Esa noche me quedé sentado en el salón hasta tarde, después de que Hollus hubiese regresado a la nave estelar. Me había tomado dos pastillas para el dolor, y estaba dejando que hiciesen efecto antes de irme a la cama… en ocasiones la náusea me hacía difícil mantener las pastillas en el estómago.
Quizá, pensé, el forhilnor tuviese razón. Quizá no hubiese pistola humeante que yo pudiese aceptar. Decía que todo estaba allí, justo delante de mis ojos.
«No hay mayor ciego que el que no quiere ver»; aparte del vigésimo noveno pergamino, ése es uno de mis fragmentos religiosos preferidos.
Pero yo no estaba ciego, maldición. Tenía ojo crítico, un ojo escéptico, el ojo de un científico.
Me sorprendía que la vida en mundos diferentes usase el mismo código genético. Claro está, Fred Hoyle había propuesto que la Tierra —y presumiblemente otros planetas— había recibido la semilla de la vida bacteriana que vagaba por el espacio; si todos los mundos que Hollus había visitado hubiesen sido sembrados con la misma fuente, el código genético, evidentemente, tendría que ser el mismo.
Pero incluso si la teoría de Hoyle no fuese cierta —y realmente no es una teoría demasiado satisfactoria, porque simplemente traslada el origen de la vida a algún otro lugar que no podemos examinar con facilidad— quizás hubiese buenas razones para que sólo veinte aminoácidos fuesen adecuados para la vida.
Como Hollus y yo ya habíamos discutido antes, el ADN dispone de cuatro letras en su alfabeto: A, C, G y T, por adenina, citosina, guanina y timina, las bases que forman los escalones de su escala en espiral.
Vale, un alfabeto de cuatro letras. Pero ¿qué longitud tienen las palabras en el lenguaje genético? Bien, el propósito de ese lenguaje es especificar secuencias de aminoácidos, los bloques fundamentales de las proteínas, y, como he dicho, la vida emplea veinte aminoácidos diferentes. Evidentemente, no puede identificar de forma unívoca cada uno de esos veinte aminoácidos empleando palabras de sólo una letra de largo: un alfabeto de cuatro letras sólo ofrece cuatro palabras diferentes. Y no podrías hacerlo con palabras de dos letras: sólo hay dieciséis posibles palabras de dos letras en un lenguaje de sólo cuatro caracteres. Pero si empleas palabras de tres letras, ah, entonces tienes un exceso, un vocabulario bioquímico al estilo William F. Buckley de unas descomunales sesenta y cuatro palabras. Aparta veinte para nombrar a cada aminoácido, y dos más como signos de puntuación —uno para iniciar la transcripción y otro para detenerla—. Eso significa que el ADN sólo precisa veintidós de las sesenta y cuatro posibles palabras para realizar su trabajo. Si un dios hubiese diseñado el código genético, hubiese dado un buen vistazo al vocabulario extra y se hubiese preguntado qué hacer con él.
Me parece a mí que un ser así hubiese considerado dos posibilidades. Una sería dejar las restantes cuarenta y dos secuencias sin especificar, de la misma forma que hay secuencias de letras en los lenguajes reales que no forman palabras válidas. De esa forma, si una de esas secuencias apareciese en una cadena de ADN, sabría que se ha producido un error de copia —una errata genética, convirtiendo el código válido de A-T-A en, digamos, el galimatías A-T-C. Eso sería una señal clara y útil de que algo ha salido mal.
La otra alternativa sería vivir con el hecho de que iban a producirse errores de copiado, pero intentar reducir el impacto añadiendo sinónimos al lenguaje genético. En lugar de tener una palabra para cada aminoácido, podrías tener tres palabras que significan lo mismo. Eso usaría sesenta de las posibles palabras; luego podría tener dos palabras que significan inicio y dos más para detenerse, completando el diccionario de ADN. Si intentases agrupar los sinónimos de forma lógica, eso podría ayudar a evitar los errores de transcripción: si A-G-A, A-G-C y A-G-G significasen lo mismo, y sólo pudieses leer con claridad las primeras dos letras, seguirías teniendo una buena probabilidad de descubrir lo que se quería decir incluso sin conocer la tercera letra.
