondez de sus líneas. Al menos no eran escrituras trollocs. Reluctante, posó la mano en la columna. Parecía igual que cualquier piedra seca y pulida, pero tenía un tacto curiosamente viscoso, semejante al de un metal engrasado.
Cerró los ojos y formó la llama. El vacío llegó lenta y vacilantemente. Sabía que era su propio temor el que lo retenía, el recelo por lo que se proponía hacer. El miedo que arrojaba al fuego se veía sustituido por otro nuevo con igual celeridad. «No puedo hacerlo. No puedo encauzar el Poder. No quiero. Luz, debe de haber alguna otra opción». Denodadamente, se esforzó por apaciguar sus pensamientos. Notaba el sudor que le perlaba el rostro. Porfió con insistencia, lanzando sus temores a la llama, haciéndola crecer. Entonces el vacío lo invadió.
Su esencia flotaba en medio de la nada. Veía la luz… el saidin… aun con los ojos cerrados, y sentía su calidez, envolviéndolo, rodeando cuanto había alrededor. Vacilaba como la llama de una vela entrevista a través de un papel manchado de aceite. Un aceite rancio. Un aceite pegajoso.
Se acercó, sin saber cómo, con una especie de movimiento, de estiramiento hacia la luz, hacia el saidin, y no aferró nada, como si hubiera tratado de asir el agua con las manos. Tenía el tacto de un estanque fangoso en el que flotara el verdín sobre un agua limpia, la cual no podía, sin embargo, sacar. Realizó un nuevo intento y una vez más resbaló por sus dedos, sin que quedara la más ínfima gota en su piel, en la que quedaba en cambio pegado el verdín, produciéndole un extraño hormigueo.
Desesperadamente, trató de imaginar la hondonada tal como era antes, con Ingtar y los lanceros durmiendo junto a sus caballos, con Mat y Perrin y la piedra hundida en la tierra, de la que sólo asomaba un extremo. Formó la imagen fuera del vacío, prendida al caparazón de vacuidad que lo circundaba. Intentó relacionar la imagen con la luz. La hondonada igual a como estaba antes y él, Loial y Hurin allí juntos. Le dolía la cabeza. Juntos, con Mat, Perrin y los shienarianos. Sentía una comezón en la cabeza. ¡Juntos!
El vacío se desintegró en un millar de afiladas hojas que le desgarraban la mente.
Estremecido, retrocedió a trompicones con ojos muy abiertos. Le dolían las manos de tanto apretar la piedra, y los brazos y hombros le temblaban de dolor; se le revolvía el estómago a causa de la sensación de estar cubierto de inmundicias, y en la cabeza… Trató de calmar la respiración. Nunca hasta entonces le había sucedido aquello. Cuando el vacío se desvanecía, lo hacía como una burbuja punzada, esfumándose en un abrir y cerrar de ojos; nunca rompiéndose como el vidrio. Sentía la cabeza entumecida, como si el millar de cuchilladas se hubiera producido con tal rapidez que el dolor no hubiera comenzado aún a hacerse notar. Sin embargo, cada escisión había parecido tan real como si hubiera sido realizada con un cuchillo. Se tocó las sienes y le sorprendió no ver sangre en sus dedos.
Hurin todavía estaba observándolo, con la misma confianza. Si acaso se había producido en él alguna modificación, era en la certeza que se incrementaba con cada minuto. Lord Rand estaba haciendo algo. Para eso estaban los señores. Protegían la tierra y el pueblo con sus cuerpos y sus vidas y, cuando algo iba mal, lo enmendaban y se ocupaban de que se hiciera justicia. Mientras Rand hiciera algo, fuera lo que fuese, Hurin mantendría la esperanza de que, al final, todo acabaría bien. Eso era lo que hacían los señores.
Loial presentaba otro aspecto, un ceño en el que se reflejaba un leve desconcierto, pero bajo el cual los ojos permanecían también fijos en Rand. Rand se preguntaba qué estaría pensando.
