—Hollus me ha ofrecido la oportunidad de ir con ella a su próximo destino —le dije a Susan cuando llegué a casa esa noche. Estábamos sentados en el sofá del salón.
—¿A Alpha Centauri? —respondió ella. Efectivamente aquélla había sido la siguiente, y última, parada de la Merelcas en su gran tour antes de dirigirse de nuevo a Delta Pavonis y luego a Beta Hydri.
—No, han cambiado de opinión. En su lugar, van a ir a Betelgeuse. Van a ver qué hay al í.
Susan guardó silencio durante un tiempo.
—¿No leí en el Globe que Betelgeuse está a 400 años luz de distancia?
Asentí.
—¿Así que no podrías volver en más de mil años?
—Desde el punto de vista de la Tierra, sí.
Guardó silencio un rato más. Después de un tiempo, decidí rel enar el vacío.
—Su nave tendrá que girar a medio camino y dirigir la llama de fusión hacia Betelgeuse. Así que en 250 años, la… la entidad verá esa luz brillante y sabrá que algo se acerca. Hollus tiene la esperanza de que él… ello… esperará nuestra llegada, o regresará para reunirse con nosotros.
—¿La entidad?
No me atrevía a emplear la otra palabra en su presencia.
—El ser que se interpuso entre nosotros y Betelgeuse.
—Crees que es Dios —se limitó a decir Susan. Ella era la que iba a la iglesia. Ella era la que conocía la Biblia. Y llevaba semanas oyéndome hablar durante la cena sobre orígenes, causas primeras, constantes fundamentales, diseño inteligente. No había empleado muy a menudo la palabra D… no frente a ella en cualquier caso. Siempre había significado mucho más para ella que para mí, así que había mantenido la distancia, algo de imparcialidad científica. Pero ella lo sabía. Ella lo sabía.
Me encogí de hombros ligeramente.
—Quizá —dije.
—Dios —repitió Susan, situando firmemente el concepto sobre la mesa—. Y tú tienes la oportunidad de verle —me miró, con la cabeza ligeramente inclinada—. ¿Llevan a alguien más de la Tierra?
—Algunos, eh, individuos, sí —intenté recordar la lista—. Una mujer gravemente esquizofrénica de Virginia occidental. Un gorila de dorso plateado de Burundi. Un hombre chino muy mayor —me encogí de hombros—. Son algunas de las personas con las que los alienígenas han mantenido contacto. Todos ellos aceptaron de inmediato.
Susan me miró, con una expresión cuidadosamente neutral.
—¿Quieres ir?
Sí, pensé. Sí, hasta la última fibra de mi ser. Aunque deseaba más tiempo con Ricky, preferiría que me recordase como alguien todavía saludable, todavía capaz de moverse por sí mismo, todavía capaz de levantarle. Asentí, sin confiar en mi voz.
—Tienes un hijo —dijo Susan.
—Lo sé —dije en voz baja.
—Y una esposa.
—Lo sé —dije de nuevo.
—Nosotros… nosotros no queremos perderte.
Dije con suavidad:
—Pero me perderéis. Muy pronto me perderéis.
—Pero no todavía —dijo Susan—. Todavía no.
Nos sentamos en silencio. Mi mente estaba a punto de estal ar.
Susan y yo nos conocimos en la universidad, en los años sesenta. Tuvimos algunas citas, pero yo me fui, para irme a Estados Unidos, para perseguir mi sueño. En aquella ocasión ella no se había interpuesto en mi camino.
Y ahora aquí había otro sueño.
Pero las cosas eran muy diferentes, hasta lo incalculable.
Ahora estábamos casados. Teníamos un hijo.
Si ésos fuesen los únicos elementos de la ecuación, estaría claro.
Si fuese un hombre saludable, si estuviese bien, de ninguna forma consideraría dejarles —ni siquiera como cabala ociosa.
Pero no tenía buena salud.
Yo no estaba bien. Estaba seguro de que ella lo comprendía.
Nos habíamos casado en una iglesia, porque eso era lo que Susan quería, e hicimos los votos tradicionales, incluyendo «Hasta que la muerte nos separe». Lógicamente, nadie allí de pie, en aquella iglesia, afirmando esas palabras, jamás consideró el cáncer; la gente no espera que el maldito cangrejo entre en sus vidas, dejando tortura y calamidad a su paso.
—Pensémoslo un poco más —dije—. La Merelcas no parte hasta dentro de tres días.
Susan movió la cabeza ligeramente, en un asentimiento tenso.