De hecho, el ADN emplea sinónimos. Y si hubiese tres sinónimos para especificar cada aminoácido, uno podría mirar al código y decir, sí, alguien se lo ha pensado muy bien. Pero dos aminoácidos —leucina y serina— tienen cada uno seis sinónimos, y otros cuatro, tres, dos e incluso uno: el pobre triptofan está especificado sólo por la palabra T-G-G.
Mientras tanto, el código A-T-G puede significar el aminoácido metionina (y no hay otras palabras genéticas para él) o, dependiendo del contexto, puede ser el signo de puntuación para «iniciar transcripción» (que tampoco tiene sinónimos). ¿Por qué en la Tierra —o en cualquier otro lugar— un diseñador inteligente iba a formar tal lío? ¿Por qué emplear la sensibilidad al contexto para determinar el significado cuando había palabras suficientes para evitarlo?
¿Y qué hay de las variaciones en el código genético? Como le dije a Hollus, el código empleado por el ADN mitocondrial difiere ligeramente del empleado por el ADN en el núcleo.
Bien, en 1982, Lynn Margulis propuso que las mitocondrias —orgánulos celulares responsables de la producción de energía— habían empezado siendo formas bacterianas separadas, viviendo en simbiosis con los antepasados de nuestras células, y que con el tiempo esas formas separadas fueron cooptadas en nuestras propias células, convirtiéndose en parte de el as. Quizá… Dios, hace tanto tiempo desde que repasé la bioquímica… pero quizá los códigos genéticos mitocondrial y nuclear habían sido idénticos originalmente pero, cuando comenzó la simbiosis, la evolución favoreció mutaciones que permitían algunos cambios en el código genético mitocondrial; con dos juegos de ADN existiendo en la misma célula, quizás esos pocos cambios sirviesen como método para distinguir las dos formas, evitando así la mezcla accidental.
No se lo había mencionado a Hollus, pero también hay algunas diferencias menores en el código genético empleado por los protozoos ciliados —si recuerdo correctamente, para ellos tres codones tienen diferente significado—. Pero… estaba fantaseando; lo sabía… pero algunos decían que los cilios, esos orgánulos irreduciblemente complejos cuya muerte había provocado mi propio cáncer de pulmón, también habían empezado como organismos discretos. Quizás esos protozoos ciliados que tenían un código genético diferente descendiesen de los mismos cilios que en el pasado se encontraban en simbiosis con otras células, desarrollando variaciones en el código genético por las mismas razones de seguridad que las mitocondrias pero, al contrario de los cilios que todavía conservábamos, habían roto posteriormente la simbiosis para regresar a una vida independiente.
En cualquier caso, era una posibilidad.
Aun así, cuando era niño en Scarborough, compartíamos la valla posterior con una mujer llamada señora Lansbury. Era muy religiosa —una «beata» decía mi padre— y siempre intentaba persuadir a mis padres para que le permitiesen llevarme a la iglesia los domingos. Nunca fui, claro, pero recuerdo su expresión favorita: el Señor actúa de forma misteriosa.
Quizá sí. Pero me cuesta trabajo creer que actuase con métodos chapuceros e improvisados.
Y sin embargo…
Y sin embargo, ¿qué había dicho Hollus de la lengua wreed? Ella también dependía del contexto y de un insólito uso de sinónimos. Quizás a algún nivel chomskiano, yo no tuviese las estructuras cerebrales adecuadas para apreciar la elegancia del código genético. Quizá T'kna y su gente lo encontrasen perfectamente razonable, perfectamente elegante.
Quizás.
De pronto el gato escapó del saco.
Yo no le había contado a nadie que la misión de la Merelcas era, al menos en parte, buscar a Dios. Y estoy bastante seguro de que los gorilas de Burundi habían mantenido la boca cerrada sobre ese asunto. Pero de pronto, todo el mundo lo sabía.
Había una fila de puestos de periódicos frente a la entrada de la estación de metro North York Centre. El titular del Toronto Star decía: «Los alienígenas tienen pruebas de la existencia de Dios.» El titular de el Globe and Mail proclamaba: «Dios un hecho científico, dicen los ET.» El National Post declaraba: «El universo tuvo un creador.» Y el Toronto Sun proclamaba sólo dos palabras gigantescas que ocupaban la mayor parte de la primera página: «¡Dios vive!»
