25 Sueños de Galad

En lugar de regresar a su propio cuerpo, Egwene flotó en la oscuridad. Ella misma parecía ser oscuridad, sin sustancia. Si su cuerpo yacía debajo, arriba o a un lado de ella, lo ignoraba —aquí no existía el concepto de dirección— pero sabía que estaba cerca, que podía entrar en él fácilmente. Todo en derredor, en la oscuridad, titilaban lo que parecían luciérnagas, un vasto enjambre que se perdía en una distancia inimaginable. Eran sueños, sueños de los Aiel del campamento, de hombres y mujeres a lo ancho y largo de Cairhien, del mundo, todos reluciendo allí.

Ahora podría escoger alguno de los más próximos y decir quién era el soñador. En un sentido aquellos centelleos eran muy semejantes a las luciérnagas —tal era la razón de que tuviera tantos problemas al principio— pero en otro, de algún modo, ahora parecían tan individuales como rostros. Los sueños de Rand y los de Moraine aparecían opacos, borrosos por las salvaguardas que habían tejido a su alrededor. Los de Amys y Bair eran brillantes y titilaban a un ritmo regular; habían seguido su propio consejo, por lo visto. Si no hubiera visto ésos, habría regresado a su cuerpo de inmediato. Esas dos podían vagar por esta oscuridad con mucha más destreza que ella; no se habría dado cuenta de que estaban allí hasta que hubieran saltado sobre ella. Si alguna vez llegaba a reconocer a Elayne y a Nynaeve del mismo modo, entonces sería capaz de encontrarlas en aquella gran constelación, dondequiera que estuvieran en el mundo. Pero esta noche no tenía intención de observar el sueño de nadie.

Con cuidado, evocó en su mente una imagen muy bien recordada, y regresó al Tel’aran’rhiod, dentro del pequeño cuarto sin ventana de la Torre donde había vivido como novicia. Había una cama estrecha pegada a una de las blancas paredes. Enfrente de la puerta se encontraba un palanganero y una banqueta de tres patas, y el vestido de la actual ocupante, así como ropas interiores de lana blanca, colgaban junto con una capa blanca en las perchas. No habría sido extraño que hubiera encontrado desocupada la habitación; la Torre no había conseguido llenar los aposentos de las novicias desde hacía muchos años. El suelo era casi tan blanco como las paredes y las ropas. Todos los días, la novicia que vivía allí fregaría de rodillas ese suelo; Egwene lo había hecho así, y también Elayne, en el cuarto de al lado. Si una reina acudiera a instruirse a la Torre empezaría en una habitación como aquélla y fregando el suelo.

Las ropas estaban colocadas de forma distinta cuando volvió a mirarlas, pero hizo caso omiso de ello. Preparada para abrazar el saidar en un instante, abrió la puerta justo lo suficiente para asomarse al pasillo. Y exhaló con alivio cuando vio la cabeza de Elayne asomando con idéntica lentitud y precaución por la puerta de al lado. Egwene esperaba que su expresión no fuera tan insegura como la de su amiga. La llamó precipitadamente con un gesto, y Elayne corrió hacia ella, vestida con el blanco atuendo de novicia, que se transformó en un vestido de montar de seda gris nada más entrar en el cuarto. Egwene detestaba los vestidos grises; eran los que llevaban las damane.

Se quedó un momento más asomada a la puerta, escudriñando las galerías de los aposentos de las novicias. Los pisos subían y subían, y otros tantos bajaban hacia el Patio de las Novicias, allá al fondo. No es que esperara en realidad encontrar a Liandrin o a alguien peor ahí fuera, pero nunca estaba de más ser precavida.

—Supuse que era esto a lo que te referías —dijo Elayne cuando cerró la puerta—. ¿Tienes idea de lo difícil que es recordar qué puedo decir delante de quién? A veces me dan ganas de contarles todo a las Sabias. Que se enteren que sólo somos Aceptadas y así acabaríamos de una vez.

—Tú acabarías de una vez —replicó firmemente Egwene—, pero resulta que duermo a menos de veinte pasos de ellas.

—Esa Bair… —Elayne se estremeció—. Me recuerda a Lini cuando me regañaba por haber roto algo que no debía tocar.

