Hollus y yo bajábamos a la Rotonda Inferior cada tarde, después de que el museo cerrase al público. Como pago por lo que yo le había permitido ver, seguía ofreciendo recreaciones de diversos periodos del pasado geológico de Beta Hydri III, y yo las grababa en vídeo.
Quizá fuese porque mi vida se acababa, pero después de un tiempo, deseé ver algo más. Hollus había mencionado los seis mundos aparentemente abandonados por sus habitantes. Yo quería verlos, ver los artefactos más recientes de esos mundos extraterrestres —lo último que sus habitantes hubiesen construido antes de desaparecer.
Lo que me mostró era asombroso.
El primero fue Epsilon Indi Prima. En su continente sur hay una inmensa plaza rodeada de muros. Los muros están edificados con gigantescos bloques de granito tallado cada uno de más de ocho metros de lado. El área rodeada, casi 500 metros de ancho, está llena de escombros: trozos gargantuescos de cemento fragmentado. Incluso si se pudiesen escalar los muros, el vasto campo de escombros sería una imponente visión de desolación. Un animal o un vehículo sólo podría atravesarlo con grandes dificultades, y nada podría crecer allí.
Luego está Tau Ceti II. En medio de un paisaje desolado, los hace tiempo desaparecidos habitantes construyeron un disco de piedra negra fundida de más de 2.000 metros de diámetro y, a juzgar por el borde, más de 5 metros de espesor. La superficie negra absorbe calor de su sol, volviéndola increíblemente caliente; la piel saltaría en ampol as si alguien intentase recorrerlo, y la suela de los zapatos se fundiría.
La superficie de Mu Cassiopeae A Prima no muestra señales de sus antiguos habitantes; todo ha quedado enterrado por 2,4 mil ones de años de erosión. Pero Hollus me mostró un modelo generado por ordenador de lo que los sensores de la nave Merelcas habían descubierto bajo las capas de sedimentos: una vasta planicie llena de altas y retorcidas agujas, puntas y otras formas irregulares y, debajo, una bóveda o cámara, oculta por siempre. El planeta tuvo en su momento una luna muy grande —en proporción, mucho mayor que la Luna en relación con la Tierra—, pero ahora exhibía un impresionante sistema de anillos. Hollus dijo que había determinado que el sistema de anil os también tenía 2,4 millones de años —en otras palabras, se había originado cuando los casiopeianos habían desaparecido.
Hice que me mostrase el resto del planeta. En los mares había archipiélagos —islas dispersas como perlas en un hilo— y la costa este del continente mayor se ajustaba muy bien a la costa oeste del siguiente: una muestra clara de que el planeta había sufrido una tectónica de placas.
—Volaron su propia luna —dije, sorprendiéndome a mí mismo con la idea—. Querían detener las fuerzas de marea que revolvían el núcleo de su planeta; querían acabar con la tectónica de placas.
—¿Por qué? —preguntó Hollus, aparentemente intrigado por la idea.
—Para evitar que la bóveda que habían construido sufriese subducción —dije. El desplazamiento continental hace que las rocas de la corteza se reciclen, con la vieja enterrándose en el manto y la nueva formándose a partir del magma que aflora por las zanjas marinas.
—Pero nosotros habíamos asumido que la bóveda era un sistema de almacenamiento para los desechos radiactivos —dijo Hollus—. La subducción sería realmente la mejor forma de deshacerse de ella.
Asentí. Los monumentos que me había mostrado aquí y en Tau Ceti II y Epsilon Indi Prima efectivamente recordaban a los diseños que había visto para posibles lugares de almacenamiento de residuos en la Tierra: paisajes artificiales tan extraños que nadie jamás excavaría en ellos.
