28

Eran ya las 10:00 de la noche y el tráfico, en el centro, se había reducido a casi nada. El transbordador de Hollus descendió en silencio desde el cielo, y no aterrizó como la primera vez frente al planetario sino tras el museo, siguiendo el paseo del Filósofo, un parque de hierba en la Universidad de Toronto que serpenteaba desde Varsity Stadium hasta Hart House. Aunque sin duda más de uno había observado el descenso del transbordador, al menos la nave no era visible desde la calle.

Christine Dorati había insistido en estar presente para la llegada de los alienígenas. Había discutido sobre la mejor forma de ocuparnos de la seguridad y nos habíamos decidido simplemente con mantener las cosas lo más discretas posible; si pedíamos apoyo militar o policial, eso atraería multitudes. A estas alturas no había más que un puñado de locos frecuentando el museo, y ninguno de ellos aparecía a estas horas de la noche —era de conocimiento público que Hollus y yo nos ceñíamos a las horas de oficina.

Las cosas se habían vuelto tirantes entre nosotros desde que Christine había intentado echarme, pero ella sabía que el final estaba próximo. Yo seguía evitando los espejos, pero podía ver la reacción de los demás: los comentarios forzados y carentes de sinceridad sobre mi buen aspecto, mi buena condición física, los apretones de mano carentes de presión, no fuese a ser que mis huesos se rompiesen, los ligeros e involuntarios movimientos de cabeza de aquellos que no me habían visto en semanas cuando apreciaban mi estado actual. Christine iba a conseguir pronto lo que quería.

Había observado el descenso del transbordador situado en el cal ejón entre el RMO y el planetario; el paseo del Filósofo no era el tipo de sitio en el que quisieses encontrarte después de anochecer. Hollus, un segundo forhilnor y dos wreeds descendieron con rapidez de la nave obscura y con forma de cuña. Hollus vestía la misma tela de un azul brillante que llevaba el primer día que nos conocimos; el otro forhilnor estaba ataviado en negro y oro. Los cuatro alienígenas portaban equipos de aspecto bastante elaborado. Me acerqué para saludarles, y luego guié con rapidez al grupo por el cal ejón y al interior del museo por la entrada de personal. Esa entrada se encontraba a nivel de la calle, que en realidad era el sótano del museo (la entrada pública principal tenía un montón de escalones exteriores lo que situaba la mayor parte del piso por encima del nivel de la calle). Allí había un guardia de seguridad, leyendo una revista en lugar de mirar a las imágenes en blanco y negro en constante cambio que ofrecían las cámaras de seguridad.

—Será mejor desconectar las alarmas —le dijo Christine al guardia—. Si vamos a pasar aquí toda la noche, estoy segura de que vagaremos por distintas zonas del edificio. —El guardia asintió y pulsó algunos botones en la consola que tenía delante.

Nos dirigimos al museo en sí, que en su mayor parte estaba a obscuras. Los wreeds llevaban cinturones auxiliares amarillos como los que les había visto antes, pero también llevaban algo más: unos extraños arneses que se cruzaban entre sus cuatro brazos.

—¿Qué es eso? —le pregunté a Hollus, indicando uno de ellos.

—Un generador de campo de repulsión; les ayuda a caminar por aquí. La gravedad de la Tierra es mayor que en el mundo natal de los wreeds.

Cogimos el ascensor hasta el primer piso; necesitamos dos viajes para llevar a todos, porque sólo un forhilnor podía entrar en cada grupo. Yo fui con el primero; Hollus, que me había visto operar repetidamente los ascensores, fue en el segundo (me dijo que conseguir que los wreeds comprendiesen que los pisos se podían representar por números hubiese llevado demasiado tiempo de explicación). Los dos wreeds se sintieron especialmente impresionados por los dos tótems gigantes tallados en cedro rojo del oeste. Rápidamente subieron por las escaleras, las que rodeaban los tótems, hasta el tercer piso y luego bajaron de nuevo hasta la planta principal. Luego yo los llevé a todos atravesando la Rotonda hasta la sala de exposiciones Garfield Weston. Mientras caminábamos, Hollus tenía las dos bocas hablando a un kilómetro por minuto, cantando en su lengua nativa. Presumiblemente ejercía de guía para el otro forhilnor y los wreeds.

Me intrigaba el segundo forhilnor, cuyo nombre, se me dijo, era Barbulkan. Era mayor que Hollus, y tenía un brazo decolorado.

Las cerraduras se encontraban en las bases de las grandes puertas de vidrio. Me incliné, gruñendo al hacerlo, usé las llaves y luego tiré de las puertas hasta que llegaron al tope. Entré y encendí las luces. Los otros me siguieron al interior de la sala. Los dos wreeds hablaron en voz baja.

