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Lo sé, lo sé; parecía una locura que los alienígenas hubiesen venido a Toronto. Vale, la ciudad es popular entre los turistas, pero uno pensaría que un ser de otro mundo iría directamente a las Naciones Unidas… o quizás a Washington. ¿En la película de Robert Wise Ultimátum a la Tierra no iba Klaatu directamente a Washington?

Aunque claro, uno pensaría que también es una locura que el mismo director que hizo West Side Story hubiese dirigido asimismo una buena película de ciencia ficción. En realidad, ahora que lo pienso, Wise dirigió tres películas de ciencia ficción, cada una más flemática que su predecesora.

Pero estoy divagando. Últimamente lo hago mucho; tendrán que perdonarme. Y no, no me estoy volviendo senil; por el amor de Dios, sólo tengo cincuenta y cuatro años. Pero el dolor en ocasiones me dificulta la concentración.

Hablaba sobre los alienígenas.

Y por qué vinieron a Toronto.

Sucedió así…

El transbordador alienígena aterrizó frente a lo que antes era el Planetario McLaughlin, que está justo al lado del Real Museo de Ontario, donde trabajo. Digo que antes era el planetario porque Mike Harris, el tacaño premier de Ontario, eliminó los fondos para el planetario. Se le ocurrió que los niños canadienses no tenían por qué saber nada sobre el espacio; gran visión de futuro, Harris. Después de que cerrase el planetario, alquilaron el edificio para una exposición comercial de Star Trek, con la reproducción del puente de mandos clásico en lo que solía ser el teatro estelar.

Por mucho que me guste Star Trek, no se me ocurre un comentario más triste sobre las prioridades educativas canadienses. Varias otras ocupaciones del sector privado habían alquilado posteriormente el edificio, pero en esos momentos estaba vacío.

En realidad, aunque quizá fuese razonable que un alienígena visitase un planetario, al final resultó que realmente querían ir al museo. Tampoco está mal: imagínense la vergüenza para Canadá si el primer contacto se realizase en nuestra tierra, el embajador extraterrestre llamase a la puerta y no contestase nadie. El planetario, con su bóveda blanca como un gigantesco iglú, está algo alejado de la calle, por lo que justo enfrente hay una gran zona de cemento —lugar aparentemente perfecto para aterrizar un pequeño transbordador.

Ahora bien, yo no presencié el aterrizaje, aunque estaba justo en el edificio de al lado. Pero cuatro personas —tres turistas y un nativo— lo registraron en vídeo, y durantes varios días podías verlo incesantemente en todas las televisiones del mundo. La nave era una cuña estrecha, como el trozo de pastel que se serviría alguien que finge llevar una dieta. Era de un negro profundo, no tenía salidas de humos visibles y había descendido en silencio desde el cielo.

Tenía como unos treinta pies de largo (sí, lo sé; Canadá es un país que usa el sistema métrico, pero nací en 1946. No creo que nadie de mi generación —incluso un científico como yo— se haya acostumbrado del todo al sistema métrico; pero intentaré mejorar). En lugar de estar cubierto de vómito robótico, como virtualmente está toda nave espacial en cualquier película posterior a La guerra de las galaxias, el casco de la nave espacial era completamente liso. No bien acababa de aterrizar cuando se abrió una puerta en un lateral. La abertura era rectangular, pero más ancha que alta. Y se abría deslizándose hacia arriba; indicación inmediata de que los ocupantes probablemente no eran humanos; los humanos raramente fabricamos puertas así debido a nuestras cabecitas vulnerables.

Segundos más tarde, salió el alienígena. Parecía una gigantesca araña de tonos marrones y dorados, con un cuerpo esférico del tamaño de una pelota de playa y patas extendidas en todas direcciones.

Un Ford Taurus azul le pegó un golpe por detrás a un Mercedes-Benz granate justo frente al planetario cuando sus conductores se quedaron mirando el espectáculo boquiabiertos. Había mucha gente caminando por la zona, pero todos parecían más pasmados que aterrorizados; aunque unos pocos corrieron hacia las escaleras de la estación del metro, que tiene dos salidas frente al planetario, frente al museo.

La araña gigante recorrió la corta distancia hasta el museo; el planetario había sido una división del RMO y los dos edificios estaban unidos por un pasaje elevado a la altura del segundo piso, pero a nivel de la cal e los separaba un callejón. El museo fue edificado en 1914, mucho antes de que cualquiera se preocupase por la accesibilidad. Había nueve anchos escalones que llevaban a las seis puertas de cristal principales; mucho más tarde se había añadido una rampa para sillas de ruedas. El alienígena se detuvo un momento, aparentemente intentando decidir qué método usar. Se decidió por las escaleras; las barandas de la rampa estaban un poco demasiado cerca, considerando la extensión de sus patas.

