Todavía no era el domingo por la noche, pero J. D. Ewell y Cooter Falsey visitaron el RMO de todas formas, para familiarizarse con la disposición del museo.
—¡Nueve dólares por entrar! —exclamó Falsey una vez que hubieron atravesado la Rotonda para llegar al mostrador de admisión y tuvo la oportunidad de consultar los carteles adecuados.
—Son sólo dólares canadienses —dijo Ewell—. Es como dólar y medio en Estados Unidos —metió la mano en la cartera y sacó dos de los llamativos billetes de diez dólares morados canadienses que había recibido como cambio de un billete de cincuenta dólares americanos de la cena de la noche anterior en el Red Lobster. Se lo dio a la mujer de mediana edad tras el mostrador, y ella le entregó un recibo, una moneda canadiense de dos dólares, y dos identificaciones de plástico que decían «ROM» con una pequeña corona sobre la «O».
—Se ponen en la camisa —explicó la mujer con deseos de ayudar—. Para mostrar que habéis pagado.
—Ah —dijo Ewell, pasándole una a Falsey y poniéndose la otra.
La mujer les entregó un folleto reluciente.
—Aquí tienen un mapa de las galerías —dijo—. Y hay un servicio de guardarropa ahí al lado —indicó a la derecha.
—Muchas gracias —dijo Ewell.
Siguieron caminando. Un hombre de piel obscura ataviado con un turbante marrón y la chaqueta azul de un agente de seguridad, camisa blanca y corbata roja, estaba de pie en la parte alta de los cuatro anchos escalones que salían de la Rotonda.
—¿Dónde está la Bogus Shale? —preguntó Ewell.
El guardia sonrió, como si Ewell hubiese dicho algo gracioso.
—Por al í; la entrada está junto al guardarropa.
Ewell asintió, pero Falsey había seguido avanzando. Justo delante, dos gigantescas escaleras llegaban en arco hasta este nivel, una a la izquierda y otra a la derecha. Era fácil comprobar que cada conjunto de escalones de piedra subía tres pisos, y que el de la derecha llegaba hasta el sótano. Cada escalera rodeaba un enorme tótem de madera obscura. Falsey se había detenido junto a uno de los tótems y miraba hacia arriba. El tótem se elevaba hasta el mismo techo y estaba coronado por un águila tallada. La madera carecía de pintura, y tenía largas grietas verticales.
—Mira eso —dijo Falsey.
Ewell miró. Símbolos paganos de pueblos salvajes.
—Vamos —dijo.
Los dos volvieron a la Rotonda. Junto al guardarropa había unas puertas de vidrio abiertas, con una señal de piedra encima que decía Sala de Exposiciones Garfield Weston; había gavillas de trigo a cada lado del nombre Weston. Encima de él había una bandolera de tela azul oscuro que proclamaba en letras blancas:
A ambos lados de las puertas estaban los logotipos y nombres de los patrocinadores corporativos que habían hecho posible la exposición, incluyendo el Banco de Montreal, Abitibi-Price, Bell Canada y el Toronto Sun.
Falsey y Ewell entraron en la galería. Un mural que representaba un océano supuestamente antiguo dominaba una de las paredes, con todo tipo de bichos extraños nadando por ahí. Expositores con tapas de vidrio inclinadas cubrían las otras paredes y la división central.
—Mira —dijo Ewell, señalando.
Falsey asintió. Las cajas sobresalían de las paredes; había espacio bajo cada una de ellas. Allí se podían colocar explosivos con facilidad —pero probablemente los viesen, si no los adultos, ciertamente los niños pequeños.
Había como un centenar de personas por los alrededores, mirando a los fósiles o viendo los vídeos sobre los descubrimientos. Ewell se sacó del bolsillo de la cadera un pequeño cuadernillo de espiral y empezó a tomar notas. Recorrió la sala, contando el número de expositores —había veintiséis—. Falsey, mientras tanto, localizó discretamente las tres cámaras de seguridad, dos de el as fijas y una que se movía de un lado a otro. Eso sería un problema, pero no insuperable.
A Ewell no le importaba el aspecto en sí de los fósiles, pero al joven Falsey sí. Examinó cada expositor. Contenían losas de pizarra mantenidas por medio de topes de plexiglás. Sería un problema delicado; aunque se podía romper la pizarra arrojándola al suelo, también podía ser bastante resistente. A menos que se diseñasen adecuadamente las explosiones, los expositores podían quedar dañados, pero las piedras conteniendo los estrafalarios fósiles podían escapar ilesas.
—Mami —dijo un niño—, ¿qué son ésos? —Falsey miró lo que apuntaba el niño. Al fondo de la sala había dos grandes modelos: uno mostraba una criatura con múltiples patas como zancos y tentáculos que le sobresalían de la espalda. El otro mostraba una criatura que caminaba sobre patas tubulares con un bosque de pinchos que le salía de todo el cuerpo.