Normalmente elegía el Sun como lectura ligera de camino al trabajo, pero para el tratamiento profundo, nada gana al Cubo y fregona; dejé caer las monedas en la caja gris y cogí un ejemplar. Y allí me quedé, bajo el frío aire de abril, leyendo todo lo que ponía en la parte superior de la primera página.
Una mujer hindú le había preguntado en Bruselas a Salbanda, el representante forhilnor que se reunía periódicamente con los medios, la simple y directa pregunta de si él creía en algún dios.
Y él respondió, explayándose.
Y evidentemente, cosmólogos de todo el mundo, incluyendo a Stephen Hawking y Alan Guth, fueron entrevistados con rapidez para descubrir si lo que el forhilnor había dicho tenía sentido.
Los líderes religiosos maniobraban para colocarse en buena posición. El Vaticano — con una larga historia de apostar por el cabal o equivocado en los debates científicos— no hacía comentarios, diciendo simplemente que el papa hablaría pronto del asunto. El Wilayat al-Faqih de Irán rechazó las palabras del alienígena. Pat Robertson pedía más donaciones para ayudar a su organización a estudiar las afirmaciones. El moderador de la Iglesia Unida de Canadá abrazó las revelaciones, diciendo que efectivamente era posible reconciliar ciencia y fe. Un líder hindú, cuyo nombre, me di cuenta, se escribía de dos formas diferentes en el mismo artículo, declaró que las afirmaciones del alienígena eran perfectamente compatibles con la creencia hindú. Mientras tanto, Caleb Jones del RMO señaló, en nombre del CSICOP, que no había necesidad de suponer nada místico o supernatural en las palabras del forhilnor.
Cuando llegué al RMO, el grupo habitual de locos de los ovnis se había incrementado con varios grupos religiosos diferentes —algunos con túnicas, otros con velas, algunos cantando, algunos arrodillados en oración—. También había varios agentes de policía, asegurándose de que el personal —incluyéndome a mí pero no sólo para mí— podía entrar con seguridad en el museo; una vez que se abrieron las puertas principales, extendieron la misma cortesía a los visitantes.
Octavillas preparadas con impresoras láser volaban por la acera; una que entreví mostraba a Hollus, u otro forhilnor, con sus pedúnculos exagerados para que pareciesen los cuernos del diablo.
Entré en el museo y llegué a mi despacho. Hollus apareció poco después.
—He estado pensando en la gente que voló la clínica abortista —dijo—. Dijiste que eran fundamentalistas religiosos.
—Bien, eso se supone, sí. Todavía no los han detenido.
—No hay pistola humeante —dijo Hollus.
Sonreí.
—Exacto.
—Pero si son, como sospechas, personas religiosas, ¿qué relevancia tiene?
—Volar una clínica abortista es un intento de protestar por el ultraje moral que perciben.
—¿Y…?—dijo Hollus.
—Bien, en la Tierra, el concepto de Dios está inextricablemente ligado con la moral.
Hollus prestaba atención.
—De hecho, tres de nuestras religiones principales comparten los mismos Diez Mandamientos, supuestamente entregados por Dios en persona.
Susan una vez bromeó conmigo diciendo que el único texto de las escrituras que yo conocía era el Vigésimo Noveno pergamino del Legislador:
Guardaos de la bestia del Hombre, porque es el agente del diablo. Es el único de los primates de Dios que mata por placer, o por lujuria, o por avaricia. Sí, asesinará a su hermano por poseer la tierra de su hermano. No permitáis que se reproduzca en gran número, porque convertirá su hogar en un desierto, y también el vuestro. Expulsadlo. Devolvedlo a la jungla, porque es el emisario de la muerte.
Es lo que Cornelius le leía a Taylor cerca del final de El planeta de los simios. Palabras con fuerza y, al igual que el doctor Zaius, yo siempre había intentado vivir según ese precepto. Pero Susan no tiene razón del todo. Cuando era estudiante de la Universidad de Toronto, hace muchos años, a veces asistía a las clases de Northrop Frye, el gran profesor de lengua; también me metía en las clases de Marshal McLuhan y Robertson Davies, los otros dos miembros del triunvirato, universalmente aclamado, de las humanidades de la Universidad de Toronto. Era embriagador escuchar a intelectos tan pasmosos. Frye afirmaba que no se podía apreciar la literatura inglesa sin conocer la Biblia. Quizá tuviese razón; en una ocasión leí como la mitad del Antiguo Testamento y había leído por encima las «verdaderas palabras de Jesús» marcadas en una versión del Rey Jacobo que había comprado en la librería del campus.
