2

La pregunta de Christine Dorati me detuvo en seco. Todo había estado desarrollándose con tal rapidez, que no había tenido tiempo para considerar la importancia de todo lo que estaba sucediendo. El primer visitante extraterrestre verificado de la Tierra se había dejado caer y yo, en lugar de avisar a las autoridades —o siquiera a mi jefa Christine—, estaba charlando con el ser, dedicándome a una de esas sesiones que los estudiantes mantienen a altas horas de la madrugada.

Pero antes de que pudiese responder, Hollus se había dado la vuelta para encararse con la doctora Dorati; rotó el cuerpo esférico desplazando cada una de las seis patas a la izquierda.

—«Saludo» —dijo—. «Mi» «nombre» «es» «Hol» «lus» —las dos sílabas del nombre se superpusieron ligeramente, una boca empezando a hablar antes de que la otra hubiese terminado del todo.

Christine era administradora a tiempo completo. Años antes, cuando era una investigadora en activo, su campo habían sido los textiles; por tanto, los orígenes ultraterrenos de Hollus podrían no serle evidentes.

—¿Es una broma?—preguntó.

—«En» «absoluto» —contestó el alienígena, con esa extraña voz estereofónica—. Soy — sus ojos me miraron rápidamente, como si reconociese que estaba repitiendo algo que yo había dicho antes—… considéreme un investigador visitante.

—¿Visitante de dónde? —preguntó Christine.

—Beta Hydri —dijo Hollus.

—¿Dónde está eso? —preguntó Christine. Tenía una boca grande y caballuna y realizaba esfuerzos conscientes para cerrar los labios sobre los dientes.

—Es otra estrella —dije—. Hollus, ésta es la doctora Christine Dorati, la directora del RMO.

—¿Otra estrel a? —dijo Christine, cortando la respuesta de Hollus—. Vamos, Tom. Seguridad me advirtió de que había alguna broma en marcha, y…

—¿Ha visto mi nave espacial? —preguntó Hollus.

—¿Su nave espacial? —dijimos al unísono Christine y yo.

—Aterricé frente a ese edificio con el techo esférico.

Christine penetró definitivamente en la habitación, pasó al lado de Hollus y pulsó el botón del altavoz en mi teléfono. Marcó una extensión interna.

—¿Gunther? —dijo. Gunther era el agente de seguridad en la entrada de personal, situada en el callejón entre el museo y el planetario—. Soy la doctora Dorati. Hágame un favor: salga a la calle y dígame lo que ve frente al planetario.

—¿Se refiere a la nave espacial? —preguntó la voz de Gunther a través del altavoz—. Ya la he visto. Ahora está rodeada por una enorme multitud.

Christine colgó el teléfono sin recordar decir adiós. Miró al alienígena. Sin duda podía ver cómo el tórax de Hollus se contraía y expandía al respirar.

—¿Qué… eh, qué quiere? —preguntó Christine.

—Estoy realizando algunas investigaciones paleontológicas —dijo Hollus. Sorprendentemente, la palabra paleontológicas, complicada incluso para los humanos, no quedó dividida entre las ranuras; todavía no había conseguido comprender las reglas que gobernaban el cambio.

—Tengo que comunicárselo a alguien —dijo Christine, casi para sí misma—. Tendré que notificarlo a las autoridades.

—¿Cuáles son las autoridades apropiadas en este caso?—pregunté.

Christine me miró como si le sorprendiese que hubiese oído lo que había dicho.

—¿La policía? ¿La Real Policía Montada del Canadá? ¿El Departamento de Asuntos Exteriores? No lo sé. Es una pena que cerrasen el planetario; puede que hubiese alguien ahí que lo supiese. En todo caso, quizá se lo debería preguntar a Chen. —Donald Chen era el astrónomo entre el personal del RMO.

—Puede notificárselo a quien desee —dijo Hollus—. Pero por favor, no dé demasiada publicidad a mi presencia. No hará más que interferir con mi trabajo.

—¿Es usted el único alienígena en la Tierra en estos momentos? —preguntó Christine—. ¿O hay otros como usted visitando otros países?

