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En 1997, Stephen Pinker vino al RMO a presentar su nuevo libro, Cómo funciona la mente. Asistí a la fascinante conferencia que dio. Entre otras cosas, comentó que los humanos, incluso en diferentes culturas, emplean metáforas consistentes al hablar. Los argumentos son siempre batal as. Él ganó; yo perdí; me derrotó; ella atacó todos los puntos; él me hizo defender mis posiciones; tuve que retirarme.

Las relaciones amorosas son pacientes o enfermedades. Tienen una relación enfermiza; él se recuperó, ella está enferma de él; le rompió el corazón.

Las ideas son comida. Alimento para la mente; algo que mascar; su sugerencia me dejó mal sabor de boca; no podía tragarme semejante idea; una ironía deliciosa; la idea me dio fuerzas.

Mientras tanto, la virtud es arriba, presumiblemente debido a nuestra postura erguida. Es un ciudadano recto; es un acto bajo; no me rebajaría a tanto; tomó el camino más elevado; intento acercarme a sus altos estándares.

Aun así, no fue hasta conocer a Hollus que comprendí lo fundamentalmente humanas que eran esas formas de pensar. Hollus había realizado un excelente trabajo en su estudio del inglés, y a menudo empleaba metáforas humanas. Pero de vez en cuando, apreciaba subyacente a sus palabras lo que yo suponía era la verdadera forma de pensar forhilnor.

Para Hollus, el amor era astronómico —dos individuos que llegaban a conocerse tan bien que se podían predecir sus movimientos con absoluta precisión—. «Amor naciente» significaba que el afecto estaría allí mañana con tanta seguridad como que el sol saldría mañana. «Una nueva constelación» era un nuevo amor entre viejos amigos —ver una forma entre estrellas que siempre había estado allí, pero que hasta entonces no había sido detectada.

Y la moral se fundamentaba en la integración de las ideas: «Esa idea alterna bien», refiriéndose a la noción que produce cambios importantes entre una y otra boca. Una idea inmoral es una que sólo sale por un lado: «Estaba totalmente a la izquierda con esa idea.» Una idea de medio cerebro era para Hollus una idea estúpida, una idea malvada. Y aunque los forhilnores se referían, al igual que nosotros, a tener «segundas intenciones», ellos empleaban la expresión para dar a entender que la otra mitad del cerebro por fin se había activado, devolviendo al individuo a una posición global.

Como Hollus había explicado la noche que vino a cenar a casa, los forhilnores alternan palabras o sílabas entre bocas porque sus cerebros, como los nuestros, están formados por dos lóbulos, y sus consciencias son el resultado, aún más que en nuestro caso, de la interacción entre esos dos lóbulos. Los humanos se refieren a una persona loca como aquella que está ida —presumiblemente se ha ido de la realidad—. Los forhilnores no emplean esa metáfora, pero sí comparten la relativa a la lucha por «mantenerse», aunque en este caso se refieren al esfuerzo continuo por integrar las dos mitades del cerebro; los forhilnores sanos como Hollus siempre superponen las dos sílabas de sus nombres —la «lus» iniciándose de la boca derecha antes de que la «Hol» hubiese terminado en la boca izquierda — comunicando a los que les rodean que sus dos mitades cerebrales están totalmente integradas.

Sin embargo, Hollus me había comentado que las fotografías de alta velocidad demostraban que sus pedúnculos no se movían realmente como imágenes especulares el uno del otro. En lugar de eso, uno siempre empezaba primero y el otro le seguía una fracción de segundo más tarde. Qué pedúnculo actuaba de líder —y qué mitad cerebral era la que controlaba— variaba de un momento a otro; el estudio de qué lóbulo iniciaba qué acciones era el centro de la psicología forhilnor.

