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Por mucho que el cáncer me aterrorizase como víctima, me fascinaba como biólogo.

Los proto-oncogenes —los genes normales que tienen el potencial de disparar el cáncer— existen en todos los mamíferos y aves. Es más, todo proto-oncogén identificado hasta la fecha está presente tanto en mamíferos como en aves. Ahora bien, las aves evolucionaron a partir de los dinosaurios, que a su vez evolucionaron a partir de los tecodontos que evolucionaron a partir de diápsidos primitivos que a su vez evolucionaron a partir de captorhinomorfos, los primeros reptiles de verdad. Mientras tanto, los mamíferos evolucionaron a partir de los terápsidos que a su vez evolucionaron a partir de los pelicosaurios que evolucionaron a partir de sinápsidos primitivos que evolucionaron de captorhinomorfos. Como los captorhinomorfos, el antecesor común, se remonta al Carbonífero inferior, hace casi 300 millones de años, los genes compartidos deben de haber existido al menos ese tiempo (y, es más, hemos encontrados huesos fósiles cancerosos que confirman que el gran C existe al menos desde el Jurásico).

En cierta forma, no es sorprendente que esos genes estén compartidos: los proto- oncogenes están relacionados con el control de la división celular y el crecimiento de los órganos; sospecho que con el tiempo descubriremos que todo el juego completo es común a todos los vertebrados y, es más, a todos los animales.

Parece que el potencial para el cáncer está entretejido en la misma estructura de la vida.

A Hollus le intrigaban la cladística —el estudio de cómo características compartidas implican un antecesor común; en su mundo era la herramienta principal de los estudios evolutivos—. Por tanto, parecía apropiado mostrarle nuestros hadrosaurios —una serie si alguna vez ha habido una.

Era martes —el día más lento en el RMO— y casi la hora de cerrar. Hollus desapareció, y yo atravesé el museo hasta la Exposición de Dinosaurios, llevando el proyector de holoforma en el bolsillo. La galería estaba formada por dos salas largas, unidas en el extremo; la entrada y la salida están lado a lado. Me dirigí a la salida y bajé. No había nadie más; varios anuncios por megafonía con respecto al cierre inminente habían hecho desaparecer a los visitantes. En el extremo de esa sala está nuestra sección de hadrosaurios, pintada con rayas horizontales marrones y doradas, representando la arenisca de las Badlands de Alberta. La sala contenía tres impresionantes montajes. Me coloqué frente al de en medio, un pico de pato, que la placa todavía llamaba Kritosaurus aunque desde hace más de una década sabemos que probablemente se trate en realidad de un Gryposaurus; quizá mi sucesor encontrase el tiempo y el dinero para actualizar los carteles. El espécimen, que fue encontrado por Parks durante la primera expedición de campo del RMO en 1918, es precioso, con las costillas todavía en la matriz y los tendones rígidos a lo largo de la cola hermosamente osificada.

Hollus apareció agitándose la imagen, y yo comencé a explicarle cómo los cuerpos de los hadrosaurios eran virtualmente indistinguibles entre sí y que sólo la presencia o ausencia de crestas craneales, y la forma de esas crestas, hacía posible distinguir los distintos géneros. Mientras me emocionaba con ese asunto, un niño, de unos doce años, entró en la sala. Entró por el lado opuesto, viniendo desde los pobremente iluminados dioramas marinos del Cretácico. El niño era caucásico pero tenía los ojos algo rasgados y la mandíbula un poco caída, y la lengua le sobresalía un poco de la boca. No dijo nada: simplemente se quedó mirando al forhilnor.

—«Ho» «la» —dijo Hollus.

El niño sonrió, aparentemente encantado de oír hablar al alienígena.

—Hola —respondió él, lentamente y con esfuerzo.

Una mujer sin aliento giró la esquina, y se unió a nosotros en la sala del hadrosaurio. Lanzó un gritito al ver a Hollus y corrió hacia el niño, agarrándole por la manita blanca y regordeta.

—¡Eddie! —dijo—. Te he estado buscando por todas partes —se volvió hacia nosotros—. Lo siento si les molestaba.

«No» «nos» «mo» «les» «ta» «ba» —dijo Hollus. El sistema de megafonía se activó.