Pero, básicamente, lo que Susan había dicho era cierto. No conocía bien la Biblia, y no conocía el Corán ni ningún otro libro sagrado.
—¿Y esos Diez Mandamientos son…? —preguntó Hollus.
—Mmm, bien, no matarás. No cometerás adulterio. No… mmm, algo sobre un asno.
—Comprendo —dijo Hollus—. Pero por lo que nosotros hemos podido determinar, el creador jamás se ha comunicado directamente con nadie. Es más, los wreeds, que, como sabes, dedican la mitad de sus vidas buscando activamente la comunicación con él, afirman no haber tenido éxito. No estoy seguro de cómo esos mandamientos pudieron pasar a ninguna forma de vida.
—Bien, si recuerdo correctamente la película, Dios los escribió con un dedo sobre tablas de piedra.
—¿Hay una película de tal hecho? ¿No sería eso una pistola humeante?
Sonreí.
—La película es un drama, un entretenimiento. Se supone que los Diez Mandamientos se entregaron hace miles de años, pero la película se hizo hace como medio siglo.
—Oh.
—Aun así, muchos humanos creen estar en comunicación directa o indirecta con Dios… que escucha las plegarias.
—Se engañan —dijo Hollus. Sus pedúnculos se detuvieron—. Perdóname —dijo—. Sé que estás muriendo. ¿No rezas?
—No. Pero mi mujer Susan lo hace.
—Sus plegarias no han recibido respuesta.
—No —dije en voz baja—. Así es.
—¿Cómo reconcilian los miembros de tu especie el acto de rezar con el hecho de que la mayoría de las plegarias no reciben respuesta?
Me encogí de hombros.
—Decimos cosas como «Todo sucede por una razón».
—Ah, la filosofía wreed —dijo Hollus.
—Mi hijo me preguntó si yo había hecho algo malo… si es por eso por lo que tenía cáncer.
—Y ¿hiciste algo malo?
—Bien, nunca he fumado, pero supongo que mi dieta podría haber sido mejor.
—Pero ¿hiciste algo moralmente malo? Esos Diez Mandamientos que mencionaste… ¿Has roto alguno de ellos?
—Para ser sincero, ni siquiera sé cuáles son los diez. Pero no creo que haya hecho nada horrible. Nunca he asesinado. Nunca he engañado a mi mujer. Nunca he robado nada, al menos, no de adulto. Nunca he… —La imagen de Gordon Small y acontecimientos de tres décadas atrás me vinieron a la cabeza—. Además, no puedo creer que un Dios bondadoso castigase a nadie, sin importar la gravedad de la transgresión, con lo que yo estoy sufriendo.
—«Un Dios bondadoso» —repitió Hollus—. También he oído las expresiones «un Dios de amor», y «un Dios compasivo». —Sus pedúnculos se centraron en mí—. Creo que los humanos aplicáis demasiados adjetivos al creador.
—Pero eres tú el que cree que Dios tiene un propósito para nosotros —dije.
—Creo que el creador puede tener una razón específica para desear que haya vida en el universo y, es más, como dices tú, desear que aparezcan muchas especies inteligentes simultáneamente. Pero parece claro más allá de toda duda que el creador no se interesa por individuos concretos.
—¿Y ésa es la opinión generalizada entre miembros de tu especie? —pregunté.
—Sí.
—Entonces, ¿cuál es la fuente de la moral forhilnor? ¿Cómo distinguís entre lo bueno y lo malo?
Hollus hizo una pausa, ya fuese porque buscaba una respuesta o porque considerase si quería responder. Finalmente dijo:
—Mi especie tiene un pasado violento —dijo—, no muy diferente al vuestro. Somos capaces de cometer grandes salvajadas… es más, ni siquiera necesitamos armas para matar con facilidad a miembros de nuestra propia especie. Las cosas buenas que deben hacerse son esas que mantienen la violencia en desuso; las cosas malas son las que producen violencia —redistribuyó el peso, cambiando de posición las piernas—. Hace tres generaciones que mi especie no lucha en una guerra; lo que es bueno ya que ahora tenemos la capacidad de destruir nuestro mundo.