—Pues espera a que te presente a Sorilea. —Elayne la miró con incredulidad; claro que la propia Egwene no hubiera creído cómo era Sorilea hasta que la conoció. No había forma de suavizar lo que tenía que decir, así que se ajustó el chal y fue directa al grano—. Cuéntame lo de los encuentros con Birgitte. Porque era Birgitte, ¿verdad?

Elayne se tambaleó como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Sus azules ojos se cerraron un instante e hizo una inhalación que debió llenarle de aire hasta los dedos de los pies.

—No puedo hablarte de eso.

—¿Qué quieres decir con que no puedes? Tienes lengua, ¿no? ¿Era Birgitte?

—No puedo, Egwene. Tienes que creerme. Lo haría si pudiera, pero no puedo. Quizás… si pido permiso… —Si Elayne hubiera sido una mujer de las que se retuercen las manos, habría estado haciendo eso en ese momento. Abrió y cerró la boca sin que saliera de ella un solo sonido; sus ojos fueron rápidamente de un lado a otro de la habitación, como si estuviera buscando inspiración o ayuda. Volvió a inhalar hondo y clavó su mirada en Egwene con una expresión de apremio—. Cualquier cosa que diga violaría los secretos que prometí guardar. Incluso esto. Por favor, Egwene, tienes que confiar en mí. Y no debes decirle a nadie lo que… creíste ver.

Egwene se obligó a borrar el gesto ceñudo de su cara.

—Bien, confiaré en ti. —Al menos ahora sabía con certeza que no había estado imaginando cosas. «¿Birgitte? ¡Luz!»—. Espero que algún día confíes en mí lo bastante para contármelo.

—Pues claro que confío en ti, pero… —Elayne sacudió la cabeza y tomó asiento en el borde de la cama perfectamente hecha—. Guardamos secretos con demasiada frecuencia, Egwene, pero a veces es por un motivo.

Un instante después Egwene asintió con la cabeza y se sentó a su lado.

—Bien, cuando puedas —fue todo cuanto dijo, pero su amiga le dio un abrazo, aliviada.

—Me dije que no te preguntaría esto, Egwene. Por una vez no iba a estar pensando sólo en él. —El vestido de montar gris se convirtió en otro de brillante satén verde; imposible que Elayne tuviera conciencia de lo bajo que era el escote—. Pero ¿está bien Rand?

—Está vivo e indemne, si es a eso a lo que te refieres. Creí que era duro en Tear, pero hoy lo oí amenazar con ahorcar hombres si desobedecen sus órdenes. No es que sean unas órdenes malas… No permitirá que nadie coja comida sin pagarla ni que se mate a la gente. Pero, aun así… Fueron los primeros en aclamarlo como El que Viene con el Alba, y abandonaron el Yermo para seguirlo sin vacilar. Y ahora él los amenaza, frío y duro como el acero.

—No son amenazas, Egwene. Él es un rey, por mucho que tú o él o cualquiera diga lo contrario, y un rey o una reina debe impartir justicia sin temer a enemigos ni favorecer a amigos. Cualquiera que haga eso ha de ser duro. Hay veces que madre puede hacer que las murallas de la ciudad parezcan blandas a su lado.

—Pero no tiene que ser tan arrogante —comentó Egwene con voz ecuánime—. Nynaeve dice que debería recordarle que sólo es un hombre, pero todavía no he discurrido cómo hacerlo.

—Pues claro que ha de recordar que sólo es un hombre, pero tiene derecho a esperar que se le obedezca. —Había cierto deje altanero en la voz de Elayne; pero entonces se fijó en el escote de su vestido. Sus mejillas enrojecieron, y el vestido verde de repente tuvo un cuello de encaje alto que le llegaba a la barbilla—. ¿Estás segura de que no has confundido eso con arrogancia? —terminó con voz estrangulada.

—Es tan altanero como un cerdo en un campo de guisantes. —Egwene rebulló en la cama; seguía siendo tan dura como la recordaba, pero la fina colcha tenía un tacto más suave que las mantas en las que dormía en la tienda. No quería hablar más de Rand—. ¿Estás segura de que esa pelea no causará más problemas? —Tener un pleito con la tal Latelle no haría más fácil el viaje, precisamente.

