Recuerdo llegar a casa el pasado octubre después de recibir el diagnóstico inicial del doctor Noguchi. Metí el coche en la entrada. Susan ya estaba en casa; en aquellos raros días en que llevaba el coche al trabajo, el primero que llegaba a casa encendía la luz del porche para que el otro supiese que ya había un coche en el garaje. Yo, por supuesto, lo había cogido para poder ir a la consulta de Noguchi, en Finch y Bayview, para mi cita.
Salí del coche. Las hojas muertas atravesaban la entrada y cubrían el césped. Fui hasta la puerta principal para entrar. Podía oír cómo del estéreo salía This Kiss de Faith Hill. Había llegado más tarde de lo habitual, y Susan estaba ocupada en la cocina —podía oír cómo las cacerolas entrechocaban—. Atravesé la entrada de parquet y subí el medio tramo de escalones hasta el salón; normalmente me detenía en el estudio para mirar el correo —si Susan llegaba primero a casa, ponía el correo sobre la librería baja justo al lado de la puerta del estudio—, pero ese día tenía demasiadas cosas en la cabeza.
Susan salió de la cocina y me dio un beso.
Pero me conocía bien —después de tantos años, ¿cómo podría no conocerme?
—¿Qué pasa?—dijo.
—¿Dónde está Ricky? —pregunté. A él también tendría que decírselo, pero sería más fácil decírselo primero a Susan.
—En casa de los Nguyen. —Los Nguyen vivían dos puertas más abajo; su hijo Bobby tenía la misma edad que Ricky—. ¿Qué pasa?
Yo seguía sosteniendo el pasamanos en lo alto de la escalera, todavía conmocionado por el diagnóstico. Le indiqué que se reuniese conmigo en el sofá.
—Sue —dije en cuanto me senté—. Hoy fui a ver al doctor Noguchi.
Ella me miraba a los ojos, intentando leer en ellos.
—¿Porqué?
—Esa tos mía. Fui la semana pasada y me hizo algunas pruebas. Me pidió que fuese hoy para discutir los resultados —me acerqué a el a—. No dije nada; me parecía rutina… no valía la pena mencionarlo.
Ella arqueó las cejas, mostrando preocupación en todo el rostro.
—¿Y?
Busqué sus manos, las cogí.
Le temblaban las manos. Tomé aliento con mis pulmones dañados.
—Tengo cáncer —dije—. Cáncer de pulmón.
Abrió los ojos como platos.
—Oh, Dios mío —dijo, estremeciéndose—. ¿Qué… qué tenemos que hacer ahora? — preguntó.
Me encogí ligeramente de hombros.
—Más pruebas. El diagnóstico se hizo con material sacado de mi esputo, pero querrán hacer biopsias y otras pruebas para determinar… determinar la extensión.
—¿Cómo? —dijo, con voz trémula.
—¿Cómo lo pillé? —me encogí de hombros—. Noguchi supone que se debe al polvo mineral que he inhalado durante todos estos años.
—Dios —dijo Susan, temblando—. Dios mío.
Donald Chen llevaba diez años en el Planetario McLaughlin antes de que lo cerrasen, pero al contrario que sus colegas, seguía teniendo empleo. Fue transferido internamente al departamento de programas educativos del RMO, pero el RMO no tenía instalaciones permanentes dedicadas a la astronomía, así que Don tenía poco que hacer —aunque la CBC ponía su rostro sonriente en la tele cada año coincidiendo con las Perseidas.
Todo el personal se refería a Chen como «el muerto que camina». Ya tenía un rostro terriblemente pálido —un riesgo laboral para un astrónomo— y parecía que sólo era cuestión de tiempo que también lo despidiesen del RMO.
Evidentemente, todo el personal del museo se sentía intrigado por la presencia de Hollus, pero Donald Chen se interesaba especialmente. Es más, era evidente que le molestaba que el alienígena hubiese venido buscando a un paleontólogo y no a un astrónomo. El despacho original de Chen había estado en el planetario; su nuevo despacho, en el Centro de Conservadores, era poco más que un ataúd vertical, pero buscaba excusas frecuentes para venir a visitarnos, y ya me había acostumbrado a que llamase a la puerta.