Después de unos momentos parecieron llegar a un acuerdo. Evidentemente, no se tenían que volver para hablar con alguien que estuviese a su espalda, pero uno de ellos, era obvio, le estaba diciendo algo a Hollus: producía sonidos rocosos que, un momento más tarde, fueron traducidos al lenguaje musical de los forhilnores.

Hollus se acercó y se situó junto a mí.

—Están listos para instalar el equipo junto al primer expositor.

Me adelanté y usé otra llave en el expositor, soltando la tapa inclinada de vidrio y retirándola. La bisagra se fijó en la posición de máxima abertura. No había posibilidad de que la lámina de vidrio se cerrase de golpe mientras alguien trabajaba —puede que en el pasado los museos no tomasen todas las precauciones con respecto a sus empleados, pero sí lo hacían ahora.

El escáner consistía en un gran soporte de metal del que sobresalían una docena más o menos de brazos articulados que parecían muy complejos, cada uno terminando en una esfera traslúcida del tamaño de una pelota de béisbol.

Uno de los wreeds se ocupaba de extender los brazos —sobre la caja, otros por debajo, más a cada lado— mientras el otro wreed realizaba innumerables ajustes sobre el panel de control iluminado unido al soporte. Parecía no estar contento con los resultados de las lecturas, y seguía ajustando los controles.

—Es una labor delicada —dijo Hollus. Su compatriota permanecía en silencio junto a el a—. Escanear a esta resolución exige un mínimo de vibraciones. —Hizo una pausa—. Esperemos que no tengamos problemas con el tren subterráneo.

—Dejarán de pasar pronto —dijo Christine—. Y aunque en el Teatro RMO se puede sentir el paso del tren, nunca he apreciado que haga vibrar el resto del museo.

—Probablemente no habrá problema —dijo Hollus—. Pero también deberíamos evitar usar el ascensor mientras se realiza el escáner.

El otro forhilnor cantó algo, y Hollus dijo:

—Discúlpennos —a Christine y a mí.

Los dos recorrieron la galería y ayudaron a mover otro elemento del equipo. Estaba claro que operar el escáner no era la especialidad de Hollus, pero era útil como un par de manos extra.

—Extraordinario —Christine, mirando a los alienígenas moviéndose por la galería.

No me sentía con ganas de hablar con ella pero, bien, era mi jefa.

—¿Verdad? —dije, sin demasiadas ganas.

—Sabes —comentó—. Nunca había creído en los alienígenas. Es decir, sé lo que decís los biólogos: la Tierra no tiene nada de especial, debería haber vida por todas partes, blah, blah, blah. Pero aun así, muy en el fondo, creía que estábamos solos en el universo.

Decidí no contradecirla con respecto a que nuestro planeta no tenía nada de especial.

—Me alegra de que estén aquí —dije—. Me alegro de que viniesen a visitarnos.

Christine bostezó con fuerza —todo un espectáculo dado su boca de cabal o, aunque intentó ocultarla con el dorso de la mano—. Se estaba haciendo tarde y no habíamos hecho más que empezar.

—Lo siento —se disculpó cuando hubo terminado—. Me gustaría que Hollus aceptase participar en algún acto público. Podríamos…

En ese momento, Hollus regresó con nosotros.

—Están listos para el primer escáner —dijo—. El equipo funcionará solo, y sería mejor si saliésemos de la habitación para evitar las vibraciones.

Asentí y los seis nos dirigimos a la Rotonda.

—¿Cuánto tiempo lleva el escán?

—Como unos cuarenta y tres minutos para el primer expositor.

—Bien —dijo Christine—, no tiene sentido quedarnos sin hacer nada. ¿Por qué no vamos a ver algunos artefactos del lejano oriente? —Esas exposiciones también estaban en el primer piso, muy cerca de nuestra posición actual.

Hollus habló a los otros tres alienígenas, presumiblemente para obtener su consentimiento.

—Eso estaría bien —dijo, volviéndose hacia nosotros.

Dejé que Christine nos guiase; después de todo, era su museo. Atravesamos la Rotonda en diagonal, pasamos los tótems, y entramos en las galerías T. T. Tsui de Arte Chino (bautizadas en honor al empresario de Hong Kong cuyo donativo las había hecho posible); el RMO tenía la mejor colección de artefactos chinos del mundo occidental. Atravesamos las galerías, con sus expositores llenos de cerámicas, bronces y jades, y entramos en la zona de la Tumba China. Durante décadas, la tumba había estado situada en el exterior, expuesta al clima de Toronto, pero ahora estaba aquí, en el primer piso de las galerías del RMO. La pared exterior era de vidrio, mirando a la reluciente y mojada Bloor Street; al otro lado de la carretera había un Pizza Hut y un McDonald's. El techo era de tragaluces inclinados; las gotas de lluvia los golpeaban.

