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Los diversos líderes terrestres no estaban muy contentos, pero los alienígenas no parecían muy interesados en visitar las Naciones Unidas, la Casa Blanca, el Parlamento Europeo, el Kremlin, el Parlamento Indio, el Knesset, o el Vaticano —todos ellos habían extendido invitaciones inmediatas—. Aun así, al inicio del día siguiente, había otros ocho extraterrestres —o sus avatares holográficos— en la Tierra, todos ellos forhilnores.

Uno visitaba un hospital psiquiátrico en West Virginia; aparentemente le fascinaban los comportamientos humanos insólitos, especialmente la esquizofrenia profunda. (Aparentemente, el alienígena había aparecido por primera vez en una institución similar en Louisville, Kentucky, pero no se sintió satisfecho con el nivel de cooperación que le ofrecieron, y por tanto había hecho exactamente lo que Hollus había amenazado con hacer en el RMO —se fue a un lugar más complaciente.)

Otro alienígena se encontraba en Burundi, viviendo con un grupo de gorilas en la montaña, quienes parecían haberle aceptado sin problemas.

Un tercero se había convertido en adjunto de un defensor público en San Francisco y se le veía sentado en los procesos.

Un cuarto estaba en China, aparentemente pasando el tiempo con un cultivador de arroz en una villa remota.

Un quinto estaba en Egipto, participando en una excavación arqueológica cerca de Abu Simbel.

Un sexto se encontraba en el norte de Pakistán, examinando flores y árboles.

A otro se le veía paseando por los viejos campos de la muerte de Alemania, correteando por la plaza de Tiananmen, y visitando las ruinas de Kosovo.

Y, por suerte, uno se había ofrecido en Bruselas para hablar con los medios informativos del mundo. Parecía hablar con fluidez inglés, francés, japonés, chino (tanto mandarín como cantones), hindi, alemán, español, holandés, italiano, hebreo y algunos idiomas más (y se las arreglaba para imitar los acentos británicos, escocés, de Brooklyn, tejano, jamaicano y otros, dependiendo de con quién hablase).

Aun así, un número interminable de gente quería hablar conmigo. El número de teléfono que teníamos Susan y yo no aparecía en la guía. Lo habíamos pedido unos años antes, después de que algunos fanáticos empezasen a acosarme tras un debate público en el que participé con Duane Gish del Instituto de Investigación Creacionista. Aun así, tuvimos que desconectar el teléfono; había empezado a sonar tan pronto como apareció la noticia. Pero para mi sorpresa y alivio, conseguí dormir bien toda la noche.

Al día siguiente, había una multitud enorme frente al museo cuando salí del metro alrededor de las 9:15 de la mañana; el museo no abriría al público hasta cuarenta y cinco minutos después, pero esas personas no querían ver las exposiciones. Llevaban pancartas que decían: «¡Bienvenidos a la Tierra!», «¡Llevadnos con vosotros!» y «¡Poder alienígena!».

Uno de la multitud me vio, gritó y me señaló, y la gente empezó a moverse en mi dirección. Por suerte, me encontraba a poca distancia de las escaleras que llevaban desde el metro hasta la entrada de personal del RMO, y entré antes de que pudiesen acosarme.

Fui corriendo a mi oficina y coloqué el proyector de holoforma, del tamaño de una pelota de golf, en medio del escritorio. Como cinco minutos más tarde, pitó dos veces, y Hollus —o en cualquier caso, su proyección holográfica— apareció frente a mí. Hoy llevaba algo distinto alrededor del torso: era de color salmón con hexágonos negros, y estaba sujeta no por un disco enjoyado sino por un alfiler de plata.

—Me alegra verle de nuevo —dije. Temía, a pesar de lo que había dicho el día anterior, que no regresase.

—«Sí» «es» «per» «mi» «si» «ble» —dijo Hollus—, «a» «pa» «re» «ce» «ré» «día» «na» «men» «te» «a» «es» «ta» «ho» «ra».

—Eso sería genial —dije.

—Evidentemente, establecer que las fechas de las cinco extinciones masivas coincidan en los tres mundos habitados no es más que el comienzo de mi trabajo.

