7 La partida

Bajo la luz gris del amanecer, Egwene bostezó y se subió a su yegua, pero tuvo que hacer uso de su habilidad para manejar las riendas cuando Niebla se puso a caracolear. Hacía semanas que nadie montaba al animal; los Aiel preferían sus propias piernas para desplazarse y apenas cabalgaban, por no decir jamás, aunque utilizaban bestias de carga. Aun en el caso de que hubiera habido suficiente madera para construir carretas, el terreno en el Yermo no era benévolo con las ruedas, como más de un buhonero había descubierto para su desgracia.

A Egwene no le apetecía en absoluto emprender el largo viaje hacia el oeste. El sol estaba oculto tras las montañas ahora, pero el calor aumentaría con el paso de las horas cuando empezara a ascender en el cielo, y no habría una tienda apropiada en la que resguardarse a la caída de la noche. Tampoco las tenía todas consigo respecto a si las ropas Aiel eran cómodas para ir a caballo. El chal, echado sobre la cabeza, resultaba excelente en cuanto a mantener a raya al sol, pero las amplias faldas le dejarían al aire las piernas hasta el muslo si no iba con cuidado. Más que por modestia, su preocupación era por las quemaduras en la piel. «Por un lado, el sol, y…» No podía haberse vuelto tan blanda por llevar un mes sin montar. Esperaba que no o, en caso contrario, iba a ser un viaje muy largo.

Una vez que tuvo controlada a Niebla, Egwene advirtió que Amys la estaba observando e intercambió una sonrisa con la Sabia. Las cincuenta vueltas corriendo alrededor del campamento la noche anterior no eran la razón de que estuviera adormilada todavía; por el contrario, la habían ayudado a dormir más profundamente. Había logrado al fin encontrar los sueños de la otra mujer, y, para celebrarlo, al caer la tarde habían tomado té en el sueño, en el dominio Peñas Frías, mientras los niños jugaban entre las plantaciones de las terrazas, y una agradable brisa empezaba a soplar en el valle a medida que el sol se ponía.

Naturalmente, eso no habría sido suficiente para impedirle descansar, pero se sintió tan exultante que, cuando Amys salió del sueño, ella fue incapaz de dejarlo; le resultó imposible en ese momento, por mucho que Amys le hubiera dicho lo contrario. Había sueños por doquier, aunque en su mayor parte ignoraba a quién pertenecían. La mayoría, no todos. Melaine soñaba que estaba dando de mamar a un bebé; y Bair se encontraba con uno de sus esposos fallecidos, los dos jóvenes y rubios. Egwene había tenido mucho cuidado de no entrar en ésos; las Sabias habrían notado al punto la aparición de un intruso, y le daba escalofríos pensar lo que le harían antes de permitirle salir de ellos.

Ni que decir tiene que los sueños de Rand habían sido un reto al que no podía negarse. Ahora que era capaz de pasar de un sueño a otro, ¿cómo no iba a intentarlo allí donde las Sabias habían fracasado? Sólo que tratar de entrar en sus sueños fue como lanzarse de cabeza a toda carrera contra un muro de piedra. Egwene sabía que los sueños de Rand estaban al otro lado y tenía la certeza de ser capaz de hallar un resquicio por el que colarse, pero no encontró nada en lo que basarse, nada que apuntara un atisbo; era un gran muro de nada. Se lo tomó como un problema al que le estaría dando vueltas hasta encontrar una solución. Cuando se le metía algo en la cabeza, era tan perseverante como un tejón.

A su alrededor, los gai’shain se movían afanosos de aquí para allí, cargando el campamento de las Sabias a lomos de las mulas. A no tardar, sólo un Aiel u otro rastreador igualmente diestro habría descubierto que había habido tiendas instaladas en aquel trozo de seca tierra arcillosa. La misma actividad bullía en las laderas de las montañas del entorno, y el alboroto también se extendía al interior de la ciudad. No se marchaba todo el mundo, pero sí varios miles. Los Aiel abarrotaban las calles, y la caravana de maese Kadere formaba una hilera que atravesaba la gran plaza; las carretas cargadas con los objetos seleccionados por Moraine y los tres blancos carros con el agua cerraban la fila, como inmensos barriles sobre ruedas tirados por troncos de veinte mulas. La carreta personal de Kadere, a la cabeza de la columna, era una pequeña casa con ruedas, con una escalerilla en la parte trasera y el tubo metálico de una chimenea sobresaliendo en el tejado plano. El corpulento buhonero de nariz aguileña, vestido con ropas de seda de color marfil, se tocó el ala del baqueteado sombrero cuando Egwene pasó ante él sobre la yegua; la sonrisa que le dedicó a la joven no se reflejó en sus oscuros y rasgados ojos.

