El departamento de socios del RMO empleó la presencia de Hollus como reclamo («apoye al museo que atrae a visitantes de todo el mundo… ¡y más allá!»), y la asistencia aumentó sustancialmente la primera semana posterior a la llegada del forhilnor. Pero cuando se hizo evidente que era poco probable que su transbordador aterrizase de nuevo y que no iban a cruzarse por los pasillos, las escaleras o el vestíbulo con un alienígena, las multitudes se redujeron a niveles más normales.
No volví a ver a los agentes del SCSI. El primer ministro Chretien vino al RMO para encontrarse con Hollus; Christine Dorati, por supuesto, lo convirtió en una sesión de fotos. Y varios periodistas le pidieron a Chretien, frente a los micrófonos, su garantía de que el alienígena podría continuar con su trabajo sin ser molestado… que era lo que el sondeo de opinión de Maclean decía que querían los canadienses. Ciertamente dio su garantía, aunque yo sospechaba que los agentes del SCSI siempre estaban por ahí, sin dejarse ver.
En su cuarto día en Toronto, Hollus y yo estábamos de nuevo en la sala de colecciones en el sótano del Centro de Conservadores. Abrí un cajón de metal y le mostré una losa de esquisto que contenía un euripterida bellamente conservado. Llevamos el espécimen a la mesa de trabajo, y Hollus usó una de las cuatro lupas conectadas a brazos metálicos, que tenían un tubo fluorescente rodeando la lente. Me pregunté brevemente por la física de la situación: la imagen amplificada era observada por un ojo simulado, y la información se transfería de alguna forma al Hollus real, en órbita sobre Ecuador.
Lo sé, lo sé, probablemente no tendría que haber dicho nada. Pero, maldición, me había tenido despierto todas las noches desde que Hollus lo mencionó.
—¿Cómo saben —le pregunté al fin— que el universo tiene un creador?
Los pedúnculos de Hollus se curvaron para mirarme.
—Está claro que el universo está diseñado; si está diseñado, debe por tanto tener un diseñador.
Moví los músculos de mi frente de aquella forma que solía arquear mis cejas.
—A mí me parece caótico —dije—. Es decir, no es como si las estrel as estuviesen dispuestas en formas geométricas.
—Hay una gran bel eza en el caos —dijo Hollus—. Pero me refiero a un diseño mucho más básico. Este universo tiene sus parámetros fundamentales ajustados hasta una precisión casi infinita para que pueda soportar la vida.
Estaba razonablemente seguro de adonde se dirigía con tal comentario, pero igualmente dije:
—¿De qué modo? —Pensé que quizá sabía algo que yo desconocía; y ciertamente, para mi asombro, así fue exactamente.
—Su ciencia conoce cuatro fuerzas fundamentales; en realidad hay cinco, pero ustedes no han descubierto la quinta. Las cuatro fuerzas que conocen son gravitación, electromagnetismo, la fuerza nuclear débil y la fuerza nuclear fuerte; la quinta fuerza es repulsiva que actúa en distancias extremadamente largas. Las potencias de esas fuerzas tienen valores extremadamente divergentes, pero aun así si esos valores fuesen ligeramente diferentes de los actuales, el universo tal y como lo conocemos no existiría, y la vida nunca se hubiese formado. Consideremos por ejemplo la gravedad: si fuese ligeramente más potente, hace tiempo que el universo hubiese colapsado. Si fuese algo más débil, las estrellas y los planetas no se hubiesen formado nunca.
—Eso sí —hice de eco.
