Rhonda Weir, baja y fornida, de pelo plateado, era detective de la Policía de Toronto. Su teléfono empezó a sonar a la 1:11 del domingo por la tarde. Cogió el auricular y dijo:
—Detective Weir.
—Hola —dijo una voz áspera de hombre al otro lado del teléfono, sonando algo exasperada—. Espero que esta vez hable con la persona correcta; me han transferido varias veces.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Rhonda.
—Mi nombre es Constantin Kalipedes —dijo la voz—. Soy el director de fin de semana de la Lakeshore Inn en Etobicoke. La camarera acaba de encontrar un arma en una de las habitaciones.
—¿Qué tipo de arma?
—Una pistola. Y también encontró una caja vacía, de las que se usan para llevar esas… ¿cómo se llaman…? una de esas armas de asalto.
—¿Se ha ido el huésped?
—Huéspedes, plural. Y no. Tienen reserva hasta el miércoles por la mañana.
—¿Sus nombres?
—Uno se llama J. D. Ewell; el otro, C. Falsey. La matrícula es de Arkansas.
—¿Les cogió el número de matrícula?
—No, pero ellos mismos la escribieron en la tarjeta de registro —le lee la ristra de cifras y números.
—¿La camarera ha terminado de limpiar la habitación?
—No. Hice que lo dejase tan pronto como encontró la pistola.
—Muy bien hecho —dijo Rhonda—. ¿Cuál es la dirección?
Se la dio.
—Llegaré ahí… —se miró el reloj, luego hizo unos cálculos; el tráfico debería ser poco abundante un domingo por la tarde— en veinte minutos. Si regresan Ewell o Falsey, retráselos si puede, pero no se arriesgue, ¿comprendido?
—Sí.
—Voy de camino.
La Lakeshore Inn se encontraba, lo que no era una sorpresa, en el Boulevard Lakeshore. Rhonda Weir y su compañero, Hank Li, aparcaron el coche civil frente a la entrada. Hank comprobó las matrículas de los coches a la izquierda, y Rhonda miró las de la derecha. Seis eran estadounidenses —dos de Michigan, dos de Nueva York, y una de Minnesota y otra de Illinois—, pero ninguna era de Arkansas. Caía una lluvia ligera; sin duda más tarde llegaría con fuerza. El aire estaba lleno de ozono.
Constantin Kalipedes resultó ser un griego mayor y panzudo, con una incipiente barba gris. Llevó a Rhonda y Hank por la fila de habitaciones, dejando atrás puerta tras puerta, hasta llegar a una que estaba abierta. Allí encontraron a la mujer del Sudeste Asiático que era la camarera, y los llevó a todos hasta la habitación 118. Kalipedes sacó la llave maestra, pero Rhonda hizo que se la diese; ella misma abrió la puerta, girando el pomo con la llave para no alterar las posibles huellas. Era una habitación bastante destartalada, con dos láminas enmarcadas que colgaban torcidas, y un papel pintado azul que se caía por los bordes. Había dos camas dobles, una de las cuales tenía a su lado el tipo de botella de oxígeno que necesita una persona que sufre de apnea del sueño. Las dos camas estaban desarregladas; era evidente que la camarera no las había hecho cuando hizo su descubrimiento. —¿Dónde está el arma? —preguntó Rhonda. La joven entró en la habitación y señaló. La pistola estaba en el suelo, junto a una maleta.
—Tuve que mover la maleta —dijo con acento cantarín—, para llegar hasta el enchufe, para poder conectar el aspirador. Debía de estar mal cerrada, y la pistola cayó de su interior. Detrás estaba esa caja de madera —señaló.
—Una Glock 9 mm —dijo Hank, mirando a la pistola.
Rhonda examinó la caja. Tenía un interior de espuma negra especialmente recortado al tamaño justo para contener una carabina Intertec Tec—9, una bestia desagradable — esencialmente una ametralladora— como del tamaño del brazo de un hombre. Poseer la pistola era ilegal en Canadá, pero lo más inquietante era que Falsey y Ewell la hubiesen dejado atrás, optando en su lugar por la Tec —9, un arma prohibida incluso en Estados Unidos debido a su cargador de treinta y dos proyectiles. Rhonda se llevó las manos a las caderas y examinó lentamente la habitación. Había dos ceniceros; era una habitación para fumadores. Tenía un conector de datos para un módem, pero no había rastro de un ordenador portátil. Entró en el baño. Dos maquinillas de afeitar y una lata de espuma. Dos cepillos de dientes, uno de ellos muy gastado.
