33

—Hola, colega —dije al entrar en la habitación de Ricky.

Ricky estaba sentado frente a su mesa, que tenía una lámina con un mapamundi sobre la superficie. Estaba dibujando algo con lápices de colores, con la lengua sobresaliendo de la comisura de la boca con el aspecto primordial de concentración infantil.

—Papá —dijo, reconociendo mi presencia.

Miré a mi alrededor. La habitación estaba desordenada, pero no era un desastre. Había ropa sucia en el suelo; normalmente le reñía por eso, pero no hoy. Tenía varios pequeños esqueletos de dinosaurios en plástico que yo le había traído, y una figura parlante de Qui-Gon Jinn que había recibido por Navidad. Y libros, muchos libros para niños: nuestro Ricky crecería para ser lector.

—Hijo —dije, y esperé pacientemente a que me concediese toda su atención.

Estaba completando uno de los elementos de su dibujo; parecía un aeroplano. Le dejé hacerlo; sabía cómo quemaban las cosas incompletas. Al final me miró, aparentemente sorprendido de que siguiese al í. Arqueó las cejas inquisitivo.

»Hijo —repetí—, sabes que papá está muy enfermo.

Ricky dejó el lápiz de color, comprendiendo que la conversación iba a ser seria. Asintió.

—Y —dije—, bien, creo que sabes que no voy a ponerme bien.

Apretó los labios y asintió con valor. Se me rompía el corazón.

—Me voy a marchar —dije—. Me voy a marchar con Hollus.

—¿Él puede arreglarte? —dijo Ricky—. Él dijo que no podía, pero…

Claro, Rick no sabía que Hollus era hembra y la verdad es que no quería irme por la tangente.

—No. No, él no puede hacer nada por mí. Pero, bien, va a irse de viaje, y quiero ir con él —ya me había ido de viaje en muchas ocasiones… a congresos, excavaciones. Ricky estaba acostumbrado a mis viajes.

—¿Cuándo volverás? —preguntó. Y luego, su rostro se convirtió en inocencia querúbica—. ¿Me traerás algo?

Cerré los ojos durante un momento. El estómago me daba vueltas.

—Yo, ah, yo no voy a volver —dije en voz baja.

Ricky guardó silencio durante un momento, digiriendo la noticia.

—¿Quieres decir… quieres decir que te vas lejos a morir?

—Lo lamento —dije—. Lamento dejarte.

—No quiero que mueras.

—Yo tampoco quiero morir, pero… pero en ocasiones no tenemos elección.

—Puedo… quiero ir contigo.

Sonreí con tristeza.

—No puedes, Ricky. Tienes que quedarte aquí e ir a la escuela. Tienes que quedarte aquí y ayudar a mamá.

—Pero…

Esperé a que terminase, a que completase su objeción. Pero no lo hizo. Simplemente dijo:

—No te vayas, papá.

Pero iba a abandonarle. Ya fuese este mes, en la nave espacial de Hollus, o en unos meses más, tendido en una cama de hospital, con tubos en los brazos, la nariz y el dorso de la mano, con los monitores de ECG susurrando de fondo, con las enfermeras y doctores moviéndose de un lado a otro. De una forma u otra, iba a abandonarle. No podía evitar dejarle, pero sí podía elegir cuándo y cómo.

—Nada —dije— me es más difícil que irme. —No tenía sentido decirle que quería que me recordase así, cuando realmente quería que me recordase como era un año antes, con veinticinco kilos más, con una cabeza razonablemente cubierta de pelo. Pero, aun así, ahora estaba mejor de lo que estaría dentro de poco.

—Entonces no te vayas, papá.

—Lo lamento, colega. Lo lamento, de verdad.

Ricky era tan bueno como cualquier chico de su edad para rogar y engatusar, para quedarse tarde o conseguir el juguete que quería, para conseguir comer más caramelos. Pero, aparentemente, comprendía que ninguna de esas tretas iban a valerle esta vez, y le amé aún más por su sabiduría de seis años.

—Te quiero, papá —dijo, con lágrimas en la cara.

Me incliné, levantándole de la silla, llevándole hasta mi pecho, abrazándole.

—Yo también te quiero, hijo.