Los componentes de la tumba —dos arcos gigantes, dos camellos de piedra, dos figuras humanas gigantes, y el enorme túmulo— no estaban circundados por una cuerda de terciopelo. El otro forhilnor, Barbulkan, alargó el brazo para tocar con su mano de seis dedos el arco más cercano. Supuse que si trabajabas mucho por telepresencia, poder tocar realmente las cosas con tus dedos de carne y hueso sería una ocasión especial.

—Estos elementos de la tumba —dijo Christine junto a uno de los camellos de piedra—, los adquirió el museo en 1919 y 1920 a George Crofts, un británico comerciante de pieles y tratante de arte estacionado en Tianjin. Supuestamente provienen de un complejo de tumbas en Fengtaizhuang en la provincia de Hebei y se dice que pertenecían a Zu Dashou, el famoso general de la dinastía Ming, fallecido en 1656 después de Cristo.

Los alienígenas murmuraron entre ellos. Claramente estaban fascinados; quizás ellos no construyesen monumentos para sus muertos.

—La sociedad china de la época estaba estructurada a partir de la idea de que el universo era un lugar muy ordenado —siguió diciendo Christine—. La tumba y las figuras que tenemos aquí reflejan esa idea de un cosmos estructurado, y…

Al principio pensé que era un trueno.

Pero no lo era.

Un sonido recorría la zona de la tumba, retumbando con fuerza en las paredes de piedra.

Un sonido que antes sólo había oído en televisión y en las películas.

El sonido de disparos rápidos.

Como tontos, corrimos desde la tumba en dirección al sonido. Los forhilnores adelantaron a los humanos con facilidad, y los wreeds ocuparon la última posición. Atravesamos corriendo las galerías T. T. Tsui y penetramos en la Rotonda a obscuras.

El sonido provenía de la sala Garfield Weston, de la exposición Burgess Shale. No podía imaginar a quién disparaban: aparte del guardia de seguridad en la entrada, nosotros éramos las únicas personas en el edificio.

Christine llevaba un móvil encima; ya lo tenía abierto y presumiblemente marcaba 9— 1—1. Otra ráfaga de disparos atravesó el aire y, desde al í, más cerca, pude discernir un sonido adicional más familiar: la roca fragmentándose. De pronto comprendí lo que sucedía. Alguien disparaba a los fósiles de 500 mil ones de años de Burgess Shale, fósiles más allá de todo valor.

Los disparos se apagaron cuando los wreeds llegaron a la Rotonda. No habíamos sido muy discretos: Christine hablaba por el móvil, nuestras pisadas habían resonado en las galerías, y los wreeds, completamente perplejos —quizá nunca hubiesen desarrollado armas de proyectiles— hablaban animadamente entre sí a pesar de mis intentos por acallarles.

Incluso parcialmente ensordecidos por el sonido de sus propios disparos, era evidente que la gente que disparaba a los fósiles había oído el ruido que nosotros mismos habíamos provocado; Primero uno y luego otro salieron de la sala de exposiciones. El que salió primero estaba cubierto de fragmentos de madera y roca, y sostenía una especie de arma semiautomática; una ametralladora, quizás. La apuntó hacia nosotros.

Eso, al fin, fue suficiente para que hiciésemos lo razonable. Nos quedamos inmóviles. Pero miré a Christine y adopté una expresión inquisitiva, preguntándole en silencio si había conseguido hablar con la operadora de emergencias. Asintió, e inclinó el móvil lo justo para que al ver el visor iluminado comprendiese que seguía conectada. Gracias a Dios, la operadora de emergencias había tenido el sentido común de guardar silencio cuando Christine dejó de hablar.

—Dios santo —dijo el hombre que sostenía el arma. Medio volvió el rostro hacia su compañero más joven, que llevaba un corte de pelo militar—. Dios santo, ¡mira esas cosas! —Tenía acento del sur de Estados Unidos.

—Alienígenas —dijo el hombre del corte de pelo militar, como si estuviese probando la palabra; tenía un acento similar. Luego, un momento más tarde, decidiendo que efectivamente la palabra se ajustaba, la repitió con mayor intensidad—. Alienígenas.

Di medio paso al frente.

—Evidentemente, son proyecciones —dije—. En realidad no están aquí.

Puede que los forhilnores y los wreeds tuviesen costumbres distintas de las humanas, pero al menos no eran tan tontos como para contradecirme.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre del arma—. ¿Qué haces aquí?

—Yo soy Thomas Jericho —me presenté—. Soy el director del departamento de paleontología aquí en —levanté la voz todo lo que me atreví, con la esperanza de que la operadora del 9—1—1 oyese mis palabras, en caso de que Christine no le hubiese podido comunicar dónde estábamos— el Real Museo de Ontario. —Evidentemente, a estas alturas, el propio guardia nocturno del museo habría comprendido que algo iba mal y con toda seguridad habría llamado a la policía.

—No debería haber nadie aquí a estas horas de la noche —dijo el hombre del corte de pelo militar.