Pensé en ello y asentí. Incluso si uno aceptaba la hipótesis de Dios de Hollus, tener desastres simultáneos en mundos diferentes sólo demostraba que Dios había tenido una serie de ataques de ira.

El forhilnor siguió hablando.

—Quiero estudiar los pequeños detal es del desarrollo evolutivo relacionados con las extinciones masivas. Superficialmente parece que cada extinción estaba diseñada para empujar a las formas de vida supervivientes hacia una dirección específica, pero deseo confirmarlo.

—Bien, entonces, deberíamos empezar a examinar los fósiles justo antes y justo después de cada extinción —dije.

—Exactamente —dijo Hollus, sus pedúnculos se agitaban con entusiasmo.

—Venga conmigo —le pedí.

—Debe llevarse el proyector si debo seguirle —dijo Hollus.

Asentí, sin haberme acostumbrado todavía a la idea de la telepresencia, y cogí el pequeño objeto.

—Funcionará perfectamente si se lo mete en el bolsil o —dijo.

Así lo hice, y luego lo guié hasta la sala de colecciones del departamento de paleobiología, en el sótano del Centro de Conservadores; para llegar al í no teníamos que salir a ninguna de las zonas públicas del museo.

La sala de colecciones estaba llena de armarios de metal y estantes abiertos que contenían fósiles preparados así como incontables fundas de yeso de campo, algunas todavía sin abrir medio siglo después de que se hubiesen traído al museo.

Empecé a abrir cajones que contenían los cráneos de peces sin mandíbula del Ordovícico. Hollus los examinó, manejándolos con cuidado. Los campos de fuerzas proyectados por la unidad de holoforma parecían definir un espacio sólido que se ajustaba exactamente a la forma física aparente del alienígena. Nos tropezamos un par de veces al movernos por los pasil os estrechos de la sala de colecciones, y mis manos lo tocaron varias veces al pasarle fósiles. Sentí un cosquilleo de estática cuando su forma proyectada tocaba mi piel, la única indicación de que en realidad no estaba allí.

Mientras examinaba los extraños cráneos sólidos, comenté que tenían un aspecto bastante alienígena. A Hollus pareció sorprenderle ese comentario.

—«Sien» «to» «cu» «no» «si» «dad» «por» «su» «con» «cep» «to» «de» «la» «vi» «daa» «lie» «ni» «ge» «na».

—Pensé que ya lo sabían todo con respecto a eso —contesté, sonriendo—. Sondas anales y demás.

—Llevamos como un año viendo sus emisiones de televisión. Pero sospecho que tienen cosas más interesantes que no he visto.

—¿Qué han visto?

—Un programa sobre un profesor y su familia que son todos extraterrestres.

Me llevó un momento reconocerlo.

—Ah —dije—. Cosas de marcianos. Una comedia.

—Es una opinión —dijo Hollus—. También hemos visto el programa sobre dos agentes federales que persiguen extraterrestres.

—Expediente X —dije.

Golpeó los ojos como señal de asentimiento.

—Me resultó frustrante. Hablan continuamente de alienígenas, pero casi nunca se les ve. Fue más instructiva una producción gráfica sobre humanos juveniles.

—Necesito más pistas —dije.

—Uno de ellos se llama Cartman —dijo Hollus.

Reí.

South Park. Me sorprende que no hiciesen las maletas y se volviesen a casa después de verlo. Pero sí, claro, puedo mostrar mejores ejemplos —di un vistazo alrededor. Al otro extremo, atravesando las series de microfósiles del Plioceno pude ver a un estudiante graduado—. ¡ Abdus!—grité.

El joven levantó la vista, sorprendido. Le indiqué que se acercase.

—¿Sí, Tom? —dijo al llegar hasta nosotros, aunque tenía los ojos fijos en Hollus, no en mí.

—Abdus, ¿podrías darte un salto hasta Blockbuster y conseguirme unos vídeos? —Los estudiantes graduados son útiles para muchas cosas—. Conserva el recibo, y Dana te lo reembolsará.

La petición era tan extraña que Abdus dejó de mirar al alienígena.

—Eh, claro —dijo—. Por supuesto.

Le indiqué lo que buscaba y se fue.

