34

Oscuridad total.

Y calor, lamiéndome por todos lados.

¿Era el infierno? ¿Era…?

Pero no. Claro que no. Tenía un terrible dolor de cabeza, pero mi mente comenzaba a centrarse.

Un clic alto, y luego…

Y luego la tapa de la unidad de criopreservación se hizo a un lado. El ataúd oblongo, destinado a un wreed, fue depositado en el suelo, y Hollus estaba a horcajadas encima, con los seis pies en estribos para evitar salir volando, sus patas delanteras inclinadas, y sus pedúnculos descendiendo para mirarme.

—«Hora» «de» «levantarse», «amigo» «mío» —dijo.

Sabía lo que se suponía que debían decir en una situación como ésta; había visto cómo Khan Noonien Singh lo hacía.

—¿Cuánto tiempo? —pregunté.

—Más de cuatro siglos —contestó Hollus—. Ahora estamos en el año de la Tierra 2432.

«Así de fácil», pensé. Habían pasado más de 400 años, sin que yo fuese consciente. Así de fácil.

Fueron inteligentes instalando las criocámaras fuera de los centrífugos; dudo mucho que hubiese podido sostener mi propio peso. Hollus alargó su mano derecha, y yo hice lo propio con la izquierda para agarrarla; la sencilla banda de oro en mi dedo anular parecía no haber cambiado por la congelación y el paso del tiempo. Hollus me ayudó a salir del ataúd cerámico; a continuación dejó escapar los pies de los estribos y flotamos libremente.

—La nave ha dejado de desacelerar —dijo—. Casi estamos en lo que queda de Betelgeuse.

Estaba desnudo; por alguna razón, me avergonzaba que la alienígena me viese de esa forma. Pero mis ropas me esperaban; me vestí con rapidez —una camisa azul y un par de pantalones suaves y de color caqui, veteranos de muchas excavaciones.

Tenía problemas para enfocar, y la boca seca. Hollus debió anticiparlo; tenía un bulbo traslúcido lleno de agua listo para mí. Los forhilnores jamás enfriaban el agua, pero en ese momento no me importaba —lo último que necesitaba era algo frío.

—¿Deberían hacerme un chequeo? —pregunté después de haberme metido el agua en la boca.

—No —dijo Hollus—. Todo es automático; tu salud ha estado sometida a examen continuo. Estás… —se detuvo; estoy seguro de que iba a decir que estaba bien, pero los dos sabíamos que eso no era cierto—. Estás igual que antes de la congelación.

—Me duele la cabeza.

Hollus movió sus miembros de una forma extraña; después de un segundo comprendí que era la flexión que hubiese hecho subir y bajar su torso si no estuviésemos en gravedad cero.

—Sin duda experimentarás varios dolores durante un día o dos; es natural.

—Me pregunto cómo estará la Tierra —dije.

Hollus cantó en dirección al monitor de pared más cercano. Después de unos momentos, apareció una imagen ampliada: un disco amaril o, con el tamaño aparente de una moneda sostenida a un brazo de distancia.

—Tu sol —dijo el a. Luego señaló un objeto más obscuro, como de un sexto del diámetro del sol—. Y ése es Júpiter, con aspecto algo rechoncho desde esta perspectiva. —Hizo una pausa—. A esta distancia, es difícil resolver la Tierra en luz visible, aunque si miras una imagen de radio, la Tierra supera al sol en muchas frecuencias.

—¿Todavía? —dije—. ¿Todavía emitimos radio después de tanto tiempo? —Eso sería maravilloso. Significaría…

Hollus guardó silencio durante un momento, quizá sorprendida de que no comprendiese.

—No sé. La Tierra está a 429 años luz; la luz que nos llega ahora muestra el sistema solar tal y como era poco después de nuestra partida.

Asentí con tristeza. Claro. Mi corazón comenzó a desbocarse, y mi visión se hizo más borrosa. Al principio pensé que algo había salido mal al revivirme, pero no era eso.

Estaba pasmado; no me había preparado para lo que estaba sintiendo.

Seguía con vida.

Mis ojos se centraron en el diminuto disco amarillo, luego se desplazaron al anillo dorado que me rodeaba el dedo. Sí, seguía con vida. Pero mi amada Susan no. Sí, con toda seguridad, ella ya no estaba viva.