De vuelta a la habitación principal, notó una Biblia cubierta de negro descansando sobre una de las mesas de noche.
—¿Causa probable? —le dijo Rhonda a su compañero.
—Eso diría yo —dijo Hank.
Kalipedes les miraba.
—¿Qué significa eso?
—Significa —dijo Rhonda—, que hay suficientes pruebas superficiales de que se ha cometido un crimen, o está a punto de cometerse, como para permitirnos registrar a conciencia esta habitación sin tener que pedir una orden. Si lo desea, puede quedarse y observar… de hecho, le pediría que lo hiciese. —Habían denunciado al departamento más de una vez, personas que afirmaban que un objeto valioso había desaparecido durante un registro.
Kalipedes asintió, pero se volvió hacia la camarera.
—De vuelta al trabajo —dijo. Ella salió por la puerta.
Rhonda sacó un pañuelo y lo usó cogido entre dos dedos para abrir la gaveta de una de las mesas de noche. En su interior había otra Biblia, en este caso encuadernada en rojo —la típica Biblia de hotel—. Sacó un bolígrafo del bolsillo y lo empleó para abrir las tapas de la Biblia negra. No era de las de hotel, y en su interior decía «C. Falsey» en tinta roja. Miró a la caja de la ametralladora.
—Nuestros chicos de la Biblia deberían releer la parte que habla de convertir las espadas en arados, digo yo.
Hank gruñó como respuesta y usó su propio bolígrafo para extender los papeles que había sobre el vestidor.
—Mira esto —dijo después de un rato.
Rhonda se acercó. Hank había revelado un mapa de Toronto desplegado. Asegurándose de agarrarlo sólo por los bordes, Hank le dio la vuelta y señaló a la parte que hubiese servido de portada de haber estado plegado. Tenía una pegatina de precio de Barnes and Noble —una cadena de librerías estadounidenses, sin sucursales en Canadá—. Presumiblemente, Falsey y Ewell se habían traído el mapa desde Arkansas. Hank le volvió a dar la vuelta cautelosamente. Era un mapa a todo color con todo tipo de símbolos e indicaciones. Pasó un momento antes de que Rhonda notase el círculo trazado a bolígrafo en el cruce de Kipling con Horner, a menos de dos kilómetros de donde se encontraban ahora.
—Señor Kalipedes —llamó Rhonda. Le indicó que se acercara, cosa que hizo—. Este es su vecindario, señor. ¿Puede decirme qué hay en la intersección de Kipling con Horner?
Se frotó la barbilla cubierta por la barba incipiente y gris.
—Un Mac's Milk, un Mr. Submarine, y un establecimiento de lavado en seco. Oh, sí… y esa clínica que volaron hace poco.
Rhonda y Hank intercambiaron miradas.
—¿Está seguro? —preguntó Rhonda.
—Claro que sí —dijo Kalipedes.
—¡Dios santo! —exclamó Hank, comprendiendo la magnitud del asunto—. Dios santo.
Examinaron el mapa a toda prisa, buscando cualquier otra marca. Había tres más. Una de ellas era un círculo trazado a lápiz alrededor de un edificio representado por un rectángulo rojo en Bloor Street. Rhonda no le tuvo que preguntar a nadie qué era eso. El mismo mapa lo decía en cursiva: Real Museo de Ontario.
También rodeados por un círculo estaban el SkyDome —el estadio donde jugaban los Blue Jays— y el centro de emisiones de la CBC, a unas manzanas al norte del SkyDome.
—Atracciones turísticas —dijo Rhonda.
—Excepto que se llevaron un arma semiautomática —dijo Hank.
—¿Hoy juegan los Jays?
—Sí. Milwaukee está en la ciudad.