—Me pregunto si la violencia es innata en todas las especies inteligentes —dije—. La lucha por la dominación dirige la evolución. He oído la sugerencia de que ningún herbívoro podría desarrollar inteligencia porque no se requiere ingenio para comerse una hoja.
—Crea una extraña dinámica —dijo Hollus—. La violencia es necesaria para la inteligencia, la inteligencia da lugar a la habilidad de destruir la propia especie, y sólo por medio de la inteligencia se puede superar la violencia que provocó la aparición de la inteligencia.
—Nosotros lo llamamos una Trampa 22 —dije—. Quizá creamos las ideas de un Dios bondadoso y de la moral para ayudar a la preservación de la especie. Quizá cualquier especie que no tiene moral, que no suprime sus impulsos violentos guiados por el deseo de satisfacer a un dios, está condenada a destruirse a sí misma una vez conseguida la tecnología para hacerlo.
—Una idea interesante —dijo Hollus—. La creencia en Dios ofrecería una ventaja de supervivencia. En ese caso la evolución la seleccionaría.
—¿Tu especie sigue preocupándose por la posibilidad de destruirse a sí misma? — pregunté.
Hollus se agitó de arriba abajo, pero creo que era un gesto de negación, no de afirmación.
—Tenemos un gobierno planetario unificado, y mucha tolerancia para la diversidad. Hemos eliminado el hambre y las carencias. Nos quedan muy pocas razones para enfrentarnos unos contra otros.
—Me gustaría poder decir lo mismo de este mundo —dije—. Ya que este mundo tuvo la fortuna suficiente de ver la aparición de la vida, sería una lástima verla desaparecer por su propia estupidez.
—La vida no apareció aquí —dijo Hollus. ¡
—¿Qué? —estaba completamente perdido.
—No creo que se produjese un suceso biogenerativo en el pasado de la Tierra; no creo que la vida comenzase aquí.
—¿Dices que la vida vino del espacio profundo? ¿La hipótesis de panspermia de Fred Hoyle?
—Posiblemente. Pero sospecho que es más probable que comenzase relativamente cerca, en Sol IV.
—Sol… ¿te refieres a Marte?
—Sí.
—¿Cómo llegaría aquí desde allí?
—En meteoros.
Fruncí el ceño.
—Bien, a lo largo de los años se han encontrado un par de meteoritos marcianos de los que dicen que contenían fósiles. Pero han quedado bastante desacreditados.
—Bastaría con uno.
—Supongo. Pero ¿por qué opinas que la vida no es nativa de este planeta?
—Dijiste que creías que la vida había aparecido en este mundo hace 4.000 millones de años. Pero en esa época del sistema solar, este planeta todavía sufría de forma rutinaria impactos capaces de provocar una extinción, debido a los choques frecuentes de grandes cometas y asteroides. Es extremadamente improbable que durante ese periodo se hubiesen podido mantener las condiciones adecuadas para la vida.
—Bien, Marte no es mucho más antiguo que la Tierra, y seguro que también sufría bombardeos.
—Oh, sin duda era así —dijo Hollus—. Pero aunque es evidente que en Marte hubo agua libre… es bastante impresionante visitar su superficie actual; los rastros de erosión son increíbles… nunca tuvo océanos grandes o profundos como los de la Tierra. Si un asteroide golpea el suelo, el calor producido por el impacto podría elevar la temperatura durante unos meses. Pero si golpea el agua que, después de todo, cubre la mayor parte de la superficie de la Tierra ahora como hace miles de mil ones de años, el calor se mantendría retenido, elevando la temperatura del planeta durante décadas o incluso siglos. Marte tendría un ambiente estable para el desarrol o de la vida quizá 500 mil ones de años antes que la Tierra.
—¿Y luego parte de ella fue transferida aquí en meteoritos?
—Exacto. Como un treinta y seis por ciento de todo el material arrancado de Marte por impactos meteóricos con el tiempo acabaría atraído por la Tierra, y muchas formas de microbios pueden sobrevivir a la congelación. Explica con ingenio por qué las rocas más antiguas de la Tierra registran vida completa, aunque el ambiente era demasiado volátil para que apareciese aquí.