Hollus y yo seguimos mirando los especímenes del Ordovícico hasta el mediodía, y luego nos fuimos a mi despacho. Supuse que en cualquier lugar del universo la inteligencia requeriría un metabolismo alto. Aun así, pensé que al forhilnor podría irritarle que yo tuviese que almorzar (y que se irritase aún más al ver que después de interrumpir nuestro trabajo casi no comía nada). Pero él comió cuando lo hice yo —aunque él realmente almorzaba en su nave nodriza, en órbita sobre Ecuador—. Era extraño: su avatar, que aparentemente duplicaba los movimientos que realizaba su cuerpo real, hizo los gestos de transferir comida a su ranura alimenticia —una ranura horizontal en la parte alta del torso a través de un hueco en la tela—. Pero la comida en sí era invisible, lo que daba la impresión de que Hollus era un Marcel Marceau extra-terrestre que imitaba el proceso de comer.

Yo, por otra parte, necesitaba comida de verdad. Susan me había puesto un batido energético de fresa y plátano y dos muslos sobrantes de la cena del día anterior. Me tragué la espesa bebida y me comí la mitad de uno de los muslos. Deseé tener algo diferente para comer; me parecía algo primitivo el tener que emplear los dientes para arrancar la carne de unos huesos frente a un alienígena, aunque, por lo que yo podía saber, Hollus bien podría estarse metiendo hámsteres vivos por el gaznate.

Mientras comíamos, Hollus y yo miramos los vídeos que Abdus había traído; había hecho que el departamento educativo llevase una unidad combinada de televisor y vídeo a mi despacho.

El primero fue «Arena», un episodio de la serie original de Star Trek; inmediatamente congelé la imagen en el señor Spock.

—¿Lo ve? —le dije—. Es un alienígena… un vulcaniano.

—«Parece» «un» «ser» «humano» —dijo Hollus; podía comer y hablar al mismo tiempo.

—Fíjese en los oídos.

Los pedúnculos de Hollus dejaron de moverse de un lado a otro.

—¿Y eso le convierte en alienígena?

—Bien —dije—, evidentemente, se trata de un actor humano interpretando el papel… un tipo llamado Leonard Nimoy. Pero, sí, se supone que las orejas sugieren lo extraño; el programa se rodó con muy bajo presupuesto —hice una pausa—. En realidad, Spock no es más que medio vulcaniano; la otra mitad es humana.

—¿Cómo es posible tal cosa?

—Su madre era humana; su padre era un vulcaniano.

—Eso no tiene sentido desde el punto de vista biológico —dijo Hollus—. Sería más probable que pudieses cruzar una fresa con un ser humano; al menos evolucionaron en el mismo planeta.

Sonreí.

—Créame, lo sé. Pero espere, sale otro alienígena en este episodio. —Avancé un rato, y le volví a dar al botón.

»Eso es un gorn —dije, señalando un reptil verde sin cola y de ojos compuestos que vestía una túnica dorada—. Es el capitán de la otra nave estelar. Muy bueno, ¿eh? Es uno que siempre me ha gustado… me recordaba a un dinosaurio.

—Exacto —dijo Hollus—. Lo que significa que tiene un aspecto demasiado terrestre.

—Bien, es un actor en un traje de goma —dije.

Los ojos de Hollus me miraron como si yo me hubiese comportado de nuevo como el Maestro de lo Claramente Evidente.

Miramos como el gorn se movía un poco, y luego saqué la cinta y puse «Viaje a Babel». Pero no la adelanté; dejé que se desarrol ara el argumento.

—¿Los ve? —dije—. Ésos son los padres de Spock. Sarek es un vulcaniano puro, y Amanda, la mujer, es una humana pura.

—Asombroso —dijo Hollus—. ¿Y los humanos creen que tal cruce es posible?

Me encogí un poco de hombros.

—Bien, es ciencia ficción —dije—. Es entretenimiento —avancé hasta la recepción diplomática. Un alienígena bajo con nariz de cerdo se dirigía a Sarek.

—No, usted —dijo—. ¿Qué ha votado usted, Sarek de Vulcano?

—Es un telarita —dije. Luego, al recordarlo—: Su nombre es Gav.