—Estábamos tomando algunas fotografías —dije—. Queríamos hacerlo cuando el museo estuviese cerrado.

Como unos veinte metros separaban nuestro grupo de los dos hombres. Podría haber un tercer o cuarto intruso en la sala de exposiciones, pero no había visto señales de ello.

—Si puedo preguntar, ¿qué están haciendo? —inquirió Christine.

—¿Quién eres tú? —preguntó el hombre del arma.

—La doctora Christine Dorati. Soy la directora del museo. ¿Qué hacen aquí?

Los dos hombres se miraron. El tipo del corte de pelo militar se encogió de hombros.

—Estamos destruyendo esos fósiles mentirosos —miró a los alienígenas—. Alienígenas, habéis venido a la Tierra, pero escucháis a la gente equivocada. Estos científicos —casi escupió la palabra— os mienten, con sus fósiles y demás. Este mundo sólo tiene seis mil años, el Señor lo creó en sólo seis días, y nosotros somos su pueblo elegido.

—Oh, Dios —dije, invocando a la entidad en la que ellos creían pero yo no. Miré a Christine—. Creacionistas.

El hombre de la ametralladora se estaba impacientando.

—Ya basta —dijo. Apuntó a Christine—. Suelta el teléfono.

Ella lo hizo; el teléfono golpeó el suelo de mármol con estruendo y se le soltó la tapa.

—Vinimos aquí a hacer un trabajo —dijo el hombre del arma—. Todos vosotros os vais a tender en el suelo, y yo voy a terminar. Cooter, cúbrelos.

El otro hombre metió la mano en el bolsil o de la chaqueta y sacó una pistola. Nos apuntó.

—Ya habéis oído —ordenó—. Al suelo.

Christine se agachó. Hollus y el otro forhilnor descendieron como yo nunca había visto antes, haciendo bajar el torso esférico lo suficiente para tocar el suelo. Los dos wreeds se quedaron de pie, ya fuese perplejos o quizá fisiológicamente incapaces de tenderse.

Y yo tampoco me tendía. Estaba aterrorizado —de eso no había duda—. Mi corazón estaba desbocado, y podía sentir el sudor en la frente. Pero esos fósiles no tenían precio, maldición —estaban entre los más importantes de todo el mundo—. Y yo era el que había conseguido que se exhibiesen al público en el RMO.

Di un paso al frente.

—Por favor —dije.

Más disparos en el interior de la galería. Era casi como si las balas penetrasen en mi carne; podía ver los esquistos rompiéndose, los restos del Opabinia y Wiwaxia y Anomalocaris y Canadia que habían sobrevivido durante 500 mil ones de años estal ando convertidos en nubes de polvo.

—No —pedí, rogando genuinamente en mi voz—. No lo hagan.

—Atrás —dijo el hombre del pelo corto—. Quédate donde estás.

Tomé aire por la boca; no quería morir —pero de todas formas iba a hacerlo—. Tanto si sucedía esa noche o meses después, iba a pasar. Di otro paso al frente.

—Si crees en la Biblia —dije—, entonces debes creer en los Diez Mandamientos. Y uno de ellos —sabía que mi argumentación sería mucho más convincente si supiese cuál— dice «No matarás» —di otro par de pasos en su dirección—. Puede que quieras destruir esos fósiles, pero no puedo creer que me mates.

—Lo haré —dijo el hombre.

Más ráfagas de disparos, acompañadas del sonido del vidrio rompiéndose y las rocas fragmentándose. Me sentía como si me fuese a estallar el pecho.

Agitó el arma en mi dirección; estábamos como a unos quince metros.

—Ya he matado —dijo. Sonaba a confesión, y en su voz había lo que parecía angustia real—. Esa clínica; ese doctor…

Más disparos, retumbando y reverberando.

Dios mío, pensé. Los de la clínica abortista…

Tragué profundamente.

—Eso fue un accidente —dije, haciendo una suposición—. No puedes dispararme a sangre fría.

—Lo haré —dijo el hombre al que el otro había llamado Cooter—. Lo haré, de verdad. ¡Así que retrocede!

Si Hollus no estuviese presente de verdad. Si fuese una proyección holográfica, podría manipular objetos sólidos sin preocuparse de las balas. Pero era real, y vulnerable —como también lo eran los otros extraterrestres.

De pronto, fui consciente del sonido de las sirenas que se acercaba, apenas audibles en el interior del museo. Cooter también debía de haberlas oído. Giró la cabeza y gritó a su compañero.

—¡La poli!

El otro hombre volvió a salir de la galería de exposición temporal. Me pregunté cuántos fósiles había podido destruir. Inclinó la cabeza, escuchando. Al principio parecía incapaz de oír las sirenas; sin duda los disparos todavía le resonaban en los oídos. Pero un momento más tarde asintió e hizo un gesto con la ametralladora para que empezásemos a movernos. Christine se puso en pie; los dos forhilnores levantaron el torso del suelo.