Egwene hizo caso omiso de él con deliberada frialdad. Sus sueños habían sido por demás desagradables y tenebrosos, cuando no lascivos. «Habría que sumergirle la cabeza en un barril de infusión de espino azul», pensó, sombría.

Al acercarse al Techo de las Doncellas, se abrió camino entre los atareados gai’shain y las pacientes mulas. Para su sorpresa, uno de los que cargaban las cosas de las Doncellas vestía una túnica negra, no blanca. Era una mujer, a juzgar por su talla, y se tambaleaba bajo el peso de un bulto enorme, atado con cuerda, que llevaba cargado a la espalda. Mientras pasaba con Niebla a su lado, se inclinó sobre la silla para echar una ojeada por debajo de la capucha y vio el ojeroso rostro de Isendre, a quien el sudor le corría ya por las mejillas. Egwene se alegró de que las Doncellas hubieran puesto fin al castigo de dejarla salir —o mandarla salir— casi desnuda, aunque le pareció innecesariamente cruel vestirla de negro. Si ya sudaba con tanta profusión, estaría al borde de la muerte cuando el calor del día estuviera en todo su apogeo.

Con todo, los asuntos de las Far Dareis Mai no le concernían. Aviendha así se lo había hecho saber con amabilidad pero firmemente. Adelin y Enaila se habían mostrando un tanto rudas al respecto, y una Doncella nervuda y canosa, llamada Sulin, de hecho la había amenazado con llevarla de vuelta con las Sabias arrastrándola por la oreja. A despecho de sus esfuerzos para persuadir a Aviendha de que dejara de llamarla Aes Sedai, le resultó irritante descubrir que el resto de las Doncellas, tras mostrar cierta incertidumbre respecto a qué trato darle, se habían decantado por considerarla simplemente como una pupila más de las Sabias. ¡Vaya, pero si ni siquiera le permitían que cruzara las puertas del Techo a menos que fuera a cumplir algún encargo!

La presteza con la que taconeó a Niebla para pasar entre la multitud no tenía nada que ver con la aceptación de la justicia de las Far Dareis Mai ni con la incómoda constatación de que algunas Doncellas la observaban, sin duda dispuestas a sermonearla si pensaban que intentaba inmiscuirse. Tampoco tuvo mucho que ver con el desagrado que le inspiraba Isendre. No quería recordar la fugaz ojeada a los sueños de la mujer justo antes de que Cowinde entrara para despertarla. Habían sido pesadillas de torturas, de cosas que le habían hecho, y Egwene salió de ellas estremecida de horror, notando la presencia de algo oscuro y maligno que reía al verla huir. No era pues de extrañar que el aspecto de Isendre fuera de agotamiento. Egwene había despertado tan bruscamente, con tal sobresalto, que Cowinde retrocedió de un brinco cuando iba a posar la mano sobre su hombro.

Rand estaba en la calle, delante del Techo de las Doncellas, con el shoufa envuelto en la cabeza para protegerse del sol que empezaba a asomar, y vestido con una chaqueta de seda azul con bordados en oro tan recargados que era más apropiada para un palacio, bien que la llevaba desabrochada hasta la mitad. Su cinturón lucía una hebilla nueva, una detallada pieza emulando un dragón. Saltaba a la vista que empezaba a tener una gran opinión de sí mismo. De pie junto Jeade’en, su semental rodado, hablaba con los jefes de clan y algunos de los comerciantes Aiel que se quedarían en Rhuidean.

Jasin Natael, casi pegado a los talones de Rand, con el arpa a la espalda y sujetando las riendas de una mula ensillada que le habían comprado a maese Kadere, iba ataviado aun más ostentosamente; los bordados en hilo de plata casi cubrían su chaqueta negra, que lucía además grandes chorreras de encaje en el cuello y los puños. Hasta las botas tenían repujados de plata en el doblez, a la altura de la rodilla. La capa del juglar, con sus parches de colores, echaba a perder el efecto, pero los juglares eran tipos raros.