—Se parece a uno de sus cerdos —objetó Hollus—. Una vez más, demasiado terrestre.

Avancé un poco más.

—Eso es un andoriano —dije. La pantalla mostraba a un humano de piel azul y pelo blanco, con dos gruesas antenas segmentadas que le sobresalían de lo alto de la cabeza.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Hollus.

Era Shras, pero por alguna razón me avergoncé de saberlo.

—No lo recuerdo —dije.

Luego puse otra cinta: la edición especial de La guerra de las galaxias, en panorámico. Avancé hasta la escena de la cantina.

A Hollus le gustó Greedo —el secuaz de Jabba con aspecto de insecto que planta cara a Han Solo— y le gustó Hammerhead y alguno de los otros, pero seguía creyendo que la humanidad no conseguía producir una imagen realista de la vida extraterrestre. Claramente yo no disentía con esa opinión.

—Aun así —dijo Hollus—, sus cinematógrafos han conseguido reflejar correctamente un detalle.

—¿Cuál es? —pregunté.

—La recepción diplomática; la escena del bar. Todos los alienígenas que aparecen muestran tener el mismo nivel de tecnología.

Fruncí el ceño.

—Siempre creí que era uno de los detal es menos creíbles. Es decir, el universo tiene como unos 12.000 millones de años…

—En realidad, tiene 13.934 mil ones de años —dijo Hollus—, medidos en años de la Tierra, claro.

—Bien, vale. El universo tiene 13.900 mil ones de años, y la Tierra sólo 4.500 millones. Debe de haber planetas mucho más antiguos que el nuestro, y muchos, bastante más jóvenes. Esperaría que algunas de las especies inteligentes estuviesen millones, incluso miles de millones, de años por delante de nosotros, y que algunas fuesen más primitivas.

—Una especie algunas décadas más antigua que la de ustedes no dispondría de radio ni de viaje espacial y por tanto sería indetectable —dijo Hollus.

—Cierto. Pero aun así, muchas especies serían mucho más avanzadas que nosotros… como, bien, como ustedes, por ejemplo.

Los ojos de Hollus se miraron entre sí. ¿Una expresión de sorpresa?

—Los forhilnores no estamos mucho más avanzados que su especie… quizás un siglo como mucho; ciertamente no más que eso. Espero que dentro de unas décadas sus físicos hagan los descubrimientos que les permitirán emplear la fusión para acelerar de forma barata una nave espacial hasta una fracción de la velocidad de la luz.

—¿En serio? Guau. Pero… ¿qué antigüedad tiene Beta Hydri? —Sería una gran coincidencia que tuviese la misma edad que el sol de la Tierra.

—Como unos 2.600 millones de años terrestres.

—Un poco más que la mitad de la edad de Sol.

—¿Sol? —dijo Hollus con la boca izquierda.

—Así es como llamamos a nuestra estrella cuando queremos distinguirla de las otras — dije—. Pero si Beta Hydri es tan joven, me sorprende que tengan vertebrados en su mundo, y más aún vida inteligente.

Hollus lo meditó.

—¿Cuándo apareció la vida por primera vez sobre la Tierra?

—Ciertamente teníamos vida hace 3.800 mil ones de años, hay fósiles de esa antigüedad, y es posible que estuviese aquí desde hace 4.000 mil ones de años.

El alienígena parecía incrédulo.

—Y los primeros animales con columnas vertebrales aparecieron como hace 500.000 mil ones de años, ¿no? ¿Así que llevó casi 3.500 millones de años pasar del origen de la vida a los vertebrados? —Agitó el torso—. La vida se originó en mi mundo cuando tenía 350 millones de años, y los vertebrados aparecieron 1.800 mil ones de años después.

—Me pregunto por qué precisó tanto tiempo en este mundo.

—Como le dije —dijo Hollus—, el desarrol o de la vida en ambos mundos fue manipulado por Dios. Quizá su fin era que múltiples especies inteligentes surgiesen simultáneamente.

—Ah —dije dubitativo.

—Pero, incluso si eso no fuese cierto —dijo Hollus—, hay otra razón para que todas las civilizaciones capaces de viajar por el espacio tengan un desarrol o similar.