—En el caso de esos dos escenarios, sí; hablo de unos pocos órdenes de magnitud. ¿Desea un ejemplo mejor? Muy bien. Las estrellas, evidentemente, deben alcanzar un equilibrio entre la fuerza gravitatoria de su propia masa, que intenta hacerlas colapsar, y la fuerza electromagnética de su torrente de luz y calor. Hay sólo un margen estrecho de valores que permiten el equilibrio justo para que existan las estrellas. En un extremo se producen las gigantes azules, y en el otro se forman las enanas rojas, ninguna de las cuales permite la aparición de la vida. Por suerte, casi todas las estrellas caen entre esos dos tipos, específicamente debido a una aparente coincidencia numérica en los valores de las constantes fundamentales de la naturaleza. Si, por ejemplo, la potencia de la gravedad fuese diferente en una parte en… déme un segundo; debo convertir a su sistema decimal… por una parte en 1040, esa coincidencia numérica se alteraría, y cada una de las estrellas del universo sería o una gigante azul o una enana roja; no existirían soles amaril os para iluminar planetas terrestres.
—¿En serio? ¿Sólo una parte en diez elevado a cuarenta?
—Sí. Igual sucede con el valor de la fuerza nuclear fuerte, que mantiene unidos los núcleos aunque los protones de carga positiva intentan repelerse los unos a los otros: si esa fuerza fuese sólo ligeramente más débil de lo que es en realidad, los átomos no se formarían nunca… la repulsión de los protones lo impediría. Y si fuese ligeramente más potente, el único átomo que se podría formar es el de hidrógeno. En cualquier caso, tendríamos un universo carente de estrellas, vida y planetas.
—Por tanto, ¿dice que alguien eligió esos valores?
—Exacto.
—¿Cómo saben que ésos no son los únicos valores que esas constantes podrían tener? —dije—. Quizá simplemente son así porque no podrían ser de ninguna otra forma.
El torso del alienígena se agitó.
—Una conjetura interesante. Pero nuestros físicos han demostrado que otros valores son teóricamente posibles. Y las probabilidades de que los valores actuales apareciesen por azar son de uno entre seis seguido de tantos ceros que si se pudiese escribir un cero en cada neutrón y protón de todo el universo, no se podría escribir el número al completo.
Asentí; ya había oído variaciones de ese argumento. Era hora de jugar mi as.
—Quizás existan todos esos valores para esas constantes —dije—, pero en universos diferentes. Quizás haya un número ilimitado de universos paralelos, todos los cuales carecen de vida porque sus parámetros físicos no lo permiten. Si fuese así, no tendría nada de raro que estemos en este universo, dado que es el único de todos los posibles universos en el que podríamos estar.
—Ah —dijo Hollus—. Comprendo…
Crucé los brazos con aire de suficiencia.
—Comprendo —siguió diciendo el alienígena—, la fuente de su confusión. En el pasado, los científicos de mi planeta eran en su mayoría ateos o agnósticos. Ya conocían el ajuste aparentemente fino de las fuerzas que gobiernan el universo. Tengo la impresión de que a ustedes ya les eran familiares. Y ese mismo argumento, que quizás haya un número infinito de universos, manifestando un continuo de valores alternativos de las constantes fundamentales, fue lo que permitió a la generación anterior de científicos forhilnores rechazar la idea de un creador. Como dice usted, si todos los posibles valores existen en algún lugar, no tiene nada de extraño la existencia de un universo gobernado por un conjunto particular de valores que permiten la existencia de la vida.
»Pero resulta que no hay universos paralelos coexistiendo simultáneamente con éste; no puede haberlos. Los físicos de mi mundo han conseguido lo que los de ustedes buscan actualmente: una gran teoría de unificación, una teoría del todo. No pude encontrar demasiado sobre las creencias humanas sobre cosmología en la televisión y en la radio, pero si mantiene las creencias que acaba de manifestar, asumo que sus cosmólogos se encuentran ahora mismo en la fase en la que consideran un big bang inflacionario y caliente como el modelo más probable para el origen del universo. ¿Es correcto?
—Sí —dije.
Hollus se agitó.
—Los físicos forhilnores mantenían la misma creencia, de ella dependían muchas reputaciones, hasta el descubrimiento de la quinta interacción, la quinta fuerza fundamental; su descubrimiento estaba relacionado con el avance en la producción de energía que permitía acelerar naves espaciales hasta una fracción de la velocidad de la luz, a pesar del hecho relativista de que sus masas aumentaban inmensamente al acercarse a esa velocidad.
