Por el momento, Susan no había dicho nada sobre los ampliamente publicitados comentarios de Salbanda sobre que el universo tuviese un creador —un creador que, aparentemente, al menos en cinco ocasiones, había intervenido directamente en el desarrollo de la vida inteligente.
Pero, finalmente, mantuvimos nuestra conversación. Fue una que jamás había previsto. Yo había cumplido su capricho, cediendo a su fe, aceptando casarnos en una ceremonia religiosa. Pero yo siempre había sabido que yo era el bien informado, yo tenía razón, yo era quien sabía realmente cómo funcionaban las cosas.
Susan y yo estábamos sentados fuera, sobre la tarima. Era una tarde de abril anormalmente cálida. Ella iba a llevar a Ricky a su lección de natación; a veces le llevaba yo, a veces íbamos juntos, pero esta noche yo tenía otros planes. Ricky estaba en su habitación, cambiándose.
—¿Te ha dicho Hollus que busca a Dios? —preguntó Susan mirando a su taza de café.
Asentí.
—¿Y no me dijiste nada?
—Bien, yo… —dejé la frase incompleta—. No. No lo hice.
—Me hubiese encantado charlar con él sobre ese tema.
—Lo lamento —dije.
—Así que los forhilnores son religiosos —dijo, resumiendo la situación, al menos en lo que a ella respectaba.
Pero debía protestar; debía hacerlo.
—Hollus y sus colegas creen que el universo es el resultado de un diseño inteligente. Pero no adoran a Dios.
—¿No rezan? —preguntó Susan.
—No. Bien, los wreeds pasan la mitad del día meditando, en un intento de comunicarse con Dios telepáticamente, pero…
—A mí eso me suena a rezar.
—Ellos dicen que no quieren nada de Dios.
Susan mantuvo el silencio durante un momento; muy rara vez hablábamos sobre religión, y por muy buenas razones.
—La oración no es pedir cosas; no es como ir a visitar al Papá Noel de un centro comercial.
Me encogí de hombros; supongo que no sabía mucho sobre ese tema.
—¿Los forhilnores creen en el alma? ¿En la vida después de la muerte?
La pregunta me cogió por sorpresa; nunca lo había pensado.
—Con sinceridad, no lo sé.
—Quizá deberías preguntárselo a Hollus.
Asentí. Quizá debería hacerlo.
—Tú sabes que yo creo en las almas —dijo con claridad.
—Lo sé.
Pero Susan no avanzó más por ese sendero. No volvió a pedirme que fuese con ella a la iglesia; me lo había pedido ya, no hacía mucho, y con eso bastaba. Pero no iba a presionarme. Si ir a la iglesia de San Jorge le ayudaba a superar toda aquella situación, entonces genial. Pero cada uno debía superarla a su modo.
Ricky atravesó la puerta de vidrio, y llegó a la tarima.
—Eh, colega —dije—. Dale un beso a tu padre.
Se acercó y me besó la mejilla. Luego me tocó la cara con la manita.
—Me gusta mejor así —dijo. Creo que intentaba alegrarme; nunca le había gustado la rudeza de papel de lija de la barba incipiente que antes me salía de inmediato. Le sonreí.
Susan se puso en pie y también me besó.
Y mi mujer y mi hijo se fueron.
Con Ricky y Sue en el Centro Acuático Douglas Snow, a cuatro calles de distancia, me sentí solo. Entré en la casa y monté la cámara de vídeo —un capricho, un regalo de Navidad que nos habíamos hecho hacía unos años— sobre un trípode en la oficina.
Encendí la cámara, me trasladé hasta la silla que había tras la mesa y me senté.
—Hola, Ricky —dije. Y luego sonreí disculpándome—. Voy a pedirle a tu madre que no te muestre esta cinta hasta que hayan pasado diez años, así que supongo que ya tienes dieciséis. Estoy seguro de que ya no te llaman «Ricky». Quizás eres «Rick», o quizás hayas decidido que «Richard» te sienta mejor. Bien… bien, quizá sea mejor que te llame hijo.
Hice una pausa.
—Estoy seguro que has visto muchas fotografías de mí; tu madre sacaba fotos continuamente. Quizás incluso tengas algunos recuerdos de mí… espero que así sea. Recuerdo algunas cosas de cuando tenía seis o siete años… quizás en total una hora o dos. —Volví a detenerme. Si me recordaba, esperaba que tuviese el aspecto anterior al cáncer, cuando tenía pelo y no estaba tan delgado. En realidad, debería haber grabado la cinta justo después del diagnóstico, evidentemente antes de que hubiese empezado la quimioterapia.