—En estos momentos, soy el único sobre la superficie del planeta —dijo Hollus—, aunque es posible que pronto bajen más. La tripulación de la nave nodriza, que se encuentra en órbita sincrónica alrededor de su planeta, está compuesta por treinta y cuatro individuos.

—¿Sincrónica sobre dónde? —preguntó Christine—. ¿Toronto?

—Las órbitas sincrónicas deben estar sobre el ecuador —dije—. No puede ser sobre Toronto.

Hollus giró los pedúnculos en mi dirección; quizás estaba ganando puntos en su estimación.

—Eso es cierto. Pero ya que este lugar era nuestro primer destino, la nave está en órbita sobre la misma longitud. Creo que el país que está justo debajo es Ecuador.

—Treinta y cuatro alienígenas —dijo Christine, como si intentase asimilar la idea.

—Correcto —replicó Hollus—. La mitad son forhilnores como yo y la otra mitad wreeds.

Sentí la emoción que me recorría. Tener la oportunidad de examinar una forma de vida de un ecosistema diferente era pasmoso; pero examinar formas de vida de dos sería asombroso. En años anteriores, cuando me encontraba bien, daba un curso sobre evolución en la Universidad de Toronto, pero todo lo que sabíamos sobre el funcionamiento de la evolución se basaba en un único ejemplo. Si pudiésemos…

—No estoy segura de a quién llamar —dijo Christine una vez más—. Demonios, ni siquiera estoy segura de que me creyesen si llamase.

Justo en ese momento sonó el teléfono. Cogí el auricular. Era Indira Salaam, la ayudante ejecutiva de Christine. Le pasé el teléfono.

—Sí —dijo Christine al teléfono—. No. Estaré aquí. ¿Puedes traerlos? Muy bien. Adiós. — Me devolvió el teléfono—. Los mejores de Toronto vienen de camino.

—¿Los mejores de Toronto? —preguntó Hollus.

—La policía —dije yo mientras colgaba.

Hollus no dijo nada. Christine me miró.

—Alguien llamó para informar de la historia de la nave espacial y del piloto alienígena que había entrado en el museo.

Pronto llegaron dos agentes de uniforme, escoltados por Indira. Se quedaron en el quicio de la puerta con la boca abierta. Uno de los policías era flacucho, el otro bastante robusto —las formas grácil y robusta del Homo policíacas, lado a lado, al í mismo, en mi despacho.

—Debe de ser falso —le dijo el policía delgado a su compañero.

—¿Por qué todo el mundo asume lo mismo? —preguntó Hollus—. Los humanos parecen tener una capacidad impresionante para ignorar las pruebas más evidentes. —Los dos ojos cristalinos me miraron fijamente.

—¿Quién es el director del museo? —preguntó el policía fornido.

—Soy yo —dijo Christine—. Christine Dorati.

—Bien, señora, ¿qué cree que debamos hacer?

Christine se encogió de hombros.

—¿La nave espacial bloquea el tráfico?

—No —dijo el policía—. Se encuentra por completo en terreno del planetario, pero…

—¿SÍ?

—Pero, bien, habría que informar de algo así.

—Estoy de acuerdo —le dijo Christine—. Pero ¿a quién?

Volvió a sonar el teléfono. En esta ocasión era el asistente de Indira… No pueden mantener abierto el planetario, pero los asistentes tienen asistentes.

—Hola, Perry —dije—. Un segundo —le pasé el teléfono a Indira.

—¿Sí? —preguntó—. Comprendo. Mm, un segundo. —Miró a su jefa—. CITY-TV está aquí—dijo—. Quieren ver al alienígena. —CITY-TV era una televisión local famosa por sus noticias en directo; su lema era simplemente «¡En todas partes!».

Christine se volvió hacia los dos policías para ver si tenían alguna objeción. Se miraron el uno al otro e intercambiaron encogimientos de hombros.

—Bien, no podemos meter más gente aquí arriba —dijo Christine—. La oficina de Tom no da más de sí. —Se volvió hacia Hollus—. ¿Le importaría bajar de nuevo a la Rotonda?