—¿Encontraron alguna inscripción o mensaje relacionado con los desechos radiactivos? —pregunté. Los planes para lugares en la Tierra iban todos acompañados por comunicaciones simbólicas que indicaban el almacenamiento de sustancias peligrosas, de forma que los futuros habitantes de la zona supiesen lo que se había enterrado. La iconografía propuesta iba desde rostros humanos mostrando expresiones de enfermedad o dolor, indicando que la zona era venenosa, hasta diagramas que empleaban números atómicos para señalar específicamente los elementos enterrados.
—No —dijo Hollus—. Nada de ese tipo. Al menos, no en los lugares más recientes… los que le hemos mostrado son justo anteriores a la desaparición de la especie. Bien, supongo que hubiesen podido querer que esos lugares permaneciesen intactos durante mil ones de años… durante tanto tiempo que cualquier inteligencia que pudiese descubrirlos podría no ser siquiera la misma especie que había enterrado los desechos bajo ese paisaje desolado. Una cosa es intentar comunicar la idea de veneno o enfermedad a miembros de tu propia especie, los humanos asociamos los ojos cerrados, la boca torcida y la lengua fuera con el envenenamiento, pero podría ser otra cosa muy diferente intentar hacerlo por encima de las diferencias entre especies, especialmente si no sabes nada sobre la especie que podría venir después de ti.
—No está apreciando los hechos —dijo Hollus—. La mayor parte de los residuos radiactivos tienen una vida media de menos de cien mil años. Para cuando hubiese aparecido una nueva especie inteligente, no habría virtualmente nada peligroso.
Fruncí el ceño.
—Aun así, se parecen mucho a lugares en los que almacenar residuos nucleares. Y, bien, si los nativos del planeta partieron antes de ir a algún otro sitio, quizá creyeron que era más apropiado enterrar su basura antes de partir.
Hollus parecía indeciso.
—Pero entonces, ¿por qué iban a querer los casiopeianos detener la subducción? Como he dicho, es la mejor forma de deshacerse de los residuos nucleares, incluso mejor que lanzarlos al espacio. Si la nave espacial estalla, puedes acabar con una contaminación nuclear extendida por medio planeta, pero si los desechos llegan al manto, desaparecen por siempre. De hecho, exactamente eso es lo que mi propia especie acabó haciendo con los residuos radiactivos.
—Bien, en ese caso, quizás enterraron alguna otra cosa bajo esos paisajes de aviso — dije—. Algo tan peligroso que querían asegurarse de que jamás sería desenterrado, para que nunca les persiguiese. Quizá los casiopeianos temiesen que si su bóveda sufría la subducción, las paredes se fundirían y lo que fuese, quizás una bestia, que hubiesen aprisionado en su interior escapase. Y luego, todos ellos, después de enterrar lo que temiesen tanto, abandonaron su mundo natal, poniendo toda la distancia posible entre ellos y lo que fuese que dejaron atrás.
—Estoy pensando en ir a la iglesia este domingo —me dijo Susan el pasado octubre, poco después de nuestra primera cita con la doctora Kohl.
Estábamos sentados en el salón, yo en el sofá y ella en el sillón a juego. Asentí.
—Normalmente lo haces.
—Lo sé, pero… bien, con todo lo sucedido. Con….
—Estaré bien —dije.
—¿Estás seguro?
Volví a asentir.
—Vas a la iglesia todos los domingos. Eso no tiene por qué cambiar. La doctora Kohl dijo que debíamos intentar mantener en lo posible la normalidad de nuestras vidas.
No estaba seguro de qué hacer con el tiempo… pero encontraría de sobra lo que hacer. En algún momento, tendría que llamar a mi hermano Bill en Vancouver y contarle lo sucedido. Pero Vancouver estaba a tres horas por detrás de Toronto, y Bill no llegaba hasta tarde del trabajo. Si llamaba en lo que al í serían las últimas horas de la tarde, acabaría hablando con su nueva esposa Marilyn… y ella podía hablar hasta que se me cayesen las orejas. No estaba listo para tal cosa. Pero Bill, y sus hijos de un matrimonio anterior, eran la única familia que tenía; nuestros padres habían muerto unos años antes.