Damas y cabal eros, el museo está ahora cerrado. Por favor, todos los visitantes deben salir por la entrada delantera…

La mujer tiró de Eddie, quien miraba continuamente Por encima del hombro a lo largo del resto de la exposición de dinosaurios.

Hollus se volvió hacia mí.

—Ese niño no era como los otros que he visto.

—Tiene el síndrome de Down —dije—. Padece un retraso mental y en el desarrol o físico.

—¿Qué lo produce?

—La presencia de un cromosoma veintiuno extra; todos los cromosomas deberían venir en parejas, pero en ocasiones se cuela uno.

Hollus agitó los pedúnculos.

—Nosotros tenemos una enfermedad similar, aunque casi siempre se detecta en el útero. En nuestro caso, se forma un par cromosómico sin telómeros en un extremo; las dos hebras se unen en el extremo, generando un cromosoma que es el doble de largo. El resultado es una pérdida total de habilidades lingüísticas, muchas dificultades con la percepción especial y una muerte temprana. —Hizo una pausa—. Aun así, me asombra la resistencia de la vida. Es pasmoso que algo tan importante como todo un cromosoma extra, o dos cromosomas que se unen por un extremo, no evita que el organismo funcione. —Hollus seguía mirando hacia la dirección en la que había desaparecido el niño—. Ese niño —dijo—. ¿También vivirá poco?

—Es probable. El síndrome de Down tiene ese efecto.

—Es triste —dijo Hollus.

Mantuve el silencio durante un tiempo. Había una pequeña alcoba a un lado donde se ejecutaba un antiguo show de diapositivas sobre cómo se forman los fósiles de dinosaurio y cómo se excavan. Evidentemente, había oído la banda sonora un millón de veces. Pero al final terminó y como nadie había pulsado el inmenso botón rojo para ponerla en marcha de nuevo, Hollus y yo nos quedamos a solas en la galería silenciosa, sólo acompañados por los esqueletos.

—Hollus —dije al fin.

El forhilnor se giró para prestarme atención.

—¿SÍ?

—¿Cuánto tiempo… cuánto tiempo planea permanecer aquí? Es decir, ¿durante cuánto tiempo más necesitará mi ayuda?

—Lo lamento —dijo Hollus—. He sido poco considerado. Estoy robándole demasiado tiempo, simplemente dígamelo y me iré.

—No, no. No. No es nada de eso. Estoy disfrutando una enormidad, créame. Pero… — expulsé aire.

—¿Sí? —dijo el alienígena.

—Tengo algo que decirle —dije al fin.

—¿Sí?

Tomé aliento profundamente y lo solté despacio.

—Lo digo porque tiene derecho a saberlo —dije, volviendo a hacer una pausa, preguntándome cómo continuar—. Sé que cuando vino al museo, simplemente pidió ver a un paleontólogo, cualquier paleontólogo. No me buscaba a mí en particular. De hecho, hubiese podido ir a un museo diferente… Phil Currie en el Tyrrell o Mike Brett-Surman en el Smithsonian hubiesen estado encantados de que se hubiese presentado a sus puertas.

Me quedé en silencio. Hollus seguía mirándome con paciencia.

—Lo lamento —dije—. Debí haberlo dicho antes. —Volví a inhalar, contuve el aire todo lo que pude—. Hollus, me muero.

El alienígena repitió la palabra, como si de alguna forma se la hubiese saltado al estudiar inglés.

—¿Se muere?

Padezco un cáncer incurable. Sólo me quedan meses de vida.

Hollus guardó silencio durante varios segundos. Luego dijo con la boca izquierda:

—Yo… —pero no dijo nada más durante un tiempo. Al final, empezó de nuevo—. ¿Es permisible mostrar pesar en estas circunstancias?

Asentí.

—«Yo» «lo» «siento» —dijeron sus bocas. Mantuvo el silencio durante unos segundos—. Mi propia madre murió de cáncer; es una enfermedad terrible.

Ciertamente no podía negárselo.

—Sé que todavía queda mucho que investigar —dije—. Si prefiere trabajar con otro, lo comprenderé.

—No —dijo Hollus—. No. Somos un equipo.

Sentí que se me contraía el pecho.

—Gracias —dije.

Hollus me miró durante un momento más, luego hizo un gesto en dirección a los hadrosaurios montados en las paredes, la razón por la que habíamos venido.

—Por favor, Tom —pidió. Era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila—. Continuemos con nuestro trabajo.

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