—Valía la pena intentarlo —les dijo. La repulsiva sensación de tener un aceite rancio revistiéndole la cabeza iba desapareciendo paulatinamente, pero aún pensaba que iba a vomitar—. Volveré a probarlo dentro de unos minutos.
Confiaba en que su tono fuera lo bastante convincente. No tenía ni la más remota idea acerca el funcionamiento de las Piedras, ni de si sus esfuerzos tenían alguna posibilidad de surtir algún efecto. «Tal vez existan normas para accionarlas. Quizá debas hacer algo especial. Luz, quizá no puedas utilizar dos veces la misma Piedra o…» Interrumpió aquella línea de pensamiento. No servía para nada dudar. Debía hacerlo. Al mirar a Loial y Hurin, creyó comprender a lo que se había referido Lan al comparar el peso del deber con el de una montaña.
—Mi señor, me parece… —Hurin dejó inconclusa la frase, al parecer avergonzado—. Mi señor, tal vez, si encontramos a los Amigos Siniestros, podremos obligar a uno de ellos a explicarnos la manera de regresar.
—Preguntaría a un Amigo Siniestro o al Oscuro en persona si creyera que iban a darme una respuesta verdadera —afirmó Rand—. Pero aquí no hay nadie más que nosotros. Sólo estamos los tres. —«Sólo yo. Soy yo quien debe lograrlo».
—Podríamos seguir su rastro, mi señor. Si les damos alcance…
—¿Todavía percibes su olor? —preguntó Rand, mirando fijamente al husmeador.
—Sí, mi señor. —Hurin frunció el entrecejo—. De una manera tenue, como difuminada, al igual que se percibe todo lo demás, pero puedo oler su rastro. Están en esa dirección. —Señaló el borde de la hondonada—. No lo entiendo, mi señor, pero… Anoche hubiera jurado que el rastro continuaba directamente a lo largo del hoyo… en donde estábamos. Bien, ahora no estamos en el mismo sitio, pero… lo único que sé, lord Rand, es que está allí.
Rand reflexionó. Si Fain y los Amigos Siniestros estaban allí —dondequiera que se hallara este lugar— debían de saber cómo regresar. Tenían que saberlo, si es que habían llegado hasta allí en primer lugar. Y tenían el Cuerno y la daga… Mat debía recobrar esa arma. Aun cuando sólo fuese por aquel motivo, debía localizarlos. Lo que al fin lo hizo decidir, reconoció con vergüenza, fue el temor a realizar una nueva tentativa. Tenía menos miedo de enfrentarse a Amigos Siniestros y a trollocs con la sola compañía de Hurin y Loial que de tratar de encauzar el Poder.
—En ese caso iremos tras los Amigos Siniestros. —Trató de conferir firmeza a su voz, la misma de que hacían gala Lan o Ingtar—. Debemos recobrar el Cuerno. Si no podemos hallar la manera de quitárselo, al menos sabremos dónde se encuentran cuando volvamos a reunirnos con Ingtar. —«Con tal de que no me pregunten cómo vamos a encontramos con él»—. Hurin, asegúrate de que sean realmente sus huellas lo que seguimos.
El husmeador saltó a caballo, ansioso por pasar a la acción; impaciente, tal vez, de alejarse de la hondonada, y ascendió por los amplios y abigarrados escalones. Las herraduras del animal resonaron con estrépito en la piedra, pero no dejaron marca alguna en ella.
Rand afianzó sobre el lomo de Rojo sus alforjas, en cuyo interior permanecía aún, a su pesar, el estandarte y, tras recoger el arco y la aljaba, montó a su semental. El hatillo de la capa de Thom Merrilin sobresalía detrás de su silla.
Loial aproximó su gran montura a él. Aun de pie, la cabeza del Ogier llegaba a la altura del hombro de Rand, montado. Loial todavía aparentaba estupor.