—Vamos a salir de aquí —dijo el hombre—. Levantad las manos.

Levanté los brazos; también lo hizo Christine. Hollus y el otro forhilnor intercambiaron miradas, a continuación también levantaron los brazos. Los wreeds vinieron después, cada uno levantando sus cuatro brazos y extendiendo los veintitrés dedos. El hombre que no era Cooter —era más alto y mayor que Cooter— nos llevó más al interior de la Rotonda a obscuras. Desde al í podíamos ver con claridad el vestíbulo con sus puertas de vidrio. Cinco agentes de la fuerza de emergencia subían a toda prisa las escaleras exteriores a la entrada del museo. Dos llevaban armas pesadas. Uno tenía un megáfono.

—Habla la policía —dijo el poli, con un sonido distorsionado al atravesar dos capas de vidrio—. El edificio está rodeado. Salgan con las manos en alto.

El hombre de la ametralladora nos hizo un gesto para que siguiésemos moviéndonos. Los cuatro alienígenas iban detrás, formando una pared entre los humanos del interior y la policía en el exterior. Deseé no haberle dicho a Hollus que aterrizase el transbordador en la parte de atrás, en el paseo del Filósofo. Si la policía hubiese visto el transbordador, hubiesen podido comprender que los alienígenas no eran proyecciones holográficas como habían leído en los periódicos, sino reales. Tal y como estaban las cosas, algún policía con el gatil o fácil podría asumir que sería fácil darle a los dos hombres armados atravesando las proyecciones.

Salimos de la Rotonda, subiendo los cuatro escalones hasta el rellano de mármol entre las dos escalinatas, cada una con su tótem central, y luego…

Y luego se desató el infierno.

En silencio desde la escalera a nuestra derecha, que subía del sótano, se aproximaba un agente uniformado de la ETF, ataviado con un chaleco antibalas y sosteniendo un arma de asalto. Inteligentemente, los policías habían desviado la atención al exterior frente a la entrada principal mientras enviaban un contingente por la entrada de personal en el cal ejón entre el RMO y el planetario.

—J. D. —gritó el hombre con el corte de pelo militar, viendo al policía—, ¡mira!

J. D. movió el arma y abrió fuego. El policía cayó hacia atrás, escaleras abajo, mientras el chaleco antibalas se ponía a prueba estallando en numerosos lugares y expulsando el interior de material blanco.

Mientras J. D. estaba distraído, los policías de la entrada principal se las habían arreglado para abrir una puerta, la de la izquierda, desde su punto de vista, la que se diseñó para el acceso con silla de ruedas; quizás el guardia de seguridad del RMO les hubiese dado la llave. Dos policías, protegidos tras los escudos antidisturbios, se encontraban ahora en el interior del vestíbulo. Las puertas interiores no estaban cerradas con llave —no era necesario—. Uno de los agentes se adelantó y debió de tocar el botón rojo que operaba la puerta para visitantes minusválidos. Se abrió lentamente. Los policías se apreciaban en silueta frente a la luz de la calle y las luces rojas y giratorias de los vehículos.

—Quietos ahí mismo —gritó J. D. desde el otro lado de la Rotonda, cuyo amplio diámetro separaba nuestro grupo variopinto de los policías—. Tenemos rehenes.

El policía del megáfono era uno de los que estaban dentro, y se sintió obligado a seguir usándolo.

—Sabemos que los alienígenas no son reales —dijo, y sus palabras reverberaron en el interior de la Rotonda obscura y abovedada—. Pongan las manos en alto y salgan.

J. D. me apuntó con el arma.

—Dile quién eres.

Tal y como se encontraban mis pulmones, me era difícil gritar, pero hice bocina con las manos y lo intenté lo mejor que pude.

—Soy Thomas Jericho —dije—. Soy conservador del museo —señalé a Christine—. Ésta es Christine Dorati. Es la directora y presidenta del museo.

J.D. gritó.

—Saldremos de aquí sin problemas o estos dos mueren.

Los dos policías permanecían protegidos tras los escudos antidisturbios. Después de consultar durante unos momentos, el megáfono volvió a sonar.

—¿Cuáles son las condiciones?

Incluso yo sabía que estaba ganando tiempo. Cooter miró primero a la escalera sur, que llevaba tanto arriba como abajo. Debió de pensar que vio moverse algo —podría haber sido un ratón; un edificio enorme y viejo como el museo los tenía a montones—. Disparó en dirección a la escalera norte. Dio a los escalones de piedra, haciendo saltar fragmentos que salieron volando, y…

Y uno de ellos golpeó a Barbulkan, el segundo forhilnor…

Y la boca izquierda de Barbulkan emitió un sonido como «¡Uf!» y la boca derecha: «¡Jup!».