La nave de Hollus, la Merelcas, no se parecía a nada de lo que yo hubiese podido esperar. Me había acostumbrado a las naves espaciales de las películas, llenas de detal es en los cascos. Pero esta nave tenía una superficie perfectamente lisa. Consistía en un bloque rectangular a un extremo y un disco perpendicular al otro, unidos por dos largos puntales tubulares. El conjunto era de un verde suave. No podía distinguir la proa. Es más, era imposible obtener una idea de la escala; no había nada que pudiese reconocer —ni siquiera ventanas—. La nave podría haber tenido unos pocos metros de largo, o varios kilómetros.

—¿Qué tamaño tiene? —le pregunté a Hollus, que flotaba ingrávida junto a mí.

—Como un kilómetro —dijo—. La parte en forma de bloque es el módulo de propulsión; los puntales son habitats para la tripulación… uno para forhilnores y otro para wreeds. Y el disco en el extremo es una zona común.

—Gracias de nuevo por llevarme con vosotros —dije. Me temblaban las manos por la emoción. En los años ochenta, se había hablado de enviar algún día a un paleontólogo a Marte, y había fantaseado con que fuese yo. Pero claro, querrían un especialista en invertebrados; nadie creía en serio que hubiese habido vertebrados en el planeta rojo. Si Marte tuvo un ecosistema, como afirmaba Hollus, probablemente sólo duró algunos cientos de mil ones de años, desapareciendo cuando se perdió demasiada atmósfera en el espacio.

Aun así, hay un grupo llamado la Fundación Pide Un Deseo que intenta cumplir los últimos deseos de niños enfermos terminales; no sé si hay un grupo equivalente para adultos enfermos terminales, y, para ser sinceros, no estoy seguro de qué hubiese deseado si me hubiesen dado la oportunidad. Pero esto valdría. ¡Vaya si valdría!

La nave siguió creciendo en la pantalla. Hollus había dicho que había sido encubierta, de alguna forma, durante más de un año, haciéndola invisible para observadores terrestres, pero ya no había necesidad de eso.

Una parte de mí deseaba que hubiese ventanas —tanto aquí en el transbordador como en la Merelcas—. Pero aparentemente no las había en ninguno de los dos; los dos cascos eran continuos. En lugar de eso, las imágenes del exterior se transmitían a pantallas del tamaño de una pared. En un momento dado me había acercado y no pude discernir ni píxeles, líneas de barrido o parpadeo. Las pantallas eran tan buenas como verdaderas ventanas de vidrio —es más, en muchos aspectos eran mejores—. La superficie no emitía ningún tipo de reflejo y, evidentemente, podían acercar y alejar la imagen, mostrar la vista de otra cámara, o mostrar cualquier información que se desease. Quizás en ocasiones la simulación sea mejor que la realidad.

Nos acercamos más y más. Finalmente, pude ver algo sobre el casco verde de la nave: algo escrito, en amaril o. Había dos líneas: una en un sistema de formas geométricas —triángulos, cuadrados y círculos, algunos con puntos orbitando— y la otra de líneas onduladas que parecían vagamente arábicas. Había visto marcas como las primeras en el proyector de holoforma de Hollus, así que asumí que correspondían al lenguaje forhilnor; el otro debía de ser la escritura de los wreeds.

—¿Qué dicen? —pregunté.

—«Este lado hacia arriba»—respondió Hollus.

La miré boquiabierto.

—Lo lamento —dijo—. Un chiste. Es el nombre de la nave.

—Ah —dije—. Merelcas, ¿no? ¿Qué significa?

—«Bestia vengativa de destrucción en masa» —respondió Hollus.

Tragué con fuerza. Supongo que parte de mí había estado esperando uno de esos momentos de «¡Es un libro de cocina!».

—Lo lamento —dijo de nuevo—. No pude resistirme. Significa «Viajero Estelar» o algo similar.

—No es muy inspirado —dije, esperando no estar insultando a nadie.

Los pedúnculos de Hollus se separaron a su distancia máxima.

—Lo decidió un comité.

Sonreí. Igual que el nombre de la Galería de los Descubrimientos en el RMO. Volví a mirar a la nave. Mientras había atendido a Hollus, había aparecido una abertura en un lado; no tenía ni idea si se había abierto como un iris o era un panel que se había deslizado. La abertura estaba bañada en una luz blanco amarilla y, en su interior, pude ver otros tres transbordadores en forma de cuña.

El nuestro siguió acercándose.

—¿Dónde están las estrel as?—pregunté.