En lo alto de las escaleras, el alienígena volvió a quedar momentáneamente desconcertado. Probablemente vivía en un mundo típico de ciencia ficción, lleno de puertas que se apartaban automáticamente. Estaba encarado con la fila exterior de puertas de vidrio; se abrían usando tiradores tubulares, pero él no parecía comprender ese hecho. Segundos después de su llegada, salió un muchacho, sin saber al principio lo que sucedía, dejando escapar un grito de asombro al ver al extraterrestre. El alienígena tomó con calma la puerta abierta con uno de los miembros —empleaba seis para caminar, y dos adyacentes como brazos— y se las arregló para penetrar en el vestíbulo. A poca distancia tenía una segunda pared de puertas de vidrio; esa cámara de aire intermedia permitía que el museo controlase la temperatura interior. Como ya conocía el funcionamiento de las puertas terrestres, el alienígena abrió una de las puertas interiores y entró con un correteo en la Rotonda, el enorme vestíbulo octogonal del museo; era un símbolo tan característico del RMO que la revista trimestral para socios se llamaba Rotonda en su honor.

A la izquierda de la Rotonda se encontraba la Sala de Exposición Garfield Weston, que se usaba para exhibiciones especiales; en esos momentos contenía la exposición dedicada a Burgess Shale que yo había ayudado a preparar. Las dos mejores colecciones del mundo de fósiles de Burgess Shale se encontraban en el RMO y en el Smithsonian; pero normalmente ninguna de las instituciones los exponía al público. Yo había conseguido una combinación temporal de ambas colecciones para ser expuesta primero en el RMO y luego en Washington.

El ala del museo a la derecha de la Rotonda solía albergar nuestra desaparecida y lamentada Galería de Geología, pero ahora contenía la tienda de regalos y la cafetería; uno de los muchos sacrificios que el RMO había realizado bajo la administración de Christine Dorati para convertirse en una «atracción».

En todo caso, la criatura se desplazó con rapidez hasta el otro extremo de la Rotonda, entre el mostrador de admisión y el mostrador de servicios a socios. Ahora bien, tampoco presencié esta parte de primera mano, pero todo quedó grabado por una cámara de seguridad, lo que es una suerte porque, de lo contrario, nadie se lo hubiese creído. El alienígena se acercó sigilosamente hasta el guardia de seguridad de chaqueta azul — Raghubir, un sij de gran aspecto pero simpático que llevaba toda la vida en el RMO— y le dijo en un inglés perfecto:

—Perdóneme. Me gustaría ver a un paleontólogo.

Raghubir abrió como platos los ojos marrones, pero se relajó con rapidez. Más tarde confesó que había pensado que se trataba de una broma. Se ruedan muchas películas en Toronto y, por alguna razón, gran cantidad de series de ciencia ficción, incluyendo, a lo largo de los años, Gene Roddenberry's Earth: Final Conflict, Ray Bradbury Theater, y la revivida Twilight Zone. Asumió que era un tío con un traje especial o un muñeco de animatrónica.

—¿Qué tipo de paleontólogo? —dijo, con seriedad, siguiendo la broma.

El torso esférico del alienígena se sacudió una vez.

—Uno amable, supongo.

En el vídeo se puede ver al pobre Raghubir intentando contener una sonrisa sin demasiado éxito.

—Quiero decir, ¿invertebrados o vertebrados?

—¿Los paleontólogos no son todos humanos? —preguntó el alienígena. Hablaba de forma extraña, pero ya llegaremos a eso—. ¿No son todos, por tanto, vertebrados?

Juro por Dios que todo esto está grabado.

—Por supuesto, todos son humanos —dijo Raghubir. Se había producido una pequeña acumulación de visitantes y, aunque la cámara no lo mostraba, aparentemente muchas personas miraban hacia el suelo de mármol de la Rotonda desde los balcones interiores del piso superior—. Pero algunos se especializan en fósiles vertebrados y otros en invertebrados.

—Oh —dijo el alienígena—. Me parece una distinción artificial. Cualquiera de ellos me vale.

Raghubir levantó un teléfono y marcó mi extensión. En el Centro de Conservadores, oculto tras la horrorosa Galería Inco Limited de Ciencias Terrestres —la manifestación modélica de la visión de Christine para el RMO— respondí al teléfono:

—Jericho —dije.

