Nunca he fumado. Por tanto, ¿por qué tengo cáncer de pulmón?
En realidad, como he descubierto, es algo común entre paleontólogos, geólogos y minerólogos de mi generación. En cierta forma, tenía algo de razón cuando atribuí la tos a mi ambiente de trabajo polvoriento. A menudo usamos herramientas que pulverizan las rocas, creando mucho polvo fino, lo que…
Pero el cáncer de pulmón requiere mucho tiempo de desarrol o, y yo llevaba treinta años trabajando en un laboratorio de paleontología. Al final, casi siempre llevaba máscara; nos habían concienciado y casi todo el mundo las lleva al realizar trabajos similares. Pero, aun así, durante décadas había respirado más polvo de roca de lo que me tocaba, por no mencionar las fibras de asbesto así como filamentos de fibra de vidrio cuando hacía los moldes.
Y ahora estoy pagándolo.
Algunos de los amigos de Susan y los míos propios dijeron que deberíamos presentar una demanda —quizá contra el museo, quizá contra el Gobierno de Ontario (mi empleador real)—. Indudablemente mi puesto de trabajo hubiese podido ser más seguro; deberían haberme dado mejores instrucciones de seguridad; seguro…
Era una reacción natural. Alguien debería pagar por tamaña injusticia. Tom Jericho: es un buen hombre, un buen marido, un buen padre, hace donaciones de caridad… quizá no tantas como debiera, pero sí algo, cada mes. Y siempre estaba dispuesto a echar una mano cuando alguien se mudaba o pintaba la casa. Y ahora el bueno y viejo Tom tiene cáncer.
Sí, claro que alguien debía pagar, pensaban ellos.
Pero lo último que quería era malgastar el tiempo en demandas. Por tanto, no, no iba a demandar.
Aun así, tenía cáncer de pulmón; tenía que ocuparme de ello.
Y aquí había una ironía.
Algunas de las cosas que Hollus comentaba como pruebas de la existencia de Dios no me resultaban nuevas. Todo eso de las constantes fundamentales se llamaba en ocasiones el principio antrópico cosmológico; lo había tratado en el curso sobre evolución. Tiene razón en que el universo, al menos de forma superficial, parecía diseñado para la vida. Como dijo sir Fred Hoyle en 1981, «Una interpretación de sentido común de los hechos sugiere que una superinteligencia ha alterado la física, así como la química y la biología, y que en la naturaleza no hay fuerzas ciegas que valga la pena comentar. Los números calculados a partir de los hechos me parecen tan abrumadores como para poner la conclusión más allá de toda cuestión». Pero, claro, sir Fred defendió muchas ideas que no agradaban al resto de la comunidad científica.
Aun así, mientras Hollus y yo continuamos discutiendo, sacó los cilios —aunque él los llamaba «ciliums»; siempre tenía problemas con los plurales del latín—. Los cilios son esas extensiones como pelos de la célula que son capaces de realizar movimientos rítmicos; están presentes en muchos tipos de células humanas y, dijo, también en las células de forhilnores y wreeds. Los humanos que creían que no sólo el universo sino la vida en sí había sido diseñada por un ser inteligente citaban a menudo los cilios. Los pequeños motores que permiten el movimiento de las fibras son enormemente complejos, y los proponentes del diseño inteligente afirman que la complejidad es irreductible: no hay forma en que pudiesen haber evolucionado por medio de una serie de pasos incrementales. Como una ratonera, un cilio necesita todas sus partes para funcionar; quita cualquier elemento y se convierte en basura inútil —al igual que sin el resorte, o la barra de sujeción, o la plataforma, o el martil o, o la trampa, una ratonera no hace nada—. Era realmente un problema explicar cómo los cilios habían evolucionado por medio de la acumulación de cambios graduales, que se supone que es como actúa la evolución.
Bien, además de en otros lugares, los cilios se encuentran en la capa de una célula que cubre los bronquios. Se agitan al unísono, sacando el mucus de los pulmones, mucus que contiene partículas inhaladas accidentalmente, sacándolas antes de que se inicie el cáncer.
Pero si los cilios son destruidos, por exposición al asbesto, el humo de tabaco u otras sustancias, los pulmones ya no se pueden mantener limpios. El único otro mecanismo para deshacerse de la flema y moverla hacia arriba es toser —una tos persistente y atormentadora—. Pero toser no es igual de eficaz; los carcinógenos permanecen más tiempo en los pulmones y se forman tumores. Esa tos persistente daña en ocasiones al tumor, añadiendo sangre al esputo; como en mi caso, ése es a menudo el primer síntoma de un cáncer.