Algo me molestaba en el fondo de mi mente, algo que en una ocasión había visto explicar a Carl Sagan en televisión: la ecuación de Drake. Disponía de varios términos, incluyendo la tasa de formación estelar, la fracción de estrellas que podrían tener planetas, y demás. Multiplicando todos esos términos, se suponía que podías estimar el número de civilizaciones inteligentes que podrían existir ahora mismo en la Vía Láctea. No podía recordar todos los términos, pero recuerdo el último, porque me dio un escalofrío cuando Sagan lo comentó.

El término final era el tiempo de vida de una civilización tecnológica: el número de años entre el desarrollo de la emisión de radio y la extinción de la especie. Los humanos habían empezado a emitir en serio alrededor de 1920; si la Guerra Fría se hubiese vuelto caliente nuestra posición como especie tecnológica podría haber durado menos de treinta años.

—¿Se refiere al tiempo de vida de una civilización? —dije—. ¿El período de tiempo antes de que vuele por los aires?

—Es una posibilidad, supongo —dijo Hollus—. En realidad, nuestra propia especie tuvo dificultades para aprender a usar con sabiduría la energía atómica. —El alienígena hizo una pausa—. Entiendo que muchos humanos sufren de problemas mentales.

Me asombró el aparente cambio de tema.

—Eh, sí. Supongo que es cierto.

—Como también muchos forhilnores —dijo Hollus—. Es otra preocupación: al avanzar la civilización, la capacidad de destruir a toda la especie se vuelve más accesible. Con el tiempo, cae en manos no sólo de los gobiernos sino también de los individuos… algunos de los cuales están desequilibrados.

Era una idea pasmosa. Un término nuevo en la ecuación de Drake: f — sub — L, la fracción de los miembros de tu especie que están locos.

El simulacro Hollus se me acercó un poco.

—Pero ése no es el problema principal. Le dije que mi especie, los forhilnores, ha establecido contacto con otra especie tecnológica, los wreeds, antes de venir con ustedes; en realidad nos encontramos por primera vez hace sesenta años… al ir a Delta Pavonis y descubrirlos.

Asentí.

—Y le dije que mi nave espacial, la Merelcas, visitó otros seis sistemas estelares, además del mundo de los wreeds, antes de llegar aquí. Pero lo que no le dije es que cada uno de esos mundos había sido el hogar de una especie avanzada: la estrella que ustedes llaman Epsilon Indi, la estrella llamada Tau Ceti, la estrella llamada Mu Cassiopeae A, la estrella que llaman Eta Cassiopeae A, la estrella que llaman Sigma Draconi, y la estrella que llaman Groombridge 1618 tuvieron todas vida inteligente.

—Pero ¿ya no?

—Correcto.

—¿Qué encontraron? —pregunté—. ¿Ruinas bombardeadas? —Mi mente se llenó con extrañas imágenes de arquitectura alienígena, retorcida, fundida y carbonizada por las explosiones atómicas.

—Nunca.

—Entonces, ¿qué?

Hollus abrió los dos brazos y agitó el torso.

—Ciudades abandonadas, algunas inmensamente antiguas… algunas tan antiguas que estaban profundamente enterradas.

—¿Abandonadas? —dije—. ¿Quiere decir que los habitantes habían ido a algún otro sitio?

Los ojos del forhilnor se tocaron como gesto afirmativo.

—¿Dónde?

—La cuestión sigue abierta.

—¿Saben algo de esas otras especies?

—Mucho. Dejaron muchos artefactos y registros, y en algunos casos, cuerpos y restos fosilizados.

—¿Y?

—Y, cuando les llegó el final, todas tenían un nivel tecnológico comparable; ninguna había construido máquinas que no pudiésemos comprender. Cierto, la variedad de formas físicas era fascinante, aunque todas eran, ¿cómo es esa frase que usan los humanos?, «vida tal y como la conocemos». Eran todas formas de vida basadas en el carbono.

—¿En serio? ¿Y ustedes y los wreeds también están basados en el ADN?

—Sí.

—Fascinante.