—Doctor Jericho —dijo la voz de Raghubir, con su acento característico—, hay alguien aquí que desea verle.

Ahora bien, ir a ver un paleontólogo no es como visitar al presidente de una gran empresa; claro, nos gustaría más que se pidiese cita, pero somos funcionarios… trabajamos para los contribuyentes. Aun así:

—¿Quién es?

Raghubir hizo una pausa.

—Creo que será mejor que venga y lo vea por sí mismo, doctor Jericho.

Bien, el cráneo de Troödon que Phil Currie había enviado desde el Tyrrell había esperado pacientemente durante setenta mil ones de años; podía esperar un poquito más.

—Ahora mismo voy.

Abandoné la oficina y me dirigí al ascensor, pasando la Galería Icon —Dios, cómo odio esa cosa, con sus insultantes murales de dibujitos, gigantescos volcanes falsos y suelos temblorosos—, atravesé la Galería Currelly, salí a la Rotonda y…

Y…

Dios.

Dios santo.

Me detuve de golpe.

Es posible que Raghubir no pudiese distinguir entre un cuerpo de carne y hueso y un traje de goma, pero yo sí. La cosa que esperaba pacientemente junto al mostrador de admisión era, sin duda, un ente biológico auténtico. En mi interior no tenía ni la más mínima duda. Era una forma de vida…

Y…

Y yo había estudiado la vida en la Tierra desde sus orígenes, en lo más lejano del Precámbrico. A menudo había visto fósiles que representaban nuevas especies o nuevos géneros, pero nunca había visto un animal a gran escala que representase todo un phylum nuevo.

Hasta ese momento.

La criatura, con toda seguridad, era una forma de vida y, con la misma seguridad, no había evolucionado en la Tierra.

Dije al principio que parecía una araña gigante; ésa fue la primera descripción dada por la gente en la acera. Pero era más compleja. A pesar de la semejanza superficial con un arácnido, el alienígena aparentemente tenía un esqueleto interno. Los miembros estaban cubiertos de piel burbujeante sobre músculos abultados; no eran las patas larguiruchas con exoesqueleto de un artrópodo.

Pero todo vertebrado terrestre moderno tiene cuatro miembros (o, como en el caso de las serpientes y las ballenas, habían evolucionado a partir de criaturas que los tenían), y cada miembro termina en no más de cinco dedos. Era evidente que los antepasados de ese ser habían nacido en otro océano, en otro mundo: tenía ocho miembros, dispuestos radialmente alrededor de un cuerpo central, y dos de los ocho se habían especializado en servir de manos, terminando en seis dedos de tres articulaciones.

Me palpitaba el corazón y tenía problemas para respirar.

Un alienígena.

Y, sin ninguna duda, un alienígena inteligente. El cuerpo esférico del alienígena quedaba escondido por ropas; lo que parecía una única tira larga de brillante tela azul, enrol ada repetidamente alrededor del torso, cada espiral pasando entre dos miembros, lo que permitía que las extremidades sobresaliesen. La tela estaba sujeta entre los brazos por un disco enjoyado. Nunca me ha gustado llevar corbata, pero me había acostumbrado a anudármelas y podía hacerlo sin mirarme en el espejo (lo que en esos días estaba bien); era probable que al alienígena no le resultase más incómodo ponerse la tela cada mañana.

También, proyectándose por entre las aberturas en la tela, había dos tentáculos estrechos que podrían ser ojos —bolas iridiscentes—, cada uno cubierto por una sustancia dura y cristalina. Esos pedúnculos serpenteaban lentamente de un lado a otro, acercándose y luego separándose. Me pregunté cómo sería la percepción de profundidad de la criatura sin una distancia fija entre los ojos.

El alienígena no parecía en absoluto alarmado por mi presencia o la de los demás en la Rotonda, aunque su torso se sacudía ligeramente de arriba abajo en lo que yo esperaba no fuese una muestra de territorialidad. En realidad, era casi hipnótico: el torso levantándose lentamente y cayendo a medida que las seis patas se flexionaban y relajaban, y los pedúnculos se acercaban y se alejaban. Todavía no había visto el vídeo de la conversación de la criatura con Raghubir; pensé que la danza fuese quizás un intento de comunicación —un lenguaje de movimientos corporales—. Consideré flexionar mis rodil as e incluso, con un truco que había aprendido en un campamento de verano cuarenta y tantos años antes, bizquear los ojos. Pero las cámaras de seguridad nos enfocaban a los dos; si mi suposición era errónea, aparecería como un idiota en los programas de noticias de todo el mundo. Aun así, debía probar algo. Levanté la mano derecha, mostrando la palma, como señal de saludo.