De una de sus piernas estalló un clavel de brillante sangre roja, y un fragmento de piel burbujeante colgó allí donde el fragmento le había golpeado…

Y Cooter dijo: —¡Dios santo!

Y J. D. se volvió y dijo: • —Jesús.

Y aparentemente los dos comprendieron simultáneamente. Los alienígenas no eran proyecciones; no eran hologramas.

Eran reales.

Y de pronto supieron que tenían los rehenes más valiosos de toda la historia.

J. D. retrocedió, colocándose tras el grupo; aparentemente había comprendido que no había atendido lo suficiente a los cuatro alienígenas.

—¿Todos sois reales? —dijo.

Los alienígenas guardaron silencio. Mi corazón estaba desbocado. J. D. apuntó la ametral adora a la pierna izquierda de uno de los wreeds.

—Una ráfaga de esta arma hará saltar tu pierna de un pedazo —dejó que apreciase la información—. Vuelvo a preguntar, ¿sois reales?

Hollus habló:

—«Son» «reales». «Todos» «somos» «reales».

Una sonrisa de satisfacción cruzó el rostro de J. D. Gritó a la policía:

—Son reales. Tenemos seis rehenes. Quiero que os retiréis. A la primera señal de cualquier truco, mataré a uno de los rehenes… y no será humano.

—No querrás convertirte en asesino —gritó el policía del megáfono.

—No seré un asesino —gritó J. D.—. Asesinato es matar a otro ser humano. No podrán acusarme de nada. Ahora, retírense por completo, o estos alienígenas morirán.

—Un rehén será tan útil como seis —gritó el mismo policía—. Deja que salgan cinco y hablaremos.

J. D. y Cooter se miraron. Seis rehenes era un grupo muy grande; quizá les fuese más fácil controlar la situación si no tuviesen que preocuparse de tantos. Por otra parte, haciendo que los seis formasen un círculo, con J. D. y Cooter en el centro, podrían protegerse de los tiradores que intentasen alcanzarles desde cualquier dirección.

—Ni de coña —gritó J. D.—. Sois como los Geos, ¿no? Habréis venido en un furgón. Queremos que os retiréis, muy lejos del museo, dejando el furgón con el motor en marcha y las llaves puestas. Lo llevaremos hasta el aeropuerto, junto con tantos alienígenas como quepan, y queremos que nos espere un avión para llevarnos —le falló la voz— bien, para llevarnos a donde decidamos ir.

—No podemos hacerlo —dijo el policía por el megáfono.

J. D. se encogió ligeramente de hombros.

—Mataré a uno de los rehenes dentro de sesenta segundos si todavía seguís aquí. —Se volvió hacia el del corte de pelo militar—. ¿Cooter?

Cooter asintió, miró al reloj y comenzó a contar.

—Sesenta. Cincuenta y nueve. Cincuenta y ocho.

El policía del megáfono se volvió y habló con alguien a su espalda. Pude verle señalando, presumiblemente indicando la dirección en la que sus tropas deberían retirarse a pie.

—Cincuenta y seis. Cincuenta y cinco. Cincuenta y cuatro.

Los pedúnculos de Hollus habían dejado de moverse de un lado a otro y estaban fijados en su máxima separación. Le había visto hacerlo cuando oía algo que le interesaba. Fuese lo que fuese, yo todavía no lo había oído.

—Cincuenta y dos. Cincuenta y uno. Cincuenta.

Los policías salían del vestíbulo de cristal, pero lo hacían con mucho estruendo. El del megáfono seguía hablando.

—Vale —dijo—. Muy bien. Nos retiramos —su voz amplificada resonaba por toda la Rotonda—. Nos estamos retirando.

Parecían hablar innecesariamente, pero…

Pero entonces escuché lo que Hollus había oído: un ligero retumbo. El ascensor, a nuestra izquierda, descendía; alguien lo había llamado al nivel inferior. El policía del megáfono intentaba ahogar el sonido.

—Cuarenta y uno. Cuarenta. Treinta y nueve.

Sería un suicidio, pensé, para cualquiera que se subiese a la cabina; J. D. se encargaría del ocupante tan pronto como las puertas metálicas se abriesen.

—Treinta y uno. Treinta. Veintinueve.

—Nos vamos —gritó el policía—. Ya salimos.

Ahora el ascensor subía. Sobre las puertas había una fila de indicadores luminosos — B, 1, 2, 3— señalando en qué piso se encontraba. Me atreví a mirar de reojo. El «1» acababa de apagarse, y, un momento más tarde, el «2» se encendió. ¡Magnífico! O el que ocupaba el ascensor sabía de los balcones del segundo piso, que miraban sobre la Rotonda, o el guardia de seguridad del RMO, que debía de haber dejado entrar a la policía, se lo había dicho.

—Dieciocho. Diecisiete. Dieciséis.

