23

No había dormido bien la noche antes, y tampoco la noche anterior, y supongo que la fatiga causaba sus estragos. Había intentado —de verdad que lo había intentado— mostrarme estoico con respecto a lo que me sucedía, mantener la compostura. Pero hoy…

Hoy…

Era la hora dorada, la hora dorada entre la llegada al trabajo a las 9 de la mañana y la apertura del museo al público a las 10. Hollus y yo estábamos examinando la exposición especial dedicada a los fósiles de Burgess Shale: Opabinia, Sanctacaris, Wiwaxia, Anomalocaris, Hal ucigenia, formas de vida tan extrañas que desafiaban la clasificación simple.

Y los fósiles me hicieron pensar en el libro de Stephen Jay Gould sobre la fauna de Burgess Shale, La vida maravillosa.

Y eso me hizo pensar en la película a la que se refería Gould, el clásico de Jimmy Stewart, el favorito de las navidades.

Y eso me hizo pensar en lo mucho que apreciaba mi vida… mi existencia real de carne y hueso.

—Hollus —dije, dubitativo, en voz baja.

Sus pedúnculos gemelos habían estado observando el grupo de cinco ojos de Opabinia, tan diferente de cualquier cosa en el pasado de la Tierra. Los hizo girar para mirarme.

—Hollus —volví a decir—. Sé que tu especie es más avanzada que la mía.

Permaneció inmóvil.

—Y, bien, debéis saber cosas que nosotros no sabemos.

—Cierto.

—Yo… conociste a mi esposa Susan. A Ricky.

Juntó los ojos.

—Tienes una familia agradable —dijo.

—Yo… yo no quiero abandonarles, Hollus. No quiero que Ricky crezca sin padre. No quiero que Susan esté sola.

—Es una desgracia —admitió el forhilnor.

—Debe haber algo que podáis hacer… algo que podáis hacer para salvarme.

—Lo lamento, Tom. Lo siento de verdad. Pero como le dije a tu hijo, no hay nada.

—Vale —dije—. Vale, mira, sé cómo van estas cosas. Tenéis algún tipo de directiva de no interferencia, ¿cierto? No se te permite cambiar nada en la Tierra. Eso lo comprendo, pero…

—En realidad, no existe tal directiva —dijo Hollus—. Te ayudaría si pudiese.

—Pero debes conocer la cura para el cáncer. Con todo lo que sabéis sobre el ADN y el funcionamiento de la vida… debéis conocer la cura para algo tan simple como el cáncer.

—El cáncer también azota a mi gente. Ya te lo dije.

—¿Y los wreeds? ¿Qué hay de los wreeds?

—A ellos también. El cáncer es, bien, un hecho de la vida.

—Por favor —dije—. Por favor.

—No hay nada que yo pueda hacer.

—Tienes que hacer algo —dije. Mi voz se iba haciendo más estridente; odiaba cómo sonaba… pero no podía detenerme—. Tienes que hacerlo.

—Lo lamento —dijo el alienígena.

De pronto me puse a gritar, mis palabras rebotando en los expositores de vidrio.

—Maldición, Hollus. Maldita sea. Yo te ayudaría si pudiese. ¿Por qué no me ayudas?

Hollus guardó silencio. ¡

—Tengo esposa. Y un hijo.

Las voces gemelas del forhilnor reconocieron ese hecho.

—«Lo» «sé».

—Así que ayúdame, maldito seas. ¡Ayúdame! No quiero morir.

—Yo tampoco quiero que mueras —dijo Hollus—. Eres mi amigo.

—¡Tú no eres mi amigo! —grité—. Si fueses mi amigo, me ayudarías.

Supuse que desaparecería, supuse que la proyección holográfica se apagaría, dejándome solo con los antiguos restos de la explosión cámbrica. Pero Hollus se quedó conmigo, esperando con tranquilidad, mientras yo me desmoronaba y empezaba a llorar.


Hollus desapareció por ese día como a las 4:20 de la tarde, pero yo me quedé, trabajando en el despacho. Me sentía avergonzado, repugnado por el espectáculo.

El final se acercaba; lo sabía desde hacía meses.