La criatura copió inmediatamente el gesto, doblando un brazo por una de las dos articulaciones y extendiendo los seis dedos. Y luego sucedió algo increíble. Se abrió una abertura vertical en el segmento superior de cada una de las patas delanteras, y de la hendidura izquierda salió la sílaba «ho» y de la derecha, con una voz ligeramente más profunda, la sílaba «la».

Sentí que me quedaba boquiabierto, y un momento después también bajé la mano.

El alienígena siguió agitando el torso y entrecruzando los ojos. Lo intentó de nuevo: de la pierna izquierda salió la sílaba «bon» y de la derecha «jour».

Era una suposición razonable. La mayoría de las señales del museo eran bilingües, en inglés y en francés. Moví la cabeza ligeramente incrédulo, y luego empecé a abrir la boca —aunque no tenía ni idea de lo que iba a decir—, pero la cerré cuando la criatura volvió a hablar. Las sílabas volvieron a alternar entre la boca izquierda y la derecha, como la pelota en una partida de ping-pong: «Auf», «Wie», «der», «sehen».

Y de pronto dije algo:

—En realidad, auf Wiedersehen significa adiós, no hola.

—Oh —dijo el alienígena. Levantó dos de sus otras patas en lo que podría haber sido un encogimiento de hombros, y luego siguió hablando con las sílabas saltando de izquierda a derecha—. Bien, el alemán no es mi fuerte.

Yo estaba demasiado sorprendido para reír, pero sentí cómo me relajaba un poco, aunque el corazón todavía parecía que iba a saltar del pecho:

—Usted es un alienígena —dije. «Diez años de universidad para conseguir un Master en lo Evidente…»

—Es correcto —dijeron las bocas piernas. Las voces del ser sonaban masculinas, aunque sólo la derecha era realmente grave—. Pero ¿por qué ser genéricos? Mi especie se llama forhilnor, y mi nombre personal es Hollus.

—Mm, encantado de conocerle —dije.

Sus ojos se agitaron de un lado a otro expectantes.

—Oh, lo siento. Yo soy humano.

—Sí, lo sé. Homo sapiens, como dirían sus científicos. Pero ¿su nombre personal es…?

—Jericho. Thomas Jericho.

—¿Es permisible abreviar «Thomas» a «Tom»?

Estaba asombrado.

—¿Cómo sabe de nombres humanos? Y, demonios, ¿cómo es que habla inglés?

—He estado estudiando su mundo; por eso estoy aquí.

—¿Es un explorador?

Los pedúnculos se acercaron, y se quedaron al í.

—No exactamente —dijo Hollus.

—Entonces, ¿qué? No es usted un invasor, ¿no?

Los pedúnculos se agitaron en un movimiento en forma de S. ¿Risa?

—No. —Y luego apartó ambos brazos—. Perdóneme, pero poseen poco que yo o mis asociados pudiésemos desear. —Hollus se detuvo, como si pensase. Luego hizo un gesto con la mano como si quisiese que me diese la vuelta—. Claro está, que si lo desea le puedo poner una sonda anal…

La multitud reunida en el vestíbulo se quedó boquiabierta. Yo intenté enarcar mis cejas inexistentes.

Los pedúnculos de Hollus repitieron el movimiento en forma de S.

—Lo siento…, era una broma. Los humanos tienen una mitología bastante extraña sobre las visitas extraterrestres. Sinceramente, no les haré daño… ni a su ganado, ya puestos en ello.

—Gracias —dije—. Eh, ha dicho que no es un explorador.

—No.

—Y no es un invasor.

—No.

—Entonces, ¿qué es usted? ¿Un turista?

—Para nada. Soy un científico.

—¿Y quiere verme a mí? —pregunté.

—¿Es usted un paleontólogo?

Asentí; luego, comprendiendo que era posible que el ser no comprendiese un asentimiento, dije:

—Sí. Paleontólogo de dinosaurios, para ser exactos; estoy especializado en terópodos.

—Entonces, sí, quiero verle a usted.

—¿Por qué?

—¿Hay algún lugar privado en el que podamos hablar? —preguntó Hollus, mientras sus pedúnculos giraban para ver a todos los que le rodeaban. Un alienígena. Uno de verdad. Era asombroso, totalmente asombroso.