—Hollus —dije al día siguiente en mi despacho—. Sé que tú y tus compañeros debéis estar terriblemente ocupados, pero…
—Sí que lo estamos. Hay muchos preparativos antes de partir para Betelgeuse. Y estamos enzarzados en un debate moral considerable.
—¿Sobre qué?
—Creemos que tienes razón: los seres de Groombridge 1618 III intentaron esterilizar el espacio local. No es una idea que se nos hubiese ocurrido a los forhilnores o a los wreeds; perdónamelo por decirlo, pero es algo tan bárbaro que sólo un humano, o, aparentemente, un nativo de Groombridge, podría concebirlo. Estamos debatiendo si debemos enviar un mensaje a nuestro mundo natal, contándoles lo que los seres de Groombridge intentaron hacer.
—Parece algo razonable —dije—. ¿Por qué no ibais a decírselo?
—Los wreeds son por lo general una especie no violenta, pero, como te he dicho, mi especie es… bien, pasional sería la palabra. Muchos forhilnores sin duda desearían buscar venganza por lo que se intentó. Groombridge 1618 está a treinta y nueve años luz de Beta Hydri; podríamos enviar naves con facilidad. Por desgracia, los nativos no dejaron señales de aviso para marcar su posición actual… así que, si queremos asegurarnos de exterminarlos, tendríamos que destruir todo el mundo, no sólo un segmento. La gente de Groombridge nunca desarrolló la tecnología de fusión de ultra alta energía que posee mi especie; de haberla tenido, seguro que la habrían empleado para enviar la bomba a Betelgeuse con mayor rapidez. Esa tecnología nos ofrece potencia suficiente para destruir un planeta.
—Guau —dije—. Vaya si es un dilema moral. ¿Vais a comunicarlo a vuestro mundo?
—No lo hemos decidido.
—Los wreeds son los éticos. ¿Qué creen que deberíais hacer?
Hollus guardó silencio durante un momento.
—Proponen que empleemos la llama de fusión de la Merelcas para destruir toda la vida en Beta Hydri III.
—¿El mundo forhilnor?
—Sí.
—Buen Dios. ¿Por qué?
—No lo han dejado claro, pero sospecho que están siendo… ¿cuál es la palabra? Irónicos. Si estamos dispuestos a destruir a los que fueron, o podrían ser, una amenaza para nosotros, entonces no somos mejores que los nativos de Groombridge. —Hollus hizo una pausa—. Pero no pretendía cargarte con ese problema. ¿Querías algo de mí?
—Bien, comparado con lo que acabas de decirme, parece una total nadería.
—¿Nadería?
—Algo inconsecuente. Pero, bien, me gustaría hablar con un wreed. Se me ha planteado un dilema moral, y no sé cómo resolverlo.
Los ojos cubiertos de cristal de Hollus me miraron.
—¿Sobre lo de venir con nosotros a Betelgeuse?
Asentí.
—Nuestro amigo T'kna está ahora mismo enfrascado en su intento diario de contactar con Dios, pero estará disponible como en una hora. Si puedes llevar el proyector de holoforma a una sala más grande, le pediré que se una a nosotros.
Otros, naturalmente, habían llegado a la misma conclusión que yo: lo que Donald Chen había denominado con neutralidad «anomalía», y Peter Mansbridge había desestimado discretamente como simple «suerte», estaba siendo considerado a lo largo y ancho del mundo como prueba de intervención divina. Y cada uno le daba su propia interpretación: lo que yo había llamado una pistola humeante se consideraba un milagro.
Aun así, no dejaba de ser una opinión minoritaria: la mayor parte de la gente no sabía nada de supernovas, y muchos, incluyendo a buena parte del mundo musulmán, no confiaban en las imágenes supuestamente producidas por los telescopios de la Merelcas. Otros afirmaban que lo que habíamos visto era obra del diablo: una ardiente visión del infierno, y luego una obscuridad que lo cubría todo; algunos satanistas afirmaban ahora que ellos siempre habían tenido razón.
Mientras tanto, los fundamentalistas cristianos recorrían la Biblia, buscando algún fragmento de las escrituras que pudiesen forzar a ajustarse a la situación. Otros invocaban las predicciones de Nostradamus. Un matemático judío de la Universidad Hebrea de Jerusalén señaló que la entidad de seis miembros era topológicamente equivalente a una Estrella de David de seis puntas y sugirió que lo que habíamos visto era la anunciación de la llegada del Mesías. Una organización llamada la Iglesia de Betelgeuse había montado un sitio web muy elaborado. Y cada mierda seudo científica sobre egipcios y Orión —la constelación donde resulta que se había producido la supernova— tenía su momento de gloria en los medios de comunicación.
