Cuando era niño, pertenecí durante tres años al Club del Sábado por la Mañana del Real Museo de Ontario. Era una experiencia increíble para un niño como yo, fascinado por dinosaurios, serpientes, murciélagos, gladiadores y momias. Cada sábado durante el año escolar íbamos al museo, entrando antes de que llegase el público. Nos reuníamos en el auditorio del RMO… como se llamaba antes de que algún consejero demasiado bien pagado lo rebautizase como Teatro del RMO. En aquella época parecía una cueva, tapizado todo de negro; desde entonces lo han renovado.
Las mañanas empezaban con una proyección por parte de la señora Berlín, encargada del club, de una película de 16 mm, normalmente algún corto de la National Film Board de Canadá. Y luego nos dirigíamos a media hora de actividades en el museo, no sólo en las exposiciones sino también tras el decorado. Disfrutaba de cada minuto y decidí que algún día trabajaría en el RMO.
Recuerdo un día en que asistíamos a una demostración por parte del artista responsable de las reconstrucciones de dinosaurios del museo. Preguntó al grupo de qué tipo de dinosaurio había salido un diente puntiagudo y serrado que nos mostraba.
—Un carnosaurio —dije inmediatamente.
El artista estaba impresionado.
—Cierto —dijo.
Pero otro chico me regañó más tarde.
—Es carnívoro —dijo—, no carnosaurio.
Carnosaurio era, por supuesto, la palabra correcta: el nombre técnico del grupo de dinosaurios que incluía al Tyrannosaurus y sus compañeros. La mayoría de los niños no lo sabe; demonios, la mayoría de los adultos no lo sabe.
Pero yo lo sabía. Lo había leído en una placa en la Exposición de Dinosaurios de RMO.
La Exposición de Dinosaurios original, claro.
En lugar de los dioramas actuales, la exposición había mostrado especímenes montados de forma que podías rodearlos: cuerdas de terciopelo impedían que el público se acercase demasiado. Y cada espécimen venía acompañado por una larga explicación montada en un marco de madera, que requería unos cuatro o cinco minutos para leerla completa.
El centro de la antigua exposición lo ocupaba un Corythosaurus, un enorme pico de pato erecto. Había algo maravillosamente canadiense, aunque en su momento no lo comprendí, en que el RMO mostrase un dinosaurio tranquilamente vegetariano en lugar del voraz T. Rex o el ferozmente armado Triceratops que eran los montajes más habituales en los museos estadounidenses; de hecho, no fue hasta 1999 que el RMO mostró un T. Rex, en la Galería de los Descubrimientos para niños. Aun así, el antiguo montaje del Corythosaurus estaba mal. Ahora sabemos que, con toda probabilidad, los hadrosaurios no podían mantenerse de pie de esa forma; probablemente pasaban la mayor parte de su tiempo como cuadrúpedos.
Cada vez que iba al museo de niño, miraba ese esqueleto, y los otros, leía las placas, me peleaba con el vocabulario y aprendía todo lo que podía.
Todavía tenemos el esqueleto en el RMO, perdido en una esquina del diorama dedicado al Cretácico en Alberta, pero ya no tienen ningún texto asociado. Sólo una plaquita de plexiglás que poco honradamente encubre la postura errónea, y añade poco más:
Corythosaurus Excavatus Gilmore
Un hadrosaurio con cresta (pico de pato) montado en una postura erguida de alerta. Cretácico superior, formación Oldman (aproximadamente 75 millones de años), Little Sandhill Creek, cerca de Steveville, Alberta.
Por supuesto, la «nueva» Exposición de Dinosaurios tenía ya un cuarto de siglo. Había abierto antes de que Christine Dorati llegase al poder, pero ella la consideró un modelo de cómo tenían que ser nuestras exposiciones: no aburrir al público, no hundirlo en hechos. Simplemente dejar que se queden boquiabiertos.
Christine tenía un par de hijas; ya eran mayores. Pero a menudo me preguntaba si, cuando eran pequeñas, la habían avergonzado en un museo. Quizás hubiese dicho algo como: «Oh, Mary, ése es un Tyrannosaurus Rex. Vivió hace diez millones de años.» Y su hija —o, peor, algún niño repelente como había sido yo— la había corregido con la información escrita en las largas placas. «No es un Tyrannosaurus, y no vivió hace diez mil ones de años. Es un Allosaurus, y vivió hace 150 millones de años.» Sea cual sea la razón, Christine Dorati odiaba los carteles que contenían información.