Pasamos el par de escaleras, cada una enrol ada alrededor de un enorme tótem, el Nisga'a a la derecha con una altura de ochenta pies —lo siento, veinticinco metros— desde el sótano hasta el tercer piso, y el más bajo Haida a la izquierda empezando en la planta baja. Luego atravesamos la Galería Currelly, con sus exhibiciones simplistas, todo brillo sin oro. Era un día laborable de abril; no había mucha gente en el museo, y por suerte no nos cruzamos con ningún grupo de estudiantes en nuestro camino hacia el Centro de Conservadores. Aun así, los visitantes y los agentes de seguridad nos miraban, y algunos emitieron diversos sonidos mientras Hollus y yo nos cruzábamos con ellos.

El Real Museo de Ontario abrió sus puertas casi noventa años antes. Es el mayor museo de Canadá y uno de un puñado de importantes museos multidisciplinarios del mundo. Como proclaman las tal as en caliza que flanquean la entrada que Hollus había atravesado minutos antes, su trabajo es preservar «el registro natural de incontables épocas» y «las artes del hombre durante esos años». El RMO tiene galerías dedicadas a la paleontología, ornitología, mammalogía, herpetología, textiles, egiptología, arqueología grecorromana, artefactos chinos, arte bizantino, y más. Tiempo atrás, el edificio había tenido forma de H, pero los dos patios habían sido ocupados en el año 1982, con seis pisos de nuevas galerías en el norte y un Centro de Conservadores de nueve pisos en el sur. Parte de las paredes que antes daban al exterior ahora son interiores, y el elaborado estilo Victoriano del edificio original linda con la simple piedra amarilla de las adiciones más recientes; podría haber sido un desastre, pero al final resultó bastante bonito.

Me temblaban las manos de emoción al llegar al ascensor y dirigirnos al departamento de paleobiología; antes el RMO tenía departamentos distintos para vertebrados e invertebrados, pero los recortes de Mike Harris nos habían obligado a fusionarnos. Los dinosaurios traían más visitantes al RMO que los trilobites, así que Jonesy, el conservador jefe de invertebrados, trabajaba ahora a mis órdenes.

Por suerte no había nadie en el pasil o cuando salimos del ascensor. Empujé a Hollus a mi despacho, cerré la puerta y me senté tras el escritorio —aunque ya no estaba asustado, seguía sin poder sostenerme bien en pie.

Hollus notó el cráneo de Troödon sobre el escritorio. Se acercó y con cuidado lo cogió con una de las manos, acercándoselo a los pedúnculos. Éstos dejaron de moverse de un lado a otro y se centraron en el objeto. Mientras examinaba el cráneo, le di otro buen vistazo a él.

El torso no tenía un perímetro mayor que el que yo podía hacer con mis brazos. Como ya había notado, el torso estaba cubierto por una larga franja de tela azul. El pel ejo era visible en las seis patas y los dos brazos. Se parecía un poco a un envoltorio de burbujas, aunque las burbujas individuales tenían tamaños diferentes. Pero parecían estar llenas de aire, lo que significaba que eran una probable fuente de aislamiento. Lo que implicaba que Hollus era endotérmico; los mamíferos y pájaros terrestres utilizan pelos y plumas para atrapar el aire cerca de la piel como aislante, pero también pueden liberar el aire para enfriarse haciendo que el pelo se ponga de punta o agitando las plumas.

Me pregunté como podría usarse una piel de burbujas para producir el efecto de enfriamiento; quizá las burbujas pudiesen desinflarse.

—«Un» «cráneo» «fascinante» —dijo Hollus, alternando ahora palabras enteras entre las bocas—. «¿Qué» «edad» «tiene?»

—Como unos setenta millones de años —dije.

—«Exactamente» «el» «tipo» «de» «cosas» «que» «he» «venido» «a» «ver».

—Dijo que era un científico. ¿Es un paleontólogo, como yo?

—Sólo en parte —dijo el alienígena—. Mi campo original era la cosmología, pero en años recientes mis estudios se han trasladado a asuntos mayores —hizo una pausa momentánea. Como ya habrá deducido a estas alturas, mis colegas y yo hemos estado observando la Tierra durante algún tiempo… lo suficiente para absorber las lenguas más importantes y realizar estudios de sus distintas culturas a través de la televisión y la radio. Ha sido un proceso frustrante. Sé más de su música popular y de las técnicas de preparación alimenticia de lo que me gustaría… aunque me siento intrigado por el Preparador Automático de Pasta Popeil. También he visto suficientes acontecimientos deportivos para durarme toda una vida. Pero ha sido muy difícil encontrar información sobre asuntos científicos; dedican muy poco ancho de banda a las discusiones detalladas de esas áreas. Siento que conozco una cantidad desproporcionada de algunos temas específicos y nada en absoluto sobre otros. —Hizo una pausa—. Simplemente hay información que no podemos adquirir por nuestra cuenta escuchando sus medios de comunicación o a través de nuestras visitas secretas a la superficie del planeta. Es especialmente cierto en el caso de elementos escasos, como los fósiles.