En esta ocasión, Hollus abrió la puerta por mí. Se había vuelto muy bueno con las puertas y se las arreglaba para manipular el pomo con una de sus patas, en lugar de tener que darse la vuelta para usar una mano. Sentado en una silla al lado de la puerta se encontraba Boxeador —el apodo de Al Brewster, un enorme guardia de seguridad del RMO al que le habían asignado a tiempo completo el departamento de paleobiología debido a las visitas de Hollus—. Y de pie junto a Boxeador estaba Donald Chen.
—¿Ni hao ma? —le dijo Hollus a Chen; yo había tenido la suerte de pertenecer dos décadas atrás al proyecto Dinosaurio de Canadá-China y había aprendido un mandarín pasable, así que no me importaba.
—Hao —dijo Chen. Se metió en mi despacho y cerró la puerta mientras saludaba a Boxeador. Cambiando al inglés, dijo—. Hola, Caza vampiros.
—¿Caza vampiros? —dijo Hollus, mirando primero a Chen y luego a mí.
Tosí.
—Es un, ah, apodo.
Chen se volvió hacia Hollus.
—Tom es el líder de la batalla contra la administración actual del museo. El Toronto Star le ha apodado el Caza vampiros.
—El potencial Caza vampiros —le corregí—. Dorati se sigue saliendo con la suya casi siempre —Chen traía un libro antiguo escrito en chino, a juzgar por los caracteres en la portada dorada; aunque hablaba esa lengua, leerla a cualquier nivel me era imposible—. ¿Qué es eso? —dije.
—Historia china —dijo Chen—. He estado incordiando a Kung. —Kung ostentaba la cátedra Louise Hawley Stone en el departamento de civilizaciones asiáticas y del Oriente Próximo, otra amalgama post recortes de Harris—. Por eso quería ver a Hollus.
El forhilnor agitó los pedúnculos, listo para ayudar.
Chen colocó el pesado libro sobre la mesa.
—En 1998, un grupo de astrónomos del Instituto Max Planck de Física Extraterrestre en Alemania anunció el descubrimiento de unos restos de supernova… lo que queda después de que estalle una estrella enorme.
—Sé sobre las supernovas —dijo Hollus—. De hecho, el doctor Jericho y yo hablábamos hace tiempo de ese asunto.
—Vale, bien —dijo Chen—. Bien, los restos descubiertos por esos tipos están muy cerca, quizás a unos 650 años luz, en la constelación de Vela. Los llaman RX J0852.0—4622.
—Buen nombre; eufónico —dijo Hollus.
Chen tenía muy poco sentido del humor. Siguió hablando.
—La supernova que dejó ese resto debía haber sido visible en nuestros cielos alrededor del año 1320 después de Cristo. De hecho, debería haber superado en brillo a la luna llena y ser visible incluso durante el día. —Hizo una pausa, esperando a ver si alguno de los dos lo discutíamos. No lo hicimos, y siguió hablando—: Pero no hay ningún registro histórico de la misma; jamás se ha encontrado ninguna mención.
Los pedúnculos de Hollus se agitaron.
—¿Dijo que fue en Vela? Es una constelación del sur, tanto en el cielo de su mundo como en el del mío. Pero su mundo tiene muy poca población en el hemisferio sur.
—Cierto —dijo Chen—. De hecho, la única prueba terrestre que hemos podido encontrar de esa supernova es un pico de nitrato en nieve antártica que podría estar asociada con el a; picos similares se correlacionan con supernovas similares. Pero Vela es visible desde la tierra de mis antepasados; se puede ver con claridad desde el sur de China. Pensé que si alguien la había registrado serían los chinos. —Levantó el libro—. Pero no hay nada. Claro está, el año 1320 después de Cristo está en mitad de la dinastía Yuan.
—Ah —dije con tono de sabiduría—. Los Yuan.
Chen me miró como si fuese un filisteo.