Como Susan me había metido la idea en la cabeza, le había preguntado a Hollus si creía en las almas. La mayoría de los forhilnores modernos, incluido él, no creían, pero los mitos forhilnores relativos a la vida después de la muerte habían tenido su origen en la psicología de cerebro dividido. En su pasado, la mayoría de las religiones habían sostenido que cada individuo no era una sino dos almas, una para cada mitad del cuerpo. Su concepto de la otra vida consistía en dos posibles destinos, un cielo (aunque no era tan angelical como el judeo-cristiano —«incluso en el cielo llueve» era un tópico forhilnor) y un infierno (aunque no se trataba de un lugar de tortura y sufrimiento; el suyo nunca había sido un dios vengativo). Los forhilnores no eran criaturas de extremos —quizás el tener tantas extremidades les ayudaba a ver las cosas con más equilibrio (nunca vi a Hollus más atónito que cuando me sostuve sobre una pierna para comprobar si tenía algo en la suela del zapato; le asombraba que no me cayese).

En cualquier caso, las dos almas forhilnor podían ir las dos al cielo, las dos al infierno, o una lejos y la otra más lejos (las regiones post mortem no estaban «arriba» y «abajo», una vez más, una idea humana de extremos opuestos). Si las dos almas iban al mismo lugar, incluso si se trataba del infierno, era una vida después de la muerte mejor que si se separaban, porque al separarse se perdía la personalidad que se hubiese manifestado en la forma física del ser. Una persona con el alma dividida estaba realmente muerta; lo que hubiese sido había desaparecido para siempre.

Por lo tanto, hay una parte de Hollus confusa por mi temor a la muerte.

—Los humanos creéis que poseéis una única alma integrada —dijo. Estábamos en la sala de colecciones, examinando reptiles similares a mamíferos provenientes de Sudáfrica—. Entonces, ¿a qué tienes miedo? Según vuestra mitología, mantendréis vuestra identidad incluso después de la muerte. Seguro que no vas a ir al infierno, ¿no? No eres un hombre malvado.

—No creo ni en el alma ni en la otra vida.

—Ah, bien —dijo Hollus—. Me sorprendió que en esta fase avanzada del desarrollo de vuestra especie tantos humanos sigan relacionando el concepto de una deidad con la idea de que ellos mismos posean un alma inmortal; está claro que uno no requiere a la otra.

Nunca lo había considerado de tal forma. Quizás el Dios de Hollus fuese el destronamiento copernicano definitivo: sí, hay un creador, pero su creación carece de alma.

—Aun así —dije—, aunque creyese en la vida después de la muerte que describe la religión de mi mujer, no estoy seguro de ser una persona tan buena como para ir al cielo. Puede que el listón esté situado imposiblemente alto.

—¿El listón?

—Una metáfora; se refiere al salto de altura, un deporte humano. Cuanto más alto se coloca el listón sobre el que hay que saltar, más difícil es hacerlo.

—Ah. Nuestra metáfora equivalente es la de pasillos cada vez más estrechos. Aun así, debes saber que el temor a la muerte es irracional; la muerte nos llega a todos.

Para él todo era académico; a él no era al que le quedaban sólo un puñado de meses de vida.

—Lo sé —dije, quizá con demasiada brusquedad. Respiré hondo para calmarme. El era mi amigo; no había necesidad de enfadarse con él—. No temo exactamente a la muerte — mentí—. Simplemente no quiero morir tan pronto —hice una pausa—. Me sigue sorprendiendo que no hayáis conquistado la muerte. —No buscaba una esperanza; de verdad, no lo hacía.

—Más pensamiento humano —dijo Hollus—. La muerte como un oponente.

Debería ponerle El séptimo sello —eso, o El alucinante viaje de Bill y Ted.

—Como sea —dije—. Esperaba que hubieseis prolongado más vuestra vida.

—Lo hemos hecho. La edad media de muerte anterior al desarrol o de los antibióticos era la mitad que ahora; anterior a la medicación para desobstruir las arterias era sólo tres cuartos que ahora.