Estaba empezando a tener un dolor de cabeza por su voz saltando de una pierna a otra.

—Por tanto, ¿quiere examinar los especímenes que tenemos en el RMO?

—Exacto —dijo el alienígena—. Para nosotros fue fácil estudiar la flora y fauna contemporánea sin revelar nuestra presencia a la humanidad, pero, como sabe, los fósiles bien conservados son muy raros. La mejor forma de satisfacer nuestra curiosidad sobre la evolución de la vida en este mundo parecía ser pedir permiso para examinar una colección existente de fósiles. Digamos que no es necesario reinventar la palanca.

Yo seguía atónito por la idea, pero no parecía haber razón para no cooperar.

—Por supuesto, puede examinar nuestros especímenes; vienen continuamente investigadores visitantes. ¿Está interesado en algún área en particular?

—Sí —dijo el alienígena—. Me intrigan las extinciones masivas como puntos decisivos en la evolución de la vida. ¿Qué puede decirme de el as?

Me encogí de hombros; era un tema amplio.

—Que sepamos, se han producido cinco extinciones masivas en la historia de la Tierra. La primera se produjo al final del Ordoviciense, quizás hace unos 440 millones de años. La segunda se produjo a finales del Devónico, hace como unos 365 millones de años. La tercera, y con diferencia la más importante, fue al final del Pérmico, hace 225 mil ones de años.

Hollus movió los pedúnculos de forma que los ojos se tocasen brevemente, y al hacerlo las cubiertas cristalinas produjeron un clic suave.

—«Cuénteme» «más» «de» «esa» «última».

—En ella —dije—, desaparecieron quizás un noventa y seis por ciento de las especies marinas, y murieron como tres cuartos de todas las familias de vertebrados terrestres. Tuvimos otra extinción masiva a finales del Triásico, hace como unos 210 millones de años. Perdimos como un cuarto de todas las familias, incluso todos los laberintodontes; probablemente fue crucial para que los dinosaurios, criaturas como las que sostiene, apareciesen.

—Sí —dijo Hollus—. Continúe.

—Bien, y la extinción masiva más famosa se produjo hace 65 mil ones de años, al final del Cretácico —volví a señalar el cráneo del Troödon—. Fue entonces cuando desaparecieron todos los dinosaurios, pterosaurios, mosasaurios, amonitas y otros.

—Esta criatura debió de ser bastante pequeña —dijo Hollus, sopesando el cráneo.

—Cierto. Desde el morro hasta el final de la cola, no más de cinco pies. Un metro y medio.

—¿Tenía parientes mayores?

—Oh, sí. De hecho, el animal terrestre más grande que haya existido. Pero murieron todos en esa extinción, dejando libre el camino para que mi tipo, una clase que llamamos mamífero, tomase el control.

—«In» «ere» «í» «ble» —dijeron las bocas de Hollus. En ocasiones alternaba dos palabras entre las ranuras parlantes y en ocasiones sólo sílabas.

—¿Por?

—¿Cómo han obtenido las fechas de las extinciones? —preguntó ignorando mi pregunta.

—Asumimos que todo el uranio de la Tierra se formó al mismo tiempo que el planeta, luego medimos la proporción de uranio 238 con su producto de desintegración final, plomo 206, y uranio 235 con su producto de desintegración final, plomo 207. Eso nos indica que el planeta tiene 4.500 millones de años. Luego…

—Bien —dijo una boca. Y «bien» confirmó la otra—. Las fechas deberían ser precisas. — Hizo una pausa—. Todavía no me ha preguntado de dónde vengo.

Me sentí como un idiota. Tenía razón, claro; probablemente debería haber sido mi primera pregunta.

—Lo siento. ¿De dónde viene?

—Del tercer planeta de la estrella que ustedes llaman Beta Hydri.

Había dado algunas clases de astronomía mientras estudiaba geología, y había estudiado tanto latín como griego —herramientas apañadas para un paleontólogo—. «Hydri» era el genitivo de «Hydrus», Hidra, la pequeña serpiente de agua, una constelación débil cerca del polo sur celeste. Y beta, claro está, era la segunda letra del alfabeto griego, lo que daba que Beta Hydri sería la segunda estrella más brillante de esa constelación vista desde la Tierra.

—¿Y a qué distancia está? —pregunté.