—¿Crees que deberíamos quedarnos aquí? —inquirió Rand—. ¿Y volver a tratar de utilizar la Piedra? Si los Amigos Siniestros están aquí, a nuestro alcance, debemos buscarlos. No podemos dejar el Cuerno de Valere en manos de Amigos Siniestros; ya oíste a la Amyrlin. Y hemos de recuperar esa daga. Sin ella Mat morirá.
—Sí, Rand —asintió Loial—, así es. Pero, Rand, las Piedras…
—Encontraremos otra. Dijiste que estaban diseminadas por todas partes y si todas son como ésta, con estos grabados, no será difícil identificarlas.
—Rand, ese fragmento de libro afirmaba que las Piedras provenían de una era anterior a la Era de Leyenda y que incluso los Aes Sedai de entonces no las comprendían, si bien algunos de los más poderosos las utilizaban. Se servían de ellas por medio del Poder Único, Rand. ¿Cómo pensabas utilizar esa Piedra para que regresásemos? ¿O cualquier otra que podamos encontrar?
Por un momento Rand sólo pudo mirar al Ogier, pensando a una velocidad como nunca lo había hecho antes.
—Si son más antiguas que la Era de Leyenda, tal vez la gente que las construyó no utilizó el Poder. Debe de existir otro medio. Los Amigos Siniestros han llegado aquí y sin duda ellos son incapaces de hacer uso del Poder. Sea cual sea ese medio, lo averiguaré. Conseguiré que podamos regresar, Loial. —Observó la alta columna de piedra con sus extrañas inscripciones y sintió un acceso de temor. «Luz, si al menos no tuviera que utilizar el Poder para lograrlo…» Lo haré, Loial, lo prometo. De un modo u otro.
El Ogier asintió dubitativamente, trepó a lomos de su descomunal caballo y siguió a Rand por los escalones para reunirse con Hurin entre los ennegrecidos árboles.
El terreno se extendía con escasas y onduladas elevaciones cubiertas de praderas salpicadas con algunos árboles y atravesadas por arroyos. En la lejanía, Rand creyó percibir otro lugar quemado. Todo aparecía pálido, descolorido. No había señales de obras realizadas por la mano del hombre, a excepción del círculo de piedra que dejaban atrás. El cielo estaba despejado, sin humo de chimeneas ni pájaros, con la única presencia de algunas nubes y el pálido y amarillento sol.
Lo peor, sin embargo, era que la tierra parecía desfigurar la visión. Lo que se encontraba cerca presentaba un aspecto normal, al igual que lo percibido en línea recta hacia el horizonte. No obstante, siempre que Rand volvía la cabeza y percibía de soslayo los objetos distantes, éstos aparentaban desplazarse velozmente hacia él, hallarse más próximos al mirarlos directamente. Aquello producía una sensación de vértigo que incluso acusaban los caballos, los cuales relinchaban con nerviosismo y ponían los ojos en blanco. Trató de mover la cabeza con mayor lentitud; el aparente movimiento de las cosas que hubieran debido permanecer fijas seguía allí, pero algo amortiguado.
—¿Has leído algún libro que mencionara esto? —preguntó Rand.
Loial sacudió la cabeza y luego tragó saliva como si lamentase haberla movido. —Nada.
—Supongo que no hay modo de remediarlo. ¿De qué lado, Hurin?
—Sur, lord Rand. —El husmeador no levantó la mirada del suelo.
—Rumbo sur, entonces. —«Debe de existir un modo de regresar sin hacer uso del poder». Rand espoleó los flancos de Rojo y trató de impregnar su voz de confianza, como si su situación no revistiera mayor dificultad—. ¿Qué fue lo que dijo Ingtar? ¿Que había tres o cuatro jornadas hasta ese monumento a Artur Hawkwing? Me pregunto si existirá aquí también, igual que las Piedras. Si éste es un mundo de lo posible, tal vez aún esté en pie. ¿No sería algo digno de ver, Loial?
Siguieron cabalgando en dirección sur.