Susan estaba pensando; tenía los labios apretados. Sus ojos marrones se centraron en los míos durante un momento, luego miraron al suelo.
—Tú… puedes venir conmigo, si quieres.
Expulsé el aire con aparatosidad. Siempre había sido una especie de detalle incómodo entre los dos. Susan había asistido con regularidad a la iglesia durante toda su vida. Sabía cuando se casó conmigo que era algo que yo no hacía. Pasaba mis mañanas de domingo navegando por la red y mirando This Week with Sam Donaldson and Cokie Roberts. Le dejé claro cuando empezamos a salir que no me sentiría cómodo yendo a la iglesia. Sería una hipocresía, le dije… un insulto para los creyentes.
Pero ahora, estaba claro que pensaba que las cosas habían cambiado. Quizás esperaba que quisiese rezar, que quisiese hacer las paces con mi creador.
—Quizá —dije, pero estoy seguro de que los dos sabíamos que no iba a pasar.
Cuando llueve, diluvia.
Tratar con mi cáncer, evidentemente, me ocupó mucho tiempo. Y las visitas de Hollus ocupaban ahora el resto. Pero tenía otras responsabilidades. Había preparado una exposición especial en el RMO de fósiles de Burgess Shale, y aunque la gran inauguración se había producido hacía meses, todavía me quedaba mucho trabajo administrativo relacionado con el a.
Charles Walcott del Smithsonian descubrió los fósiles de Burgess Shale en 1909 en el paso Burgess a través de las Montañas Rocosas de la Columbia Británica; allí excavó hasta 1917. Desde 1975 y en las dos décadas posteriores, Desmond Col ins del RMO comenzó una continua y muy exitosa serie de excavaciones en Burgess Shale, descubriendo lugares adicionales y recogiendo miles de especímenes. En 1981, la UNESCO declaró el paso Burgess como su octogésimo sexto Patrimonio de la Humanidad, en el mismo conjunto que las pirámides de Egipto y el Gran Cañón.
Los fósiles se remontan a mediados del periodo Cámbrico, hace 520 millones de años. El esquisto, que representa un corrimiento de lodo desde la plataforma laurentiana que enterró con rapidez todo ser vivo del fondo marino, es tan fino que incluso conserva impresiones de partes corporales blandas. Allí hay preservada una amplísima diversidad de formas de vida, abarcando muchos tipos complejos que algunos paleontólogos, incluyendo a nuestro Jonesy, argumentan que no encajan en ningún grupo moderno. Aparecieron, existieron durante un breve periodo de tiempo y luego murieron, como si la naturaleza estuviese probando todo tipo de modelos corporales para ver cuáles funcionaban mejor.
¿Por qué se produjo la explosión cámbrica? La vida ya existía sobre la Tierra desde hacía quizá 3.500 millones de años pero, durante todo ese tiempo, había adoptado formas muy simples. ¿Que había hecho que de pronto apareciese tanta variedad y complejidad?
Davidson y Cameron de CalTech y Peterson de UCLA han argumentado que la razón para la simplicidad anterior a la explosión cámbrica fue, bien, muy simple: hasta ese momento, las células fertilizadas estaban muy limitadas en el número de veces que podían dividirse; parecía que el máximo eran más o menos diez divisiones. Y diez divisiones da unas 1.024 células, lo que produce criaturas bastante pequeñas y no muy sofisticadas.
Pero a principios del Cámbrico, esa limitación de diez divisiones se hizo añicos por el desarrollo de un tipo nuevo de célula, que todavía se ve en algunos organismos vivos; esas células podían dividirse muchas más veces y se usaron para definir el espacio morfológico —la forma fundamental del cuerpo— de todo tipo de organismos nuevos. (Aunque la Tierra tenía 4.000 millones de años de edad cuando se produjo tal hecho, lo mismo aconteció —romper el límite de las diez divisiones— en el mundo natal de Hollus cuando sólo tenía 2.000 millones de años; en ese punto la vida también dejó de dar vueltas y comenzó a evolucionar en serio.)