—Veinticuatro de sus años luz —dijo Hollus—. Pero no vinimos directamente aquí. Hemos estado viajando durante un tiempo y visitamos otros siete sistemas estelares antes de venir aquí. El viaje total hasta ahora ha sido de 103 años luz.

Asentí, todavía anonadado, y luego, comprendiendo que hacía lo que había hecho antes, dije:

—Cuando muevo la cabeza de arriba abajo significa que estoy de acuerdo, o siga, o vale.

—Lo sé —dijo Hollus. Golpeó los dos ojos—. Este gesto significa lo mismo —un breve silencio—. Aunque he estado en nueve sistemas estelares, incluyendo éste y mi sistema natal, el suyo es sólo el tercer mundo en el que hemos encontrado vida inteligente en existencia. El primero, claro, fue el mío propio, y el siguiente fue el segundo planeta de Delta Pavonis, una estrella como a 20 años luz de aquí, pero a sólo 9,3 años luz de mi planeta.

Delta Pavonis sería la cuarta estrella más brillante de la constelación del Pavo. Como Hidra, recordaba vagamente que sólo era visible en el hemisferio sur.

—Muy bien —dije.

—También se han producido cinco extinciones masivas importantes en la historia de mi planeta —dijo Hollus—. Nuestros años son mayores que los suyos, pero si las expresamos en años terrestres, se produjeron hace unos 440 millones de años, 365 millones de años, 225 mil ones de años, 210 mil ones de años y 65 mil ones de años.

Me quedé boquiabierto.

—Y —siguió diciendo Hollus—, Delta Pavonis II también experimentó las cinco mismas extinciones masivas. Su año es ligeramente más corto que el suyo, pero si expresamos las extinciones en años terrestres, también se produjeron aproximadamente hace 440, 365, 225, 210 y 65 mil ones de años.

Me dolía la cabeza. Ya era difícil hablar con un alienígena, pero un alienígena que soltaba tonterías era demasiado.

—Eso no puede ser —dije—. Sabemos que las extinciones en la Tierra estaban relacionadas con fenómenos locales. La del final del Pérmico fue probablemente resultado de una glaciación de polo a polo, y la del final del Cretácico parece haber estado relacionada con el impacto de un asteroide del mismo cinturón de asteroides del sistema solar.

—Nosotros también pensábamos que había explicaciones locales para las extinciones en nuestro planeta, y los wreeds, nuestro nombre para los seres inteligentes de Delta Pavonis II, tenían explicaciones que parecían únicas para las circunstancias locales. Fue una sorpresa descubrir que las extinciones en nuestros dos planetas eran iguales. Una o dos de cinco podrían haber sido una coincidencia, pero todas produciéndose simultáneamente… a menos que, claro, nuestras explicaciones anteriores fuesen inexactas o incompletas.

—¿Y vinieron aquí para comprobar si la historia de la Tierra coincidía con las suyas?

—En parte —dijo Hollus—. Y así parece que fue.

Negué con la cabeza.

—Y no veo cómo podría ser.

El alienígena depositó con suavidad el cráneo del Troödon sobre el escritorio; estaba claro que se había acostumbrado a manejar fósiles con cuidado.

—Nuestra incredulidad inicial fue igual a la suya —dijo—. Pero al menos en mi mundo y en el de los wreeds encajan algo más que las fechas. También es la naturaleza de los efectos en la biosfera. La mayor extinción masiva de los tres mundos fue la tercera, la que en la Tierra se define como fin del Pérmico. Considerando lo que me ha contado, parece que la mayor parte de la biodiversidad fue eliminada en los tres mundos al mismo tiempo.

»A continuación, el acontecimiento que sitúa al final de su Triásico aparentemente condujo al dominio de los nichos ecológicos más altos por parte de una clase de animales. Aquí, fueron las criaturas que llaman dinosaurios; en mi mundo, fueron grandes pentápodos ectotérmicos.

»Y la extinción masiva final, la que dice usted que se produjo a finales del Cretácico, parece haber provocado la desaparición de ese tipo y el paso central a la clase que ahora domina. En este mundo fueron los mamíferos como usted suplantando a los dinosaurios. En Beta Hydri III, fueron los octópodos endotérmicos como yo ocupando el puesto de los pentápodos. En Delta Pavonis II, las formas vivíparas ocuparon nichos ecológicos anteriormente dominados por los ovíparos.

Hizo una pausa.

—Al menos, así parece, basándome en lo que acaba de decirme. Pero me gustaría examinar sus fósiles para determinar la precisión de ese resumen.

Agité la cabeza asombrado.

