20

Entré en mi despacho convertido en una furia. Durante mi ausencia, Hollus había estado examinando unos vaciados endocraneales; animado por mis comentarios anteriores, ahora exploraba la evolución de la inteligencia en los mamíferos después del límite Cretácico/Terciario. Nunca estaba seguro de leer correctamente su lenguaje corporal, pero él no parecía tener problemas en leer el mío.

—«Pa» «re» «ces» «mo» «les» «to» —dijo.

—La doctora Dorati… la directora del museo, ¿te acuerdas? —Se había encontrado con ella varias veces, incluyendo la vez en que apareció el primer ministro—. Ha intentado obligarme a tomar una baja indefinida por incapacidad. Quiere que me vaya.

—¿Por qué?

—Soy el Caza vampiros en potencia, ¿recuerdas? En el museo soy su oponente político. Ha llevado al RMO por una dirección a la que muchos de los conservadores nos oponemos. Y ahora ha visto la oportunidad de reemplazarme con alguien que comparta sus puntos de vista.

—Pero una baja por incapacidad… eso debe de estar relacionado con tu enfermedad.

—No tiene ninguna otra forma de obligarme a irme.

—¿Cuál es la naturaleza de vuestra disputa?

—Creo que el museo debería ser un lugar para el conocimiento y debería ofrecer toda la información posible sobre cada una de sus exposiciones. Ella cree que el museo debe ser una atracción turística y no debería intimidar a las personas normales con muchos datos, cifras y palabras complicadas.

—¿Y es un asunto importante?

Me sorprendió la pregunta. Me había parecido importante cuando empecé a luchar contra Christine tres años antes. Incluso la definí, en una entrevista en el Toronto Star sobre toda la controversia en el RMO como «la lucha de mi vida». Pero eso fue antes de que el doctor Noguchi me mostrase los puntos obscuros en la radiografía, antes de que empezase a sentir dolor, antes de la quimioterapia, antes de…

—No lo sé —dije con sinceridad.

—Lamento lo de tus dificultades —dijo Hollus.

Me mordí el labio inferior. No tenía derecho a decir esto:

—Le dije a la doctora Dorati que tú te irías si ella me obligaba a dejarlo.

Hollus guardó silencio durante un buen rato. En Beta Hydri III él mismo había sido un académico; sin duda comprendía el prestigio que su presencia confería al RMO. Pero quizá le había ofendido enormemente, convirtiéndole en un peón en una contienda política. Claramente podía anticipar varios movimientos, podía prever que podría volverse desagradable. Me había pasado; ya lo sabía.

Y sin embargo…

Y sin embargo, ¿quién podría echármelo en cara? Christine iba a ganar de todas formas. Ganaría demasiado pronto.

Hollus señaló el aparato que tenía sobre la mesa.

—Ya has usado antes ese dispositivo para comunicarte con otras personas dentro del edificio —dijo.

—¿El teléfono? Sí.

—¿Puedes conectarme con la doctora Dorati?

—Mm, sí, pero…

—Hazlo.

Vacilé un momento, luego levanté el auricular y marqué la extensión de tres dígitos de Christine.

—Dorati —dijo la voz de Christine.

Intenté pasarle el auricular a Hollus.

—No puedo usarlo —dijo. Claro que no podía; tenía dos bocas separadas. Pulsé la tecla que activaba el altavoz y le indiqué que hablase.

—Doctora Dorati, soy Hollus deten stak Jaton. —Era la primera vez que oía el nombre completo del forhilnor—. Estoy agradecido por su hospitalidad al permitirme realizar aquí mis investigaciones, pero la llamo para informarle de que Thomas Jericho es parte integral de mi trabajo y que si él abandona este museo, yo le seguiré a donde vaya.

Se produjo un silencio sepulcral durante varios segundos.

—Comprendo —dijo la voz de Christine.

—Termina la conexión —me dijo Hollus. Colgué el teléfono.

Mi corazón se agitaba de emoción; no tenía ni idea si Hollus había hecho lo correcto. Pero me conmovió profundamente su apoyo.

—Gracias —dije.

El forhilnor flexionó sus rodillas superiores e inferiores.

—La doctora Dorati estaba completamente en su izquierda.

—¿En su izquierda?

—Lo lamento. Quiero decir que lo que hizo estaba mal desde mi punto de vista. Intervenir era lo menos que podía hacer.

—Yo también opinaba que estaba mal —dije—. Pero… bien, pensé que quizá también estuvo mal que yo le dijese que tú te irías si yo me iba.

Guardé silencio durante un tiempo, y al final Hollus respondió:

—Gran parte de lo que está bien o mal es difícil de decidir —dijo—. Probablemente yo hubiese hecho lo mismo de haber estado en tu lugar —se agitó de arriba abajo—. En ocasiones me gustaría tener la capacidad de un wreed para estas cosas.

—Ya lo mencionaste antes —repuse—. ¿Por qué a los wreeds les resultan más fáciles las cuestiones morales?