Si Hollus y los humanos que compartían sus creencias tenían razón, los cilios habían sido diseñados por un ingeniero maestro.
Si es así, quizá debería denunciar a ese hijo de puta.
—Mi amigo de la universidad tiene un informe preliminar sobre su ADN —le dije a Hollus unos días después de que le hubiese pedido la muestra; había vuelto a perderme el aterrizaje del transbordador, pero un forhilnor que no era Hollus le entregó la muestra a Raghubir, junto con los datos forhilnores sobre supernovas que Hollus le había prometido a Donald Chen.
—¿Y?
Algún día, le preguntaría qué decidía cuál sería la boca que usaría cuando iba a emitir una única sílaba.
—Y no cree que tenga origen extraterrestre.
Hollus se movió sobre las seis patas; mi despacho le resultaba demasiado estrecho.
—Claro que lo es. Confieso que no es mi propio ADN; Lablok se lo extrajo de sí misma. Pero ella también es un forhilnor.
—Mi amigo identificó un centenar de genes que parecen ser los mismos que la vida en este planeta. Por ejemplo, los genes que crean la hemoglobina.
—Hay un número limitado de sustancias químicas que pueden emplearse para llevar oxígeno por la corriente sanguínea.
—Supongo que esperaba algo más… bien, alienígena.
—Soy tan alienígena como es probable que puedan llegar a ver —dijo Hollus—. Es decir, la diferencia entre su estructura corporal y la mía es tan grande como podrán ver en el futuro. Después de todo, hay limitaciones prácticas de ingeniería a lo extraña que pueda llegar a ser la vida, aunque —y levantó una de las manos de seis dedos y realizó un saludo vulcaniano— sus cineastas parecen incapaces de acercarse a la variedad posible de formas.
—Supongo —dije.
Hollus se agitó.
—El número mínimo de genes exigidos para la vida es de unos 300 —dijo—. Pero esa cantidad sólo es suficiente para criaturas realmente primitivas; la mayoría de las células eucariotas comparten un núcleo de unos 3.000 genes… se encuentran en todas partes, desde formas de vidas unicelulares hasta animales elaborados como nosotros, y son iguales, o casi iguales, en todos los mundos en los que hemos mirado. Además, hay unos 4.000 genes adicionales compartidos por todas las formas de vida multicelulares, que codifican proteínas para la adhesión célula a célula, señales entre células, y demás. Y hay otro mil ar compartido por todos los animales con esqueletos internos. Y un mil ar más compartidos por todos los animales de sangre caliente. Por supuesto, si su amigo sigue mirando, encontrará decenas de miles de genes en el ADN de forhilnor que no tienen equivalentes en las formas de vida de la Tierra, aunque, naturalmente, es mucho más fácil encontrar genes conocidos que encontrar los desconocidos. Pero realmente hay muy pocas soluciones posibles a los problemas de la vida, y aparecen recurrentemente de mundo en mundo.
Agité la cabeza.
—No hubiese esperado que la vida de Beta Hydri usase el mismo código genético que la vida en la Tierra, y menos aún los mismos genes. Es decir, incluso aquí hay algunas variaciones en el código: de los sesenta y cuatro codones, cuatro tienen un significado diferente en el ADN mitocondrial que en el ADN nuclear.
—Todas las formas de vida que hemos examinado comparten esencialmente el mismo código genético. A nosotros también nos sorprendió al principio.
—Pero no tiene ningún sentido —dije—. Los aminoácidos aparecen en dos isómeros, dextrógiros y levógiros, pero toda la vida en la Tierra usa la versión levógira. Para empezar, las probabilidades de que dos ecosistemas empleen la misma orientación son del cincuenta por ciento. Y debería haber sólo una entre cuatro de que tres ecosistemas, el de ustedes, el mío y el de los wreeds, usasen el mismo código.
—Cierto —dijo Hollus.
—Y aun quedándose sólo con la versión levógira, hay más de un centenar de aminoácidos… pero la vida en la Tierra sólo usa veinte. ¿Cuáles son las probabilidades de que la vida en otros mundos empleara exactamente esos veinte?
—Bastante remotas.
Le sonreí a Hollus; había esperado que me diese una respuesta estadística precisa.
—Bastante remotas, sí —dije.
—Pero la elección no es aleatoria; Dios lo diseñó así.
Dejé escapar un largo suspiro.
—Simplemente no puedo aceptarlo —dije.
