Las cejas de Cooter Falsey se arquearon en un gesto de confusión al mirar a J. D. Ewell.
—¿Qué quieres decir con que perseguimos algo que ya está muerto?
Ewell todavía seguía sentado en el borde de la cama del motel.
—Aquí en Toronto tienen un museo, y exhibe unos fósiles muy especiales. Esos fósiles son una mentira, dice el reverendo Mil et. Una blasfemia. Y van a mostrárselos a la gigantesca araña alienígena.
—¿Sí? —dice Falsey.
—El mundo es un testamento de la obra de Dios. Y esos fósiles, o son falsos u obra del demonio. ¡Criaturas con cinco ojos! ¡Criaturas con pinchos saliéndoles de todas partes! Nunca verás nada igual. Y los científicos les dicen a esos alienígenas que esas cosas son reales.
—Todos los fósiles son falsos —dice Falsey—. Han sido creados por Dios para probar la fe de los débiles.
—Tú y yo lo sabemos. Y ya es malo que los ateos puedan enseñarles a nuestros hijos esas cosas sobre fósiles en las escuelas, pero ahora se los muestran a los alienígenas, haciendo que esos alienígenas crean en la mentira de la evolución. A los alienígenas se les hace creer que los humanos no creemos en Dios. Debemos dejar claro que esos científicos ateos no hablan por la mayoría.
—Por tanto… —dice Falsey, invitando a Ewell a continuar.
—Por tanto, el reverendo Millet quiere que destruyamos esos fósiles. El Bogus Shale[2] los llama. Aquí están en una exposición especial, y luego se supone que irán a Washington, pero eso no pasará. Vamos a acabar con Bogus Shale de una vez para siempre, de forma que esos alienígenas sepan que no nos importan esas cosas.
—No quiero que nadie salga herido —dice Falsey.
—Nadie sufrirá daño.
—¿Qué hay de los alienígenas? Uno de ellos pasa mucho tiempo en el museo. Tendremos muchos problemas si le hacemos daño.
—¿No lees los periódicos? Realmente no está allí; no es más que una proyección.
—Pero ¿qué hay de la gente que va al museo? Puede que estén confundidos al mirar a esos fósiles, pero no son malvados como los médicos abortistas.
—No te preocupes —dice Ewell—. Lo haremos un domingo por la noche, después de que cierre el museo.
Llamé a Susan y a Ricky y les dije que se preparasen para recibir a un invitado muy especial; Susan podía hacer milagros en tres horas. Yo trabajé en el diario durante un tiempo, y luego abandoné el museo. Había adoptado la costumbre de llevar un sombrero y gafas de sol para disimular mi aspecto durante el corto paseo desde la entrada de personal hasta la estación de metro; los locos de los ovnis parecían congregarse en su mayoría frente a la entrada principal del RMO, a bastante distancia. Hasta ahora, ninguno de ellos me había interceptado —y en todo caso, para cuando salí esa noche, todos parecían haberse ido a casa. Entré en la estación de metro y subí a un tren.
Cuando llegamos a la estación Dundas, entró un joven con una desordenada barba rubia. Tenía la edad justa para ser un estudiante en Ryerson; el campus universitario justo al norte de Dundas. El joven llevaba una sudadera verde cubierta con letras blancas que decían:
Sonreí; claro, el edificio del Parlamento provincial estaba en Queen's Park. Parecía que hoy en día todo el mundo lanzaba pul as al premier Harris.
Cuando al final llegué a casa en Ellerslie, recogí a mi mujer e hijo y nos reunimos en el salón. Abrí la cartera y situé el dodecaedro que era el proyector de holoforma sobre la mesa de café. Luego nos sentamos en el sofá. Ricky se colocó junto a mí. Susan se sentó en el brazo del sofá. Miré el reloj azul del vídeo. Eran las 7:59 de la tarde; Hollus había dicho que se reuniría con nosotros a las 8:00.
Esperamos mientras Ricky se inquietaba. El proyector siempre emitía dos tonos cuando se activaba, pero se mantenía en silencio.
8:00.
8:01.
8:02.
Sabía que el reloj del vídeo estaba bien; teníamos un Pony que se ajustaba por medio de la señal del cable. Me incliné sobre la mesa y ajusté ligeramente la posición del dodecaedro, como si eso cambiase las cosas.
8:03.
8:04.
—Bien —dijo Susan, dirigiéndose en general a la habitación—. Debería ir a preparar la ensalada.
Ricky y yo seguimos esperando.
Alas 8:10, Ricky dijo:
—Vaya timo.