La madre del niño, una mujer hermosa de unos veinte años, miró a la placa y luego le explicó a su hijo:
—Bien, cariño, mira, no estaban seguros del aspecto de esta criatura, porque es tan extraña. Originalmente, no podían siquiera decidir qué lado era el superior, así que aquí modelaron dos formas posibles.
El niño pareció quedar satisfecho con la respuesta, pero Falsey tuvo que luchar por evitar hablar. El fósil era una mentira evidente, una prueba de fe. Que no tuviese buen aspecto sin que importase en que posición lo colocasen era prueba evidente de que nunca había estado vivo. Le partía el corazón ver como pervertían con triquiñuelas a una mente joven.
Falsey y Ewell pasaron una hora en la galería, familiarizándose con ella por completo. Falsey dibujó el contenido de cada expositor para saber cómo estaban dispuestos los fósiles en su interior. Ewell prestó atención a los sistemas de alarma —eran evidentes si sabías qué estabas buscando.
Y cuando hubieron terminado, salieron del museo. En el exterior, había un grupo grande de personas, muchas de el as llevando una chapa con el habitual alienígena gris de cabeza grande y ojos negros; también estaban allí cuando Falsey y Ewell entraron — locos de los ovnis y fanáticos religiosos esperando ver al alienígena o su nave.
Falsey compró una pequeña bolsa grasienta de palomitas a un vendedor cal ejero. Comió un poco y tiró el resto, grano a grano, a las numerosas palomas que recorrían las aceras.
—Bien —dijo Ewell—, ¿qué opinas?
Falsey agitó la cabeza.
—No hay sitio para esconder bombas. Y no hay garantía de que, si las pudiésemos ocultar, las rocas sufriesen daño en la explosión.
Ewell asintió renuente, como si se hubiese visto obligado a aceptar la misma conclusión.
—Eso significa que tendremos que tomar acciones directas —dijo.
—Eso me temo —Falsey se volvió y miró a la imponente fachada de piedra del museo, con sus anchos escalones que llevaban hasta las puertas de vidrio de entrada y el tríptico de ventanas de colores que se elevaban sobre las puertas.
—Qué pena que no pudiésemos ver al alienígena —dijo Falsey.
Ewell asintió, compartiendo la decepción de Cooter.
—Puede que los alienígenas crean en Dios, pero todavía no han encontrado a Cristo. Imagínate si fuésemos nosotros los que les presentásemos al Salvador…
—Sería espléndido —dijo Falsey, con los ojos totalmente abiertos—. Absolutamente espléndido.
Ewell sacó el plano de la ciudad que habían estado usando.
—Bien —dijo—, parece que si cogemos el metro cuatro paradas al sur, eso nos dejará muy cerca del lugar donde graban The Red Green Show. —Golpeó con el dedo el cuadrado rojo marcado como Centro de Emisión de la CBC.
Falsey sonrió, con toda idea de una gloria mayor temporalmente eliminada de la mente. A los dos les encantaba The Red Green Show y se habían sorprendido al descubrir que se hacía aquí, en Canadá. Se grababa esa noche, y la entrada era gratis.
—Vamos —dijo. Se acercaron a la entrada del metro y descendieron.
Vale, lo admito. Hay algo positivo en morirse: te obliga a ser introspectivo. Como dijo Samuel Johnson: «Cuando un hombre sabe que le van a colgar en quince días, eso hace que su mente se concentre maravillosamente.»
Sabía por qué me resistía tanto a la idea del diseño inteligente —por qué casi todos los evolucionistas lo hacen—. Hemos luchado durante más de un siglo contra los creacionistas, contra los tontos que creen que la Tierra fue creada 4004 años antes de Cristo, durante seis días literales de veinticuatro horas; que los fósiles, si tienen alguna validez, eran restos del diluvio de Noé; que un Dios engañoso había creado el universo con luz estelar ya en ruta, ofreciendo la ilusión de gran distancia y gran edad.
La historia popular era que Thomas Henry Huxley había derrotado al obispo «El jabonoso» Wilberforce en el gran debate evolutivo. Y Clarence Darrow, me habían enseñado, había enterrado a Wil iam Jennings Bryan durante el juicio Scopes. Pero la batalla no había hecho más que empezar. Otros siguieron viniendo, arrojando basura bajo la manta de la llamada ciencia creacionista, forzando la salida de la evolución de las aulas, incluso hoy, incluso al comienzo del siglo XXI, intentando forzar una interpretación literal y fundamentalista de la Biblia para el público general.
Habíamos peleado bien, Stephen Jay Gould, Richard Dawkins, e incluso yo en menor medida —yo no tenía la tribuna de los otros dos, pero debatí con mi cupo de creacionistas en el Real Museo de Ontario y la Universidad de Toronto—. Y hace veinte años, Crish McGowan del RMO había escrito un libro excelente llamado En el origen: Un científico demuestra por qué los creacionistas se equivocan. Pero recuerdo a un amigo mío —y un tipo que enseña filosofía— comentando la arrogancia de ese subtítulo: un hombre iba a demostrar por qué todos los creacionistas en todas partes eran unos ignorantes. Pero quizá se nos podría perdonar nuestra mentalidad de asalto. Las encuestas en Estados Unidos demostraban que incluso hoy, menos de una cuarta parte de la población cree en la evolución.