Hollus se balanceó ligeramente de unos pies a otros.

—Los wreeds están libres de la carga del raciocinio… del tipo de lógica que tú y yo empleamos. Aunque puede que la matemática les confunda, pensar sobre preguntas filosóficas, sobre el sentido de la vida, sobre ética y moral, nos confunde a nosotros. Nosotros poseemos un sentido intuitivo sobre lo correcto y lo incorrecto, pero toda teoría de la moral que concebimos falla. Me mostraste esas películas de Star Trek…

Cierto; le habían intrigado tanto los episodios que habíamos visto que quiso ver las tres primeras películas clásicas.

—Sí —afirmé.

—Había una en la que moría el híbrido imposible.

La ira de Khan —dije.

—Sí. En ésa, se hablaba mucho de que la necesidad de la mayoría supera a las necesidades de la minoría, o del individuo. Los forhilnores tenemos ideas similares. Es un intento de aplicar la matemática, algo que se nos da bien, a la ética, algo que no se nos da bien. Pero tales intentos siempre fracasan. En la película en la que el híbrido renacía…

En busca de Spock —dije.

Sus ojos se unieron.

—En ésa, descubrimos que la primera formulación era errónea, y que de hecho, «las necesidades de uno superan a las necesidades de muchos». Parecía intuitivamente correcto que el tipo con el pelo falso y los otros deberían estar dispuestos a sacrificar sus vidas para salvar a un camarada con el que no compartían parentesco, aunque eso desafíe a la lógica matemática. Y sin embargo, sucede continuamente: muchas sociedades humanas y todas las forhilnores son democráticas; están consagradas al principio de que cada individuo tiene el mismo valor. Es más, he visto la gran frase inventada por vuestros vecinos del sur: «Sostenemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres han sido creados iguales.» Y sin embargo, las personas que escribieron esas palabras poseían esclavos, ignorando la ironía, por emplear la palabra que me has enseñado, de tal hecho.

—Cierto —dije.

—Muchos científicos humanos y forhilnores han intentado reducir el altruismo a imperativos genéticos, sugiriendo que el grado de sacrificio que estamos dispuestos a realizar por otro es directamente proporcional a la cantidad de material genético compartido. Tú y yo, dicen esos científicos, no nos sacrificaríamos necesariamente por salvar un hermano o un hijo, pero lo consideraríamos justo si nuestra muerte salvase a dos hermanos o hijos, ya que entre ellos tienen la misma cantidad de nuestros genes que nosotros también poseemos. Y con seguridad nos sacrificaríamos por salvar a tres hermanos o hijos, ya que esa cantidad representa una mayor concentración de material genético de la contenida en nuestros cuerpos.

—Yo moriría por salvar a Ricky —dije.

Señalé la fotografía sobre mi mesa, con el fondo de cartón enfrentado a Hollus.

—Y sin embargo, si comprendo lo que dijiste, Ricky no es tu hijo natural.

—Así es. Sus padres biológicos no le quisieron.

—Lo que resulta confuso a dos niveles: que los padres pudiesen elegir rechazar a un hijo sano y que un no padre pudiese elegir adoptar al hijo de otro. Y evidentemente, hay mucha gente que, desafiando la lógica genética, ha elegido no tener hijos. Simplemente no hay fórmula que describa con éxito la amplitud de las elecciones humanas y forhilnores en las áreas del altruismo y el sacrificio; no se pueden reducir a matemática.

Pensé en el o; ciertamente, el que Hollus interviniese a mi favor ante Christine era altruista, pero era evidente que no tenía absolutamente nada que ver con favorecer a un pariente genético.

—Supongo —dije.

—Pero —dijo Hollus—, nuestros amigos los wreeds, al no haber desarrol ado nunca la matemática tradicional, jamás se asombran ante esas preguntas.

—Bien, ciertamente ellos me asombran a mí —dije—. Durante años, a menudo me he quedado despierto en la cama intentado resolver problemas morales —me vino a la cabeza el viejo chiste del agnóstico disléxico e insomne que se queda despierto por las noches preguntándose si existe el perro—.[3] Es decir, ¿de dónde proviene la moral? Sabemos que es malo robar, y… —hice una pausa—. Lo sabes, ¿no? Es decir, ¿los forhilnores tienen un tabú contra el robo?

—Sí, aunque no es innato; los niños forhilnores cogen todo lo que encuentran.

—Es igual con los niños humanos. Pero crecemos para comprender que está mal y, sin embargo… y sin embargo ¿por qué creemos que está mal? Si incrementa el éxito reproductivo, ¿no debería estar favorecido por la evolución? Ya que estamos, creemos que la infidelidad está mal, pero es evidente que podría aumentar mi éxito reproductivo impregnando a varias hembras. Si el robo es ventajoso para los que lo practican con éxito, y el adulterio es una buena estrategia, al menos para los machos, para incrementar la presencia en el acervo genético, ¿por qué creemos que están mal? ¿La moral producida por la evolución no debería ser de la del estilo de Bill Clinton… disculparte si te pillan?