Mientras el «2» se encendía, hice lo que pude por ahogar el sonido de las puertas del ascensor tosiendo con fuerza; si había algo que sabía hacer bien en esos momentos era toser.

El «2» se mantenía encendido; las puertas ya debían de estar abiertas, pero J. D. y Cooter no las habían oído. Presumiblemente uno o más policías armados ya habrían salido al segundo piso —el que contenía las Exposiciones de Dinosaurios y de los Descubrimientos.

—Trece. Doce. Once.

—Vale —gritó el agente ETF, con el megáfono—. Vale. Nos vamos. —A esa distancia, no sabía si ese policía mantenía contacto visual con los agentes en los balcones a obscuras. Seguíamos junto al ascensor; no me atrevía a levantar la vista, no fuese a descubrir la presencia de personas en el piso superior.

—Nueve. Ocho. Siete.

Los policías desalojaron el vestíbulo, pasando a la noche obscura. Les vi desaparecer de la vista al descender los escalones de piedra para llegar a la acera.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Las luces rojas de los coches patrulla que habían estado barriendo la Rotonda empezaron a alejarse; un juego de luces —presumiblemente del furgón ETF— seguía girando.

—Tres. Dos. Uno.

Miré a Christine. Asintió de forma casi imperceptible; ella también sabía lo que sucedía.

—¡Cero! —dijo Cooter.

—Vale —dijo J. D.—. En marcha.

Yo había pasado los últimos meses preocupándome cómo iba a ser la muerte —pero no había pensado que vería morir a alguien antes de que me tocase a mí—. Mi corazón latía como si fuese uno de los martil os neumáticos que empleábamos para romper los recubrimientos rocosos. A J. D., suponía, sólo le quedaban unos segundos de vida.

Nos dispuso en un semicírculo, como si fuésemos un escudo biológico para él y Cooter.

—Moveos —dijo, y aunque yo le daba la espalda, estaba seguro de que movía el arma de derecha a izquierda, preparándose para abrir fuego si fuese necesario.

Empecé a caminar hacia delante; Christine, los forhilnores y los wreeds hicieron lo mismo. Salimos del saliente que cubría la zona del ascensor, bajamos los cuatro escalones que llevaban a la Rotonda en sí e iniciamos el camino para atravesar el ancho suelo de mármol que llevaba a la entrada.

Juro que primero sentí la salpicadura contra mi cabeza calva y luego oí el ensordecedor disparo desde arriba.

Me di la vuelta. Era difícil saber qué veía; la única luz en la Rotonda era la que venía de la galería George Weston y desde la calle atravesando las puertas de vidrio del vestíbulo y las vidrieras que había encima. La cabeza de J. D. estaba abierta, como un melón, y la sangre lo había cubierto todo, incluyéndome a mí y a los alienígenas. El cadáver cayó hacia delante, hacia mí, y la ametralladora saltó deslizándose por el piso.

Un segundo disparo sonó casi simultáneamente con el primero, pero no estaba del todo sincronizado; quizás en los balcones a obscuras, los dos agentes —parecía que allí arriba había al menos dos— no habían podido verse. Cooter, el de pelo corto, apartó la cabeza justo a tiempo, y de pronto se adelantó, intentando coger el arma de J. D.

Un wreed le cerraba el paso; Cooter le derribó. Con el alienígena tirado y moviéndose, aparentemente el tirador no podía ver a Cooter con claridad.

Yo estaba conmocionado; podía ver cómo la sangre de J. D. me caía desde el cuello. De pronto, el wreed que seguía de pie saltó en el aire. Sabía que llevaba un dispositivo para andar con comodidad bajo la gravedad de la tierra; no había comprendido que tenía la fuerza suficiente para permitirle volar.

El otro forhilnor dio una patada a la ametral adora, enviándola más lejos. Cooter siguió intentando alcanzarla. El wreed caído se estaba poniendo en pie. Mientras tanto, el wreed volador se había elevado a tres metros sobre el suelo.

Cooter llegó hasta el arma y se echó de lado disparando hacia los balcones obscuros. Apretó el gatil o repetidamente, lanzando un arco de plomo. Las balas golpearon grabados en piedra de 90 años de antigüedad, enviando una lluvia de restos sobre nuestras cabezas.

El otro wreed también se lanzó al aire. Yo intenté situarme tras uno de los segmentos de pared individuales que definían parcialmente los límites de la Rotonda. Hollus se movía con rapidez —pero iba en dirección opuesta, y pronto, para mi asombro, llegó hasta el más alto de los dos tótems—. Flexionó las seis patas y dio un salto para recorrer la corta distancia entre la escalera y el tótem, envolviéndolo con sus miembros. Y luego empezó a trepar por el tótem. Pronto desapareció; podría estar incluso en el tercer piso. Me alegré de que aparentemente estuviese a salvo.