—Guau —dije, muy consciente de que la respuesta no era la más adecuada—. Supongo que un meteoro con vida de allá podría haber llegado aquí. Después de todo, toda forma de vida en este planeta comparte un antepasado común.
Hollus parecía asombrado.
—¿Toda la vida en este planeta comparte un antepasado común?
—Claro.
—¿Cómo lo sabéis?
—Comparamos el material genético de distintas formas de vida, y, juzgando por las divergencias, podemos determinar cuánto hace que compartieron el mismo antepasado. Por ejemplo, ¿has visto a Old George, el chimpancé disecado que tenemos en el diorama de la selva tropical de Budongo?
—Sí.
—Bien, los humanos y los chimpancés difieren genéticamente sólo en un 1,4 por ciento.
—Si me lo perdonas, diría que no parece correcto disecar y exhibir a un pariente tan cercano.
—Ya no lo hacemos —dije—. Tiene ya más de ochenta años —decidí no mencionar al aborigen australiano disecado que solían mostrar en el Museo Americano de Historia Natural—. De hecho, el concepto de derechos para los simios ha ganado mucho crédito debido a los estudios genéticos.
—¿Y tales estudios demuestran que toda la vida en el planeta tiene un antepasado común?
—Claro.
—Increíble. Tanto en Beta Hydri y Delta Pavonis, creemos que se produjeron muchos sucesos biogenerativos. Por ejemplo, la vida en mi mundo apareció al menos seis veces durante el periodo inicial de 300 millones de años. —Hizo una pausa—. ¿Cuál es el nivel más alto en vuestro sistema jerárquico de clasificación biológica?
—Reinos —dije—. Normalmente reconocemos cinco: Animalia, Plantae, Fungi, Moriera y Protista.
—¿Animalia son los animales? ¿Y Plantae las plantas?
—Sí.
—¿Todos los animales se agrupan juntos? ¿Lo mismo con todas las plantas?
—Sí.
—Fascinante. —Su torso esférico se agitó con fuerza—. En mi mundo, tenemos un nivel por encima de ésos, consistente en los seis… bien, «dominios» sería una traducción apropiada… los seis dominios de los seis acontecimientos creativos diferentes; en cada uno de ellos existen tipos separados de plantas y animales. Por ejemplo, nuestros pentápodos y octópodos no tienen la más mínima relación; los estudios cladísticos han demostrado que no tienen antepasados comunes.
—¿En serio? Aun así, deberíais ser capaces de emplear la técnica de ADN que he descrito para determinar las relaciones evolutivas entre miembros del mismo dominio.
—Los dominios se han entremezclado durante eones —dijo Hollus—. El genoma de mi propia especie contiene material genético de los seis dominios.
—¿Cómo es posible eso? Como dijiste con respecto a Spock, la idea de que miembros de especies diferentes, incluso del mismo dominio, tuviesen descendientes es ridícula.
—Creemos que los virus jugaron un papel muy importante durante mil ones de años en el movimiento de material genético entre los dominios.
Medité la idea. Se había sugerido que, en la Tierra, el material innecesario transferido a las formas de vida por los virus explican gran parte del ADN basura —el noventa por ciento del genoma humano que no codificaba proteínas—. Y, evidentemente, los genetistas de hoy transferían deliberadamente genes de vacas a patatas, y demás.
—¿Los seis dominios están basados en el ADN? —pregunté.
—Como he dicho, toda forma de vida compleja que hemos descubierto está basada en el ADN —dijo Hollus—. Pero con el ADN cruzándose entre dominios durante nuestra historia, el estudio comparativo que has sugerido no es algo con lo que hayamos tenido mucho éxito. Los animales que están claramente muy relacionados debido a los detalles evidentes del cuerpo pueden mostrar intrusiones importantes y recientes de ADN nuevo venido de otro dominio, lo que haría que el porcentaje de desviación entre las dos especies fuese engañosamente grande.
—Interesante —dije. Se me ocurrió una idea, demasiado alocada para expresarla en voz alta. Si, como decía Hollus, el ADN era empleado universalmente por todas las formas de vida, y el código genético era el mismo en todas partes, e incluso formas de vida de dominios diferentes incorporaban ADN de otros, entonces ¿por qué no podrían hacer lo mismo dos formas de vida de mundos diferentes?
Quizá después de todo Spock no fuese tan improbable.