Los comerciantes vestían el cadin’sor, y, aunque los cuchillos del cinturón eran más pequeños que los de los guerreros, Egwene sabía que todos ellos podían manejar bien las lanzas si llegaba el caso; tenían parte, si no toda, de esa agilidad grácil y letal de sus hermanos que llevaban la lanza. Las comerciantes, vestidas con blusas de algode sueltas y amplias faldas de lana, pañuelos a la cabeza y chales, resultaban más distinguibles. Salvo por las Doncellas y las gai’shain —y Aviendha— todas las Aiel lucían un sinnúmero de brazaletes y collares de oro y marfil, plata y gemas, algunos de manufactura Aiel, otros comprados a buhoneros, y algunos procedentes de saqueos. Empero, entre las comerciantes Aiel la exhibición de joyas se duplicaba, como poco, con respecto a las demás.

Egwene alcanzó a oír parte de lo que Rand decía a los comerciantes:

—… dad carta blanca a los constructores Ogier en parte de las obras que acometan. Hasta donde lo consideréis oportuno. No tiene sentido limitarse a intentar rehacer el pasado.

Así que los enviaba a los steddings en busca de Ogier que reconstruyeran Rhuidean. Eso estaba bien. Gran parte de Tar Valon era obra de los Ogier, y, allí donde se los había dejado trabajar según sus propios criterios, los edificios eran tan bellos que quitaban la respiración.

Mat ya estaba montado en su castrado, Puntos, con su sombrero de ala ancha bien calado y la punta del astil de la extraña lanza apoyada sobre el estribo. Como siempre, parecía que había dormido con la chaqueta verde puesta. Egwene había evitado sus sueños. Una de las Doncellas, una mujer rubia muy alta, dedicó a Mat una pícara sonrisa que pareció causarle sonrojo. Y debería; la Doncella era demasiado mayor para él. Egwene resopló con desdén. «Sé muy bien qué era lo que soñaba, así que ¡no, muchas gracias!» Si frenó a la yegua al lado del joven fue sólo para buscar a Aviendha.

—Le dijo que se callara, y ella obedeció —comentó Mat cuando Egwene detuvo a Niebla. Señaló con la cabeza a Moraine y a Lan; la mujer llevaba un vestido azul pálido y aferraba las riendas de su blanca yegua, mientras que él, con la capa de Guardián, sujetaba corto al enorme y negro caballo de guerra. Lan observaba a Moraine con intensidad, el gesto inexpresivo como siempre, en tanto que la Aes Sedai miraba furibunda a Rand y parecía a punto de estallar de impaciencia—. Ella empezó a explicarle por qué hacer esto es un error, y por su tono imaginé que debía de ser la enésima vez que repetía lo mismo, pero él respondió: «Ya lo he decidido, Moraine. Quédate allí y guarda silencio hasta que disponga de un momento para hablar contigo». Así, como si esperara que hiciera lo que le decía. Y lo bueno es que ella lo hizo. ¿Es vapor eso que le está saliendo por las orejas?

Su risita queda sonó tan complacida, tan divertida por su propio ingenio, que Egwene estuvo a punto de abrazar el saidar y enseñarle una lección allí mismo, delante de todo el mundo. En cambio, volvió a resoplar, lo bastante alto para que Mat comprendiera que era por él y por su ingenio y su guasa. El joven le lanzó una mirada de reojo, con sorna, y volvió a reír entre dientes, cosa que empeoró aun más el mal humor de la muchacha.

Egwene miró brevemente a Moraine, perpleja. ¿Que la Aes Sedai había hecho lo que Rand le mandó? ¿Sin protestar? Eso era como decir que una de las Sabias obedecía o que el sol salía a medianoche. Se había enterado del ataque, por supuesto; desde que amaneció no habían dejado de correr rumores sobre perros gigantescos que dejaban huellas marcadas en la piedra. No obstante, que ella supiera, era la única novedad aparte de la noticia relativa a los Shaido, y no era suficiente para justificar esta reacción. En realidad, no se le ocurría absolutamente nada que la justificara. Si le preguntaba, sin duda Moraine le diría que no era de su incumbencia, pero, en cualquier caso, era un tema que le incomodaba. Le desagradaba no entender las cosas.