Hollus me miró.

—Esperaba ver la estrellas en el espacio.

—Oh —dijo—. El resplandor del Sol y la Tierra las ahoga —cantó unas palabras en su propia lengua, y en la pantalla aparecieron las estrel as—. El ordenador ha incrementado el brillo aparente de cada una de las estrellas, de forma que ahora son visibles. —Señaló con el brazo izquierdo—. ¿Ves esa línea en zigzag de ahí? Es Casiopea. Justo bajo la estrella central están Mu y Eta Cassiopeae, dos de los lugares que visité antes de venir aquí. — Las estrellas señaladas mostraron de repente círculos a su alrededor generados por ordenador—. ¿Y ves esa mancha debajo? —Apareció otro círculo obediente—. Ésa es la galaxia de Andrómeda.

—Es hermosa —dije.

Pero pronto, la Merelcas ocupó por completo el campo de visión. Aparentemente, todo era automático; exceptuando el ocasional comando cantado, Hollus no había hecho nada desde que entramos en el transbordador.

Se produjo un sonido metálico, conducido por el casco del transbordador, al conectar con un adaptador de enganche en la pared más alejada de la bahía abierta. Hollus golpeó el mamparo con sus cuatro pies y voló lentamente hacia la puerta. Intenté seguirla, pero comprendí que me había alejado demasiado de la pared; no podía llegar para golpearla.

Hollus reconoció mi problema, y sus pedúnculos volvieron a moverse de risa. Maniobró de vuelta y me alargó una mano. La tomé. Era efectivamente la Hollus de carne y hueso; no hubo pinchazos de estática. Volvió a empujar el mamparo y los dos volamos hacia la puerta, que obedientemente se abrió al aproximarnos.

Esperándonos había otros tres forhilnores y dos wreeds. Era fácil distinguir a los forhilnores —cada uno llevaba una tela de diferente color envuelta alrededor del torso—, pero los wreeds tenían un aspecto terriblemente similar.

Pasé tres días explorando la nave. La iluminación era toda indirecta; no podías ver los elementos. Las paredes, y gran parte del equipo, eran de color cian. Asumí que para wreeds y forhilnores, ése, no muy alejado del color del cielo, se consideraba neutral; lo usaban al í donde los humanos empleaban el beige. Una vez visité el habitat wreed, pero tenía un olor a moho que me resultó desagradable; pasé la mayor parte de mi tiempo en el módulo común.

Contenía dos centrífugos concéntricos que rotaban para simular la gravedad; el exterior estaba ajustado a las condiciones en Beta Hydri III, y el interior simulaba las de Delta Pavonis II.

Los cuatro pasajeros de la Tierra —yo; Qaiser, la mujer esquizofrénica; Zhu, el viejo cultivador de arroz chino; y Huhn, el gorila de dorso plateado— disfrutamos contemplando el fabuloso espectáculo de la Tierra, una gloriosa esfera de sodalita pulida, quedándose atrás mientras la Merelcas iniciaba su viaje —aunque Huhn, evidentemente, en realidad no comprendía lo que veía.

Menos de un día después pasamos la órbita de la luna. Mis compañeros de viaje y yo nos encontrábamos ahora más alejados en el espacio de lo que jamás lo hubiese estado nadie de nuestro planeta —y aun así sólo habíamos cubierto menos que una diez mil milésima parte de la distancia total que tendríamos que atravesar.

Intenté repetidamente mantener conversaciones con Zhu; inicialmente desconfiaba de mí —más tarde me dijo que yo era el primer occidental que había visto—, pero el hecho de que yo hablase mandarín acabó haciendo que cediese. Aun así, supongo que revelé mi ignorancia más de una vez durante nuestras charlas. Me era fácil comprender por qué yo, un científico, quisiese ir a las proximidades de Betelgeuse; me era más difícil comprender por qué un viejo granjero desearía hacer lo mismo. Y Zhu era realmente viejo —ni siquiera él mismo estaba seguro de cuándo había nacido, pero no me hubiese sorprendido que fuese antes de finales del siglo XIX.

—Voy —dijo Zhu—, en busca de la Iluminación —hablaba despacio, en susurros—. Busco prajna, conocimiento puro y sin condiciones —me miró con ojos acuosos—. Dandart —ése era el nombre del forhilnor con el que se había relacionado— dice que el universo ha sufrido una serie de nacimientos y muertes. Eso mismo le sucede al individuo hasta conseguir la Iluminación.