Hollus cambió el peso sobre sus seis pies, luego siguió hablando.
—El modelo de un big bang inflacionario y caliente exige un universo plano: uno que no sea abierto ni cerrado, uno que dure esencialmente una cantidad infinita de tiempo; sin embargo, permite los universos paralelos. Pero encajar la quinta fuerza requiere la modificación de esa teoría para preservar la simetría; de esa modificación surgió la teoría de gran unificación coherente, una teoría cuántica que incluye todas las fuerzas, incluso la gravedad. La teoría de gran unificación tiene tres importantes condiciones.
»Primero, que este universo no es plano, sino más bien cerrado: se inició efectivamente con una gran explosión y se expandirá durante miles de mil ones de años más; pero con el tiempo volverá a colapsar a la singularidad en un gran big crunch.
»Segundo, que este ciclo actual de creación no sigue a más de ocho oscilaciones previas de big bang/big crunch; no somos uno en una serie infinitamente larga de universos sino, más bien, uno de los pocos que han existido.
—¿En serio? —dije. Estaba acostumbrado a que la cosmología me presentase infinitos o valores que a todos los efectos lo eran. Ocho parecía un número insólito, y lo dije.
Hollus flexionó sus piernas por las articulaciones superiores.
—Me presentó al hombre llamado Chen, el astrónomo residente. Hable con él; probablemente le dirá que incluso su modelo de big bang inflacionario y caliente, que requiere un universo plano, permite un número muy limitado de oscilaciones anteriores, si se ha producido alguna. Sospecho que le resultará muy razonable descubrir que la iteración actual es sólo uno de entre un número muy pequeño de universos que han existido.
Hollus hizo una pausa, luego continuó:
—Y la tercera condición de la teoría de gran unificación es la siguiente: no existen universos paralelos simultáneamente con el nuestro o cualquiera de los anteriores o subsiguientes, excepto universos virtualmente idénticos con las mismas constantes fundamentales que se separan momentáneamente del actual y se reintegran casi de inmediato con él, explicando así ciertos fenómenos cuánticos.
»La matemática para demostrar todo lo anterior es, hay que reconocerlo, muy abstrusa, aunque, irónicamente, los wreeds alcanzaron por intuición un modelo idéntico. Pero la teoría del todo realizó numerosas predicciones que luego se confirmaron experimentalmente; ha soportado toda prueba a la que se ha sometido. Y cuando descubrimos que no podíamos refugiarnos en la idea de que este universo es uno entre un gran número, el argumento del diseño inteligente se convirtió en central para el pensamiento del forhilnor. Como éste es uno de un máximo de nueve universos que han existido jamás, el que tenga esos parámetros de diseño tan improbables implica que fueron efectivamente elegidos por una inteligencia.
—Incluso si, quizá, las cuatro… perdóneme, las cinco… fuerzas fundamentales tienen valores aparentemente improbables —dije—, aun así sólo serían cinco coincidencias separadas, y, aunque admito que es enormemente improbable, cinco coincidencias podrían producirse efectivamente al azar en sólo nueve interacciones.
Hollus se agitó de arriba abajo.
—Su tenacidad es intrigante —dijo—. Pero no son sólo las cinco fuerzas las que tienen valores aparentemente diseñados; muchos aspectos del funcionamiento del universo parecen haber sido ajustados igualmente hasta el mínimo detalle.
—¿Por ejemplo?
—Usted y yo estamos hechos de elementos pesados: carbono, oxígeno, nitrógeno, potasio, hierro y demás. Prácticamente, los únicos elementos que existían cuando nació el universo eran el hidrógeno y el helio, en una proporción más o menos de tres a uno. Pero en los hornos nucleares de las estrellas, el hidrógeno se fusiona formando elementos más pesados, produciendo carbono, oxígeno, y el resto de la tabla periódica. Todos los elementos pesados que forman nuestros cuerpos se fraguaron en los núcleos de estrellas muertas hace mucho tiempo.
—Lo sé. «Somos todos polvo de estrellas», como solía decir Cari Sagan.