—Quizá no —dijo Hollus—. Creemos que el ADN es la única molécula capaz de sostener la vida; ninguna otra sustancia posee sus propiedades de autorreplicación, almacenamiento de información y concisión. La capacidad del ADN para comprimirse ocupando un espacio muy reducido hace posible que pueda existir en los núcleos de células microscópicas, aunque cuando se la estira, cada molécula de ADN tiene más de un metro.

Asentí.

—En la clase de evolución que impartí en mi tiempo, considerábamos si alguna otra molécula aparte del ADN podría hacer lo mismo; nunca se nos ocurrió una alternativa que fuese ni remotamente adecuada. ¿Todo el ADN alienígena usaba las mismas cuatro bases: adenina y timina, guanina y citosina?

—¿Esas son estas cuatro? —dijo Hollus.

De pronto, su proyector de holoforma hizo que cuatro fórmulas químicas flotasen en el aire de un color verde brillante.


C5H5N5

C5H6N2O2

C5H5N5O

C4H5N3O


Las miré; había pasado un tiempo desde que adquirí mis conocimientos de bioquímica.

—Eh, sí. Sí, ésas son.

—Entonces, sí —dijo Hollus—. Siempre que hemos encontrado ADN, usaba esas cuatro bases.

—Pero hemos demostrado en el laboratorio que podrían usarse otras bases; incluso hemos creado ADN artificial que emplea seis bases, no cuatro.

—Sin duda, se requirieron grandes esfuerzos para conseguirlo —dijo Hollus.

—No lo sé; supongo —lo consideré todo—. Otros seis mundos —dije, intentando imaginármelos.

Planetas alienígenas.

Planetas muertos.

—Otros seis mundos —volví a decir—. Todos desiertos.

—Correcto.

Buqué las palabras adecuadas.

—Eso… da miedo.

Hollus no lo negó.

—En órbita alrededor de Sigma Draconis II —dijo—, encontramos lo que parecía una flota de naves estelares.

—¿Suponen que unos invasores exterminaron toda la vida indígena?

—No —dijo Hollus—. Claramente, las naves estelares habían sido construidas por la misma especie que construyó las ciudades abandonadas del planeta.

—¿Construyeron naves espaciales?

—Sí.

—¿Y todos ellos abandonaron el planeta?

—Aparentemente.

—Pero ¿sin usar las naves espaciales, que dejaron atrás?

—Exacto.

—Eso es… misterioso.

—Cierto, lo es.

—¿Qué hay de los registros fósiles en esos planetas? ¿Tuvieron extinciones masivas que coincidiesen con las nuestras?

Los pedúnculos de Hollus se agitaron.

—Es difícil de decir; si fuese fácil leer el registro fósil sin décadas o siglos de investigación, yo nunca hubiese revelado mi presencia en este mundo. Pero por lo que podemos deducir, no, ninguno de los mundos abandonados tuvo extinciones masivas hace 440, 365,225,210 y 65 mil ones de años.

—¿Alguna de esas civilizaciones era contemporánea?

El dominio del inglés de Hollus era asombroso, pero en ocasiones le fallaba.

—¿Perdóneme?

—¿Alguna de ellas vivió al mismo tiempo que alguna de las otras?

—No. La más antigua aparentemente desapareció hace 3.000 millones de años; la más reciente, en el tercer planeta de Groombridge 1618, hace 5.000 años. Pero…

—¿Sí?

—Pero, como ya he dicho, todas las especies parecían tener un desarrol o comparable. Evidentemente, los estilos arquitectónicos variaban mucho. Pero, para ofrecer un ejemplo, nuestros ingenieros desmontaron una de las naves estelares de Sigma Draconis II. Con respecto a las nuestras empleaba soluciones diferentes a varios problemas, pero no era, en lo fundamental, mucho mejor… quizás unas décadas por delante de lo que hemos desarrollado. Así era con todas las especies que habían abandonado sus mundos: todas eran ligeramente más avanzadas que los wreeds o los forhilnores… o el Homo sapiens, ya puestos.

—¿Y creen que eso les sucede a todas las especies? ¿Llegan a un punto en el que abandonan sus planetas de origen?

—Exacto —dijo Hollus—. O algo diferente, quizá Dios en persona venga y se las lleve.

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