—Kubla Kahn fundó la dinastía Yuan en Beijing —dijo—. Los gobernantes chinos eran normalmente generosos en su apoyo a la investigación astronómica, pero durante esa época, se recortó la ciencia mientras los mongoles lo conquistaban todo —hizo una pausa—. No muy diferente a lo que sucede actualmente en Ontario.
—¿Amargura, Chen? —dije.
Chen se encogió ligeramente de hombros.
—Ésa es la única explicación que se me ocurre de por qué mi gente no registró la supernova. —Se volvió hacia Hollus—. La supernova tendría que haber sido visible también desde Beta Hydri. ¿Su pueblo tiene algún registro de su observación?
—Lo comprobaré —dijo Hollus. El simulacro dejó de moverse; incluso el torso dejó de expandirse y contraerse. Esperamos como un minuto, y luego la gigantesca araña recuperó la vida cuando Hollus volvió a ocupar su avatar—. No —dijo.
—¿Ningún registro de una supernova hace 650 años?
—No en Vela.
—Esos son años terrestres, evidentemente.
Hollus pareció ofendido ante la sugerencia de que hubiese podido equivocarse.
—Evidentemente. La supernova más reciente visible al ojo desnudo observada por los forhilnores y los wreeds se produjo en la Gran Nube de Magallanes. Antes de eso, ambos pueblos vieron una en la constelación que ustedes llaman la Serpiente, en lo que hubiese sido a principios del siglo XVII.
Chen asintió.
—La supernova de Kepler —me miró—. Fue visible desde aquí a comienzos de 1604. Llegó a ser más brillante que Júpiter, pero apenas se podía ver durante el día.
—Se mordió el labio mientras pensaba—. Es fascinante.
La supernova de Kepler no se produjo cerca de la Tierra, o Beta Hydri o Delta Pavonis, y sin embargo los tres mundos la vieron y la registraron. La supernova 1987A, evidentemente, ni siquiera se produjo en esta galaxia, y todos la registramos. Pero el acontecimiento de Vela en 1320 se produjo muy cerca. Sería de esperar que alguien la hubiese visto.
—¿Quizás intervino una nube de polvo? —dijo Hollus.
—Ahora mismo no hay ninguna nube de polvo —dijo Chen—, y sería preciso una nube extremadamente cerca de la estrella que estal ó o terriblemente tarde para obscurecer la visión desde la Tierra, Beta Hydri y Delta Pavonis. Alguien debería haberla visto.
—Todo un enigma —dijo Hollus.
Chen asintió.
—Lo es, ¿no?
—Estaré encantado de ofrecerle toda la información que mi gente haya recogido sobre supernovas —dijo Hollus— Quizás eso arroje alguna luz sobre el problema.
Me pregunté si Hollus estaba haciendo un chiste deliberado.
—Eso sería genial —dijo Chen.
—Haré que envíen el material desde la nave nodriza —dijo Hollus, agitando los pedúnculos.
Cuando tenía catorce años, el museo organizó un concurso para niños interesados en los dinosaurios. El ganador recibiría como premio material diverso relacionado con la paleontología.
Si hubiese sido un concurso de trivialidades sobre dinosaurios, o una prueba de conocimientos habituales sobre dinosaurios, o si hubiese consistido en identificar fósiles, estoy seguro de que habría ganado.
Pero no fue así. Fue un concurso de fabricar la mejor marioneta de dinosaurio.
Supe qué dinosaurio tenía que ser: Parasaurolophus, el montaje más importante del RMO.
Intenté fabricarlo con plastilina, poliuretano y clavijas de madera.
Fue un desastre. La cabeza, con su larga cresta, se caía continuamente. Nunca la terminé. Un chico gordo ganó el concurso; asistí a la ceremonia donde él recibió los premios, uno de los cuales era un modelo de saurópodo. El dijo:
—¡Genial! ¡Un brontosaurio!
Yo estaba asqueado: incluso en 1960 nadie que supiese algo sobre dinosaurios llamaba eso a un Apatosaurus.
Pero aprendí una lección valiosa.
Aprendí que no puedes elegir las pruebas que van a hacerte.