Localizó a Aviendha al pie de la escalinata del Techo, de modo que condujo a Niebla hacia allí rodeando a la muchedumbre que había en torno a Rand. La joven Aiel lo miraba tan intensa y duramente como la Aes Sedai, pero con el semblante totalmente inexpresivo. No dejaba de dar vueltas al brazalete de marfil que adornaba su muñeca, aparentemente sin ser consciente de ello. Por una razón u otra, aquel brazalete era parte de los problemas que la Aiel tenía con él. Egwene no lo comprendía; Aviendha se negaba a hablar de ello, y ella no se atrevía a preguntarle a nadie más por temor a causar embarazo a su amiga. Su propio brazalete de marfil con tallas en forma de llamas era un regalo de Aviendha para sellar su relación como medio hermanas; su presente había sido el collar de plata que la otra joven lucía, y que maese Kadere afirmaba que era un diseño kandorés llamado copos de nieve. Le tuvo que pedir a Moraine algo de dinero ya que no tenía bastante para pagarlo, pero le había parecido lo más apropiado para una mujer que nunca vería la nieve. O, mejor dicho, que no la habría visto si no hubiera salido del Yermo; no creía muy probable que pudiera regresar antes del invierno. Fuera cual fuera el significado de ese brazalete, Egwene confiaba en que su amiga resolviera finalmente el conflicto.

—¿Estás bien? —preguntó. Al inclinarse por un lado de la silla de montar, la falda se subió hasta dejarle las piernas al aire, pero estaba tan preocupada por su amiga que apenas lo advirtió. Tuvo que repetir la pregunta ya que Aviendha no la había oído, y entonces la joven Aiel dio un respingo y alzó la vista hacia ella.

—¿Que si estoy bien? Sí, claro.

—Déjame que hable con las Sabias, Aviendha. Estoy segura de que puedo convencerlas de que no deben obligarte a… —Fue incapaz de decirlo en voz alta, en medio de la calle, donde todos podrían oírla.

—¿Todavía te preocupa eso? —Aviendha se ajustó el chal gris y sacudió ligeramente la cabeza—. Vuestras costumbres me siguen resultando muy chocantes. —Sus ojos volvieron hacia Rand como si fueran limaduras de hierro atraídas hacia un imán.

—No debes tener miedo de él.

—Yo no le tengo miedo a ningún hombre —espetó la otra joven, cuyos ojos centellearon como si despidieran un fuego azul verdoso—. No deseo que haya problemas entre nosotras, Egwene, pero no deberías decir esas cosas.

Egwene suspiró. Amiga o no, Aviendha era muy capaz de darle una bofetada si se sentía ofendida; en cualquier caso, tampoco estaba segura de que lo hubiera admitido. El sueño de la joven Aiel había sido demasiado doloroso para permanecer en él mucho tiempo. Desnuda salvo por aquel brazalete de marfil, que parecía agobiarla como si pesara una tonelada, Aviendha iba corriendo tan rápido como le era posible a través de un llano resquebrajado y arcilloso. Y detrás de ella venía Rand, un gigante que duplicaba la talla de un Ogier y montado a lomos de un colosal Jeade’en, acortando distancias con ella lenta pero inexorablemente.

Pero a una amiga no se le podía decir que estaba mintiendo; un ligero rubor tiñó el rostro de Egwene. Sobre todo si había que confesar cómo lo sabía uno. «Entonces sí que me abofetearía. No volveré a espiar los sueños de otras personas. Por lo menos, los de Aviendha». No estaba bien espiar los sueños de una amiga; no era exactamente espiar, pero aun así…

La multitud que rodeaba a Rand empezó a desperdigarse, y él subió con fácil soltura a la silla de montar, imitado seguidamente por Natael. Una de las mercaderes Aiel, una pelirroja de cara ancha, que llevaba encima una pequeña fortuna en oro, gemas y marfil, remoloneó.

Car’a’carn, ¿te propones marcharte de la Tierra de los Tres Pliegues para siempre? Has hablado como si jamás fueras a regresar.

Los demás se pararon al oír aquello y se dieron media vuelta. A los murmullos que propagaban lo que le habían preguntado los siguió el silencio, que se extendió como una onda sobre la quieta superficie de un estanque.

También Rand guardó silencio unos instantes mientras contemplaba los rostros vueltos hacia él.