—Lo sé —aseveró Hollus, sonando como si le pesase mi ignorancia—. Mire —dijo después de un momento—. No se trata de misticismo. Creo en Dios porque científicamente tiene sentido que lo haga; es más, sospecho que Dios existe en este universo debido a la ciencia.
Empezaba a dolerme la cabeza.
—¿Cómo es eso?
—Como dije antes, nuestro universo es cerrado… y con el tiempo volverá a colapsar en un big crunch. Un acontecimiento similar se produjo después de miles de mil ones de años en el universo anterior a éste… y con miles de millones de años, ¿quién sabe qué cosas fenomenales podrían ser posibles para la ciencia? Vamos, podría incluso ser posible que una inteligencia, o una estructura de datos que la represente, sobreviviese a un big crunch y existiese de nuevo en el siguiente ciclo de la creación. Tal entidad es posible que posea ciencia suficiente para permitirle influir en los parámetros del siguiente ciclo, creando un universo diseñado en el que la entidad renacería armada ya con miles de millones de años de conocimientos y sabiduría.
Negué con la cabeza; me había esperado algo mejor que el cuento de «hay tortugas hasta el fondo».
—Incluso si fuese así —dije—, eso no resolvería el problema de si existe o no Dios. Simplemente está retrasando la creación de la vida un paso más atrás. ¿Cómo se inició la vida en el universo anterior a éste? —fruncí el ceño—. Si no se puede explicar tal cosa, no se ha explicado nada.
—No creo que el ser que es nuestro Dios estuviese vivo —dijo Hollus—, en el sentido de ser una entidad biológica. Sospecho que éste es el primer universo en el que se han dado la biología y la evolución.
—Entonces ¿qué es ese ser Dios?
—No veo ninguna prueba aquí en la Tierra de que hayan obtenido inteligencia artificial.
A mí me parecía un non sequitur, pero asentí.
—Es cierto, aunque hay mucha gente trabajando en ese campo.
—Nosotros tenemos máquinas conscientes de sí mismas. Mi nave espacial, la Merelcas, es una de ellas. Y lo que hemos descubierto es lo siguiente: la inteligencia es una propiedad emergente… aparece espontáneamente en sistemas con el orden y la complejidad suficiente. Sospecho que el ser que es ahora el Dios de este universo era una inteligencia incorpórea que surgió por medio de fluctuaciones aleatorias en un universo anterior carente de biología. Creo que ese ser, existiendo en soledad, buscó la forma de asegurar que el siguiente universo estuviese repleto de vida independiente capaz de reproducirse. Parece improbable que la biología se hubiese podido originar por sí sola en cualquier universo de una manera aleatoria, pero sería de esperar la aparición de una matriz espaciotemporal localizada de suficiente complejidad para desarrollar la consciencia por puro azar después de sólo algunos miles de millones de años de fluctuaciones cuánticas, especialmente en universos diferentes a éste en el que las cinco fuerzas fundamentales tuviesen potencias relativas no tan divergentes —hizo una pausa—. La sugerencia de que básicamente un científico creó nuestro universo actual explicaría el antiguo problema filosófico de por qué este universo es comprensible para la mente científica; por qué abstracciones humanas y forhilnores, como la matemática, la inducción y la estética, se pueden aplicar a la naturaleza de la realidad. Nuestro universo es comprensible científicamente porque fue creado por una inteligencia muy avanzada que empleó las herramientas de la ciencia.
Era pasmoso pensar que la inteligencia podría aparecer más fácilmente que la vida misma —y, sin embargo, en realidad no teníamos una definición buena de la inteligencia; cada vez que un ordenador parecía duplicarla, nos limitábamos a decir que no era a eso a lo que nos referíamos con la palabra.
—Dios como un científico —dije, saboreando la idea—. Bien, supongo que cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
—Conciso —dijo Hollus—. Debería apuntarlo.
—No creo que lo haya inventado yo. Pero lo que propone no es más que eso; una propuesta. No prueba la existencia de Dios.
Hollus agitó el torso de arriba abajo.
—¿Y qué tipo de prueba le convencería?
Pensé en ello durante un momento, luego me encogí de hombros.
—Una pistola humeante —dije.
Los ojos de Hollus se desplazaron a su máxima separación.
—¿Una qué?
—Mi género de ficción favorito es la novela criminal y…
—Me asombra que los humanos obtengan placer en leer sobre asesinatos —dijo Hollus.