—Lo siento, colega —dije—. Supongo que le surgió algo. —No podía creer que Hollus me hubiese fallado. Se pueden perdonar muchas cosas; hacer que un hombre falle a ojos de su hijo no es una de ellas.
—¿Puedo ir a ver la tele hasta que sea hora de cenar? —preguntó Ricky.
Normalmente sólo dejamos que Ricky vea una hora de televisión por la noche, y ya lo había hecho. Pero no podía disgustarle de nuevo.
—Claro —dije.
Ricky se levantó. Yo lancé un suspiro.
Dijo que éramos amigos.
Ah, bien. Me puse en pie, cogí el proyector, lo sopesé en la mano, luego lo metí en la cartera y…
Un sonido en la puerta trasera. Cerré el maletín y fui a investigar. La puerta de atrás se abría a una plataforma de madera que mi cuñado Tad y yo habíamos construido cinco veranos antes. Abrí la persiana que cubría la puerta deslizante de vidrio y…
Era Hollus, sobre la plataforma.
Retiré la barra de seguridad en la base de la puerta de vidrio y la deslicé.
—¡Hollus!—dije.
Susan apareció a mi espalda, preguntándome qué hacía. Me volví para mirarla; ella había visto a Hollus y a los otros forhilnores en la tele muy a menudo, pero ahora estaba boquiabierta.
—Entra —dije—. Entra.
Hollus se las arregló para atravesar la puerta, aunque no tenía mucho espacio. Se había cambiado para la cena; ahora vestía una tela color vino, sujeta con una lámina pulida sacada de una geoda.
—¿Por qué no apareciste dentro? —pregunté—. ¿Por qué te proyectaste en el exterior?
Los pedúnculos de Hollus se agitaron. Había algo sutilmente diferente en su aspecto. Quizá sólo fuese la iluminación de las lámparas halógenas; yo estaba acostumbrado a verle bajo los paneles fluorescentes que teníamos en el museo.
—Me invitaste a tu casa —dijo.
—Sí, pero…
De pronto, sentí cómo su mano me tocaba el brazo. Le había tocado antes, había sentido el cosquilleo estático de los campos de fuerza que formaban su proyección. Esto era diferente. Su carne era sólida, cálida.
—Así que he venido —dijo—. Pero… lo lamento; llevo ahí fuera un cuarto de hora, intentando pensar en cómo hacerte saber que había llegado. He oído hablar de los timbres, pero no podía encontrar el botón.
—No lo hay en la puerta trasera —dije. Tenía los ojos abiertos como platos—. Estás aquí. En carne y hueso.
—Sí.
—Pero… —miré tras él. Había algo grande en el patio; no podía distinguir del todo la forma en la oscuridad.
—Llevo un año estudiando tu planeta —dijo Hollus—. Seguro que has sospechado que tenemos formas de llegar a la superficie sin llamar la atención. —Hizo una pausa—. Me invitaste a cenar, ¿no? No puedo disfrutar déla comida por telepresencia.
Yo estaba asombrado, emocionado. Me volví para mirar a Susan, luego me di cuenta de que había olvidado presentarla.
—Hollus, me gustaría presentarte a mi esposa, Susan Jericho.
—«Ho» «la» —dijo el forhilnor.
Susan se mantuvo en silencio durante unos segundos, atónita. Luego dijo:
—Hola.
—Gracias por permitirme visitar su casa —dijo Hollus.
Susan sonrió, me miró fijamente.
—Si me hubiesen avisado con más tiempo, podría haber recogido un poco.
—Es encantador tal y como está —dijo Hollus. Los pedúnculos se movieron, repasando toda la estancia—. Es evidente que se ha tenido mucho cuidado en elegir cada elemento de mobiliario para que se complementen entre sí. —Por lo general, Susan no soportaba a las arañas, pero estaba claro que ese tipo enorme le resultaba encantador.
Bajo la brillante luz noté diminutos tachones, como pequeños diamantes, situados en la piel que rodeaba cada una de las dos articulaciones de sus miembros, y las tres articulaciones de sus dedos. Y toda una fila le recorría cada uno de los pedúnculos.
—¿Son joyas? —dije—. Si hubiese sabido que te interesan esas cosas, te hubiese mostrado la colección de gemas del RMO. Tenemos algunos diamantes, rubíes y ópalos extraordinarios.
—¿Qué? —dijo Hollus. Y luego, al comprender, sus pedúnculos volvieron a agitarse en S—. No, no, no. Esos cristales son los implantes del interfaz de realidad virtual; son los que permiten que el simulacro de telepresencia imite mis movimientos.