—Espero regresar —repuso al cabo—, pero ¿quién sabe qué puede ocurrir? La Rueda gira según sus designios. —Vaciló al sentir todas las miradas sobre él—. Pero dejaré algo que os hará recordarme —añadió mientras metía una mano en el bolsillo de la chaqueta.

Repentinamente, una fuente cercana al Techo cobró vida y el agua manó por las bocas de unas marsopas, incongruentes en un lugar como el Yermo, que se sostenían sobre las colas. Más atrás, la estatua de un joven que levantaba un cuerno hacia el cielo empezó a expulsar un abanico de chorros de agua, y las dos estatuas de mujeres que había más allá lanzaban más chorros de agua de sus manos. Sumidos en un silencio provocado por la estupefacción, los Aiel contemplaron cómo todas las fuentes de Rhuidean volvían a fluir.

—Debí haberlo hecho hace mucho tiempo. —El rezongo de Rand iba sin duda dirigido a sí mismo, pero en el profundo silencio, roto sólo por el chapoteo de cientos de fuentes, Egwene lo oyó con toda claridad. Natael se encogió de hombros como si no esperara menos.

Pero era a Rand al que Egwene observaba fijamente, no a las fuentes. Un hombre capaz de encauzar. «Sigue siendo él, Rand, a despecho de todo». Sin embargo, cada vez que lo veía hacerlo era como si descubriera por primera vez que podía. La habían educado en la creencia de que sólo el Oscuro era más de temer que un hombre capaz de encauzar. «Tal vez Aviendha tiene razón al temerlo».

Pero, cuando volvió la vista hacia la joven Aiel, el rostro de ésta reflejaba una abierta admiración; tanta agua era para ella tan maravillosa como un vestido de la más fina seda o un jardín lleno de flores para Egwene.

—Es hora de ponerse en marcha —anunció Rand al tiempo que tiraba de las riendas para dirigir al rodado hacia el oeste—. Los que no estén listos para partir ahora tendrán que alcanzarnos.

Natael lo siguió de cerca con su mula. ¿Por qué permitiría Rand que semejante lameculos estuviera tan cerca de él?

Los jefes de clan empezaron a impartir órdenes de inmediato, y el bullicio se multiplicó por diez. Las Doncellas y los Buscadores de Agua corrieron hacia la vanguardia, y otras Far Dareis Mai cerraron filas en torno a Rand como una guardia de honor, dejando a Natael dentro del círculo. Aviendha caminaba a la derecha de Jeade’en, pegada al estribo, manteniendo con facilidad el paso del caballo a pesar de las amplias faldas.

Egwene se situó junto a Mat, a continuación de Rand; la joven llevaba fruncido el ceño. Su amiga tenía de nuevo aquel gesto de sombría resolución, como si hubiera metido el brazo en un nido de víboras de manera deliberada. «Tengo que hacer algo para ayudarla». Cuando Egwene se metía de lleno en un problema, ya no se daba por vencida.


Moraine se acomodó en la silla de montar y dio unas palmaditas en el arqueado cuello de Aldieb con su enguantada mano, pero no siguió inmediatamente a Rand. Hadnan Kadere venía con sus carretas calle arriba, conduciendo personalmente la que iba en cabeza. Debería haberlo obligado a que desmantelara ese vehículo para que transportara carga, como había hecho con los otros de esas características; el hombre le tenía bastante miedo —se lo tenía a las Aes Sedai— para haber consentido. El marco de puerta que era un ter’angreal iba atado firmemente en la carreta que marchaba en segundo lugar, cubierto totalmente por una lona atada a fin de que nadie volviera a caer a través de él de manera accidental. Unas largas filas de Aiel —Seia Doon, Ojos Negros— caminaban a lo largo de los flancos de la caravana.

Kadere inclinó la cabeza al pasar ante Moraine, pero la mirada de la Aes Sedai recorrió la hilera de vehículos para llegar hasta la gran plaza donde se alzaba el bosque de esbeltas columnas de cristal, relucientes ya a la luz del amanecer. Se habría llevado todo cuanto había en la plaza de haber sido posible, en vez de la pequeña parte que cabía en las carretas. Algunas cosas eran demasiados grandes, como los tres aros de apagado metal gris, cada uno de ellos con dos metros de diámetro, que se sostenían en equilibrio y se unían en el centro. Alrededor de ese objeto se había colocado un cordón de cuero trenzado, como precaución, para que nadie entrara sin el permiso de las Sabias. Y no es que nadie tuviera ganas de hacerlo, por supuesto. Sólo los jefes de clan y las Sabias entraban en la plaza con cierta tranquilidad, y sólo las Sabias tocaban algunos de los objetos y siempre con obvia reticencia.

