Nuestra casa en El erslie tenía casi cincuenta años. Le habíamos añadido aire acondicionado central, un segundo baño, y la tarima que Tad y yo habíamos construido hacía unos veranos. Era un buen hogar, lleno de recuerdos.
Pero en ese momento estaba completamente solo en la casa —y eso era extraño.
Parecía que ya no estaba solo casi nunca. Hollus me acompañaba prácticamente siempre en el trabajo, y cuando él no estaba, los otros paleontólogos y estudiantes graduados danzaban a mi alrededor. Y excepto por la iglesia, Susan muy pocas veces me dejaba solo en casa. Yo no sabía si estaba intentando aprovechar al máximo el tiempo que nos quedaba o simplemente temía que me hubiese deteriorado tanto que no pudiese defenderme sin ella incluso durante unas horas. Pero era raro que estuviese solo en casa, sin Susan y sin Ricky.
No estaba seguro de qué quería hacer.
Podría ver la tele, pero…
Pero, Dios, ¿cuánto tiempo de mi vida había malgastado viendo la televisión? Un par de horas cada noche, eso harían 700 horas al año. Por cuarenta años; mi familia había comprado su primer televisor en blanco y negro en 1960. Eso da 28.000 horas, o…
Dios mío.
Son tres años.
En tres años más, Ricky tendría nueve. Daría cualquier cosa por verlo. Daría lo que fuese por recuperar esos tres años.
No, no, no iba a ver la tele.
Podría leer un libro. Siempre había lamentado no haber pasado más tiempo leyendo por placer. Oh, pasaba una hora y media cada día en el metro leyendo monografías científicas y copias impresas de grupos de noticias relacionados con el trabajo, intentando mantenerme al día, pero había pasado mucho tiempo desde que había abierto una buena novela. En las navidades me habían regalado A Widow for One Year de John Irving y A witness to life de Terence M. Green. Así que, sí, podía empezar cualquiera de las dos. Pero ¿quién sabía cuándo podría terminarla? Ya iba a tener bastantes asuntos sin terminar.
Cuando Susan salía yo solía pedir una pizza, una de las grandes y picantes de Dante's, al que un periódico local había dado un premio a la pizza más pesada —una Dante's con pepperoni Schneider, tan picante que seguirías teniéndola en el aliento dos días después—. A Susan no le gustaban las Dante's —l enaban demasiado, eran demasiado picantes— así que cuando ella me acompañaba, pedíamos una normal de esa institución de Toronto, Pizza Pizza.
Pero la quimioterapia me había arrebatado la mayor parte de mi apetito; no podía enfrentarme a la pizza de nadie.
Podría ver una película porno; teníamos un par de cintas, compradas como travesura unos años antes, pero que rara vez veíamos. Pero no. La quimio también había eliminado gran parte de ese deseo, por triste que sea decirlo.
Me senté en el sofá y miré a la repisa de la chimenea, llena de fotografías enmarcadas: Susan y yo el día de nuestra boda; Susan acunando a Ricky, poco después de que le adoptásemos; yo en las Badlands de Alberta, sosteniendo una piqueta; la fotografía de autor en blanco y negro de mi libro, Dinosaurios canadienses; mis padres, como unos cuarenta años atrás; el padre de Susan, frunciendo el ceño como siempre; los tres —Susan, Ricky y yo— en la pose que usamos un año como tarjetas de Navidad.
Mi familia.
Mi vida.
Me recliné. El tapizado del sofá estaba gastado; lo habíamos comprado justo después de casarnos. Aun así, debería haber durado más…
Estaba completamente solo.
La oportunidad podría no presentarse de nuevo.
Pero no podía. No podía.
Había pasado toda mi vida siendo un racionalista, un humanista laico, un científico.
Dicen que Cari Sagan mantuvo su ateísmo hasta el final. Incluso mientras agonizaba, no se arrepintió, no admitió la posibilidad de que hubiese un Dios personal al que le importaba de una forma u otra si vivía o moría.
Y sin embargo…
Y sin embargo, había leído su novela Contacto. También había visto la película, ya que estamos, pero la película rebajaba el mensaje de la novela. El libro no era ambiguo, decía que el universo había sido diseñado, creado según especificaciones por una vasta inteligencia. La novela concluía con las palabras: «Hay una inteligencia anterior al universo.» Puede que Sagan no creyese en el Dios de la Biblia, pero al menos admitió la posibilidad de un creador.
¿O no? Carl no estaba más obligado a creer en lo que escribió en su única obra de ficción de lo que George Lucas está obligado a creer en la Fuerza.
Stephen Jay Gould también había luchado contra el cáncer; en julio de 1982 se le había diagnosticado mesotelioma abdominal. Tuvo suerte; ganó. Gould, como Richard Dawkins, defendía una visión puramente darwiniana de la naturaleza —incluso si ellos dos no podían ponerse de acuerdo en los detalles precisos—. Pero si la religión había ayudado a Gould a superar su enfermedad, nunca lo dijo. Aun así, después de su recuperación, había escrito un nuevo libro, Ciencia y religión: un falso conflicto, que defendía que lo científico y lo espiritual eran dos terrenos separados, dos «magisterios disjuntos», una muestra típica de jerga gouldiana. Pero estaba claro que durante su lucha contra la gran C le habían preocupado muchas preguntas importantes.
Y ahora era mi turno.
Aparentemente Sagan había permanecido fiel hasta el final. Parecía que Gould quizás había vacilado, pero finalmente había regresado a su viejo yo, el racionalista perfecto.
¿Y yo?
Sagan no había tenido que lidiar con la visita de un alienígena cuya teoría de gran unificación señalaba la existencia de un creador.