Donald Chen y Hollus podrían estar fascinados por las supernovas, pero yo estaba más interesado en lo que Hollus y yo habíamos estado discutiendo antes.
—Bien, Hollus, parece que saben un montón sobre ADN.
—Supongo que sí —dijo el alienígena.
—¿Qué…? —me falló un poco la voz; tragué y volví a intentarlo—. ¿Qué saben sobre los problemas del ADN, sobre los errores de copia?
—Por supuesto, no es mi campo —dijo Hollus—, pero la doctora de nuestra nave, Lablok, es razonablemente experta en esa área.
—Y esa Lablok… —tragué—… ¿esa Lablok sabe algo sobre, digamos, el tratamiento del cáncer?
—El tratamiento del cáncer es una disciplina especializada en mi mundo —dijo Hollus—. Lablok sabe algo sobre eso, claro, pero…
—¿Pueden curar el cáncer?
—Lo tratamos con radiación y productos químicos —respondió Hollus—. En ocasiones son efectivos, pero muy a menudo no lo son —sonaba bastante triste.
—Ah —dije—. Lo mismo sucede en la Tierra. —Me mantuve en silencio durante un tiempo; evidentemente, había esperado que la respuesta fuese diferente. Oh, bien—. Hablando de ADN —dije al fin—. Me preguntaba si podría tener unas muestras del suyo. Si no es demasiado personal. Me gustaría que realizasen algunas pruebas.
Hollus alargó el brazo.
—Sírvase usted mismo.
Casi me lo tragué.
—Realmente no está aquí. No es más que una proyección.
Hollus bajó el brazo, y sus pedúnculos realizaron ese movimiento en S.
—Perdóneme mi sentido del humor. Pero, por supuesto, si quieren tener algo de ADN, no hay problema. Haré que el transbordador traiga algunas muestras.
—Gracias.
—Pero puedo decirles lo que van a encontrar. Descubrirán que mi existencia es tan improbable como la suya. El grado de complejidad de una forma de vida avanzada no puede haberse producido por casualidad.
Respiré profundamente. No quería discutir con el alienígena, pero, maldición, él era un científico. Debería actuar mejor. Hice girar la silla, encarándome con el ordenador montado sobre lo que había sido, cuando empecé a trabajar allí, el sitio de la máquina de escribir. Tengo uno de esos geniales teclados partidos de Microsoft; el museo se los tuvo que dar a quien los pidiese después de que la asociación del personal empezase a presentar quejas sobre posibles daños del síndrome carpiano.
Mi ordenador era un sistema Windows NT, pero abrí una ventana DOS y tecleé algunos comandos. Una aplicación se puso en marcha, y dibujó un tablero de ajedrez en la pantal a.
—Ése es un tablero de juego estándar humano —dije—. En él jugamos a dos juegos: ajedrez y damas.
Hollus juntó los ojos.
—He oído hablar del ajedrez; tengo entendido que su dominio se consideraba uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad… hasta que un ordenador pudo derrotar al humano más capaz. Los humanos tienen la tendencia a hacer que la definición de la inteligencia sea muy elusiva.
—Supongo que sí —dije—. Pero en todo caso, quiero hablar de algo más parecido a las damas —pulsé una tecla—. Aquí tiene una disposición aleatoria de piezas de juego —como un tercio de los sesenta y cuatro cuadrados criaron ocupantes circulares—. Ahora mire: cada cuadrado ocupado tiene ocho cuadrados vecinos, incluyendo las diagonales, ¿no?
Hollus volvió a juntar los ojos.
—Bien, considere tres reglas simples: un cuadrado dado permanecerá sin cambiar, u ocupado o vacío, si exactamente dos de sus vecinos están ocupados. Y si un cuadrado ocupado tiene tres vecinos ocupados, permanecerá ocupado. En todos los otros casos, el cuadrado se vacía si no lo está, y si está vacío, sigue vacío. ¿Comprende?
—Sí.