Desearía que tuviésemos dinero para reconstruir la antigua Exposición de Dinosaurios; yo la había heredado en su estado actual. Pero el dinero era escaso; eliminar el planetario no había sido el único recorte.
Aun así, me preguntaba a cuántos niños estaríamos inspirando en esos días.
Me lo preguntaba…
No sería a mi Ricky; eso sería demasiado pedir. Además, seguía todavía en la fase en la que quería ser bombero o agente de policía y no mostraba ningún interés especial en las ciencias.
Así pues, cuando miraba a las decenas de miles de niños que venían en visitas escolares al museo cada año, me preguntaba cuál de ellos crecería para seguir mis pasos.
Hollus y yo nos encontrábamos en un callejón sin salida respecto a la interpretación del Juego de la Vida, así que me disculpé y fui al baño. Como hacía siempre, abrí los tres grifos para crear algo de ruido de fondo; los lavabos públicos del RMO tenían grifos controlados electrónicamente, pero nosotros no teníamos que aguantar esas humillaciones en las instalaciones del personal. El agua corriente ahogó el sonido cuando me arrodillé frente a uno de los lavabos y vomité; arrojaba las galletas una vez a la semana, gracias a la quimioterapia. Para mí era duro; ya me dolían el pecho y los pulmones. Me llevó unos momentos, allí arrodil ado, recuperar las fuerzas, luego me puse en pie, le di a la cisterna y me fui a los lavamanos. Guardaba una botella de enjuague bucal en el museo y me la había traído conmigo; hice gárgaras, intentando eliminar el mal sabor. Y, luego, al fin, regresé al departamento de paleobiología, sonriéndole a Boxeador como si no pasase nada malo. Abrí la puerta de mi despacho y entré.
Para mi asombro, Hollus leía el periódico. Había cogido de la mesa mi ejemplar del tabloide Toronto Sun y lo sostenía con dos manos de seis dedos. Los pedúnculos se movían al unísono de izquierda a derecha. Esperaba que fuese inmediatamente consciente de mi presencia, pero quizá la simulación no fuese tan sensible. Me aclaré la garganta, saboreando algo más del sabor desagradable.
—«Bien» «ve» «nido» —saludó Hollus, con los ojos ahora mirándome. Cerró el periódico y me mostró la portada. El único titular que ocupaba casi toda la portada declaraba: «Médico abortista asesinado.»
»En la televisión he visto muchas referencias al aborto —dijo Hollus—, pero confieso que no comprendo exactamente qué es; el término se emplea pero nunca se define… incluso en este artículo que aparentemente está relacionado con el titular.
Me acerqué a la silla y respiré hondo, ordenando mis ideas, preguntándome por dónde empezar. Yo mismo había leído el reportaje de camino al trabajo.
—Bien, eh, en ocasiones las mujeres humanas se quedan embarazadas sin querer. Hay un procedimiento que se puede emplear para dar fin al feto, terminando con el embarazo; se llama aborto. Es, eh, algo controvertido, y por esa razón a menudo se realiza en clínicas especiales en lugar de en hospitales normales. Los fundamentalistas religiosos lo desaprueban con energía, lo consideran una forma de asesinato, y algunos extremistas se dedican a emplear bombas para volar las clínicas abortistas. La semana pasada, volaron una clínica en Búfalo, una ciudad justo en la frontera del estado de Nueva York. Y ayer, una estal ó en Etobicoke, que forma parte de Toronto. El doctor dueño de la clínica estaba en su interior en ese momento, y fue asesinado.
Hollus me miró durante un tiempo muy largo.
—¿Esos…? ¿Cómo los ha llamado? ¿Extremistas fundamentalistas? ¿Esos extremistas fundamentalistas creen que es malo incluso matar a un niño que todavía no ha nacido?
—Sí.
Era difícil distinguir el tono en la voz de Hollus, con su voz saltando entre dos bocas, pero, al menos para mí, sonaba incrédulo.
—¿Y muestran su rechazo asesinando adultos?
Asentí ligeramente.
—Eso parece.
Hollus mantuvo el silencio durante unos momentos más, agitando de arriba abajo el torso esférico.
—Entre mi gente —dijo—, tenemos un concepto llamado… —y sus bocas gemelas cantaron dos notas discordantes—. Se refiere a las incongruencias, a acontecimientos y palabras que indican lo contrario del sentido aparente.
—Tenemos un concepto similar. Lo llamamos ironía.
Sus ojos regresaron al periódico.
—Aparentemente, no todos los humanos la comprenden.