»Así que estoy en desventaja —proseguí—. Tú sabes qué aspecto tengo, pero yo me pregunto qué aspecto tendrás tú… en qué hombre te habrás convertido —sonreí—. Eras un poco pequeño para tu edad a los seis años… pero eso debe de haber cambiado en los últimos diez años. Cuando tenía tu edad, dieciséis, la que tienes ahora, ya tenía una barba descuidada. Sólo había otro chico en la escuela que la tuviese; era, supongo, un acto de rebelión juvenil —me moví un poco en la silla.
»En cualquier caso —continué—, estoy seguro de que te has convertido en un buen hombre… sé que tu madre no te hubiese educado de otra forma. Lamento no haber estado contigo. Me hubiese encantado enseñarte a anudar la corbata, a afeitarte, a lanzar la pelota, a beber un vaso de vino. No sé qué te interesará ahora. ¿Los deportes? ¿El teatro del instituto? Lo que sea, sabes que hubiese estado entre el público siempre que hubiese podido.
Hice una pausa.
—Supongo que ahora estarás luchando con la idea de lo que quieres ser en la vida. Sé que encontrarás la felicidad y el éxito en lo que elijas. Si así lo deseas, hay dinero para que vayas a la universidad todo el tiempo que quieras… incluso el doctorado, si eso es lo que quieres. Eso sí, haz lo que te haga feliz, pero te diré que he disfrutado mucho de las recompensas de una vida académica; quizá no sea así para ti, pero si te lo estás planteando, te lo recomiendo. He viajado por todo el mundo, me pagan razonablemente bien, y mi horario es extraordinariamente flexible. Te lo comento por si te estabas preguntando si tu padre era feliz con su trabajo; sí, lo era… mucho. Y eso es lo más importante. Si tengo un consejo laboral que darte, es el siguiente: no te preocupes por el dinero que ganarás. Elige algo que disfrutes; sólo se vive una vez.
Volví a detenerme.
—Pero, en realidad, no puedo darte demasiados consejos —sonreí—. Demonios, cuando tenía tu edad, lo último que quería eran consejos de mi padre —y luego me encogí de hombros—. Aun así, voy a decirte esto: por favor, no fumes. Créeme hijo, no vale la pena arriesgarse a pasar por lo que yo he sufrido. No fumaba, estoy seguro de que tu madre te lo ha dicho, pero ésa es la causa principal del cáncer de pulmón. Por favor, te lo ruego; no te arriesgues.
Miré al reloj de la pared; quedaba mucho tiempo… al menos en la cinta.
—Probablemente sientas curiosidad por mi relación con Hollus, el forhilnor. —Me encogí de hombros—. Sinceramente, yo también siento curiosidad por ella. Supongo que si hay un recuerdo que conserves de tu niñez será la noche que vino a visitarnos. ¿Sabes que se trataba del Hollus real? ¿Que no era una proyección? Pues bien, era real. Tú, tu madre y yo fuimos los primeros humanos que realmente conocieron a un forhilnor en carne y hueso. Además de esta cinta, te dejo una copia del diario que llevo sobre mis experiencias con Hollus. Quizás algún día tú, o alguna otra persona, prepare un libro sobre toda esta experiencia. Claro está, habrá huecos que será preciso completar… estoy seguro de que hay cosas importantes que no conozco… pero las notas que he tomado deberían ser un buen punto de partida.
»En cualquier caso, en lo que respecta a mi relación con Hollus, sólo sé esto: me gusta y creo que yo le gusto a él. Hay un dicho que afirma que una vida sobre la que no se reflexiona no vale la pena vivirla; sufrir cáncer me hizo reflexionar sobre mi vida, pero creo que conocer a Hollus me hizo reflexionar sobre lo que significa ser humano. —Me encogí ligeramente de hombros, reconociendo que lo que iba a decir a continuación no era el tipo de cosas que la gente dice habitualmente en voz alta—. Y supongo que es esto: ser humano significa ser frágil. Sufrimos daño con facilidad, y no sólo físicamente. También se nos hiere emocionalmente con facilidad. Por tanto, durante tu camino por la vida, hijo, intenta no hacer daño a los demás. —Volví a levantar los hombros—. Ese es; ése es el consejo que tengo para ti. —Sabía que no era ni de lejos suficiente; no había forma de compensar una década perdida con algunas perogrulladas. Ricky ya se había convertido en el hombre en que se iba a convertir… sin mi ayuda.
»Hay una última cosa que quiero que sepas —terminé—. Nunca lo dudes ni por un momento, Richard Blaine Jericho. En una ocasión tuviste un padre, y él te amaba. Recuérdalo siempre.
Me levanté, apagué la cámara de vídeo y me quedé de pie en la oficina, mi santuario.