—Vale. Bien, ampliemos el tablero. En lugar de una matriz de ocho por ocho, usemos una de 400 por 300; en este monitor, eso permite que cada cuadrado esté representado por celdas de dos píxeles por dos píxeles. Mostraremos los cuadrados ocupados como celdas blancas y los vacíos como celdas negras.
Pulsé una tecla, y el tablero aparentemente retrocedió mientras se expandía simultáneamente en las cuatro esquinas de la pantalla.
A esa resolución, la rejilla desapareció, pero era evidente la disposición aleatoria de celdas encendidas y apagadas.
—Bien —dije—, apliquemos las tres reglas —pulsé la barra espaciadora y la disposición de puntos cambió—. Otra vez —dije, pulsé la barra espaciadora, y la disposición volvió a cambiar—. Una vez más —otra pulsación; otra reconfiguración de los puntos en la pantalla.
Hollus miró al monitor y luego a mí.
—¿Y?
—Esto —dije. Pulsé otra tecla, y el proceso se repitió a sí mismo automáticamente: aplica las tres reglas a cada celda del tablero, muestra la misma configuración, vuelve a aplicar las reglas, mostrar de nuevo la configuración revisada, y así sucesivamente.
Sólo pasaron unos segundos hasta la aparición del primer planeador.
—¿Ve ese grupo de cinco celdillas? —dije—. Lo llamamos un «planeador» y… ah, allí hay otro —toqué la pantalla, para señalarlo—. Y otro. Mire cómo se mueven.
Y, ciertamente, parecían moverse, manteniendo un grupo cohesivo mientras cambiaban de posición a posición por el monitor.
—Si se ejecuta esta simulación durante el tiempo suficiente —dije—, aparecerán todo tipo de estructuras similares a la vida; de hecho, se le llama el Juego de la Vida. Lo inventó en 1970 un matemático llamado John Conway; yo lo empleaba cuando enseñaba evolución en la Universidad de Toronto. A Conway le asombró lo que esas tres reglas simples podían producir. Después de algunas iteraciones, aparecía algo llamado un «cañón de planeadores»; una estructura que dispara nuevos planeadores a intervalos regulares. De hecho, los cañones de planeadores pueden crearse por la colisión de trece o más planeadores, por tanto, en cierta forma, los planeadores se reproducen a sí mismos. También salen «carnívoros», que pueden romper objetos pasajeros; en el proceso, el carnívoro sufre daño, pero después de unos turnos más, se reparan a sí mismos. El juego produce movimiento, reproducción, alimentación, crecimiento, sanamiento de las heridas, y más, todo aplicando esas tres reglas simples a una disposición inicialmente aleatoria de piezas.
—No comprendo lo que quiere decir —dijo Hollus.
—Lo que quiero decir es que la vida, la complejidad aparente de todo, puede generarse con unas reglas simples.
—¿Y esas reglas que se iteran continuamente qué representan exactamente?
—Bien, digamos que las leyes de la física…
—Nadie duda que el orden aparente pueda aparecer por la aplicación de reglas simples. Pero ¿quién escribió las reglas? Para el universo que me está mostrando, mencionó un nombre…
—John Conway.
—Sí. Bien, John Conway es el dios de ese universo, y todo lo que su simulación muestra es que cualquier universo requiere un dios. Conway fue el programador. Dios fue también un programador; las leyes de la física y las constantes físicas que él ideó son el código fuente de nuestro universo. La diferencia evidente entre su señor Conway y nuestro Dios es que, como ya ha dicho, Conway no sabía lo que el código fuente produciría hasta que hubo compilado y ejecutado el código, y por tanto se asombró de los resultados. Nuestro creador, es de suponer, tenía un resultado específico en mente y escribió un código para obtener ese resultado. Concedido, aparentemente las cosas no han salido exactamente como lo había planeado; las extinciones masivas parecen sugerir tal cosa. Pero en todo caso, parece claro que Dios diseñó deliberadamente el universo.
—¿Realmente cree tal cosa? —pregunté.
—Sí —afirmó Hollus, mientras miraba cómo más planeadores bailaban por la pantalla del ordenador—. Realmente lo creo.