Gould no había sabido de formas de vida avanzadas de Beta Hydri y Delta Pavonis que creían en Dios.
Pero yo sí.
Muchos años atrás, había leído un libro titulado La búsqueda de Dios en Harvard. Me había intrigado más el título que el contenido en sí, pero relataba las experiencias de Ari Goldman, un periodista del New York Times que había pasado un año matriculado en la Facultad de Teología de Harvard. Si quisiese buscar fósiles de la explosión cámbrica, iría al Parque Nacional Yoho; si quisiese buscar fragmentos de huevos de dinosaurios, iría a Montana o Mongolia. La mayor parte de las cosas exigían que tú fueses a ellas, pero Dios —Dios, si es ubicuo— deberías poder buscarlo en cualquier sitio: en Harvard, en el Real Museo de Ontario, y en un Pizza Hut de Kenia.
En realidad, me parecía a mí que si Hollus tenía razón, debería poder alargar la mano, en cualquier sitio, en cualquier momento, agarrar un puñado de espacio, y descorrer el velo para revelar la maquinaria de Dios que subyace tras él.
No prestéis atención al hombre tras la cortina…
Y eso había hecho yo. Le había ignorado por completo.
Pero ahora, ahora mismo, estaba solo.
O…
Jesús, nunca se me ocurren ideas así. ¿Soy más débil que Sagan? ¿Más débil que Gould?
Me había encontrado con ellos en varias ocasiones; Carl había dado conferencias en la Universidad de Toronto, e invitábamos a Stephen al RMO cada vez que sacaba un libro nuevo; en unas semanas volvería para hablar en simultaneidad con la exposición Burgess Shale. Me había sorprendido lo alto que era Carl, pero Stephen era exactamente como el tipo bajito y rechoncho que habían dibujado en Los Simpson.
Físicamente, ninguno de los dos parecía más fuerte que yo —de lo que yo solía ser.
Pero ahora, ahora quizá yo fuese más débil que cualquiera de ellos.
Maldición, no quería morir.
Los viejos paleontólogos no mueren, dice el chiste. Pero está claro que la muerte les petrifica.
Me levanté del sofá. La alfombra del salón estaba básicamente libre de obstáculos; Ricky cada vez mejoraba más en lo que a guardar los juguetes se refería.
No debería importar dónde lo haces.
Miré por la ventana del salón. El erslie era una calle amplia y vieja que se llamaba Willowdale cuando yo era niño; estaba bordeada por árboles añosos. Un peatón tendría que realizar verdaderos esfuerzos para verme.
Aun así…
Me acerqué y cerré las cortinas marrones. La sala se obscureció. Le di al interruptor de pared que controlaba una de las lámparas. Miré el reluciente reloj del vídeo: todavía me quedaba tiempo antes de que Susan y Ricky regresasen a casa.
¿Quería hacerlo?
No había espacio para un creador en lo que enseñaba en la Universidad de Toronto. El RMO era uno de los museos más eclécticos del mundo, pero, a pesar del mosaico del techo que proclamaba que la misión del museo era «que todos los hombres aprecien Su obra», no había una exhibición específica dedicada a Dios.
Claro que no, hubiesen dicho los fundadores del RMO. El creador está en todas partes.
En todas partes.
Incluso aquí.
Solté aire, exhalando la resistencia que me quedaba a la idea.
Y me arrodil é, sobre la alfombra, junto a la chimenea, con las fotografías de mi familia contemplando a ciegas lo que yo hacía.
Me arrodillé.
Y empecé a rezar.
—Dios —dije.
La palabra tuvo su eco apagado en el interior de la chimenea.
Repetí.
—¿Dios? —en esa ocasión una pregunta, una invitación a una respuesta.
No la hubo, claro. ¿Por qué debería importarle a Dios que yo me muriese de cáncer? Millones de personas en todo el mundo batallaban en ese mismo instante contra una forma u otra de ese antiguo enemigo, y muchas de esas personas eran mucho más jóvenes que yo. Evidentemente los niños en los pabellones de leucemia requerirían primero su atención.
Aun así, probé de nuevo, diciendo por tercera vez la palabra que sólo había empleado como expletivo.
—¿Dios?
No hubo señal, y en realidad nunca la habría. ¿No es eso la fe?
—Dios, si Hollus tiene razón… si los wreeds y los forhilnores no se equivocan, y diseñaste el universo pieza a pieza, constante fundamental a constante fundamental… entonces, ¿no podrías haber evitado esto? ¿Qué posible bien puede hacerle a nadie el cáncer?
El Señor actúa de forma misteriosa. La señora Lansbury siempre lo repetía. Todo sucede por una razón.
Chorradas. Estupideces sin remisión. Sentí un nudo en el estómago. El cáncer no tenía una razón. Destrozaba a la gente; si un dios creó la vida, entonces era un chapucero que creaba productos fallidos que se autodestruían.
—Dios, desearía… desearía que hubieses decidido hacer algunas cosas de otra forma.
Eso era todo lo que podía decir. Susan había dicho que las oraciones no eran para pedir cosas, y no podía resignarme a pedir misericordia, a pedir no morir, a pedir ver a mi hijo graduarse en la universidad, pedir envejecer junto a mi esposa. ¡
Justo entonces, la puerta principal se abrió. Evidentemente me había perdido en mis propias reflexiones, o habría oído las llaves de Susan al abrir la puerta.
Me sentí enrojecer.
—¡Lo encontré! —exclamé, como piara mí, fingiendo recoger un objeto invisible. Me puse en pie y sonreí con bochorno a mi hermosa esposa y a mi precioso hijito.
Pero no había encontrado nada.