Durante incontables años, la segunda prueba a la que se enfrentaba una Aiel que deseaba convertirse en Sabia había consistido en entrar en las arracimadas columnas de cristal para ver exactamente lo mismo que veían los hombres. Eran más las mujeres que sobrevivían a la experiencia que hombres —Bair manifestaba que se debía a que las mujeres eran más duras, y Amys sostenía que las que eran demasiado débiles para sobrevivir ya habían sido cribadas antes de llegar a ese punto—, pero lo cierto es que no se sabía con exactitud la causa. Las que salían con vida no quedaban marcadas; las Sabias manifestaban que sólo los hombres necesitaban signos visibles; para una mujer, estar viva era suficiente.

La primera prueba —la primera criba— era cruzar uno de esos anillos. Daba igual cuál de ellos, o tal vez la elección era cuestión del destino. Al parecer, aquel paso llevaba a la mujer a vivir una y otra vez su vida; se le mostraba su futuro, todos los posibles futuros basados en cada decisión que pudiera tomar durante el resto de su vida. También era posible morir allí; algunas mujeres eran incapaces de afrontar el futuro como otras lo eran de afrontar el pasado. Por supuesto, todos los futuros posibles eran demasiado numerosos para que la mente fuera capaz de recordarlos, de modo que se mezclaban y se desvanecían en su mayoría, pero la mujer conservaba la sensación de cosas que le pasarían en la vida, que podrían o que tendrían que ocurrir. Por lo general, hasta esto último quedaba olvidado, esperando a resurgir llegado el momento. Aunque no siempre. Moraine había cruzado aquellos anillos.

«Una cucharada de esperanza y una taza de desaliento», pensó.

—No me gusta verte así —dijo Lan. A lomos de Mandarb y con su gran estatura, el Guardián la miraba desde arriba; la inquietud le marcaba arrugas en los rabillos de los ojos. Tratándose de él, era tanto como unas lágrimas de frustración en cualquier otro hombre.

Los Aiel pasaban sin cesar a ambos lados de sus monturas, así como los gai’shain tirando de las mulas de carga. Moraine sufrió un sobresalto al reparar en que las carretas de agua de Kadere ya habían pasado de largo; no se había dado cuenta de que llevaba tanto rato contemplando la plaza.

—¿Cómo? —preguntó mientras hacía girar a la yegua para sumarse a la marcha. Rand y su escolta habían salido ya de la ciudad.

—Preocupada —repuso él, conciso; aquel semblante pétreo había recobrado su habitual impasibilidad—. Asustada. Jamás te había visto asustada. Ni cuando una multitud de trollocs y Myrddraal caía sobre nosotros. Ni siquiera cuando supiste que los Renegados estaban libres y que Sammael casi estaba sentado sobre nosotros. ¿Se aproxima el fin?

Ella dio un respingo y de inmediato deseó no haberlo hecho. Lan miraba al frente por encima de las orejas de su semental, pero a él nunca se le pasaba nada por alto. A veces Moraine pensaba que era capaz de ver caer una hoja a su espalda.

—¿Te refieres al Tarmon Gai’don? Un pinzón de Seleisin sabe tanto como yo de eso. Si la Luz lo quiere, no mientras alguno de los sellos permanezca intacto. —Los dos que tenía también iban en las carretas de Kadere, cada uno de ellos empaquetado en un barril relleno con lana, y metidos en otra carreta distinta de la del marco de puerta; se había asegurado de que fuera así.

—¿Y a qué otra cosa iba a referirme? —contestó lentamente el Guardián, sin quitar la vista del frente y haciéndola desear haberse mordido la lengua—. Te has vuelto… impaciente. Recuerdo muy bien cuando eras capaz de esperar semanas para obtener una información minúscula, una palabra, sin retorcerte los dedos, pero ahora… —Entonces sí la miró con aquellos azules ojos que habrían intimidado a la mayoría de las mujeres. Y también a la mayoría de los hombres—. El juramento que prestaste al muchacho, Moraine… ¿Qué demonios te pasó para hacer algo así?