Admitir que podría haber habido alguna inteligencia que guiase el proceso, en algún momento, sería abrir las compuertas. Habíamos luchado durante tanto tiempo, y con tanta intensidad, y algunos de nosotros habíamos sido encarcelados por la causa, que permitir ni siquiera por un momento la posibilidad de un creador inteligente sería equivalente a izar la bandera blanca. Estábamos seguros de que los periódicos estarían encantados, la ignorancia reinaría sin oposición, y no sólo Johnny sería incapaz de leer, tampoco sabría nada de ciencia real.
En retrospectiva, quizá deberíamos haber sido más abiertos, quizá deberíamos haber considerado otras posibilidades, quizá no deberíamos haber ignorado con tanta facilidad los baches de la teoría de Darwin, pero el coste siempre había parecido demasiado grande.
Los forhilnores no eran creacionistas, evidentemente —no más, en realidad, que cualquier científico que aceptase el big bang, con su punto definitivo de creación (algo que a Einstein le había parecido tan detestable que había cometido lo que consideró el «mayor error» de su vida, manipulando las ecuaciones de la relatividad para evitar un universo que tuviese un principio).
Y ahora las compuertas se habían abierto. Ahora todo el mundo, en todas partes, hablaba sobre la creación, y el big bang, y el ciclo anterior de la existencia, y el ajuste de las constantes fundamentales, y el diseño inteligente.
Y se acusaba a los evolucionistas, bioquímicos, cosmólogos y paleontólogos de haber sabido —o al menos tener la sospecha— de que quizá todo eso fuese cierto, y que lo habíamos ocultado deliberadamente, rechazando los artículos que tratasen de esos temas, y ridiculizando a los que hubiesen publicado tales ideas en la prensa popular, equiparando a cualquiera que apoyase el principio cosmológico antrópico con los evidentemente ilusos fundamentalistas creacionistas de la Tierra joven.
Evidentemente, llovieron las llamadas de teléfono pidiendo entrevistas conmigo — aproximadamente una cada tres minutos, según el registro de la centralita del RMO—. Le había dicho a Dana, la secretaria del departamento, que no me molestase a menos que llamase el Dalai Lama o el Papa. Había sido una broma, pero sus representantes estaban al teléfono veinticuatro horas después de las revelaciones de Salbanda en Bruselas.
Por mucho que desease embarcarme en la lucha, no podía hacerlo. No tenía tiempo que malgastar.
Estaba de pie inclinado sobre mi mesa, intentando ordenar los papeles. Había una petición desde el AMNH de una copia del artículo que había escrito sobre el Nanshiungosaurus; un presupuesto propuesto para el departamento de paleobiología que debía aprobar antes del fin de semana; una carta de un estudiante de instituto que quería convertirse en paleontólogo y buscaba consejo; formularios de evaluación de empleados sobre Dana; una invitación a dar una conferencia en Berlín; galeradas de la introducción que había escrito del manual de Danilova y Tamasaki; dos artículos manuscritos para el JVP que había aceptado evaluar; dos presupuestos para la resina que necesitábamos; un formulario de mantenimiento que debía rellenar para conseguir que se reparase la maldita luz del Camptosaurus en la Exposición de Dinosaurios; una copia de mi propio libro que habían enviado para que lo firmase; siete —no, ocho— cartas sin contestar sobre otros temas; mi propio formulario de gastos del trimestre pasado que era preciso cumplimentar; la factura de larga distancia del departamento, con llamadas que nadie había reclamado todavía marcadas en amarillo.
Era demasiado. Me senté, encendí el ordenador, le di al icono de correo electrónico. Me esperaban setenta y tres mensajes nuevos; Dios, no tenía tiempo siquiera de empezar a repasarlos.
Justo en ese momento, Dana metió la cabeza por la puerta.
—Tom, realmente necesito que apruebes esos horarios de vacaciones.
—Lo sé —dije—. Me pondré a el o.
—Tan pronto como puedas, por favor —dijo.
—¡He dicho que me pondré a ello!
Me miró sorprendida. No creo que le hubiese respondido así jamás. Pero desapareció en el pasil o antes de que pudiese disculparme.
Quizá debería haber distribuido o delegado mis obligaciones administrativas pero, bien, si renunciaba a ser el jefe del departamento, seguro que mi sucesor reclamaría el derecho a ser el guía de Hollus. Además, no podía dejarlo todo hecho un desastre; tenía que ordenarlo todo, completar todo lo que pudiese antes de que…
Antes de…
Suspiré y me aparté del ordenador, volviendo a mirar a la pila de cosas sobre la mesa.
Maldición, no había tiempo suficiente. Simplemente no había tiempo suficiente.