Me pregunté qué tipo de vida habría llevado después de mi partida. Esperaba que hubiese sido feliz.

¿Y Ricky? ¿Mi hijo, mi maravilloso hijo?

Bien, estaba aquel doctor al que entrevistaron en la CTV, el que dijo que el primer humano que viviría por siempre era probable que ya hubiese nacido. Quizá Ricky siguiese con vida, y tuviese —¿cuántos?— 438 años.

Pero suponía que las probabilidades eran remotas. Era más probable que Ricky hubiese crecido para convertirse en el hombre que estaba destinado a ser, y hubiese trabajado y amado, y ahora…

Y ahora hubiese desaparecido.

Mi hijo. Casi con toda seguridad le había sobrevivido. Se supone que eso no le pasa a un padre.

Sentí las lágrimas saliendo de mis ojos; lágrimas que ni una hora antes habían estado congeladas, lágrimas que se congregaban, a falta de gravedad, cerca de los conductos. Me las limpié.

Hollus comprendía el significado de las lágrimas humanas, pero no me preguntó por qué lloraba. Sus propios hijos, Pealdon y Kassold, también debían de estar muertos con toda seguridad. Flotó pacientemente junto a mí.

Me pregunté si Ricky habría dejado hijos, nietos y bisnietos; me sorprendió pensar que era fácil que yo ahora tuviese quince o más generaciones de descendientes. Quizás el apel ido Jericho todavía resonase…

Y me pregunté si el Real Museo de Ontario todavía existía, si habían vuelto a abrir el planetario, o si, de hecho, el viaje espacial barato para todos había convertido finalmente, como debía ser, a esa institución en algo redundante.

Me pregunté si Canadá seguiría existiendo, ese gran país al que amaba tanto.

Más aún, claro, me pregunté si la humanidad seguía existiendo, si habíamos evitado el golpe al final de la ecuación de Drake, si habíamos evitado volarnos con armas nucleares. Antes de mi partida las habíamos tenido durante unos cincuenta años; ¿habíamos resistido la tentación de usarlas durante ocho veces ese tiempo?

O quizás… /

Era lo que habían elegido los nativos de Epsilon Indi.

Y los de Tau Ceti.

Y también los de Mu Cassiopeae A.

Por no mencionar a los de Sigma Draconis.

E incluso esos seres amorales de Groombridge 1618, los cabrones arrogantes que habían volado Betelgeuse.

Todos ellos, si yo tenía razón, habían trascendido al dominó mecánico, un mundo virtual, un paraíso generado por ordenador.

Y a estas alturas, con cuatro siglos de avances tecnológicos adicionales, seguro que el Homo sapiens tenía la capacidad de hacer lo mismo.

Quizá lo hubiese hecho. Quizás.

Miré a Hollus, flotando frente a mí: la Hollus real, no el simulacro. Mi amiga, en carne y hueso.

Quizá la humanidad hubiese seguido el ejemplo de los nativos de Mu Cassiopeae A, volando la Luna, dotando a la Tierra de unos anillos que harían sombra a los de Saturno; evidentemente, nuestra luna es relativamente más pequeña que la de los casiopeianos así que contribuye menos a la regeneración del manto. Aun así, quizás ahora mismo hubiese una señal de advertencia extendiéndose sobre alguna región geológicamente estable de la Tierra.

Volvía a flotar libremente, demasiado lejos de cualquier pared; tenía tendencia a hacerlo. Hollus maniobró en mi dirección y me agarró la mano.

Esperaba que la humanidad no hubiese trascendido. Esperaba que la humanidad fuese, bien, todavía humana —todavía caliente, biológica y real.

Pero no había forma de saberlo.

¿Y seguía al í esa entidad, esperándonos, después de más de cuatro siglos?

Sí.

Oh, quizá no hubiese rondado por al í todo ese tiempo; quizás había calculado cuándo llegaríamos, y mientras tanto había ido a ocuparse de otros asuntos. Mientras la Merelcas recorría 429 años luz un pelín por debajo de la velocidad de la luz, la visión frontal había pasado a la invisibilidad ultravioleta; la entidad podría haber desaparecido durante gran parte de ese tiempo.