—No se me ocurre ninguna razón por la que la historia evolutiva deba ser similar en diversos mundos.

—Una razón es evidente —dijo Hollus. Dio unos pasos a un lado; quizá se estaba cansando de sostener su propio peso, aunque no podía pensar qué tipo de silla podría servirle—. Podría ser así porque así lo deseó Dios.

Por alguna razón, me sorprendió oír a un alienígena hablar de esa forma. La mayoría de los científicos que conozco o son ateos o mantienen la religión como algo privado —y Hollus acababa de decir que era un científico.

—Es una explicación —dije con cautela.

—Es la más razonable. ¿No tienen los humanos un principio que afirma que la explicación más simple es la preferible?

Asentí.

—La navaja de Occam.

—La explicación de que fue la voluntad de Dios da una razón para todas las extinciones masivas; lo que la hace preferible.

—Bien, supongo, si… —maldición, sé que debía haber sido amable, limitarme a asentir y sonreír, como hago cuando los fanáticos religiosos me acosan en la Galería de Dinosaurios y me exigen saber cómo encajan con el diluvio de Noé, pero creí que debía hablar— si crees en Dios.

Los pedúnculos de Hollus se movieron en lo que parecía ser su máxima extensión, como si me mirase simultáneamente desde ambos lados.

—¿Es usted el paleontólogo más importante de esta institución? —preguntó.

—Soy el jefe del departamento, sí.

—¿No hay ningún paleontólogo con mayor experiencia?

Fruncí el ceño.

—Bien, está Jonesy, el conservador jefe de invertebrados. Casi es tan viejo como algunos de los especímenes.

—Quizá debería hablar con él.

—Si lo prefiere. Pero ¿qué pasa?

—Sé por sus programas de televisión que en esta parte del planeta hay mucha ambigüedad con respecto a Dios, al menos entre el público en general, pero me sorprende oír que alguien de su posición no está personalmente convencido de la existencia del creador.

—Bien, en ese caso, Jonesy no le sirve; forma parte del CSICOP.

—¿Policía celeste?[1]

—El Comité para la Investigación Científica de las Pretensiones Paranormales. Definitivamente no cree en Dios.

—Me siento asombrado —dijo Hollus, y sus ojos se apartaron de mí para examinar los pósteres de mi despacho: un Gurche, un Czerkas y dos Kishes.

—Nuestra tendencia es considerar la religión como un asunto personal —expliqué con amabilidad—. La misma naturaleza de la fe es que uno no puede demostrar con hechos su validez.

—No hablo de cuestiones de fe —dijo Hollus, centrando los ojos de nuevo en mí—. Más bien hablo de hechos científicos verificados. Que vivimos en un universo creado es evidente para cualquiera con la suficiente inteligencia e información.

No me sentí realmente ofendido, pero sí estaba sorprendido; antes sólo había oído afirmaciones similares por parte de los científicos creacionistas.

—Encontrará a muchas personas religiosas en el RMO —dije—. Raghubir, al que conoció en el vestíbulo, por ejemplo. Pero ni siquiera él diría que la existencia de Dios es un hecho científico.

—Bien, en ese caso, será mí deber educarle —dijo Hollus.

Oh, qué alegría.

—Si cree que es necesario.

—Así debe ser, si va a ayudarme en mi trabajo. Mi opinión no es minoritaria; la existencia de Dios es parte fundamental de la ciencia tanto en Beta Hydri como en Delta Pavonis.

—Muchos humanos consideran que tales cuestiones quedan fuera del alcance de la ciencia.

Hollus volvió a mirarme como si estuviese fallando en alguna prueba.

—Nada queda fuera de la ciencia —dijo con firmeza… una posición con la que de hecho no estoy en desacuerdo. Pero inmediatamente volvimos a distanciarnos—: El fin principal de la ciencia moderna —siguió diciendo— es descubrir por qué Dios se ha comportado como lo ha hecho y determinar sus métodos. No creemos… ¿qué término emplean ustedes…? No creemos que se limite a agitar las manos y hacer que aparezcan las cosas. Vivimos en un universo de física, y él debe emplear procesos físicos cuantificables para conseguir sus fines. Si efectivamente ha estado guiando las líneas maestras de la evolución en al menos tres mundos, entonces debemos preguntarnos ¿cómo? Y ¿por qué? ¿Qué aspira a conseguir? Necesitamos…

En ese momento, la puerta de mi despacho se abrió, dando paso a la forma de pelo gris y rostro largo de Christine Dorati, la directora y presidenta del museo.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó, señalando a Hollus con un dedo huesudo.

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