—¿Pasa algo en la CBC?
—¿Un domingo? Sé que por las mañanas emiten programas en directo; no estoy seguro de las tardes —Hank miró al mapa—. Además, quizá fueron a otro sitio que no sea ninguno de éstos. Después de todo, no se llevaron el mapa.
—Aun así…
Hank no necesitaba que le aclarasen las consecuencias.
—Sí.
—Iremos al RMO… tienen a ese extraterrestre de visita —dijo Rhonda.
—En realidad no está al í —dijo Hank—. No es más que una transmisión desde la nave nodriza.
Rhonda gruñó para indicar que ya lo sabía. Sacó un móvil del bolsil o.
—Enviaré equipos a la CBC y al SkyDome, y pediré a un par de chicos de uniforme que esperen aquí por si Falsey y Ewell regresan.
Susan me llevó hasta la estación de metro de Downsview como a las tres y media de la tarde; el día estaba nublado, el cielo tenía mal aspecto y amenazaba lluvia. Ricky pasaría el resto del día con los Nguyen —mi joven hijo estaba empezando a apreciar la comida vietnamita.
Los domingos, el metro pasaba lenta e infrecuentemente; ganaría tiempo en el viaje al centro empezando en Downsview en el extremo norte de la línea Spadina en lugar de en North York Centre. Le di un beso de despedida a mi esposa —y ella me lo devolvió durante un buen rato—. Le sonreí. Ella me devolvió la sonrisa.
Luego cogí la bolsa de papel con los bocadillos que me había preparado y me dirigí a la estación, descendiendo por la larga escalera al mundo subterráneo.
Rhonda Weir y Hank Li obtuvieron de Kalipedes las descripciones de Falsey y Ewell. Kalipedes no sabía cuál era cuál, pero uno tenía veintitantos años, era rubio, escuálido, de como metro setenta, con protrusión del maxilar y un corte de pelo militar; el otro tenía treinta y tantos, era unos cinco o diez centímetros más alto, rostro estrecho y pelo castaño. Los dos tenían acento de los estados del sur. Y, evidentemente, uno de ellos podría muy bien estar llevando una ametral adora Tec—9, quizás oculta bajo un abrigo. Aunque el museo estaba abarrotado los domingos —el lugar preferido de los padres divorciados para llevar a los niños— era muy probable que Rhonda y Hank pudiesen localizarlos.
Aparcaron el coche en el pequeño aparcamiento de la Biblioteca Legal Bora Laskin, en el extremo sur del edificio del planetario, y se acercaron al RMO caminando, entrando por la puerta principal y dirigiéndose hacia Raghubir Singh.
Rhonda le mostró la placa y describió a quiénes buscaban.
—Ya estuvieron aquí —dijo Raghubir—. Hace unos días. Dos americanos con acento del sur. Los recuerdo porque uno de ellos llamó a Burgess Shale «Bogus Shale». Le hablé de ellos a mi mujer cuando volví a casa… se rió mucho.
Rhonda suspiró.
—Bien, entonces es poco probable que hayan vuelto. Aun así, es la única pista que tenemos. Daremos un vistazo si no es problema.
—Claro —dijo Raghubir. Se lo comunicó por radio a los otros guardias de seguridad, haciendo que se uniesen a la búsqueda.
Rhonda volvió a sacar el móvil.
—Weir —dijo—. Los sospechosos estuvieron en el RMO la semana pasada; aun así vamos a dar un vistazo por la posibilidad de que hayan vuelto, pero yo concentraría nuestras fuerzas en el SkyDome y la CBC.
Llegué al museo a las 4:30, entré por la puerta de personal y me dirigí a la exposición de Burgess Shale, simplemente para dar un último vistazo, para asegurarme de que todo estuviese bien antes de la llegada de Hollus y compañía.
Rhonda Weir, Hank Li y Raghubir Singh se encontraron en la Rotonda a las 4:45.
—No hubo suerte —dijo Rhonda—. ¿Tú?
Hank negó con la cabeza.
—Había olvidado lo grande que es este sitio. Incluso si hubiesen vuelto, podrían estar en cualquier parte.