Y, claro, quizá no fuese en realidad Dios; quizá fuese una forma de vida extremadamente avanzada, algún representante de una especie antigua pero totalmente natural. O quizá fuese en realidad una máquina, un enjambre masivo de entidades nanotecnológicas; no había razón que impidiese que una tecnología avanzada no pareciese orgánica.

Pero ¿dónde trazas la línea? Algo —alguien— estableció los parámetros fundamentales del universo.

Alguien había intervenido en al menos tres mundos durante un periodo de 375 mil ones de años, un periodo dos millones de veces mayor que el par de siglos que las especies inteligentes parecen sobrevivir en estado corpóreo.

Y alguien había salvado ahora a la Tierra, Delta Pavonis II y Beta Hydri III de la explosión de una estrella supergigante, absorbiendo en algunos momentos más energía de la producida por todas las estrellas de la galaxia, y haciéndolo sin quedar destruido en el proceso.

¿Cómo defines a Dios? ¿Debe ser omnisciente? ¿Omnipotente? Como dicen los wreeds, ésas no son más que abstracciones, y posiblemente inalcanzables. ¿Debe definirse a Dios de tal forma que lo sitúe más al á del alcance de la ciencia?

Siempre había creído que no había nada más allá del alcance de la ciencia.

Y todavía lo creo.

¿Dónde trazas la línea?

Aquí mismo. Para mí, la respuesta estaba aquí mismo.

¿Cómo defines a Dios?

De esta forma. Un Dios que yo podría comprender, al menos en potencia, sería infinitamente más interesante y revelador que uno que desafiase toda comprensión.

Flotaba frente a una de las pantallas de pared, con Hollus a la izquierda, seis forhilnores más cerca de ella, una serie de wreeds a mi derecha, y miramos al ser. Resultó tener como unos 1.500 millones de kilómetros de ancho —aproximadamente el diámetro de la órbita de Júpiter—. Y era de un negro tan absoluto que me dijeron que incluso el resplandor de la llama de fusión de la Merelcas, que le había estado apuntando durante dos siglos para frenar, no se había reflejado desde su superficie.

La entidad seguía eclipsando Betelgeuse —o lo que quedase de ella— hasta que estuvimos muy cerca. Luego se hizo a un lado, sus seis miembros moviéndose como los radios de una rueda, revelando la vasta nebulosa rosa que se había formado y el diminuto pulsar, el cadáver de Betelgeuse, en su centro.

Pero ése fue su único reconocimiento de nuestra presencia, al menos por lo que yo sabía. Volvía a desear tener ventanas de verdad: quizá si nos viese saludando respondería, moviendo uno de sus vastos seudópodos de obsidiana en un arco lento y majestuoso.

Era para volverse loco: al í estaba, a un tiro de piedra de lo que podría ser Dios, y parecía tan indiferente a mi presencia como, bien, cuando había comenzado a formarse el tumor en mis pulmones. En una ocasión, antes, había intentado hablar con Dios y no había recibido respuesta, pero ahora, maldición, seguro que la cortesía, al menos, exigía una respuesta; habíamos viajado más que cualquier humano, forhilnor o wreed hubiera hecho antes.

Pero la entidad no realizó ningún intento por comunicarse —o, al menos, ninguno que yo, Zhu, mi viejo compañero de viaje chino, Qaiser, la mujer esquizofrénica, o incluso Huhn, el gorila de dorso plateado, pudiésemos detectar—. Tampoco parecía que los forhilnores pudiesen contactar con él.

Pero los wreeds…

Los wreeds, con sus mentes radicalmente diferentes, con su forma diferente de ver, de pensar…

Y con su fe inquebrantable…

Los wreeds aparentemente se encontraban en comunicación telepática con el ser. Después de años de intentar hablar con Dios, ahora Dios, eso parecía, les hablaba, de una forma que sólo ellos podían detectar. Los wreeds no podían articular lo que les decía, de la misma forma que no podían articular de ninguna forma comprensible los conocimientos sobre el sentido de la vida que les daban tanta paz, pero empezaron a construir algo en el centrífugo de los wreeds.

Antes de que estuviese terminado, Lablok, la doctora forhilnor de la Merelcas, reconoció lo que era, basándose en sus principios de diseño generales: un gran útero artificial.

Los wreeds tomaron muestras genéticas del miembro más viejo de su contingente, una hembra llamada K't'ben, y del forhilnor más viejo, un ingeniero llamado Geedas, y…

No, no de mí, aunque me gustaría que así hubiese sido; hubiese significado conclusión, clausura.