Pero lo único que podía hacer esa gente era especular.
Yo tenía una oportunidad de ir a dar un vistazo, para descubrir la verdad.
Nos encontrábamos de nuevo en la sala de conferencias de la quinta planta del Centro de Conservadores, pero en esta ocasión no había cámaras de vídeo. Sólo yo y un pequeño dodecaedro alienígena, y las proyecciones de dos seres extraterrestres.
Hollus permanecía en silencio a un lado de la sala. T'kna estaba de pie al otro lado, con la mesa de conferencias entre ellos. El cinturón auxiliar de T'kna de hoy era verde, pero todavía mostraba el mismo icono de galaxia sangrienta.
—Saludos —dije, una vez que se estabilizó la proyección del wreed.
El sonido de rocas entrechocando, luego la voz mecánica:
—Saludos correspondidos. ¿De éste deseas algo?
Asentí.
—Consejo —dije, inclinando ligeramente la cabeza—. Tu consejo.
El wreed permanecía inmóvil, a la escucha.
—Hollus te ha dicho que padezco cáncer terminal —dije.
T'kna tocó la hebilla del cinturón.
—De nuevo manifiesto pesar.
—Gracias. Pero, mira, me habéis ofrecido la oportunidad de acompañaros a Betelgeuse… para encontrarse con lo que allí haya.
Un guijarro golpeando el suelo.
—Sí.
—Pronto habré muerto. No sé con seguridad cuándo… pero seguro que en unos meses. Ahora bien, ¿debería pasar esos últimos meses con mi familia o debería ir con vosotros? Por una parte, mi familia quiere pasar conmigo hasta el último minuto… y, bien, supongo que comprendo que estar conmigo cuando yo… yo muera forma parte del proceso de completar nuestras relaciones. Y, evidentemente, les amo mucho, y deseo estar con ellos. Pero, por otra parte, mi estado se deteriorará, y seré una carga para ellos. —Hice una pausa—. Si viviésemos en Estados Unidos, quizás hubiese problemas monetarios… al á podría acumularse una gran factura con mis últimas semanas pasadas en un hospital. Pero aquí, en Canadá, eso no forma parte de la ecuación; los únicos factores son los efectos emocionales para mi familia y para mí.
Era consciente de estar expresando mi problema en términos matemáticos —factores, ecuaciones, problemas monetarios—, pero así era como me habían salido las palabras, sin que yo lo hubiese planeado. Esperaba no estar desconcertando por completo al wreed.
—¿Y de mí me pides qué elección debes tomar? —dijo la voz traducida.
—Sí —afirmé.
Se produjo el sonido de rocas entrechocando, seguido de un breve silencio, y luego:
—La elección moral es evidente —dijo el wreed—. Siempre lo es.
—¿Y? —pregunté—. ¿Cuál es la elección moral?
Más sonido de rocas, luego:
—La moral no puede recibirse de una fuente externa —y en ese punto las cuatro manos del wreed tocaron la pera invertida que era su pecho—. Debe venir del interior.
—No vas a decírmelo, ¿verdad?
La imagen del wreed se agitó y desapareció.
Esa noche, mientras Ricky veía la tele en el sótano, Susan y yo volvimos a sentarnos en el sofá.
Y le dije lo que había decidido.
—Siempre te querré —le dije a Susan.
Ella cerró los ojos.
—Y yo también te amaré siempre.
No era de extrañar que me gustase tanto Casablanca. ¿Se iría Ilsa Lund con Victor Laszlo? ¿O se quedaría con Rick Blaine? ¿Seguiría ella a su esposo? ¿O seguiría a su corazón?
¿Y había cosas más importantes que ella? ¿Más importantes que Rick? ¿Más importantes que ellos dos? ¿Había otros factores a considerar, otros términos en la ecuación?
Pero —seamos sinceros— ¿había algo más importante en mi caso? Claro, podría ser que en el corazón del asunto estuviese Dios —pero si yo iba, nada cambiaría, de eso estoy seguro… mientras que la resistencia continuada de Victor frente a los nazis ayudó a salvar el mundo.
Aun así, tomé mi decisión.
Por difícil que fuese, tomé mi decisión.
Pero nunca sabría si fue la correcta.
Me incliné y besé a Susan, la besé como si fuese la última vez.