—Sí, pero… —Hice una pausa, intentando pensar cómo transmitir mi idea—. No hace mucho vi en la CTV una entrevista con un médico. Dijo que probablemente ya hubiese nacido el primer humano que iba a vivir por siempre. Hemos dado por supuesto que podemos conquistar… lo siento, que podemos evitar… la muerte, que no hay nada teóricamente imposible en vivir por siempre.

—No estoy seguro de que quisiese vivir en un mundo en el que lo único seguro fuesen los impuestos —dijo Hollus, realizando el movimiento en S con los pedúnculos—. Además, mis hijos son mi inmortalidad.

Parpadeé.

—¿Tienes hijos? —dije. ¿Por qué nunca le había preguntado?

—Sí —contestó Hollus—. Un hijo y una hija. —Y luego, en un sorprendente gesto humano, el alienígena dijo—: ¿Te gustaría ver sus fotografías?

Asentí.

El proyecto de holoforma zumbó un poco, y de pronto nos acompañaban dos forhilnores más, de tamaño natural pero inmóviles.

—Éste es mi hijo Kassold —dijo Hollus señalando al de la izquierda —. Y mi hija Pealdon.

—¿Son adultos? —pregunté; Pealdon y Kassold parecían tener el mismo tamaño que Hollus.

—Sí. Pealdon es… ¿cómo lo llamáis? Trabaja en el teatro; les indica a los actores qué interpretación está permitida.

—Un director —dije.

—Directora, sí; parte de la razón por la que deseaba ver vuestras películas era para mejorar mi idea de cómo se compara el drama humano con el teatro forhilnor. Y mi hijo Kassold es… supongo que psiquiatra. Trata los desórdenes de la mente forhilnor.

—Estoy seguro de que estás muy orgulloso de ellos —dije.

Hollus se agitó de arriba abajo.

—No tienes ni idea —dijo el alienígena.

Hollus había desaparecido a mitad de la tarde; él —no, ella: por amor de Dios, era una madre—… ella había comentado que precisaba atender a otra investigación. Empleé el tiempo para profundizar en las pilas de papeleo que tenía sobre la mesa y para reflexionar sobre lo que había hecho ayer. Alan Dershowitz, uno de mis columnistas favoritos, dijo en una ocasión: «Durante la oración es cuando experimento mis mayores dudas sobre Dios, y cuando miro a las estrel as es cuando doy el salto de fe.» Me preguntaba si…

El proyector de holoforma silbó dos veces. Me cogió por sorpresa; ese día no había esperado ver a Hollus de nuevo, pero al í estaba, la imagen agitándose para fijarse en mi despacho —y parecía más emocionada de lo que la había visto antes: los pedúnculos se agitaban con rapidez, y su torso esférico subía y bajaba como si una mano invisible lo hiciese botar.

—La última estrella que visitamos antes de llegar aquí —dijo Hollus tan pronto como se estabilizó la imagen—, fue Groombridge 1618, a unos dieciséis años luz de distancia. El segundo planeta de esa estrella albergó en su momento una civilización, como los otros mundos que hemos visitado. Pero los habitantes habían desaparecido.

Sonreí.

—Bienvenida.

—¿Qué? Sí, sí. Gracias. Pero ahora los hemos encontrado. Hemos encontrado a los habitantes perdidos.

—¿Justo ahora? ¿Cómo?

—Siempre que descubríamos un planeta aparentemente abandonado, realizábamos un análisis de todo el cielo. La suposición es bien simple: si los habitantes han abandonado su mundo, puede que lo hayan hecho por medio de una nave estelar. Y es probable que la nave espacial estuviese siguiendo el camino más corto entre el planeta y el posible destino, lo que implicaría que su llama de fusión, asumiendo que está propulsada por fusión, puede que apunte al planeta original. Realizamos la comprobación en la dirección de cada estrella de clase F, G y K en 70 años luz terrestre alrededor de Groombridge, buscando una señal de fusión ¡artificial que se superponga al espectro de esas estrellas!