El Burgess Shale de la Tierra contiene nuestros ancestros más directos: Pikaia, el primer animal con notocorda de la que luego evolucionaría la columna nerviosa. Aun así, casi todos los fósiles animales que se encuentran allí son claramente invertebrados, por tanto, una exposición especial sobre esos fósiles debería haber sido organizada por el paleontólogo jefe del RMO encargado de invertebrados, Caleb Jones.
Pero Jonesy iba a retirarse en unos meses —nadie había comentado, al menos no a mí, el hecho de que el RMO iba a perder dos de sus paleontólogos jefe casi simultáneamente— y yo era el que mantenía la relación personal con la gente del Smithsonian, donde habían terminado los fósiles Burgess de Walcott antes de que Canadá aprobase una ley para proteger sus antigüedades. También ayudé a organizar una serie de conferencias públicas para acompañar la exposición; en su mayoría las darían nuestro propio personal (incluyendo a Jonesy), pero también habíamos conseguido que Stephen Jay Gould, cuyo libro La vida maravillosa trata de los fósiles de Burgess Shale, viniese desde Harvard para dar una charla. La exposición estaba generando muchos ingresos para el RMO; ese tipo de cosas siempre obtenían mucho eco en la prensa y por tanto atraían a grandes multitudes.
Había estado muy animado con respecto a la exposición cuando la propuse, y aún más cuando se aprobó y el Smithsonian aceptó participar, aprobando combinar sus fósiles con los nuestros para una exposición en común.
Pero ahora…
Ahora con el cáncer…
Ahora no es más que un incordio, una molestia.
Otra cosa más en el plato.
Otra reclamación de mi ya limitado tiempo.
Contárselo a Ricky fue lo más duro.
Si yo hubiese sido como mi padre —si me hubiese conformado con una licenciatura y un trabajo normal de nueve a cinco— las cosas hubiesen sido diferentes. Probablemente hubiese tenido mi primer hijo a los veintitantos —y por tanto, para cuando tuviese la edad que tenía ahora, ese hijo tendría más de treinta años, y quizá ya tuviese hijos propios.
Pero yo no era mi padre.
Obtuve la licenciatura en 1968, cuando tenía veintidós.
Y el master en 1970, cuando tenía veinticuatro.
Y el doctorado cuando tenía veintiocho.
Y luego el periodo de posdoctorado en Berkeley.
Y otro en la Universidad de Calgary.
Y para entonces ya tenía treinta y cuatro.
Y ganaba una miseria.
Y, por alguna razón, no conocía a nadie.
Y trabajaba hasta tarde en el museo, noche tras noche.
Y luego, antes de que pudiese darme cuenta, tenía cuarenta años, estaba soltero y no tenía hijos.
Susan Kowalski y yo nos conocimos en la Hart House de la Universidad de Toronto en 1966; los dos pertenecíamos al Club de Teatro. Yo no era un actor —pero me fascinaba la iluminación en el teatro; supongo que ésa es una de las razones por las que me gusta la museología—. Susan había actuado en algunas obras, aunque supongo, en retrospectiva, que nunca tuvo ninguna habilidad especial para tal cosa. Yo siempre pensé que era fabulosa, pero los mejores comentarios que recibió en el Varsity fueron que era «competente» como Nodriza en Romeo y Julieta, y que había «interpretado de forma adecuada» a Yocasta en Edipo Rey. En cualquier caso, salimos por un tiempo, pero luego yo me dirigí a Estados Unidos para seguir con mis estudios —ella había comprendido que tenía que irme para seguir con mis estudios, que de ellos dependían mis sueños.