—No, no —expliqué—. No lo ha entendido. No disfrutamos leyendo sobre asesinatos; disfrutamos leyendo sobre justicia… cómo se acaba demostrando la culpabilidad de un criminal, no importa lo inteligente que sea. Y la mejor prueba en un caso real de asesinato es encontrar al sospechoso sosteniendo una pistola humeante… sosteniendo el arma usada para cometer el crimen.
—Ah —dijo Hollus.
—Una pistola humeante es una prueba incontestable. Y eso es lo que quiero: una prueba indiscutible.
—No hay prueba indiscutible para el big bang —dijo Hollus—. Y no la hay para la evolución. Y sin embargo acepta esas ideas. ¿Por qué debería someterse la idea de la existencia de un creador a un nivel mayor de prueba?
No tenía una buena respuesta para esa pregunta.
—Lo que sé —dije—, es que serán necesarias pruebas arrol adoras para convencerme.
—Creo que ya le han dado pruebas arrolladoras —dijo Hollus.
Me toqué la cabeza, sintiendo la suavidad allí donde antes había pelo.
Hollus tenía razón: aceptamos la evolución sin pruebas absolutas. Cierto, parece claro que los perros descienden de los lobos. Aparentemente, nuestros antepasados los domesticaron, eliminaron la ferocidad por medio de la crianza, por medio de la crianza añadieron la sociabilidad, y con el tiempo convirtieron al Canis lupus pallipes de la Era Glacial en Canis familiaris, el chucho moderno con sus 300 razas diversas.
Los lobos y los perros ya no pueden reproducirse entre sí, o, al menos, si lo hacen, las crías son estériles: los caninos y los lupinos son especies diferentes. Si fue así como sucedió —si la crianza humana convirtió a Akela en Rover, creando una nueva especie— entonces se ha demostrado uno de los pilares básicos de la evolución: se pueden crear especies nuevas a partir de especies anteriores.
Pero no podemos demostrar la evolución del perro. Y durante todos los miles de años después en que hemos estado criando perros, produciendo todas esas variedades diferentes, no hemos conseguido crear una nueva especie canina: un chihuahua todavía puede reproducirse con un gran danés, y un pit bul con un caniche —y las dos uniones siguen produciendo crías fértiles—. Por mucho que queramos destacar sus diferencias, siguen siendo Canis familiaris. Y jamás hemos creado una especie nueva de gato, ratón o elefante, de maíz, coco o cactus. Nadie discute que la selección natural pueda producir variaciones dentro de la misma especie, ni siquiera el creacionista más cerrado. Pero que pueda transformar una especie en otra —de hecho, eso jamás ha sido observado.
En la exposición de paleontología de vertebrados del RMO tenemos un diorama repleto de esqueletos de cabal o, empezando con el Hyracotherium del Eoceno, luego el Mesohippus del Oligoceno, Merychippus y Pliohippus del Plioceno, luego Equus shoshonensis del Pleistoceno, y al final Equus caballus, representados por un moderno cuarto de milla y un pony Shetland.
La verdad es que da la impresión de que se está produciendo la evolución: el número de dedos se reduce desde los cuatro del Hyracotherium de las patas delanteras y tres en las traseras hasta que sólo hay uno, en forma de casco; los dientes se hacen más y más largos, una adaptación aparente para comer hierbas duras; los animales (excepto el poni) se van haciendo progresivamente mayores. Paso frente a esa exhibición constantemente; es parte del fondo de mi vida. Rara vez le presto atención, aunque en muchas ocasiones la he interpretado cuando dirigía a alguien importante durante una visita a la exposición.
Una especie dando lugar a otra en una interminable serie de mutaciones, de adaptaciones a condiciones siempre cambiantes.
Lo acepto sin problemas.
Lo acepto porque la teoría de Darwin tiene sentido.
Por tanto, ¿por qué no acepto igualmente la teoría de Hollus?
«Las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.» Tal era el mantra de Carl Sagan cuando se enfrentaba con un loco de los ovnis.
Bien, ¿sabes qué, Cari? Los alienígenas están aquí, en Toronto, en Los Ángeles, en Burundi, en Pakistán, en China. La prueba es incontrovertible. Están aquí.
¿Y qué hay del Dios de Hollus? ¿Qué hay de las pruebas de un diseñador inteligente? Parece que los forhilnores y los wreeds tienen más pruebas de ese hecho que yo de la evolución, una estructura intelectual sobre la que he edificado mi vida, mi carrera.
Pero… pero…
Afirmaciones extraordinarias. Claro que se les debe exigir más. Evidentemente, las pruebas deben ser monumentales, irrefutables…
Evidentemente debería ser así.
Evidentemente.