—Hola, Thomas —empezó diciendo el doctor Noguchi aquel fatídico día del pasado octubre, cuando había ido a discutir los resultados de las pruebas que había pedido. Nos conocíamos desde hacía tiempo suficiente como para podernos tutear, pero a él le gustaba un poco de formalidad, mantener la distancia de yo-soy-el-médico-y-tú-el-paciente—. Por favor, siéntate.
Lo hice.
No malgastamos tiempo en los preámbulos.
—Es cáncer de pulmón, Thomas.
Mi pulso se disparó. Me quedé boquiabierto.
—Lo lamento —dijo.
Un millón de ideas me atravesaron la cabeza. Debía de haberse equivocado; debía de ser el expediente de otro; ¿qué iba a decirle a Susan? De pronto tenía la boca seca.
—¿Estás seguro?
—Los cultivos de tu esputo son seguros —dijo—. No hay duda de que es cáncer.
—¿Puede operarse? —pregunté al fin.
—Eso tendremos que determinarlo. Si no, intentaremos tratarlo con radiación o quimioterapia.
Mi mano fue de inmediato a la cabeza para tocar el pelo.
—¿Eso… eso funcionaría?
Noguchi sonrió tranquilizador.
—Puede ser muy efectiva.
Lo que significaba «quizá» y yo no quería oír «quizás». Yo quería certidumbre.
—¿Qué… qué hay de un transplante?
La voz de Noguchi era suave.
—No se presentan cada año los pulmones suficientes. Hay muy pocos donantes.
—Podría ir a Estados Unidos —dije tentativamente—. Eso lo lees continuamente en el Toronto Star, especialmente desde que se iniciaron los recortes de Harris al sistema sanitario: canadienses que van a Estados Unidos a recibir tratamiento sanitario.
—No sería diferente. En todas partes hay escasez de pulmones. Y, en cualquier caso, podría no servir de nada; tendremos que ver si el cáncer se ha extendido.
Quería preguntar: «¿Voy a morir?» Pero la pregunta parecía excesiva, demasiado directa.
—Mantén una actitud positiva —siguió diciendo Noguchi—. Trabajas en un museo, ¿no?
—Aja.
—Así que probablemente tienes una excelente cobertura sanitaria. ¿Te cubre las medicinas?
Asentí.
—Bien. Aquí tienes algunas que te serán útiles. No son baratas, pero si estás cubierto, estarás bien. Pero, como he dicho, tendremos que ver si el cáncer se ha extendido. Voy a enviarte a una oncóloga en St. Mike. Ella cuidará de ti.
Asentí, sintiendo como el mundo se desmoronaba a mi alrededor.
Hollus y yo regresamos a mi despacho.
—Lo que defiende —dije— es un lugar especial en el cosmos para la humanidad y otras formas de vida.
El alienígena arácnido maniobró su masa hacia un lado de la habitación.
—Ocupamos un lugar especial —dijo.
—Bien, no sé cómo se produjo el desarrollo de la ciencia en Beta Hydri III, Hollus, pero aquí en la Tierra siguió una estructura de destronamientos sucesivos de cualquier posición especial. Mi propia cultura pensaba que el mundo se encontraba en el centro del universo, pero eso resultó estar equivocado. También creíamos que habíamos sido creados completos por Dios a su imagen, pero resultó ser falso. Cada vez que creíamos que había algo especial sobre nosotros, o nuestro planeta o sol, la ciencia mostraba que nos equivocábamos.
—Pero las formas de vida como nosotros son realmente especiales —dijo el forhilnor—. Por ejemplo, todos tenemos más o menos una masa en el mismo orden de magnitud. Ninguna de las especies inteligentes, incluyendo aquellas que habían abandonado sus mundos, tenían cuerpos adultos cuya media de masa fuese inferior a cincuenta kilos o por encima de quinientos kilos. Todos tenemos, más o menos, dos metros de largo en nuestra dimensión mayor… en realidad, la vida civilizada no podría existir muy por debajo del metro y medio.
Intenté de nuevo arquear las cejas.
—¿Por qué tendría que ser eso cierto en la Tierra?
—Es cierto en todas partes, no sólo en la Tierra, porque el fuego sostenible más pequeño es de aproximadamente cincuenta centímetros de diámetro, y para manipular un fuego necesitas algo mayor. Sin fuego, claro, no hay metalurgia, y por tanto, tampoco hay tecnología sofisticada. —Una pausa, una sacudida—. ¿No lo comprende? Todos evolucionamos para tener el tamaño adecuado para usar el fuego… y ese tamaño está situado directamente en el medio logarítmico del universo. En su extensión máxima, el universo es como cuarenta órdenes de magnitud mayor que nosotros, y su constituyente más pequeño es cuarenta órdenes de magnitud más pequeño que nosotros. —Hollus me miró y se agitó de arriba abajo—. Nos encontramos efectivamente en el centro de la creación; evidente si sabes mirar.