¿Por qué no podía comportarme con mayor valentía? ¿Por qué no podía encararlo con mayor dignidad?

Era hora de atar los cabos sueltos. Lo sabía.

Gordon Small y yo no nos habíamos hablado desde hacía treinta años. En la infancia éramos buenos amigos, viviendo en la misma calle de Scarborough, pero tuvimos una desavenencia en la universidad. El opinaba que yo le había agraviado terriblemente; yo opinaba que él me había agraviado terriblemente. Durante los diez años posteriores a nuestra pelea probablemente pensaba en él al menos una vez al mes. Todavía seguía furioso por lo que me había hecho, y, cuando me quedaba despierto en la cama por las noches, mi mente repasaba todas las cosas por las que podía sentirme mal y Gordon siempre aparecía.

Claro está, en mi vida tenía otros muchos asuntos sin resolver, relaciones de todo tipo que deberían concluirse o repararse. Sabía que jamás me ocuparía de alguna de el as.

Por ejemplo, estaba Nicole, la chica que dejé plantada la noche de nuestro baile de graduación. Nunca había podido explicarle la razón —que mi padre se había emborrachado y había empujado a mi madre escaleras abajo, y que yo había pasado la noche en urgencias del Scarborough General. ¿Cómo podía decirle tal cosa a Nicole?—. Pensándolo más tarde, claro, quizá debí haberle dicho que mi madre se había caído y que la había llevado al hospital, pero Nicole era mi novia, y quizás hubiese querido visitar a mi madre, así que en lugar de eso, mentí y dije que había tenido un problema con el coche, y me pillaron mintiendo y nunca pude explicarle lo que había sucedido realmente.

Estaba también Bjorn Amundsen que, en la universidad, me había pedido prestados cien dólares pero nunca me los había devuelto. Yo sabía que él era pobre; sabía que, al contrario que yo, no recibía ayuda de sus padres; sabía que habían rechazado su petición de una beca. Necesitaba los cien dólares más que yo; de hecho, siempre los necesitó más que yo y nunca había podido devolvérmelos. Portándome como un estúpido, en una ocasión hice un comentario respecto a él diciendo que era un mal riesgo. Él decidió evitarme en lugar de admitir que no podía devolver el préstamo. Yo siempre había pensado que no podía ponerse precio a la amistad pero, en ese caso, resultó que yo sí podía —y no eran más que unos míseros cien dólares—. Me hubiese encantado disculparme ante Bjorn, pero no tenía ni idea de qué había sido de él.

Y también estaba Paul Kurusu, un estudiante japonés del instituto, al que en una ocasión, en medio de un ataque de furia, insulté con un término racista —la única ocasión en mi vida en que he hecho tal cosa—. Me miró con dolor en los ojos; evidentemente había oído términos similares de otros, pero se suponía que yo era su amigo. No tengo ni idea de qué me pasó, y siempre había querido decirle cómo lo lamentaba. Pero cómo sacas ese tema tres décadas después.

Pero tenía que hacer las paces con Gordon Small. No podía… no podía ir a la tumba con ese asunto sin resolver. Gordon se había mudado a Boston a principio de los años ochenta. Llamé a información. Había tres Gordon Smal en Boston, pero sólo uno con la inicial P —y Philip, recordé, había sido el segundo nombre de Gordon.

Apunté el número, volví a marcar el nueve para tener línea exterior, marqué mi código de llamadas de larga distancia y a continuación el número de Gordon. Me contestó una niña.

—¿Hola?

—Hola —dije—. ¿Podría hablar con Gordon Small?

—Un segundo —dijo la niña. Luego gritó—: ¡Abuelo!

Abuelo. Ahora era abuelo —un abuelo a los cincuenta y cuatro. Era ridículo; había pasado tanto tiempo. Estaba a punto de colgar cuando hablaron.

—¿Hola?

Dos sílabas, eso era todo:—pero le reconocí de inmediato. El sonido hizo que los recuerdos regresasen en torrente.

—Gord —dije—, soy Tom Jericho. Se produjo un silencio de asombro durante unos segundos, y luego una respuesta helada.

—Ah.