Hollus se movió de arriba abajo, pero no creo que fuese una muestra de acuerdo.

—Estoy deseoso de iniciar mis investigaciones —dijo.

—En algún momento tendrá que hablar con ellos —le respondió Christine—. Mejor sería que se lo quitase ahora de encima.

—Muy bien —dijo Hollus, sonando terriblemente renuente.

El policía más grueso habló al micrófono que llevaba en la hombrera del uniforme, presumiblemente comunicándose con alguien en la comisaría. Mientras tanto, todos marchamos por el pasil o hacia el ascensor. Tuvimos que bajar en dos turnos: Hollus, Christine y yo en el primero; Indira y los dos policías en el segundo. Les esperamos en la planta baja, luego nos dirigimos al vestíbulo abovedado del museo.

CITY-TV llama a sus cámaras —todos jóvenes y modernos— «videógrafos». Había uno esperando, cierto, así como una buena multitud de espectadores, formando un círculo aguardando el regreso del alienígena. El videógrafo, un nativo canadiense de pelo negro atado en una coleta, se adelantó. Christine, siempre la política, intentó meterse frente a la cámara, pero él no quería más que grabar a Hollus desde todos los ángulos posibles — CITY-TV era famosa por lo que mi cuñado llama «experiencias extra-corporales».

Noté que uno de los policías tenía la mano sobre la pistolera; supongo que sus supervisores le habían indicado que protegiesen al alienígena a toda costa.

Finalmente, se agotó la paciencia de Hollus.

—«Seguro» «que» «ya» «es» «suficiente» —le dijo al tipo de la CITY-TV.

Que el alienígena supiese hablar inglés pasmó a la multitud; la mayoría había llegado después de que Hollus y yo hubiésemos hablado en el vestíbulo. De pronto, el videógrafo comenzó a acribillar al alienígena con preguntas:

—¿De dónde viene? ¿Cuál es su misión? ¿Cuánto tiempo ha necesitado para llegar aquí?

Hollus hizo lo posible por responder —aunque nunca mencionó a Dios— pero, después de unos minutos, dos hombres vestidos con trajes azules entraron en el campo de visión, uno negro y el otro blanco. Observaron al alienígena durante un rato y luego el blanco se adelantó para decir.

—Disculpe —tenía acento quebecois.

Aparentemente Hollus no le oyó; siguió respondiendo las preguntas del videógrafo.

—Discúlpeme —repitió el hombre en voz más alta.

Hollus se hizo a un lado.

—Perdóneme —dijo el alienígena—. ¿Desea pasar?

—No —dijo el hombre—. Quiero hablar con usted. Pertenecemos al Servicio Canadiense de Seguridad e Inteligencia; me gustaría que viniese con nosotros.

—¿Adonde?

—A un lugar más seguro, donde pueda hablar con la gente adecuada. —Hizo una pausa—. Hay un protocolo para estas cosas, aunque llevó unos minutos encontrarlo. El primer ministro ya está de camino al aeropuerto de Ottawa, y estamos a punto de notificárselo al presidente de Estados Unidos.

—No, lo lamento —dijo Hollus. Sus pedúnculos hicieron un recorrido completo, mirando al vestíbulo octogonal y a toda la gente antes de regresar a los agentes federales—. He venido aquí a realizar investigaciones paleontológicas. Estaré encantado de decirle hola a su primer ministro, claro, si se deja caer por aquí, pero la única razón por la que he revelado mi presencia es para hablar con el doctor Jericho, aquí presente. —Me señaló con uno de los brazos, y el videógrafo viró la cámara para grabarme a mí. He de confesar que me sentí bastante hinchado.

—Lo lamento, señor —dijo el hombre franco-canadiense del SCSI—. Pero realmente tenemos que hacerlo así.

—No me está escuchando —dijo Hollus—. Me niego a ir. Estoy aquí para realizar un trabajo importante y deseo seguir haciéndolo.

Los dos agentes del SCSI se miraron. Al final habló el negro; tenía un acento ligeramente jamaicano.