No, tomaron la muestra de Zhu, el viejo granjero de arroz chino.

Hay cuarenta y seis cromosomas humanos.

Hay treinta y dos cromosomas forhilnores.

Hay cincuenta y cuatro cromosomas wreeds… aunque ellos no lo saben.

Los wreeds tomaron una célula forhilnor y extrajeron todo el ADN del núcleo. Luego con cuidado insertaron en esa célula conjuntos diploides de cromosomas de Geedas, K't'ben y Zhu, cromosomas que se habían dividido ya en tantas ocasiones que sus telómeros casi se habían reducido a nada. Y esa célula, conteniendo los 132 cromosomas de tres especies diferentes, se colocó con cuidado en el interior del útero artificial, donde flotó en una cuba de líquido conteniendo bases de purina y pirimidina.

Y luego sucedió algo asombroso —algo que hizo que mi corazón diese un vuelco, que hizo que los pedúnculos de Hollus se separasen al máximo—. Hubo un destello de luz brillante; los sensores de la Merelcas mostraron que el rayo de partículas había surgido exactamente del centro de la entidad negra, atravesando el útero artificial.

Observando con escáneres amplificadores, la interacción resultaba asombrosa.

Cromosomas de los tres mundos parecían buscarse entre sí, uniéndose para formar líneas más largas. Algunas consistían en dos cromosomas forhilnores unidos, con un cromosoma wreed en un extremo; Hollus había comentado el equivalente forhilnor del síndrome de Down y de cómo los cromosomas carentes de telómeros podían unirse por los extremos, una habilidad innata, aparentemente inútil, incluso dañina, pero ahora…

Otras cadenas consistían en cromosomas humanos colocados entre cromosomas forhilnor y wreed. Otras consistían en cromosomas humanos a ambos extremos de un cromosoma wreed. Unas pocas cadenas sólo tenían dos cromosomas de largo; normalmente uno humano y uno forhilnor. Y seis de los cromosomas wreeds permanecieron inalterados.

Ahora quedaba claro que las cadenas de ADN tenían capacidad de hacer más —mucho más— que simplemente morir o formar tumores después de que los telómeros hubiesen sido eliminados. Es más, los cromosomas sin telómeros estaban listos para el ansiado siguiente paso. Y ahora que finalmente formas inteligentes de múltiples mundos, con algo de ayuda, habían aparecido simultáneamente, esos cromosomas podían dar ese paso.

Ahora comprendía por qué existía el cáncer —por qué Dios necesitaba células que pudiesen seguir dividiéndose incluso después de que sus telómeros se hubiesen agotado—. Los tumores en formas de vida aisladas no eran más que un efecto secundario desafortunado; como había dicho T'kna: «El desarrollo específico de la realidad que incluyó el cáncer, presumiblemente indeseable, debía contener algo muy deseable.» Y lo muy deseable era esto: la habilidad de conectar cromosomas, para unir especies, para concatenar formas de vida —el potencial bioquímico de crear algo nuevo, algo más.

Bauticé a los cromosomas combinados como supersomas.

E hicieron lo que hacen los cromosomas normales: se reprodujeron, desenrollándose en toda su longitud, separándose en dos partes, añadiendo las bases correspondientes tomadas de la sopa nutriente —una citosina emparejándose con cada guanina; una timina con cada adenina— para rellenar la mitad ahora ausente.

Algo fascinante sucedió la primera vez que los supersomas se reprodujeron: la cadena se hizo más corta. Grandes secuencias de ADN intrónico —basura— desaparecieron durante el proceso de copia. Aunque los supersomas contenían tres veces más ADN activo que los cromosomas normales, las cadenas resultantes eran mucho más cortas. Los supersomas no superaban el límite teórico del tamaño de células biológicas; en realidad, acumulaban mayor información en un espacio más pequeño. Y, evidentemente, cuando los supersomas se reprodujeron, la célula que los contenía se dividió, creando otras dos.

Y luego esas dos células se dividieron.

Y otra vez, y otra.

Antes de mediados del Cámbrico, la vida sufría de un límite fundamental debido al hecho de que las células fertilizadas no podían dividirse más de diez veces, lo que limitaba de forma importante la complejidad del organismo resultante.