La recordé con cariño durante años, aunque nunca imaginé que fuese a verla de nuevo. Pero acabé regresando a Toronto, y, con la mente siempre en el pasado y nunca lo suficiente en el futuro, al final decidí, al llegar los cuarenta, que debía buscar consejo financiero si aspiraba a poder jubilarme, y quién fue la contable que acabé viendo sino Susan. Su apel ido se había convertido en DeSantis, recuerdo de un breve y fallido matrimonio década y media antes. Retomamos nuestra vieja relación y nos casamos un año después. Y aunque entonces ella ya tenía cuarenta y uno, y había riesgos, decidimos tener un bebé. Lo intentamos durante cinco años. Susan se quedó embarazada en una ocasión durante ese periodo, pero tuvo un aborto.
Y por tanto, al fin, decidimos adoptar. Pero eso también llevó un par de años. Aun así, al final, tuvimos un hijo. Richard Blaine Jericho tenía ya seis años.
No habría abandonado el hogar para cuando su padre muriese.
Ni siquiera habría terminado los estudios en la escuela elemental.
Susan lo sentó en el sofá y se arrodilló a su lado.
—Eh, colega —le dije. Le tomé la manita.
—Papi —parpadeó un poco y no me miró a los ojos. Quizá pensaba que se había metido en un lío.
Guardé silencio durante unos momentos. Había meditado mucho sobre lo que iba a decir, pero ahora las palabras que había planeado me parecían totalmente inadecuadas.
—¿Cómo estás, colega? —pregunté.
—Bien.
Miré a Susan.
—Bien —dije—. Papi no se está sintiendo tan bien. Ricky me miró.
—De hecho —dije lentamente—. Papi está muy enfermo —dejé que comprendiese las palabras.
Nunca le habíamos mentido a Ricky sobre nada. Sabía que era adoptado. Siempre le habíamos dicho que Santa Claus no era más que una historia. Y cuando me había preguntado de dónde venían los niños, también se lo contamos. Pero ahora deseé haber tomado quizás otra ruta —no haber sido siempre sincero con él.
En cualquier caso, pronto lo sabría.
Vería los cambios —me vería perder el pelo, me vería perder peso, me oiría levantarme en medio de la noche para vomitar, quizás…
Quizás incluso me oyese llorar cuando pensase que él no andaba cerca.
—¿Cómo de enfermo? —preguntó Ricky.
—Muy enfermo —dije.
Me miró algo más. Asentí: no estaba de bromas.
—¿Por qué? —preguntó Ricky.
Susan y yo intercambiamos miradas. Yo mismo me había estado haciendo esa misma pregunta.
—No lo sé —dije.
—¿Fue algo que comiste?
Negué con la cabeza.
—¿Has sido malo?
Era una pregunta inesperada. Lo medité unos momentos.
—No —dije—. No lo creo.
Guardamos silencio durante un tiempo. Al final, Ricky habló en voz baja.
—No vas a morirte, ¿verdad, papi?
Mi intención había sido contarle la verdad, sin embel ecerla. Pero llegado el momento, tuve que darle más esperanzas de las que la doctora Kohl nos había dado a nosotros.
—Quizá —dije. Sólo quizás.
—Pero… —dijo Ricky con la boquita contraída—. Pero yo no quiero que te mueras.
Le apreté la mano.
—Yo tampoco quiero morir, pero… pero al igual que mamá y yo te hacemos limpiar tu habitación, en ocasiones tenemos que hacer cosas que no queremos.
—Seré bueno —dijo—. Seré siempre bueno si no te mueres.
Me dolía la cabeza. Negociación. Una de las fases.
—Realmente no tengo elección en nada de esto —dije—. Me gustaría que fuese diferente, pero no lo es.
Parpadeaba mucho; pronto estaría llorando.
—Te quiero, papi.
—Yo también te quiero.
—¿Qué… qué pasará con mami y conmigo?
—No te preocupes, colega. Seguirás viviendo aquí.
No tendrás que preocuparte por el dinero. El seguro es bueno.
Ricky me miró, evidentemente sin comprender.
—No te mueras, papi —dijo—. Por favor, no te mueras.
Lo abracé, y Susan pasó sus brazos alrededor de los dos.