—Oh —dije. Me volví y grité el nombre de Ricky. Mi hijo subió a saltos los escalones desde el sótano. Empezó a dirigirse hacia el comedor, pensando que le había llamado para cenar. Pero luego nos vio, a mí, a Susan y a Hollus. Sus ojos se abrieron más de lo que nunca los hubiese visto. Se acercó a mí, y yo le pasé el brazo sobre los hombros.
—Hollus —dije—. Me gustaría presentarte a mi hijo Rick.
—«Ho» «la» —dijo Hollus.
Miré a mi chico.
—Ricky, ¿qué se dice?
Los ojos de Ricky seguían enormes mientras miraba al alienígena.
—¡Genial!
No habíamos esperado que Hollus se presentase a cenar en carne y hueso. La mesa del comedor era un largo rectángulo, con una hoja desmontable en medio. La mesa en sí era de madera obscura, pero estaba cubierta por un mantel blanco. En realidad no había mucho sitio para el forhilnor. Pedí a Susan que me ayudase a mover el aparador a un lado para dejar algo de espacio libre.
Me di cuenta de que jamás había visto a Hollus sentado; evidentemente su avatar no precisaba hacerlo, pero pensé que el verdadero Hollus estaría más cómodo con algo de apoyo.
—¿Hay algo que pueda hacer para que estés más cómodo?—pregunté.
Hollus miró a su alrededor. Vio la otomana en el salón, situada frente al sofá.
—¿Podría usar eso? —dijo—. ¿El pequeño taburete?
—Claro.
Hollus fue al salón. Con un niño de seis años corriendo por ahí, no teníamos nada que pudiese romperse con facilidad, lo que era perfecto. Hollus golpeó la mesa de café y el sofá de camino; nuestro mobiliario no estaba dispuesto con el suficiente espacio para un ser de sus proporciones.
Trajo de vuelta la otomana, la colocó junto a la mesa, y luego se la colocó debajo, de forma que su torso redondo quedase directamente sobre el taburete circular. Luego hizo descender su torso.
—Perfecto —dijo, sonando satisfecho.
Susan parecía estar incómoda.
—Lo lamento, Hollus. No pensé que fueses a venir realmente. No tengo ni idea si lo que preparé es algo que puedas comer.
—¿Qué has preparado?
—Una ensalada: lechuga, tomates cherry, apio picado, trocitos de zanahoria, picatostes, y un aliño de aceite y vinagre.
—Eso lo puedo comer.
—Y chuletas de cordero—
—¿Cocidas?
Susan sonrió.
—Sí.
—Eso también lo puedo comer, si me ofreces un litro de agua a temperatura ambiente para acompañarlo.
—Claro —dijo ella.
—Ya la traigo yo. —Fui a la cocina y llené un jarro con agua del grifo.
—También he preparado leche malteada para Tom y Rick.
—¿Se trata de la secreción mamaria bovina? —preguntó Hollus.
—Sí.
—Si no es una ofensa, no lo tomaré.
Sonreí, y Ricky, Susan y yo ocupamos nuestros lugares a la mesa. Susan trajo el cuenco de ensalada y me lo pasó. Empleé el tenedor de servir para trasladar un poco a mi plato, luego puse un poco en el de Ricky. Y luego un poco en el plato de Hollus.
—He traído mis propios utensilios —dijo—. Espero que no sea descortés.
—En absoluto —dije. Incluso después de mis viajes a China, yo seguía siendo uno de esos que siempre pedían cuchil o y tenedor en un restaurante chino. Hollus sacó de entre los pliegues de la tela envuelta alrededor de su torso dos dispositivos que se parecían un poco a un sacacorchos.
—¿Dais gracias? —preguntó Hollus.
La pregunta me sobresaltó.
—Normalmente no.
—Lo he visto en televisión.
—Algunas familias lo hacen —dije. Las que tienen algo que agradecer.
Hollus empleó uno de sus sacacorchos para pinchar algo de lechuga y luego se la llevó al orificio en la parte alta de su cuerpo circular. Ya le había visto ejecutar los movimientos de comer, pero nunca le había visto comer de verdad. Se trataba de un proceso ruidoso; su dentición producía un castañeteo mientras actuaba. Supongo que cuando usaba su avatar sus orificios de habla eran los únicos que tenían micrófonos; supuse que era por eso que nunca había oído ese sonido.
—¿Está bien la ensalada? —le pregunté.
Hollus siguió transfiriéndola a su orificio de alimentación mientras hablaba; supuse que los forhilnores nunca se atragantaban al cenar.
—Está muy buena, gracias —dijo.
Ricky habló.
—¿Por qué hablas así? —preguntó. Mi hijo imitó a Hollus hablando en turnos por el lado izquierdo y derecho de la boca—. «Es» «tá» «muy» «bue» «na», «gra» «cias».