—Mire, se supone que debe usted decir, «Lléveme ante su líder». Se supone que debe querer conocer a las autoridades.

—¿Por qué? —preguntó Hollus.

Los agentes volvieron a intercambiar miradas.

—¿Por qué? —repitió el blanco—. Porque así es como se hace.

Los dos ojos de Hollus convergieron en el hombre.

—Sospecho que tengo más experiencia que ustedes en estas situaciones —dijo en voz baja.

El agente federal blanco sacó un arma.

—Realmente debo insistir —dijo.

Los dos policías entraron en acción.

—Tendremos que ver alguna identificación —dijo el más corpulento de los dos policías.

El agente negro lo hizo; yo no tenía ni idea de cómo día ser una identificación del SCSI, pero los agentes de policía se dieron por satisfechos.

—Ahora —dijo el negro—. Por favor, venga con nosotros.

—Estoy bastante seguro de que no usarán el arma —dijo Hollus—, por lo que sin duda se hará como yo digo.

—Tenemos órdenes —dijo el agente blanco.

—Sin duda es así. Y sin duda sus superiores comprenderán que no pudieron ejecutarlas. —Hollus señaló al videógrafo, que se volvía loco intentando cambiar la cinta—. La grabación mostrará que insistieron, que yo me negué, y ése será el fin del asunto.

—Ésta no es forma de tratar a un invitado —gritó una mujer desde la multitud. Parecía ser un sentimiento popular: varias personas repitieron la afirmación.

—Intentamos proteger al alienígena —dijo el hombre blanco del SCSI.

—Y una mierda —dijo un visitante del museo—. He visto Expediente X. Si sale de aquí con ustedes, ninguna persona normal volverá a verle.

—¡Déjenle en paz! —añadió un hombre mayor con acento europeo.

Los agentes miraron al videógrafo, y el negro le señaló una cámara de seguridad al blanco. Sin duda deseaban que nada de eso estuviese siendo grabado.

—Con toda amabilidad —dijo Hollus—, no van a salirse con la suya.

—Pero, bien, sin duda no tiene ninguna objeción a que haya un observador presente, ¿no? —dijo el agente negro—. Alguien que se asegure de que no sufre daño.

—No tengo preocupaciones por esa parte —le dijo Hollus.

Christine dio un paso al frente en ese momento.

—Soy la presidenta y directora del museo —dijo a los dos hombres del SCSI. A continuación se volvió hacia Hollus—. Estoy segura de que comprenderá que nos gustaría tener un registro, una crónica, de su visita. Si no le importa, nos gustaría que al menos un cámara les acompañase a usted y al doctor Jericho. —El tipo de la CITY-TV se adelantó; quedaba muy claro que se ofrecería voluntario con toda alegría.

—Pero sí me importa —dijo Hollus—. Doctora Dorati, en mi mundo sólo se somete a vigilancia constante a los criminales; ¿aceptaría usted que alguien la vigilase durante todo el día mientras trabaja?

—Bien, yo… —dijo Christine.

—Ni yo tampoco —dijo Hollus—. Agradezco su hospitalidad, pero… usted —señaló al videógrafo—. Usted es un representante de los medios de comunicación; permítame que haga una petición. —Hollus hizo una pausa de un segundo mientras el nativo canadiense ajustaba el ángulo de la cámara—. Busco acceso sin trabas a una colección amplia de fósiles —dijo Hollus, hablando en voz alta—. A cambio, compartiré información que mi pueblo ha reunido, cuando considere que es apropiado y justo. Si hay otro museo que me ofrezca lo que busco, de buena gana me presentaré allí. Simplemente…

—No —dijo Christine, corriendo—. No, eso no será necesario. Cooperaremos en todo lo que podamos.

Hollus apartó los pedúnculos de la cámara.

—En ese caso, ¿podré realizar mis estudios en los términos que me sean aceptables?

—Sí —dijo el a—. Sí, lo que desee.

—El Gobierno de Canadá aún requerirá… —empezó a decir el hombre blanco del SCSI.

