Muchos empleados no tienen ni idea de cuánto ganan sus jefes, pero yo sabía hasta el último penique que se embolsaba Christine Dorati. La ley de Ontario exigía que los salarios de los funcionarios fuesen públicos cuando ganasen más de cien mil dólares canadienses al año; el RMO sólo tenía cuatro miembros del personal que entrasen en esa categoría. Christine ganó 179.952 dólares el año pasado, más 18.168 en beneficios gravables —y tenía un despacho que reflejaba esa posición—. A pesar de mis quejas por la forma en que Christine dirigía el museo, comprendía que era necesario que ella tuviese semejante despacho. Debía tratar con donantes potenciales, y también con peces gordos del Gobierno que podrían aumentar o reducir nuestro presupuesto a voluntad.
Yo estaba sentado en mi despacho, esperando a que los analgésicos hiciesen efecto, cuando recibí una llamada diciendo que Christine quería verme. Caminar era una buena forma de mantener las pastillas en su sitio, así que no me importó. Me dirigí a su despacho.
—Hola, Christine —dije, después de que Indira me dejase pasar al inner sanctum—. ¿Querías verme?
Christine miraba algo en la web; levantó una mano para indicarme que fuese paciente un momento más. De las paredes de su despacho colgaban hermosos textiles. Había una armadura tras la mesa de Christine; desde que nuestra sala de armas —que yo siempre había considerado como una exposición bastante popular— había sido eliminada para dejar sitio a una de las habituales exposiciones de Christine para divertir al populacho, teníamos más armaduras de las que podíamos encajar. Christine también tenía una paloma mensajera disecada (el Centro de Biodiversidad y Biología de Conservación del RMO —una entidad para todo formada por la combinación de los antiguos departamentos de ictiología, herpetología, mammalogía y ornitología— tenía unas cincuenta). Tenía también un conjunto de cristales de cuarzo tan grande como un horno de microondas, recuperado de la Galería de Biología; un hermoso Buda de jade, como del tamaño de una pelota de baloncesto; un vaso funerario egipcio y, evidentemente, un cráneo de dinosaurio —un molde en fibra de vidrio de Lambeosaurus—. La cresta en forma de hoja en la cabeza del pico de pato en un extremo de la habitación formaba un bonito equilibrio con el hacha de doble filo de la armadura al otro.
Christine le dio al ratón, minimizando la ventana del navegador, y al fin me dedicó toda su atención. Hizo un gesto con la palma abierta hacia una de las tres sil as giratorias de piel que miraban a la mesa. Me senté en la de en medio, sintiendo algo de trepidación; Christine tenía la política de jamás ofrecer asiento si la reunión iba a durar poco.
—Hola, Tom —dijo. Puso cara de preocupación—. ¿Cómo te sientes?
Me encogí ligeramente de hombros; no había mucho que decir.
—Tan bien como es de esperar, supongo.
—¿Sufres mucho dolor?
—Va y viene —dije—. Tengo unas pastil as que ayudan.
—Bien —dijo. Guardó silencio durante un tiempo; en el caso de Christine era anormal, porque normalmente parecía tener mucha prisa. Finalmente volvió a hablar—. ¿Cómo está Suzanne? ¿Lo está llevando bien?
No la corregí con respecto al nombre de mi mujer.
—Se las arregla. Hay un grupo de apoyo que se reúne en la biblioteca pública de Richmond Hill; va a las reuniones una vez por semana.
—Estoy segura de que le conforta.
No dije nada.
—¿Y Richie? ¿Cómo está él?
Dos seguidos eran demasiado.
—Se llama Ricky —dije.
—Ah, lo lamento. ¿Cómo está?
Volví a encogerme de hombros.
—Está asustado. Pero es un niño valiente.
Christine hizo un gesto hacia mí, como si eso sólo tuviese sentido sabiendo quién era el padre de Ricky. Incliné la cabeza agradeciendo el cumplido no expresado. Luego volvió a guardar silencio durante un tiempo.
—He estado hablando con Petroff en Recursos Sanitarios. Dice que tu cobertura es completa. Podrías acogerte a una baja completa y recibir el ochenta y cinco por ciento de tu salario.
Parpadeé y sopesé con cuidado mis siguientes palabras.
—No estoy seguro de que sea obligación tuya discutir mi protección social con nadie.
Christine levantó ambas manos, con las palmas hacia fuera.
—Oh, no hablé de tu situación en particular. Sólo pregunté por el caso general de un empleado que padezca can… una enfermedad importante —había empezado a decir, «cáncer», claro, pero no había conseguido emplear la palabra. Luego sonrió—. Y estás cubierto. No tienes que trabajar más.
—Lo sé. Pero quiero trabajar.
—¿No preferirías pasar el tiempo con Suzanne y Rich… Ricky?
—Susan tiene su trabajo, y Ricky está en primero; pasa todo el día en la escuela.
—Aun así, Tom, piensa… ¿no es hora de que te enfrentes a los hechos? Ya no estás en condiciones de dar el cien por cien en tu trabajo. ¿No es hora de aceptar la baja?
Sufría dolor, como siempre, y eso me hacía más difícil controlar la furia.
—No quiero ninguna baja —dije—. Quiero trabajar. Maldición, Christine, mi oncóloga dice que es bueno para mí que venga a trabajar todos los días.
Christine agitó la cabeza, como entristecida por no poder apreciar la visión amplia.