Cuando empecé a trabajar en el RMO, toda la parte delantera del segundo piso estaba dedicada a la paleontología. El ala norte, directamente sobre la tienda de regalos y la cafetería, siempre había contenido las exhibiciones de paleontología de vertebrados —«la Galería de Dinosaurios»— y el ala sur había contenido originalmente la galería de paleontología de invertebrados; de hecho, las palabras «Museo de paleontología» siguen grabadas en piedra en lo alto de las paredes de esa zona.
Pero la galería de invertebrados se había cerrado mucho tiempo atrás y, en 1999, el espacio se había vuelto a abrir al público como «La Galería de los Descubrimientos», precisamente el tipo de entretenimiento educativo que gustan al cerebro de caramelo de Christine Dorati: exhibiciones interactivas para niños, casi sin aprendizaje real. Los carteles del metro para la nueva galería exhibían el eslogan: «Imagínese que el director del museo tiene ocho años.» Como decía John Lennon, es fácil si lo intentas.
Nuestro orgul o y alegría en paleontología de vertebrados es nuestro esqueleto Parasaurolophus pico de pato.
Con su gloriosa cresta de cabeza de un metro de alto. Cada uno de los especímenes que puede verse en cualquier otra parte del mundo es copia de nuestro montaje. Es más, incluso la Galería de los Descubrimientos contiene un molde de nuestro Parasaurolophus, tendido en el suelo, metido en una matriz falsa. Los niños lo golpean todo el día con mazos y cinceles de madera, en su mayoría dejando descansar sus culos sobre el magnífico cráneo.
Justo frente a la galería de vertebrados hay un balcón interior, que mira sobre la Rotonda, que tiene un sutil diseño en forma de estrella grabado en el suelo de mármol. Hay otro balcón al lado opuesto, sobresaliendo de la Galería de los Descubrimientos. Entre los dos, sobre la entrada principal, hay tres vidrieras verticales de colores.
Antes de que el museo abriese al público, llevé a Hollus por la galería de paleontología de vertebrados. Tenemos la mejor colección de hadrosaurios del mundo. También tenemos un espectacular Albertosaurus, un formidable Chasmosaurus, dos montajes dinámicos de Allosaurus, un excelente Stegosaurus, más una exhibición de mamíferos del Pleistoceno, una pared cubierta con moldes de primates y restos homínidos, una exposición de los pozos de La Brea, la secuencia habitual de la evolución del caballo, un maravilloso diorama subacuático del final del Cretácico, con plesiosaurios, mosasaurios y amonitas.
También llevé a Hollus a la odiosa Galería de los Descubrimientos, donde un molde de un T. Rex se alza sobre el desdichado Parasaurolophus del suelo. Hollus parecía encantado con todos los fósiles.
Además, le mostré muchos dibujos de dinosaurios con el aspecto que podrían haber tenido cuando vivían, y envié a Abdus a buscar Parque Jurásico en vídeo para que Hollus pudiese verla.
También pasamos un montón de tiempo con el viejo y malhumorado Jonesy, repasando la colección paleontológica de invertebrados; Jonesy tenía trilobites en exceso.
Pero, decidí, lo que es justo es justo. Hollus había dicho desde el principio que compartiría la información que tuviese su pueblo. Era hora de empezar. Le pedí que me hablase de la historia evolutiva de las formas de vida de su mundo.
Di por supuesto que iba a enviar un libro, pero hizo más que eso.
Mucho más.
Hollus dijo que necesitaba algo de espacio para hacerlo adecuadamente, así que esperamos hasta que cerrase el museo. El simulacro se agitó en mi despacho y desapareció. Habíamos descubierto que era más simple que yo llevase el proyector de holoforma de un sitio a otro en lugar de que el simulacro caminase conmigo por los pasil os del museo, ya que casi todos —conservadores, estudiantes graduados, conserjes, visitantes— encontraban una excusa para detenernos y charlar con el alienígena.
Cogí el ascensor hasta la planta baja, hasta la amplia escalera de piedra que se enrosca alrededor del tótem Nisga'a y baja al sótano. Directamente bajo la Rotonda principal se encontraba lo que imaginativamente llamábamos la Rotonda Inferior. Ese amplio espacio abierto, pintado del color de la sopa de crema y tomate, servía como vestíbulo de la sala de proyección del RMO, que estaba situada bajo la tienda de regalos de la planta baja.