—Tampoco ninguno de mis guardias los ha visto —dijo Raghubir—. Muchos visitantes vienen con los abrigos. Antes teníamos un servicio para dejarlos, pero eso fue antes de los recortes. —Se encogió de hombros—. A la gente no le gusta tener que pagar.
Rhonda miró la hora.
—Es casi la hora de cerrar.
—La entrada para colegios está cerrada los fines de semana —dijo Raghubir. Señaló a un conjunto de puertas de vidrio bajo los ventanales—. Tendrán que salir por las puertas principales.
Rhonda frunció el ceño.
—Probablemente ni siquiera estén aquí. Pero esperaremos fuera por si les vemos salir.
Hank asintió y los dos detectives atravesaron el vestíbulo de las puertas de vidrio. Parecía que iba a ponerse a llover. Rhonda volvió a usar el móvil.
—¿Hay novedades? —preguntó.
Desde el teléfono llegó la voz de un sargento.
—Definitivamente no están en el Centro de Emisión de la CBC.
—Yo apuesto por el SkyDome —le dijo Rhonda al teléfono.
—Nosotros también.
—Iremos hacia allí —colgó el teléfono.
Hank miró el cielo oscuro.
—Espero que lleguemos a tiempo para ver cómo cierran el tejado del estadio —dijo.
J. D. Ewell y Cooter Falsey estaban apoyados contra una pared del color de la sopa de tomate en la Rotonda Inferior; Falsey llevaba una gorra de los Blue Jays de Toronto que había comprado el día anterior cuando fueron a ver un partido al SkyDome. Una voz masculina pregrabada de acento jamaicano surgió del sistema de locución público.
—Damas y caballeros, el museo está cerrado. Por favor, todos los visitantes diríjanse inmediatamente a la salida principal. Les damos las gracias por visitarnos, y les pedimos que regresen. Damas y cabal eros, el museo está cerrado…
Falsey sonrió a Ewell.
El Teatro RMO disponía de cuatro puertas dobles que permitían el acceso, y habitualmente no estaban cerradas. En ocasiones, los visitantes curiosos metían la cabeza entre las puertas, pero si no había nada en ese momento, lo único que veían en una enorme sala a obscuras.
Ewell y Falsey esperaron hasta que la Rotonda Inferior quedó vacía, a continuación bajaron los nueve escalones para entrar en el teatro. Permanecieron inmóviles durante un momento, dejando que los ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Aunque el teatro no disponía de ventanas, todavía quedaba algo de luz: el resplandor rojo de la señal de SALIDA, la luz que penetraba bajo las puertas, y el enorme reloj analógico iluminado situado sobre las puertas, los LEDs rojos de los detectores de humo, y las luces de un panel de control o similar que venía de las cinco ventanitas de la cabina de proyección situada sobre la entrada.
A principios del día, Falsey y Ewell habían aguantado una proyección aparentemente interminable sobre una pequeña canoa tallada en madera con la figura de un nativo canadiense que recorría varias vías fluviales. Pero no le prestaron demasiada atención a la película. En lugar de eso, examinaron la estructura física del auditorio: la presencia de un escenario frente a la pantalla de proyección, el número de filas, la posición de los pasillos, y la localización de las escaleras que llevaban al escenario.
Ahora se dirigieron con rapidez, en medio de la oscuridad, hacia el ligeramente ascendente pasillo izquierdo, encontraron una de las escaleras que llevaban al escenario, subieron los escalones, se deslizaron tras la enorme pantalla de proyección, que colgaba del techo, y penetraron entre bambalinas.
Allá atrás había más luz. A un lado había un pequeño aseo, y alguien había dejado la luz encendida y la puerta entreabierta. Tras la pantalla había varias sillas de modelos diferentes, y gran variedad de equipo de iluminación, soportes para micrófonos, cuerdas como anacondas colgando del techo, y montones de polvo.
Ewell se quitó la chaqueta, revelando la pequeña ametralladora oculta debajo. Cansado de cargar con el a, la dejó en el suelo y luego se sentó en una de las sillas.
Falsey ocupó otra silla, cruzó los dedos tras la cabeza, se recostó, y procedió a esperar con paciencia.