Al menos, no colgó el teléfono. Quizá pensaba que alguien había muerto —un amigo común, alguien del que querría saber, alguien que significaba tanto para los dos que yo querría dejar de lado nuestras diferencias para hacerle saber cuándo sería el funeral, alguien de la vieja banda, el viejo vecindario.

Pero él no dijo nada más. Sólo «ah». Y luego esperó a que yo siguiese hablando.

Gordon vivía ahora en Estados Unidos, y yo conocía bien a los medios de comunicación estadounidenses: en cuanto un alienígena apareció en suelo americano — había un forhilnor vagando por los juzgados de San Francisco y otro visitando un hospital psiquiátrico en Charleston— no se haría mención a nada que sucediese fuera de Estados Unidos; si Gordon sabía de Hollus y de mí no dio muestras de ello.

Evidentemente, había ensayado lo que quería decir, pero su tono —la frialdad, la hostilidad— me ató la lengua. Finalmente solté:

—Lo siento.

Podría habérselo tomado de muchas formas: siento molestarte, siento haber interrumpido lo que estuvieses haciendo, lamento oír lo que sea que te entristece ahora, lamento que un viejo amigo esté muerto —o, claro, en el sentido real: lamento lo que sucedió, la cuña que habíamos interpuesto entre los dos hace décadas—. Pero no iba a ponérmelo fácil.

—¿Porqué?—dijo.

Exhalé, probablemente con bastante estrépito,. sobre el auricular.

—Gord, antes éramos amigos.

—Hasta que me traicionaste, sí.

Por tanto, así iba a ser. No había reciprocidad; ninguna muestra de que cada uno había agraviado al otro. Todo era culpa mía, por completo obra mía.

Sentí que la furia hervía en mi interior; durante un momento, quise soltarme, decirle cómo me había hecho sentir lo que él había hecho, decirle cómo había llorado —llorado literalmente— por la furia, la frustración y la agonía después de que se hubiese desintegrado nuestra amistad.

Cerré los ojos durante un momento para calmarme. Había llamado para dar carpetazo, no para reiniciar una vieja pelea. Sentí dolor en el pecho; el estrés siempre lo amplificaba.

—Lo lamento —dije de nuevo—. Me molestaba, Gord. Año tras año. Nunca debí hacer lo que hice.

—Esto lo puedes dar por seguro —dijo.

Pero no podía aceptar toda la culpa; en mí todavía quedaba algo de orgullo, o una emoción similar.

—Esperaba —dije—, que nos disculpásemos mutuamente.

Pero Gordon rechazó la idea.

—¿Por qué me llamas? Después de tantos años…

No quería decirle la verdad:

«Bien, Gord… o, es así: pronto estaré muerto, y…»

No. No, no podía decirlo.

—Simplemente quería arreglar un viejo asunto.

—Es un poco tarde para eso —dijo Gordon.

No, pensé. Al año siguiente será demasiado tarde. Pero, mientras estemos vivos, no es demasiado tarde.

—¿Me contestó el teléfono tu nieta? —dije.

—Sí.

—Tengo un chico de seis años. Su nombre es Ricky… Richard Blaine Jericho —dejé que el nombre permaneciese en el aire. Gordon también era un gran fan de Casablanca; pensé que quizás oír el nombre le ablandaría. Pero si sonreía, no podía verlo por medio del teléfono.

No dijo nada, así que pregunté:

—¿Cómo te va, Gord?

—Bien —dijo—. Llevo casado treinta y dos años; dos hijos y tres nietos —esperé a que plantease la pregunta recíproca; un simple «¿Y tú?» hubiese bastado. Pero no lo hizo.

—Bien, eso era todo lo que quería decir —dije—. Sólo que lo lamento; que me gustaría que las cosas no hubiesen ido como fueron —era demasiado añadir «que deseo que todavía fuésemos amigos», así que no lo hice. En lugar de eso, añadí—: Espero… espero que el resto de tu vida sea genial, Gord.

—Gracias —dijo. Y luego. Después de una pausa que pareció interminable—. La tuya también.

Mi voz iba a acabar rompiéndose si seguía al teléfono más tiempo.

—Gracias —dije. Y luego—: Adiós.

—Adiós, Tom.

Y el teléfono enmudeció.

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