—Tom, yo tengo que pensar en lo mejor para el museo —respiró profundamente—. Seguramente conoces a Lil ian Kong.
—Claro.
—Bien, sabes que dimitió como conservadora de fósiles de vertebrados en el Museo Canadiense de Naturaleza para…
—Para protestar por los recortes gubernamentales en museos; sí, lo sé. Se fue a la Universidad de Indiana.
—Exacto. Pero me han llegado rumores de que allí no está contenta. Creo que si me doy prisa podría atraerla al RMO. Sé que el Museo de las Rocosas la quiere también, así que no va a estar disponible durante mucho tiempo…
No terminó la frase, esperando que yo la completase por el a. Enderecé al espalda y no dije nada. Ella pareció tomarse a mal tener que dejarlo claro.
—Y, bien, Tom, tú vas a dejarnos.
Se me pasó un chiste viejo por la mente: los viejos conservadores nunca mueren; simplemente se convierten en parte de sus colecciones.
—Todavía puedo ser útil.
—Las probabilidades de que yo pueda conseguir alguien tan cualificado como Kong dentro de un año son bastante pequeñas.
Lillian Kong era una paleóntologa muy buena; había realizado unas investigaciones asombrosas sobre Ceratópsidos y había obtenido una gran publicidad, incluyendo el aparecer en la portada de Newsweek y Maclean's por su contribución a la controversia dinosaurio-ave. Pero, como Christine, opinaba que había que simplificar para el pueblo; las exposiciones del Museo Canadiense de Naturaleza se habían convertido, bajo su dirección, en populistas y empalagosas, dejando de ofrecer información. Sin duda se convertiría en una aliada en el deseo de Christine de convertir el RMO en una «atracción», y ciertamente aceptaría presionar a Hollus para participar en actividades cara al público, algo a lo que yo me negaba en redondo.
—Christine, no me eches.
—Oh, no tendrías que irte necesariamente. Podrías quedarte investigando. Eso te lo debemos.
—Pero tendría que abandonar la dirección del departamento.
—Bien, el Museo de las Rocosas le ofrece una posición muy importante; yo no podría atraerla aquí con nada menos que… que…
—Que mi puesto —dije—. Y no puedes permitirte pagarnos a los dos.
—Podrías aceptar la baja, pero seguir viniendo para mostrarle cómo van las cosas.
—Si has estado hablando con Petroff, sabes que eso no es cierto. La compañía de seguros no pagará a menos que declare estar demasiado enfermo para trabajar. Ahora, sí, han dejado claro que en un caso terminal no van a ponerse a discutir. Si digo que estoy demasiado enfermo, me creerán… pero no puedo seguir viniendo a la oficina y cobrar.
—Conseguir a una investigadora de la talla de Lillian sería genial para el museo —dijo Christine.
—No es precisamente la única opción para reemplazarme —dije—. Cuando tenga que irme, podrás ascender a Darlene, o… o hacerle una oferta a Ralph Chapman; hacer que se traiga aquí su laboratorio de morfometría aplicada. Eso sería un buen golpe.
Christine extendió los brazos. Todo era demasiado grande para el a.
—Lo lamento, Tom. Realmente lo lamento.
Yo crucé los brazos sobre el pecho.
—Esto no tiene nada que ver con encontrar al mejor paleontólogo. Esto está relacionado con nuestro desacuerdo sobre la forma en que diriges este museo.
Christine hizo un esfuerzo bastante creíble de parecer herida.
—Tom, me insultas.
—Lo dudo —dije—. Y… y, además, ¿qué iba a hacer Hollus?
—Bien, estoy segura de que querrá continuar con sus investigaciones —dijo Christine.
—Hemos estado trabajando juntos. Confía en mí.
—Trabajará igual de bien con Lillian.
—No, no será así —dije—. Somos… —me sentía tonto al decirlo—. Somos un equipo.
—Él simplemente necesita un paleontólogo competente como guía, y, bien, perdóname, Tom, estoy segura de que admites que debería ser alguien que esté aquí dentro de unos años, alguien que pueda documentar todo lo que aprenda del alienígena.
—Llevo un diario meticuloso —dije—. Lo estoy apuntando todo.
—En todo caso, por el bien del museo…
Estaba poniéndome cada vez más furioso —y me sentía más envalentonado.
—Yo podría ir a cualquier museo o universidad con una colección de fósiles decentes y Hollus vendría conmigo. Podría recibir una oferta de cualquier sitio y, acompañado de un alienígena, a nadie le importaría mi salud.
—Tom, sé razonable.
«No tengo por qué ser razonable», pensé. Nadie que pase por lo que estoy pasando yo tiene que ser razonable.
—No es negociable —dije—. Si yo me voy Hollus se va.
Christine dejó claro que examinaba el grano de la madera de su mesa, repasándolo con el dedo índice.
—Me pregunto cómo reaccionaría Hollus si supiese la forma en que le estás usando.
—Me pregunto cómo reaccionaría él si le dijese cómo me tratas —dije alzando la barbilla.
Los dos guardamos silencio durante un tiempo. Finalmente, dije:
—Si no hay nada más, debo volver al trabajo. —Me esforcé por no dar énfasis a la última palabra.
Christine permaneció sentada inmóvil, y me puse en pie y salí, con el dolor atravesándome, aunque, lógicamente, no permití que se notase.