A continuación se produjo la explosión cámbrica, y la vida de pronto se hizo más compleja.

Pero seguía habiendo límites. Un feto sólo podía crecer hasta cierto tamaño —los bebés humanos, los wreeds y los forhilnores tenían todos alrededor de cinco kilos—. Bebés mayores hubiesen requerido canales imposiblemente anchos; sí, cuerpos mayores podrían contener cerebros mayores en el momento del nacimiento —pero gran parte de la masa cerebral adicional estaría dedicada a controlar un cuerpo mayor—. Quizá, sólo quizás, una bal ena fuese tan inteligente como un humano —pero no era más inteligente—. La vida aparentemente había alcanzado su límite final de complejidad.

Pero el feto con supersomas siguió creciendo más y más en el útero artificial. Habíamos esperado que se detuviese por sí solo en algún momento: oh, un forhilnor podría vivir su vida con un cromosoma de longitud doble; un niño humano podría sobrevivir durante un tiempo teniendo tres cromosomas veintiuno. Pero esta combinación, esta loca mezcla genética, este batiburrillo, seguro que era demasiado, seguro que superaba en demasía el límite de lo posible. La mayor parte de los embarazos —ya fuesen wreed, forhilnor o humanos— abortaban de forma espontánea al principio cuando algo salía mal en el desarrol o embrionario, normalmente incluso antes de que la madre sepa siquiera que está embarazada.

Pero nuestro feto, nuestro híbrido triple imposible, siguió adelante.

En las tres especies, la ontogenia —el desarrollo del feto— parece recapitular la filogenia —la historia evolutiva del organismo—. Los embriones humanos desarrollan y rechazan las agal as, colas, y otros ecos aparentes de su pasado evolutivo.

Este feto también pasaba por fases, cambiando su morfología. Era increíble —como observar la explosión cámbrica desarrollándose ante tus ojos, un centenar de formas corporales probadas y rechazadas—. Simetría radial, simetría cuadrilateral, simetría bilateral. Espiráculos y agallas, pulmones y otras cosas que ninguno de nosotros reconoció. Colas y apéndices innominados, ojos compuestos y pedúnculos, cuerpos segmentados y continuos.

Nadie jamás había comprendido por qué la ontogenia aparentemente recapitulaba la filogenia, pero no era una verdadera repetición de la historia evolutiva del organismo —eso quedaba claro porque las formas no se ajustaban a las descubiertas en el registro fósil—. Pero ahora el propósito parecía claro: el ADN debía contener rutinas de optimización, probando variaciones posibles antes de seleccionar qué conjunto de adaptaciones expresar. Observábamos no sólo las soluciones terrestres, de Beta Hydri y Delta Pavonis, sino también mezclas de las tres.

Finalmente, después de cuatro meses, el feto pareció ajustarse en una estructura corporal, una arquitectura fundamental diferente de la humana, forhilnor o wreed. El cuerpo del feto consistía en un tubo en forma de herradura, rodeado por un aro de material del que dependían seis miembros. Había un esqueleto interno, que se formaba visiblemente a través del material translúcido del cuerpo, pero no estaba hecho de huesos lisos sino más bien de haces de material trenzado.

Le dimos un nombre al embrión. Lo llamamos Wibadal, el término forhilnor para la paz.

Una niña que no viviría para ver crecer.

Pero, como mi propio Ricky, estoy seguro de que la adoptarían, la cuidarían, si no la tripulación de la Merelcas, entonces la vasta y palmeada obscuridad que ocupaba el cielo.


Dios era el programador.

La leyes de la física y las constantes fundamentales eran el código fuente.

El universo era el programa, que llevaba ejecutándose desde hacía 13.900 millones de años, para llegar a este momento.

Que la capacidad de trascender, de rechazar la biología, llegase demasiado pronto en la vida de una especie, era un error, un fallo de diseño, una complicación indeseada. Pero finalmente, el programador había corregido el fallo.

¿Y Wibadal?

Wibadal era el resultado. El propósito del proceso.

Le deseé suerte.


Era la antigua progresión, el motor que siempre había alimentado la evolución. Una vida termina; otra comienza.

Volví a la criopreservación, pasando los siguientes once meses con mi cuerpo y su degeneración detenidos. Pero cuando finalmente se completó la gestación de Wibadal, Hollus volvió a despertarme en la que sería, los dos lo sabíamos, la última vez.