—Exactamente. Es más, los científicos de su mundo y el mío se refieren a nosotros como formas de vida basadas en el carbono. Pero el hecho de que el carbono se produzca en las estrellas depende de forma importante de los estados de resonancia de los núcleos de carbono. Para producir carbono, dos núcleos de helio deben permanecer juntos hasta que les golpee otro núcleo más; tres núcleos de helio ofrecen seis neutrones y seis protones, la receta del carbono. Pero si el nivel de resonancia del carbono fuese sólo un cuatro por cierto menor, la unión par intermedia no podría producirse, y no se fabricaría carbono, lo que haría que la química orgánica fuese imposible. —Hizo una pausa—. Pero producir carbono, y los otros elementos pesados, no es suficiente, evidentemente. Esos elementos pesados se encuentran en la Tierra porque una fracción de las estrellas… ¿cuál es la palabra? ¿Cuando una estrella grande explota?
—Supernova —dije.
—Sí. Esos elementos pesados están aquí porque una fracción de las estrellas se convirtió en supernovas, lanzando sus productos de fusión al espacio interestelar.
—¿Y está diciendo que el hecho de que las estrel as se conviertan en supernovas es algo que fue diseñado por un dios?
—No es tan simple —una pausa—. ¿Sabe lo que le sucedería a la Tierra si una estrella cercana se convirtiese en supernova?
—Si estuviésemos lo suficientemente cerca, supongo que nos quedaríamos fritos. —En los años setenta, Dale Russell defendió la idea de una explosión cercana de supernova como la causa de las extinciones al final del Cretácico.
—Exactamente. Si se hubiese producido una supernova local en cualquier momento de los últimos miles de millones de años, no estarían aquí. Es más, ni siquiera nosotros, ya que nuestros mundos están bastante cerca.
—Por tanto, las supernovas no pueden ser demasiado habituales, y…
—Correcto. Pero tampoco deben de ser demasiado escasas. Las ondas de choque producidas por las explosiones de supernova son las que hacen que los sistemas planetarios empiecen a formarse a partir de las nubes de polvo que rodean otras estrel as. En otras palabras, si no hubiese habido ninguna supernova en las cercanías de su sol, los diez planetas que lo orbitan no se hubiesen formado nunca.
—Nueve —dije.
—Diez —repitió Hollus con firmeza—. Sigan buscando —agitó los pedúnculos—. ¿Comprende el dilema? Algunas estrellas deben convertirse en supernovas para fabricar los elementos pesados disponibles para la formación de la vida, pero si son demasiadas, acabarían con toda la vida que apareciese. Pero si no son suficientes, habrá muy pocos sistemas planetarios. Al igual que con las constantes físicas fundamentales y los niveles de resonancia del carbono, la tasa de formación de supernovas parece, una vez más, haber sido escogida con un margen muy estrecho de posibles valores aceptables; cualquier desviación sustancial implicaría un universo sin vida o incluso sin planetas.
Yo luchaba por mantener la estabilidad. Me dolía la cabeza.
—También podría ser una pura coincidencia —dije.
—O son muchas coincidencias unas apiladas sobre otras —dijo Hollus— o es un diseño deliberado. Y hay más. Considere el agua, por ejemplo. Todas las formas de vida que conocemos evolucionaron en el agua, y todas ellas la exigen para sus procesos biológicos. Y aunque el agua parece ser químicamente simple, sólo dos átomos de hidrógeno enlazados con uno de oxígeno es, sin embargo, una sustancia tremendamente extraña. Como ya sabe, la mayoría de los compuestos se contraen al enfriarse y se expanden al calentarse. El agua también lo hace, justo antes del punto de congelación. Entonces hace algo asombroso: comienza a expandirse, incluso mientras va enfriándose, de forma que para cuando se congela, es menos densa que cuando era un líquido. Es por eso, evidentemente, que el hielo flota en lugar de hundirse. Estamos tan acostumbrados a verlo, ya sea en las esferas de hielo en una bebida o la capa de hielo sobre un estanque, que normalmente no le prestamos atención. Pero otras sustancias no hacen tal cosa: el dióxido de carbono congelado, lo que ustedes llaman hielo seco, se hunde en el dióxido de carbono líquido; un lingote de plomo se hundiría en una cuba de plomo líquido.