—¿Y encontrasteis algo?

—No. No, nunca. Hasta ayer. Claro está, guardamos todo el proyecto en los ordenadores. Saqué la información y escribí un programa para realizar una búsqueda mayor, buscando en toda estrella de cualquier tipo, hasta quinientos años luz, años luz forhilnores, como unos 720 años luz terrestres. Y el programa lo encontró: una llama de fusión en una línea directa entre Groombridge y la estrella Alfa Orionis.

Ésa sería la estrella más brillante de Orion, que es…

—¿Betelgeuse? —dije—. ¿Te refieres a Betelgeuse? Pero es una supergigante roja ¿no? —Había visto la estrella innumerables veces en el cielo de invierno; formaba el hombro izquierdo de Orion, mi constelación favorita… creo que incluso el nombre significaba «hombro del cazador» en árabe.

—Betelgeuse, sí —afirmó Hollus.

—Es evidente que nadie se ¡mudaría a semejante estrella. Es imposible que tenga planetas habitables.

—Eso es exactamente lo que pensamos nosotros. Betelgeuse es la mayor estrella visible en el cielo nocturno de nuestros tres mundos; si la situásemos en el lugar del sol de la Tierra, su borde exterior se extendería más allá de la órbita de Marte. También es mucho más fría que Sol, Delta Pavonis o Beta Hydri; claro está, por esa razón brilla en rojo.

—¿A qué distancia está Betelgeuse? —pregunté.

—A cuatrocientos veintinueve años luz terrestres de Sol… y, claro, más o menos lo mismo desde Groombridge 1618.

—Es un camino muy largo.

—Es sólo la mitad de un uno por ciento del diámetro de nuestra galaxia.

—Aun así —dije—, no puedo imaginarme por qué iban a enviar una nave hasta al í.

—Ni nosotros tampoco. Betelgeuse es candidata a convertirse en supernova; está lejos de ser adecuada para una colonia.

—Entonces ¿por qué ir hasta allí?

—No lo sabemos. Evidentemente, es posible que la nave se dirija a un destino al otro lado de Betelgeuse, o que planee usar a Betelgeuse como parada de aprovisionamiento de combustible… es posible que sea más fácil recoger hidrógeno de la atmósfera exterior enrarecida de una supergigante roja de baja densidad. Y es obvio que la nave quiera usar Betelgeuse como honda gravitatoria, obteniendo un incremento de velocidad al dirigirse a otro destino.

—¿Encontrasteis pruebas de que los habitantes de Groombridge enviasen otras naves espaciales?

—No. Pero si alguna de el as ha cambiado de rumbo, aunque sea por poco, de forma que la llama de fusión no apunte directamente hacia el planeta, no podríamos detectarlas.

—¿Cuánto hace que se lanzó el arca? ¿Y cuánto tiempo pasará antes de que llegue a Betelgeuse?

—Estimar las distancias interestelares es muy difícil, especialmente sin una base larga para medir el paralaje. El arca lleva de camino al menos 5.000 años, aparentemente nunca desarrol aron los motores cercanos a la velocidad de la luz que tenemos nosotros, y ciertamente está a más de cinco sextos de camino a Betelgeuse —se detuvo un momento, agitando el torso de arriba abajo como hacía cuando se emocionaba—. Pero ¿no lo comprendes, Tom? Quizá lo que propusiste sucedió en los otros cinco mundos que visitamos; quizá sus habitantes se transfirieron a ordenadores. Pero los nativos de Groombridge no lo hicieron. Construyeron un arca; siguen vivos. Y esa arca no tiene la velocidad de nuestra propia nave; nos sería posible alcanzarla. Lo que significa… —se agitó algo más— que hay otra especie con la que podemos encontrarnos.

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