—¿Así que es la religión la que te guía en este viaje? —pregunté.

—Es todo —dijo Zhu, simplemente.

Sonreí.

—Esperemos que el viaje valga la pena.

—Estoy seguro de que así será —dijo Zhu, con una expresión sosegada en el rostro.


—¿Estás segura de que no es peligroso? —le dije a Hollus, mientras flotábamos hacia la sala donde me pondrían en congelación criogénica.

Sus pedúnculos se agitaron.

—Estás volando por el espacio a lo que tú dirías que es a toda leche, en dirección hacia una criatura que posee una potencia casi inconcebible… ¿y te preocupa si el proceso de hibernación es seguro?

Reí.

—Bien, si lo expresas de tal forma…

—Es seguro; no te preocupes.

—No te olvides de despertarme cuando lleguemos a Betelgeuse.

Hollus podía mostrarse perfectamente seria cuando quería.

—Me escribiré una nota.


Susan Jericho, con ahora sesenta y cuatro años, estaba sentada en el estudio de la casa en Ellerslie. Habían pasado casi diez años desde la partida de Tom. Claro está, si se hubiese quedado en la Tierra, llevaría muerto casi una década. Pero en lugar de eso, presumiblemente seguía con vida, congelado, suspendido, viajando a bordo de una nave espacial alienígena, y no reviviría hasta dentro de 430 años.

Susan comprendía todo eso. Pero la escala le daba dolor de cabeza —y hoy era día de celebraciones, no de dolor—. Hoy era el decimosexto cumpleaños de Richard Blaine Jericho.

Susan le había dado lo que más quería —la promesa de pagarle el carné de conducir y, después de que se lo hubiese sacado, la promesa aún mayor de comprarle un coche—. La indemnización del seguro había sido grande; el coste del coche era una preocupación menor. Great Canadian Life había intentado no pagar; dijeron que Tom Jericho realmente no estaba muerto. Pero cuando los periodistas se apropiaron de la noticia, GCL recibió tal rapapolvo que el presidente de la compañía se disculpó públicamente y entregó en mano el cheque de medio mil ón de dólares a Susan y a su hijo.

Un cumpleaños era siempre algo especial, pero Susan y Dick —¿a quién se le hubiese ocurrido pensar que Ricky crecería deseando que le llamasen de esa forma?— volverían a estar de celebraciones en un mes. El cumpleaños de Dick nunca había tenido la resonancia adecuada para Susan, ya que no había estado presente en su nacimiento. Pero dentro de un mes, en julio, sería el decimosexto aniversario de la adopción de Dick, y ése era un recuerdo que Susan apreciaba.

Cuando Dick llegó a casa del colegio —estaba terminando el décimo curso en Northview Heights— Susan tenía dos regalos más para él. Primero, una copia del diario de su padre del periodo que pasó con Hollus. Y segundo, una copia de la cinta que Tom preparó para su hijo; había hecho que la pasasen de VHS a DVD.

—Guau —dijo Dick. Era alto y musculoso, y Susan estaba enormemente orgullosa de él—. No sabía que papá hubiese dejado un vídeo.

—Me pidió que esperase diez años antes de dártelo —dijo Susan. Se encogió de hombros—. Supongo que quería que fueses lo suficiente mayor para comprenderlo. Dick levantó la caja, sopesándola en la mano, como si así pudiese descubrir sus secretos. Estaba claramente ansioso por verlo.

—¿Podemos verlo ahora?—dijo. Susan sonrió.

—Claro.

Fueron al salón, y Dick lo metió en el reproductor. Y los dos se sentaron en el sofá y vieron la forma de Tom, demacrada y asolada por la enfermedad, volver a la vida.

Dick había visto algunas fotografías de Tom de esa época —estaban en un libro de prensa que Susan había recortado de los periódicos que cubrían la visita de Hollus a la Tierra y la posterior partida de Tom—. Pero nunca había visto con tanto detalle lo que el cáncer le había hecho a su padre. Susan le vio retroceder un poco al comenzar las imágenes.

Pero pronto, lo único que había en la cara de Dick era atención, atención embelesada, al oír cada palabra.

Al final, los dos se limpiaron las lágrimas de los ojos, lágrimas por el hombre al que siempre querrían.

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