»Pero el hielo flota; y si no lo hiciese la vida sería imposible. Si los lagos y océanos se congelasen desde el fondo hacia arriba, no existirían ecologías en el fondo de los lagos o en los lechos marinos aparte de en las zonas ecuatoriales. Es más, una vez que empezasen a congelarse, las masas de agua se congelarían por completo y así se quedarían para siempre; son las corrientes moviéndose bajo la superficie las que fomentan la descongelación en la primavera; es por eso que los glaciares, que no tienen tales corrientes bajo su superficie, existen durante milenios en tierra adyacente a lagos líquidos.
Devolví el fósil de euripterida al cajón.
—Concedo que el agua es una sustancia extraña, pero…
Hollus juntó los ojos.
—Pero ese extraño comportamiento de expandirse antes de congelarse no es ni de lejos la única propiedad térmica del agua. De hecho, posee siete parámetros térmicos diferentes, cada uno de ellos único, o casi, en el mundo químico, y todos ellos independientemente necesarios para la existencia de la vida. Las probabilidades de que cada uno de ellos tenga el valor aberrante que posee debe multiplicarse por las probabilidades de los otros seis que también son aberrantes. La probabilidad de que el agua tenga esas especiales propiedades térmicas es casi nula.
—Casi —dije, pero incluso a mí me empezaba a sonar a protesta hueca.
Hollus me ignoró.
—Ni tampoco la naturaleza especial del agua termina con las propiedades térmicas. De todas las sustancias, sólo el selenio líquido tiene una tensión superficial mayor que el agua. Y es la alta tensión superficial del agua lo que la permite penetrar hasta las profundidades de las grietas de las rocas y, como ya hemos comentado, el agua se comporta de forma increíble y se expande al congelarse, rompiendo las rocas en pedazos. Si el agua tuviese una tensión superficial menor, el proceso que permite la formación del suelo no se produciría. Más: si la viscosidad del agua fuese mayor, los sistemas circulatorios no evolucionarían… su plasma sanguíneo y el mío son esencialmente agua marina, pero no hay procesos bioquímicos que pudiesen alimentar un corazón que tuviese que bombear algo sustancialmente más viscoso durante un tiempo apreciable.
El alienígena hizo una pausa.
—Podría continuar —dijo—, hablando de los asombrosos y cuidadosamente ajustados parámetros que hacen que la vida sea posible, pero la realidad es simplemente ésta: si cualquiera de ellos, cualquiera en esta larga serie, fuese diferente, no habría vida en el universo. O somos el golpe de suerte más increíble imaginable… algo mucho más improbable que el que usted ganase la lotería provincial cada semana durante todo un siglo… o el universo y sus componentes fueron diseñados, a propósito y con gran cuidado, para dar lugar a la vida.
Sentí un golpe de dolor en el pecho; lo ignoré.
—Pero siguen siendo pruebas indirectas de la existencia de Dios —dije.
—Ya sabe —dijo Hollus— que incluso dentro de su propia especie pertenece a una reducida minoría. De acuerdo a un programa que vi en la CNN, sólo hay 220 millones de ateos en este planeta… de una población de 6.000 mil ones. No es más que un tres por ciento del total.
—La verdad de los hechos fácticos no es una cuestión democrática —dije—. La mayor parte de la gente no piensa críticamente.
Hollus parecía decepcionado.
—Pero usted está entrenado para pensar de forma crítica, y le he descrito por qué debe de existir Dios… o al menos, por qué debe de haber existido en alguna ocasión… en términos matemáticos que están tan cerca de la certidumbre como podría estarlo cualquier otro elemento científico. Y aun así sigue negando su existencia.
El dolor se hacía más intenso. Acabaría decreciendo, por supuesto.
—Sí—dije—. Niego la existencia de Dios.