Los wreeds habían anunciado que hoy sería el día; la hija estaba completa y la sacarían del útero artificial.

—Deseamos que exprese lo mejor que hay en todos nosotros —dijo T'kna, el wreed al que había conocido por primera vez por telepresencia todos esos meses antes, todos esos siglos antes.

Hollus hizo subir y bajar el torso. «A» dijo una de sus bocas, y «mén» concluyó la otra.

Yo estaba aturdido por la animación suspendida, pero contemplé con fascinación cómo Wibadal era sacada del útero. Llegó al universo llorando, igual que había hecho yo, al igual que todos los miles de mil ones que me habían precedido.

Hollus y yo pasamos horas simplemente mirándola, una forma extraña, ya con la mitad de mi tamaño.

—Me pregunto cuánto tiempo vivirá —le dije a mi amiga forhilnor; quizá fuese una idea extraña, pero tenía el tiempo de vida muy presente en mi mente.

—«Quién» «sabe» —contestó—. La falta de telómeros no parece serle un impedimento. Sus células podrían reproducirse por siempre, y…

Se detuvo.

—Y así lo harán —dijo después de unos momentos de reflexión—. Así lo harán. Esa entidad —hizo un gesto en dirección a la obscuridad espacial centrada en las pantallas de visión— sobrevivió al último big crunch. Wibadal, sospecho, sobrevivirá al siguiente, convirtiéndose en la diosa del universo que lo preceda.

Era una idea pasmosa, aunque quizá Hollus tuviese razón. Pero yo no viviría lo suficiente para estar seguro.

Wibadal se encontraba tras una luna de vidrio en una sala de maternidad construida especialmente con una única cuna circular. Golpeé suavemente el cristal, como los padres de mi mundo habían hecho un mil ón de veces antes. Golpeé y agité la mano.

Y Wibadal se movió, y agitó un apéndice regordete en mi dirección. Quizás el Dios actual nunca hubiese dado muestras de saber de mi presencia —incluso cuando yo había venido justo hasta él, se había mostrado indiferente—, pero esta diosa en potencia me percibió, al menos una vez, al menos durante un momento.

Y durante ese momento, no sentí dolor.

Pero pronto, la agonía regresó; se había estado haciendo peor, y yo me había estado debilitando.

El tiempo se acababa.

Escribí una última y larga carta a Ricky por si, por un milagro, siguiese vivo. Hollus la transmitió a la Tierra; les llegaría casi medio milenio después. Le conté a mi hijo lo que había visto y lo mucho que le amaba.

Y luego le pedí a Hollus un último favor, una gracia final. Le pedí el tipo de cosa que sólo un buen amigo puede pedirle a otro. Le pedí que me ayudase a terminar, a seguir. Sólo había traído unas pocas cosas de la Tierra, además de mi medicación contra el cáncer y mis pastillas.

Pero había traído un texto de bioquímica con suficiente información para que la doctora de la Merelcas pudiese sintetizar algo que terminase con mi vida de forma indolora y rápida.

La propia Hollus administró la inyección, y se sentó junto a mi cama, sosteniendo ¡mi mano enflaquecida con una de las suyas, su piel burbujeante fue lo último que sentí.

Le pedí a Hollus que apuntase mis últimas palabras y las retransmitiese también a la Tierra, para que Ricky, o quien siguiese allí, supiese qué había dicho. Como ya había fantaseado antes, quizás él, o uno de mis enésimos bisnietos escribiese un libro sobre el primer contacto entre un extraterrestre y alguien que, suponía, era demasiado humano.

Me sorprendió descubrir cuáles fueron mis últimas palabras.

—Sabes —le dije a Hollus sus ojos agitándose de un lado a otro—. Recuerdo cuándo me sentí fascinado por primera vez por los fósiles.

Hollus escuchaba.

—Había estado en una playa —dije—, jugando con algunas rocas, y me asombró encontrar una concha de piedra incrustada en una de el as. Había encontrado algo que jamás habría buscado —el dolor iba reduciéndose; todo se me empezaba a escapar. Apreté la mano de la forhilnor—. Supongo que soy un hombre afortunado —dije, sintiendo cómo me llegaba la paz—. Me ha sucedido por segunda vez.

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