Hice que el personal montase cinco videocámaras en trípodes, para grabar lo que Hollus iba a mostrarme. Sabía que no quería que la gente mirase por encima de sus ochos hombros cuando realizaba su trabajo; pero comprendía que si como pago nos daba información, había que grabarla. Coloqué el proyector de holoforma en medio del amplio suelo y le di un golpecito para invocar al genio forhilnor. Hollus reapareció, y oí por primera vez su lengua cuando dio instrucciones al proyector. Fue como una cancioncilla, con Hollus en armonía consigo mismo.
—Es una simulación, claro —dijo Hollus—, pero creemos que es exacta, aunque el color de los animales no es más que una conjetura. Este es el aspecto de mi mundo hace setenta mil ones de años, justo antes de la extinción masiva más reciente.
La sangre me atronaba en los oídos. Apreté los pies, sintiendo la tranquilizadora solidez del suelo de la Rotonda Inferior, la única prueba de que seguía en Toronto.
El cielo era tan cerúleo como el de la Tierra, y las nubes eran cumulonimbos; la física de una atmósfera de oxígeno cargada de vapor de agua aparentemente era universal. El paisaje consistía en suaves colinas ondulantes, y había un enorme estanque, rodeado de arena, situado más o menos donde se encontraba realmente la base del tótem Nisga'a. El sol tenía el mismo tono amarillo apagado que el nuestro, y tenía más o menos el mismo tamaño aparente. Había buscado Beta Hydri en un texto de referencia: era 1,6 veces mayor que el Sol, y 2,7 veces más brillante, así que el mundo natal de los forhilnores debía de orbitar a una distancia mayor que la órbita de la Tierra alrededor de nuestro sol.
Todas las plantas eran verdes —la clorofila, otro compuesto que según Hollus mostraba rastros de diseño inteligente, era el mejor compuesto químico para esa tarea sin que importase en qué mundos te encontrases—. Las cosas que servían como hojas eran perfectamente circulares y se apoyaban desde abajo por medio de un tal o central.
Y, en lugar de tener corteza sobre lo que fuese el equivalente a madera, los troncos estaban cubiertos por un material translúcido, similar al cristal que cubría los ojos de Hollus.
Hollus todavía era visible, de pie junto a mí. Pocos de los animales que podía ver tenían el mismo modelo corporal que él, aunque en aquellos que sí lo tenían, los ocho miembros no se diferenciaban: todos se usaban para la locomoción; ninguno para la manipulación. Pero la mayor parte de las formas de vida parecían tener cinco miembros, no ocho —presumiblemente eran los pentápodos ectotérmicos a los que Hollus se había referido—. Algunos de los pentápodos tenían patas enormemente largas, elevando los torsos a gran altura. Otros tenían miembros tan cortos que los torsos se arrastraban por el suelo. Vi, asombrado, cómo un pentápodo empleaba sus cinco patas para dejar inconsciente a un octópodo a patadas, luego hacía descender su torso, que aparentemente tenía una boca por debajo, sobre el cuerpo.
No volaba nada en el cielo azul, aunque vi pentápodos que llamé «parasoles» con membranas extendidas entre cada uno de sus cinco miembros. Se lanzaban como en paracaídas desde los árboles, capaces aparentemente de controlar el descenso acercando o separando los miembros; parecía que su propósito era aterrizar sobre las partes traseras de pentápodos u octópodos, matándolos con dientes ventrales venenosos.
Ninguno de los animales que vi tenía pedúnculos oculares como Hollus; me pregunté si habrían evolucionado posteriormente para permitir específicamente que un animal pudiese ver si un parasol aguardaba para arrojársele encima. Después de todo, la evolución era una carrera de armamentos.
—Es increíble —dije—. Un ecosistema totalmente extraterrestre.
Supongo que Hollus se divertía.
—Así es cómo me sentí yo cuando llegué aquí. Aunque había visto otros ecosistemas, no hay nada más asombroso que encontrarse con un conjunto nuevo de formas de vida, y ver cómo interaccionan. —Hizo una pausa—. Como he dicho, éste es mi mundo tal y como habría sido hace setenta millones de años. Cuando se produzca la próxima extinción, los pentápodos serán eliminados.
Observé cómo un pentápodo de tamaño medio atacaba a un octópodo ligeramente más pequeño. La sangre era tan roja como la sangre terrestre, y los gritos de la criatura moribunda, aunque tenían dos tonos, surgiendo alternativamente de bocas separadas, sonaban igualmente aterrados.
Parecía que no querer morir era otra constante universal.