—No lo creo. Lo único que Latelle tenía contra Nynaeve era que todos los hombres sin compromiso de la compañía habían dejado de estar a su disposición exclusivamente para elegir entre ellos. Algunas mujeres son así, supongo. Aludra es muy reservada y no tiene trato con nadie, Cerandin no habría espantado a una mosca hasta que empecé a enseñarle a valerse por sí misma, y Clarine está casada con Petro. Pero Nynaeve ha dejado muy claro que le dará de bofetadas a cualquier hombre al que se le ocurra pensar siquiera que puede coquetear con ella y se disculpó con Latelle, así que espero que eso deje zanjado el problema.

—¿Dices que se disculpó?

Su amiga asintió; en su rostro había una expresión tan divertida como Egwene imaginaba que se reflejaba en el suyo.

—Creí que le daría de golpes a Luca… quien, por cierto, no parece pensar que la advertencia de Nynaeve reza también para él… cuando le dijo que debía disculparse; sin embargo Nynaeve lo hizo, después de estar rezongando una hora, claro. Rezongando sobre ti, de hecho. —Vaciló y miró a Egwene de reojo—. ¿Le dijiste algo la última vez que os reunisteis? Ha estado… diferente desde entonces, y a veces habla consigo misma. Bueno, en realidad discute. Sobre ti, por lo poco que he oído.

—No dije nada que no tuviera que decir. —Así que continuaba, fuera lo que fuera lo que había ocurrido entre ellas. O era eso o Nynaeve estaba acumulando la rabia para la próxima vez que se encontraran. Egwene no estaba dispuesta a soportar más el mal genio de la mujer, especialmente sabiendo que no tenía que hacerlo—. Dile de mi parte que ya es muy mayor para andar rodando por el suelo en una pelea, y que, si se mete en otro lío, le diré algo peor. Díselo así exactamente: que será peor. —Que Nynaeve rumiara aquello hasta la próxima reunión. Una de dos: o se mostraba más suave que una malva… o si no ella tendría que cumplir su amenaza. Nynaeve podía ser más fuerte en el Poder cuando podía encauzar, pero allí, en el Tel’aran’rhiod, la fuerte era ella. De un modo u otro, había puesto fin a las rabietas de la antigua Zahorí.

—Se lo diré —contestó Elayne—. También tú has cambiado. Parece haber en ti algo de la actitud de Rand.

A Egwene le costó unos instantes comprender a lo que se refería, aunque ayudó el atisbo de sonrisa divertida que esbozaba la heredera del trono.

—No seas tonta.

Elayne se echó a reír abiertamente y le dio otro abrazo.

—Oh, Egwene, algún día serás la Sede Amyrlin, cuando yo me haya convertido en la reina de Andor.

—Si es que para entonces existe la Torre —adujo con aplastante lógica, y la risa de su amiga se cortó.

—Elaida no puede destruir la Torre Blanca, Egwene. Haga lo que haga, la Torre permanecerá. Quizá no mantenga su puesto de Amyrlin. Una vez que Nynaeve recuerde el nombre de esa ciudad, apostaría a que tendremos una Torre en el exilio, con representación de todos los Ajahs excepto el Rojo.

—Eso espero. —Egwene sabía que se notaba que estaba triste. Quería que las Aes Sedai apoyaran a Rand y se opusieran a Elaida, pero tal cosa significaba la ruptura definitiva de la Torre, quizá para no recuperar la unidad nunca.

—He de regresar —anunció Elayne—. Nynaeve insiste en que, seamos una u otra, la que no entre en el Tel’aran’rhiod se quede despierta, y con la jaqueca que sufre lo que necesita es tomarse una de sus infusiones y dormir. No entiendo porqué es tan insistente en eso. La que esté en vela no puede hacer nada para ayudar a la otra, y ahora cualquiera de las dos sabemos lo suficiente para estar perfectamente a salvo aquí. —Su vestido verde se transformó en la chaqueta blanca y los amplios pantalones de Birgitte durante un instante y después volvió a cambiar bruscamente—. Me advirtió que no te lo dijera, pero cree que Moghedien está intentando encontrarnos. A ella y a mí.