—¡Ricky! —dijo Susan, avergonzada por el hecho de que nuestro hijo hubiese olvidado sus modales.
Pero a Hollus no pareció importarle la pregunta.
—Una cosa que mi pueblo y los humanos comparten es un cerebro dividido —dijo—. Vosotros tenéis un hemisferio izquierdo y uno derecho, y también nosotros. Creemos que la consciencia es el resultado de la interacción de los dos hemisferios; creo que los humanos tienen teorías similares. En los casos en que los hemisferios han quedado separados debido a una lesión, de forma que son completamente independientes, las frases completas surgen de un único orificio fonador, pero expresan pensamientos mucho menos complejos.
—Oh —dijo Ricky, volviendo a la ensalada.
—Eso es fascinante —dije. Coordinar el habla entre mitades cerebrales parcialmente autónomas debía de ser difícil; quizá por eso Hollus pareciese incapaz de emplear contracciones—. Me pregunto si en el caso de que nosotros tuviésemos dos bocas, los humanos también alternaríamos palabras o sílabas entre el as.
—Parece que dependéis menos de la integración izquierda — derecha que los forhilnores —dijo Hollus—. Tengo entendido que en casos de un corte del corpus cal osum, los humanos pueden seguir andando.
—Creo que así es, sí.
—Nosotros no —dijo Hollus—. Cada mitad del cerebro controla tres piernas, en el lado correspondiente del cuerpo. Nuestras piernas deben actuar juntas o nos caemos, y…
—Mi papá va a morir —dijo Ricky mientras seguía mirando a la ensalada.
Me dio un vuelco el corazón. Susan parecía horrorizada.
Hollus dejó a un lado sus utensilios para comer.
—Sí, me lo dijo. Lo lamento mucho.
—¿No puedes ayudarle? —preguntó Ricky, ahora mirando al alienígena.
—Lo lamento —dijo Hollus—. Pero no hay nada que yo pueda hacer.
—Pero vienes del espacio y todo eso —dijo Ricky.
Los pedúnculos de Hollus dejaron de moverse.
—Así es.
—Así que deberías saber cosas.
—Sé algunas cosas —dijo—. Pero no sé cómo curar el cáncer. Mi propia madre murió de cáncer.
Ricky miró al alienígena con gran interés. Parecía como si quisiese ofrecer una palabra de apoyo al alienígena, pero estaba claro que no sabía qué decir.
Susan se puso en pie y trajo de la cocina las chuletas de cordero y la gelatina de menta.
Comimos en silencio.
Comprendí que se me había presentado una oportunidad que era poco probable que se repitiese. Hollus estaba frente a mí en carne y hueso. Después de cenar, le pedí que bajase a mi estudio. Tuvo algunos problemas para superar el tramo de escalones, pero lo consiguió.
Me acerqué a un archivador de dos cajones y saqué un fajo de papeles.
—Es normal que la gente escriba un documento llamado testamento para indicar cómo deben distribuirse sus efectos personales después de su muerte —dije—. Naturalmente, le dejo casi todo a Susan y Ricky, aunque también dejo parte a la caridad: la Sociedad Canadiense Contra el Cáncer, el RMO, y alguno más. Un par de cosas también van a mi hermano, sus hijos, y uno o dos parientes. —Hice una pausa—. Yo… yo he estado pensando alterar mi testamento para dejarte algo a ti, Hollus, pero… bien, no parecía tener demasiado sentido. Es decir, es probable que no estés por aquí cuando muera y, bien, normalmente tampoco estás aquí. Pero esta noche…
—Esta noche —admitió Hollus—, realmente soy yo.
Levanté el fajo de papeles.
—Probablemente sea más simple si te lo doy ahora. Es el original de mi libro Dinosaurios canadienses. Hoy en día, la gente escribe libros en ordenadores, pero ése lo hice aporreando una máquina de escribir manual. No tiene ningún valor real, y la información está ya muy desfasada, pero es mi pequeña contribución a la literatura popular sobre dinosaurios y, bien, me gustaría que lo tuvieses… de un paleontólogo a otro —me encogí un poco de hombros—. Algo para recordarme.
El alienígena cogió los papeles. Sus pedúnculos se acercaban y alejaban.
—¿No querrá tu familia quedarse con él?
—Tienen ejemplares del libro terminado.
Abrió una porción de la tela alrededor del torso, dejando ver una gran bolsa de plástico.
El manuscrito encajaba dejando espacio de sobra.
—Gracias —dijo.
Se produjo un silencio entre los dos. Al final dije.
—No, Hollus… gracias a ti. Por todo. —Luego alargué la mano y toqué el brazo del alienígena.