Los pedúnculos de Hollus se movieron con mayor rapidez de lo normal.

—No tengo respuesta —dijo—. Luchamos por obtener soluciones a los problemas morales, pero éstos siempre nos derrotan. Importantes pensadores, tanto humanos como forhilnores, han dedicado su tiempo a plantearse el sentido de la vida y cómo sabemos que algo es moralmente erróneo. Pero a pesar de siglos de esfuerzo, no se han realizado progresos. Esas preguntas están tan lejos de nuestra comprensión como «¿cuánto es dos más dos?» para los wreeds.

Agité la cabeza incrédulo.

—Sigue resultándome increíble que simplemente no puedan comprender que dos objetos más dos objetos adicionales sean cuatro objetos.

El forhilnor inclinó el cuerpo hacia mí flexionando las rodil as inferiores de tres de las patas.

—Y a ellos les resulta increíble que no podamos comprender las verdades subyacentes a los asuntos morales. —Hizo una pausa—. Nuestra mente despedaza: descomponemos problemas en trozos más manejables. Si nos preguntamos cómo un planeta se mantiene en órbita alrededor de su sol, podemos plantear numerosas preguntas más simples, cómo es que una piedra permanece en el suelo, por qué está el sol en el centro del sistema solar, y resolviéndolas, podemos responder con toda confianza a la pregunta mayor. Pero los problemas de la ética y la moral y el significado de la vida son aparentemente irreducibles, como los ciliums en las células; no hay partes componentes que puedan tratarse aisladamente.

—¿Quieres decir que ser un científico, un ser lógico, como… bien, digamos tú y yo… es fundamentalmente incompatible con estar en paz con los asuntos morales y espirituales?

—Algunos tienen éxito en ambas esferas… pero normalmente lo hacen compartimentalizando. A la ciencia se la hace responsable de ciertos asuntos; a la religión de otros. Pero hay poca paz para los que buscan una única y amplia visión del mundo.

La apuesta de Pascal me vino a la mente: era más seguro, dijo, apostar por la existencia de Dios, incluso si no existía, que arriesgarse a la condenación eterna por equivocarse. Evidentemente, Pascal era matemático; tenía una mente lógica y racional buena para manipular números, una mente humana. El viejo Blaise no podía elegir el tipo de cerebro que tenía; se lo había creado la evolución, al igual que el mío.

Pero ¿y si yo hubiese podido elegir?

Si pudiese cambiar algo de confusión ante los hechos a cambio de algo de certidumbre en las cuestiones de ética, ¿lo haría? ¿Qué es más importante: conocer las relaciones filogenéticas exactas entre las distintas ramas del arbusto evolutivo o conocer el sentido de la vida?


Hollus se fue ese día, la imagen agitándose y desapareciendo, dejándome a solas con mis libros, fósiles y tareas sin terminar.

Me encontré pensando en las cosas que deseaba hacer por última vez antes de morir. En este punto, comprendí que tenía más deseo de repetir antiguos placeres que experimentar nuevos.

Evidentemente, algunas de las cosas que quería repetir eran innegables: hacer el amor con mi mujer, abrazar a mi hijo, ver a mi hermano Bill.

Y estaban las menos obvias —las cosas que me eran únicas—. Quería ir de nuevo al Octagon, mi restaurante de carne favorito en Thornhill, el lugar en el que me declaré a Susan. Sí, incluso con la náusea provocada por la quimioterapia, deseaba hacerlo de nuevo.

Quería ver Casablanca de nuevo. Here's looking at you, kid…[4]

Quería ver a los Blue Jays ganar la Serie Mundial una vez más… pero supongo que no había muchas posibilidades.

Quería volver a Drumheller y caminar entre esas extrañas formaciones, los hoodoos, bebiendo en el atardecer de las Badlands con los coyotes aullando de fondo y los restos de fósiles esparcidos a mi alrededor.

Quería volver a visitar mi viejo vecindario en Scarborough. Quería recorrer las cal es de mi juventud, mirar a la vieja casa de mis padres y visitar el patio de la escuela pública Lyon Mackenzie King, y dejar que me asaltasen los recuerdos de amigos de hace décadas.

Quería desempolvar mi viejo equipo de radioaficionado, y escuchar —simplemente escuchar— las voces en la noche, hablando desde todos los rincones del mundo.

Pero, sobre todo, quería ir con Ricky y Susan a nuestra casita en Otter Lake, y sentarme en el embarcadero al anochecer, a finales del verano de forma que los mosquitos y las moscas negras hayan desaparecido, y ver cómo se eleva la luna y, con el rostro marcado reflejado sobre las aguas tranquilas, escuchar la llamada de un colimbo y el sonido de los peces saltando en el lago, y reclinarme en la mecedora, con las manos tras la cabeza, lanzar un suspiro, y no sentir ningún dolor.

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