—Con facilidad puedo ir a Estados Unidos —dijo Hollus—. O Europa, o China, o…

—¡Que tenga lo que quiere! —gritó un visitante del museo de mediana edad.

—No pretendo intimidar —dijo Hollus, mirando a uno de los agentes y luego al otro—, pero mi interés en ser una celebridad o que me controlen burócratas y personal de seguridad es nulo.

—Honestamente no tenemos ningún margen posible en nuestras órdenes —dijo el agente blanco—. Simplemente debe venir con nosotros.

Los ojos de Hollus se elevaron, de forma que miró al mosaico en lo alto del techo de la Rotonda, formado por más de un mil ón de fragmentos de cristal veneciano; quizá fuese el equivalente forhilnor de poner los ojos en blanco. Las palabras «que todos los hombres aprecien Su obra» —una cita, me han dicho, del Libro de Job— estaban escritas en un cuadrado en el ápice de la bóveda.

Después de un momento, los pedúnculos bajaron, y cada uno se centró en cada uno de los agentes.

—Escuchen —dijo Hollus—. He pasado más de un año en órbita estudiando su cultura. No soy tan tonto como para bajar en una forma que me hiciese vulnerable. —Metió un brazo entre los pliegues de tela que le cubrían el torso… de un golpe, el otro hombre del SCSI tenía el arma en la mano… y sacó un objeto poliédrico del tamaño de una pelota de golf. Luego se acercó a mí y me lo ofreció. Lo cogí; era más pesado de lo que parecía.

»Este dispositivo es un proyector de holoforma —continuó Hollus—. Acaba de ajustarse a las características biométricas del doctor Jericho y sólo funcionará en su compañía; es más, puedo hacer que se autodestruya de forma bastante espectacular si alguna otra persona lo manipula, así que les aconsejo que no intenten quitárselo. Además, el proyector sólo funcionará en locales que yo apruebe, como el interior de este museo —hizo una pausa—. Me encuentro aquí por telepresencia —dijo—. Mi yo real se encuentra en el interior de la nave de aterrizaje, en el exterior del edificio de al lado; la única razón por la que vine a la superficie fue para supervisar la entrega del proyector que el doctor Jericho sostiene. El proyector emplea holografía y campos de fuerza micromanipulados para dar la impresión de que me encuentro aquí y poder manipular objetos —Hollus, o su imagen, se congeló durante unos segundos, como si el Hollus real estuviese ocupado haciendo otra cosa—. Ya está —dijo—. La nave de aterrizaje regresa ahora a órbita, con mi yo real a bordo. —Algunas personas salieron corriendo del vestíbulo del museo, presumiblemente para poder ver la nave que partía—. No hay nada que puedan hacer para obligarme, y no hay forma en que puedan dañarme físicamente. No pretendo ser maleducado, pero el contacto entre la humanidad y mi gente se realizará según nuestros términos, no los suyos.

El poliedro que tenía en la mano emitió un pitido de dos tonos, y la proyección de Hollus se agitó unos segundos, luego desapareció.

—Evidentemente, tendrá que entregar el objeto —dijo el hombre blanco.

Sentí cómo me recorría la adrenalina.

—Lo lamento —dije—, pero vio cómo Hollus me lo daba directamente. No creo que tenga ningún derecho sobre él.

—Pero se trata de un artefacto alienígena —objetó el agente negro del SCSI.

—¿Y? —dije.

—Bien, es decir, debería estar en manos oficiales.

—Yo también trabajo para el Gobierno —dije desafiante.

—Quiero decir que debería estar en manos seguras.

—¿Por qué?

—Bien, ah, porque sí.

No acepto un «porque sí» de mi hijo de seis años como argumento; tampoco iba a aceptarlo entonces.

—No puedo entregárselo… ya han oído lo que Hollus ha dicho de que estal aría. Creo que Hollus ha dejado muy claro cómo van a hacerse las cosas… y ustedes, cabal eros, no tienen en ello ningún papel. Por tanto —miré al tipo blanco, el que tenía acento francés—, les digo adieu.

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