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Susan me acompañó el octubre pasado cuando fui al hospital St. Michael para mi cita con la oncóloga, Katarina Kohl.

Para los dos fue una experiencia aterradora.

En primer lugar, la doctora Kohl realizó una exploración broncoscópica. Hizo pasar un tubo con una cámara por la boca hasta cada subdivisión de los pulmones, con la esperanza de llegar hasta el tumor y recoger una muestra. Pero el tumor era inalcanzable. Así que realizó una biopsia atravesándome el pecho con una aguja directamente hasta el tumor, guiándose por rayos X. Aunque no había ninguna duda, basándose en las células que había expulsado con la flema, de que era cáncer, esa muestra confirmaría el diagnóstico.

Aun así, si el tumor estaba aislado, y podíamos localizarlo, podría eliminarse de forma quirúrgica. Pero antes de abrirme el pecho era preciso realizar otra prueba: una mediastinoscopia. La doctora Kohl realizó una pequeña incisión justo por encima del esternón, cortando hasta la tráquea. A continuación, hizo pasar una cámara por la incisión y la movió por el exterior de mi laringe para examinar los nodos linfáticos cerca de cada pulmón. Sacó más material para el análisis.

Y, finalmente, nos contó lo que había descubierto.

La noticia nos dejó devastados. Yo no podía respirar bien, y aunque estaba sentado cuando la doctora Kohl nos informó, temí perder el equilibrio. El cáncer se había extendido hasta los nodos linfáticos; no tendría sentido operar.

La doctora Kohl nos dejó unos minutos para recuperar la calma. La oncóloga se había encontrado con esa situación un centenar de veces, un mil ar, cadáveres animados que la miraban, con el horror en el rostro, el temor en los ojos, deseando que dijese que simplemente bromeaba, que no era más que un error, que el equipo no había funcionado correctamente, que todavía había esperanza.

Pero no dijo nada de eso.

Se había producido una cancelación para las dos horas posteriores; sería posible hacer un TAC ese mismo día.

No pregunté por qué la persona que tenía la cita no había venido. Quizá se hubiese muerto esperando. Toda la sala de cáncer estaba llena de fantasmas. Susan y yo esperamos, en silencio. Ella intentó leer algunas de las revistas pasadas de fecha; yo miraba al vacío, con la mente convertida en un torbellino.

Sabía lo que era un TAC (tomografía axial computerizada). Muchas veces había visto cómo los hacían. De vez en cuando, uno de los hospitales de Toronto nos permitía analizar un fósil interesante cuando no se usaba el equipo. Es una forma eficiente de examinar muestras demasiado frágiles para sacarlas de la matriz que las protege; también es una forma genial de ver las estructuras interiores. Hemos realizado algunos trabajos maravillosos con cráneos de Lambeosaurus y huevos de Eucentrosaurus. Conocía bien el procedimiento —pero nunca antes me lo había hecho—. Me sudaban las manos. Me sentía como si fuese a vomitar, aunque ninguna de las pruebas debiera haberme producido náuseas. Estaba asustado, más asustado de lo que hubiese estado jamás en toda mi vida. La única vez que me había acercado a ese estado de nervios fue cuando Susan y yo esperábamos para saber si nos concederían la adopción de Ricky. Nos sentábamos junto al teléfono, y cada vez que sonaba nos daba un vuelco el corazón. Pero habíamos estado esperando buenas noticias, luego…

Un TAC es indoloro, y un poco de radiación no podría hacerme mucho daño. Me tendí sobre la camilla blanca y el técnico deslizó mi cuerpo en el túnel de examen, produciendo una imagen que mostraba la extensión de mi cáncer de pulmón.

La gran extensión…

Yo siempre había sido un estudiante, una persona que disfrutaba con el aprendizaje —y también lo había sido Susan—. Pero los hechos y cifras llegaron ese día con mucha velocidad, de forma dispersa y compleja, una gran cantidad que absorber, mucho que creer. Kohl se mostraba distante —ya había dado esa misma información un millar de veces, era una profesora aburrida y cansada.

Pero para nosotros, para todos los que nos sentábamos en las mismas sil as cubiertas de vinilo en las que nos sentábamos Susan y yo, los que habían luchado por absorberlo todo, por comprenderlo, era aterrador. El corazón me latía desbocado, tenía un dolor de cabeza brutal; la especialista me ofrecía continuamente agua tibia que era imposible que me calmase la sed; mis manos —manos que habían separado con cuidado huesos embrionarios de dinosaurios sacados de huevos rotos; manos que habían retirado la cubierta de piedra caliza a plumas fosilizadas; manos que habían sido mi medio de vida, las herramientas de mi trabajo— se agitaban como hojas bajo la brisa.

El cáncer de pulmón, dijo la oncóloga con voz plana, como si discutiese las características del más reciente vehículo deportivo o de un vídeo, es una de las formas más mortales de cáncer porque normalmente no se le detecta a tiempo y, para cuando se hace, generalmente se ha extendido a los nodos linfáticos de torso y cuello, y a la membrana pleural que cubre pulmones y pecho, y al hígado, glándulas adrenales y a los huesos.

Yo quería tratarlo como algo abstracto, teórico. No más que unos comentarios generales, mero contexto.

Pero no. No. Ella seguía hablando; lo dejaba claro. Todo lo que decía era importante, para mi futuro.

Sí, el cáncer de pulmón habitualmente se extendía mucho.

Y el mío lo había hecho.

Planteé la pregunta que me moría por hacer, la pregunta cuya repuesta temía oír, la pregunta sumamente importante, que lo definía todo —todo— en mi universo a partir de ese momento. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo?

Kohl, al final convertida en un ser humano y no en un robot, no pudo mirarme a los ojos durante un momento. El tiempo medio de supervivencia después del diagnóstico, me dijo, es de nueve meses sin tratamiento. La quimioterapia puede que me ganase algo de tiempo, pero el tipo de cáncer de pulmón que padecía se llamaba adenocarcinoma —una palabra nueva, un puñado de sílabas que llegaría a conocer como si fuesen mi propio nombre, sílabas que de hecho definían mejor lo que yo era y en lo que me convertiría de lo que jamás lo habían hecho «Thomas David Jericho»—. Incluso con tratamiento, sólo uno de cada ocho pacientes con adenocarcinoma vivía cinco años después del diagnóstico, y la mayoría se iba —ése es el verbo que empleó: «irse», como si se hubiesen salido a la tienda de la esquina a por algo de pan, como si hubiésemos decidido que ya valía por esta noche, que era mejor acostarse que mañana había que levantarse temprano— mucho antes de que pasasen los cinco años.

Fue como una explosión que afectase a todo lo que Susan y yo sabíamos.

El reloj se puso en marcha ese día de otoño.

La cuenta atrás había arrancado.

Sólo me quedaba más o menos un año de vida.

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