—Vale —gritó Cooter con su acento, mientras apuntaba la ametralladora hacia Christine, el segundo forhilnor y yo. Se notaba el pánico en su voz—. Vale. Que no se mueva nadie.

Ahora había policía ocupando sus antiguos lugares en el vestíbulo, policías en los balcones, dos wreeds volando alrededor de la Rotonda como ángeles enloquecidos, un forhilnor de pie a mi lado, Christine al otro, y el cadáver de J. D. sangrando sobre la estrella de mármol del suelo de la Rotonda, haciéndolo resbaladizo.

—Ríndete —dijo Christine a Cooter—. ¿No comprendes que estás rodeado?

—¡Cállate! —gritó Cooter. Estaba claro que sin J. D. no era nada—. Cállate de una puta vez.

Y luego, para mi asombro, escuché el familiar tono doble. El proyector de holoforma que, como siempre, llevaba en el bolsillo, señalaba que estaba a punto de activarse.

Cooter se había retirado bajo el saliente de los balcones; ya no podía ver a los tiradores, lo que significaba que ellos tampoco podían verle a él. Una imagen de Hollus comenzó a manifestarse agitándose, a tamaño completo, casi indistinguible de la Hollus real. Cooter se volvió; estaba aterrado y no pareció darse cuenta de que el forhilnor desaparecido se había unido de pronto a nosotros.

—Cooter —dijo el simulacro de Hollus, avanzando con valor—. Mi nombre es Hollus. — Cooter apuntó de inmediato la ametralladora en su dirección, pero la forhilnor siguió reduciendo la distancia que los separaba. Todos empezamos a retroceder. Podía ver que los policías del vestíbulo estaban confusos; aparentemente Hollus se había interpuesto entre ellos y Cooter—. Todavía no le has dado a nadie —dijo Hollus, con palabras que parecían los latidos de corazones gemelos—. Has visto lo que le sucedió a tu socio; no permitas que te llegue el mismo destino.

Hice movimientos con mis manos que esperaba que los otros pudiesen ver en la oscuridad: quería que se dispersasen de forma que ninguno de nosotros se encontrase en la misma línea que conectaba a Cooter con Hollus.

—Dame el arma —dijo Hollus. Ahora se encontraba a cuatro metros de Cooter—. Entrégala y saldrás de aquí con vida.

—¡Atrás! —gritó Cooter.

Hollus siguió aproximándose.

—Dame el arma —repitió.

Cooter agitó violentamente la cabeza.

—Lo único que quería hacer era demostrar que lo que los científicos os decían no era cierto.

—Lo comprendo —dijo Hollus, dando otro paso al frente—. Y estaré encantada de escucharte. Simplemente dame el arma.

—Sé que creéis en Dios —dijo Cooter—. Pero no habéis sido salvados.

—Escucharé lo que desees decirme —dijo Hollus, avanzando un centímetro—, pero sólo después de que entregues el arma.

—Que se vayan todos los policías —dijo Cooter.

—No van a irse. —Otro adelanto de seis pies hacia el hombre.

—No te acerques más, o dispararé —dijo Cooter.

—No quieres dispararle a nadie —dijo Hollus, aún avanzando—, y menos aún a un camarada creyente.

—Juro que te mataré.

—No lo harás —dijo Hollus, acercándose aún más.

—¡Atrás! ¡Te lo advierto!

Los seis pies se acercaron.

—Que Dios me perdone —dijo Cooter y…

… y apretó el gatil o.

Y las balas salieron del arma…

Y entraron en el simulacro Hollus…

Y los campos de fuerza que componían el cuerpo simulado ralentizaron las balas, retardando más y más su movimiento, hasta que salieron por el otro lado. Siguieron volando por la Rotonda, recorriendo otros dos metros más o menos en una trayectoria parabólica que las hizo caer repiqueteando sobre el suelo de piedra.

El simulacro se acercó, alargando los brazos de campos de fuerza para agarrar la ametralladora por el cañón, que con toda segundad ahora estaba tan caliente que un ser de carne y hueso no hubiese podido cogerlo.

La Hollus real, arriba, presumiblemente en el tercer piso, le arrancó el arma, retiró sus brazos, y el simulacro, aquí en la entrada, también lo hizo. Y Cooter, asustado de que un ser al que acababa de llenar de balas no estuviese muerto, soltó el arma. El avatar se dio la vuelta y se retiró con rapidez.

La policía atravesó el vestíbulo corriendo y…

Ahora fue completamente innecesario. Totalmente innecesario.

Uno de los policías lanzó una ráfaga.

Y Cooter cayó hacia atrás, con la boca abierta, una «O» perfecta de sorpresa. Chocó contra un segmento de pared y se hundió en la oscuridad, mientras un rastro de sangre como la marca de una garra le seguía por el suelo.

Y su cabeza se inclinó a un lado.

Y fue al encuentro con su creador.

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