—Se ha ido alejando más y más de mí, Lan, y tengo que estar cerca de él. Necesita toda la guía que pueda darle, y haré cualquier cosa excepto compartir su lecho con tal de que la tenga.

En los anillos había descubierto que tal cosa sería el desastre. Jamás se lo había planteado —¡y la sola idea todavía la conmocionaba!— pero en los anillos había algo que consideraría o podría considerar hacer en el futuro. Era una medida dictada por su creciente desesperación, sin duda, y en los anillos había visto que provocaría el desastre sobre todo. Ojalá recordara cómo —eran claves que conducían al conocimiento de Rand al’Thor— pero sólo el puro y simple hecho de la calamidad permanecía fresco en su memoria.

—Quizá te sirva para aprender humildad el que te pida que le alcances las zapatillas y le enciendas la pipa.

Moraine le asestó una mirada furibunda. ¿Sería una broma? En tal caso, no tenía gracia. Nunca había visto que la humildad sirviera de mucho en ninguna situación. Siuan afirmaba que haberse criado en el Palacio del Sol de Cairhien le había imbuido la arrogancia en lo más hondo de su ser, donde no alcanzaba a verla; algo que ella negaba con firmeza. Por su parte, aunque Siuan era hija de un pescador teariano, su altanería no tenía nada que envidiar a la de cualquier reina, además de que la Amyrlin entendía por arrogancia el oponerse a sus planes.

Si Lan intentaba hacer bromas, por disparatadas y flojas que fueran, entonces estaba cambiando. La había seguido durante casi veinte años y le había salvado la vida más veces de las que podía recordar, a menudo a riesgo de la suya propia. Siempre había considerado su vida algo de escasa importancia, con el único valor de que a ella le fuera necesaria; algunos comentaban que Lan cortejaba a la muerte igual que un novio corteja a la novia. Ella nunca había tenido su amor y jamás se había sentido celosa de las mujeres que parecían arrojarse a los pies del Guardián. Lan había manifestado mucho tiempo atrás que no tenía corazón. Empero, había descubierto que sí lo tenía un año atrás, cuando una mujer lo ató en un cordón para colgárselo al cuello.

Lan lo negaba, naturalmente. No su amor por Nynaeve al’Meara, antaño una Zahorí de Dos Ríos y actualmente una Aceptada de la Torre Blanca, sino que algún día pudiera hacerla suya. Él sólo poseía dos cosas, afirmaba: una espada que no se rompería y una guerra que no tenía fin; y ése era un presente que jamás entregaría a una novia. De eso, al menos, se había ocupado Moraine, aunque Lan nunca sabría cómo hasta que estuviera hecho. Si lo descubriese, seguramente trataría de cambiar las cosas, considerando lo testarudo y necio que era.

—Esta tierra árida parece haber marchitado tu propia humildad, al’Lan Mandragoran. Tendré que buscar un poco de agua para regarla y que vuelva a crecer.

—Mi humildad está tan afilada como una cuchilla —replicó secamente—. Jamás permites que se quede embotada. —Mojó un pañuelo blanco con el agua de su cantimplora y se lo tendió. Moraine se lo ató a las sienes sin hacer ningún comentario. El sol empezaba a salir por encima de las montañas a su espalda cual una abrasadora bola de oro fundido.

La gruesa columna avanzaba, sinuosa, ascendiendo por la ladera de Chaendaer; la cola todavía seguía en Rhuidean cuando la cabeza ya coronaba la cima para, seguidamente, continuar cuesta abajo hacia las accidentadas llanuras salpicadas con agujas pétreas y truncados cuetos, algunos surcados con vetas rojas u ocres sobre el fondo gris y pardo. El aire era tan transparente que Moraine alcanzaba a ver a kilómetros de distancia, incluso después de haber descendido de Chaendaer. En el paisaje se alzaban arcos naturales, y en cualquier dirección las montañas ascendían como si quisieran alcanzar el cielo. Hondonadas y cárcavas secas rompían un terreno en el que sólo crecían, dispersos, arbustos espinosos y plantas sin hojas pero llenas de púas. Los escasos árboles, raquíticos y retorcidos, por lo general también tenían espinas y púas. El sol convertía aquel territorio en un horno. Una tierra dura que había creado gentes duras. Pero no era Lan el único que estaba sufriendo cambios. Moraine deseó poder ver lo que Rand hacía de los Aiel al final. Les aguardaba un largo viaje a todos ellos.

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