Egwene no planteó la pregunta obvia. Estaba claro que era Birgitte quien les había advertido de ello. ¿Por qué se empeñaba Elayne en guardar ese secreto? «Porque lo prometió, y ella no ha roto una promesa en su vida».

—Dile que tenga cuidado. —Difícilmente Nynaeve se quedaría sentada y esperando si pensaba que una de las Renegadas iba tras ella. Estaría recordando que ya la había vencido en una ocasión, y siempre había tenido más valor que sentido común—. Los Renegados no son un asunto para tomar a la ligera. Ni tampoco los seanchan, aunque supuestamente sólo sean domadores de animales. Dile eso también.

—Supongo que no me harás caso si te aconsejo que tú también tengas cuidado.

—Siempre lo tengo —repuso mientras lanzaba una mirada sorprendida a Elayne—. Lo sabes.

—Por supuesto.

Lo último que Egwene vio de su amiga mientras ésta se desvanecía fue una sonrisa jocosa.

Ella no se marchó. Si Nynaeve no recordaba dónde era el punto de reunión de las Azules, quizá pudiera descubrirlo allí. No era una idea que se le hubiera ocurrido ahora, y éste tampoco era el primer desplazamiento que hacía a la Torre desde su último encuentro con Nynaeve. Adoptó la apariencia de Enaila, con el pelirrojo cabello largo hasta los hombros, y sus ropas se transformaron en el vestido blanco de Aceptada, con las bandas de colores en el repulgo. A continuación evocó la imagen del ornamentado estudio de Elaida.

Seguía como siempre, aunque en cada visita el número de banquetas colocadas en arco delante del ancho escritorio era menor. Las pinturas continuaban colgadas sobre la chimenea. Egwene se dirigió directamente al escritorio y apartó el pesado sillón con apariencia de trono y la Llama de Tar Valon taraceada en el respaldo a fin de llegar hasta la caja lacada que guardaba el correo. Levantó la tapa, llena de halcones luchando ente nubes, y empezó a revisar los papeles tan deprisa como podía. Aun así, algunos desaparecían a media lectura o cambiaban. Era imposible discernir de antemano cuáles eran importantes y cuales no.

La mayoría parecían informes de fracasos en misiones. Todavía se ignoraba adónde había llevado a su ejército el señor de Bashere, y en el escrito se advertía una nota de frustración y preocupación. Aquel nombre seguía cosquilleando en su mente, pero no tenía tiempo que perder, de modo que lo desechó con firmeza y cogió otra hoja. Tampoco había noticias del paradero de Rand, decía un informe que rebosaba pánico. Ésa era una buena noticia que por sí misma hacía que la visita mereciera la pena. Había pasado más de un mes desde las últimas noticias recibidas desde Tanchico de las informadoras de cualquier Ajah, y también otras de Tarabon habían interrumpido la comunicación; la persona que escribía la nota responsabilizaba de ello a la anarquía reinante en esa zona; no podían confirmarse los rumores de que alguien hubiera tomado Tanchico, pero se sugería que el propio Rand estaba implicado en ello. Eso era todavía mejor, porque revelaba que Elaida buscaba a Rand en el lugar equivocado, a mil leguas de distancia. Un informe confuso decía que una hermana Roja de Caemlyn afirmaba haber visto a Morgase en una audiencia pública, pero varias informadoras de Ajahs en Caemlyn manifestaban que la reina había estado recluida varios días. Combates en las Tierras Fronterizas por posibles rebeliones de poca importancia en Shienar y Arafel; el informe desapareció antes de que tuviera tiempo de leer la razón. Pedron Niall estaba convocando a los Capas Blancas a Amadicia, posiblemente para marchar contra Altara. Menos mal que Elayne y Nynaeve habrían salido del país dentro de tres días.

La siguiente hoja era sobre Elayne y Nynaeve. En primer lugar, la persona que lo escribía aconsejaba no castigar a la informadora que las había dejado escapar —Elaida había tachado aquello con firmes trazos y había escrito en el margen: «¡Dar un ejemplo!»— y luego, cuando la informadora empezaba a entrar en detalles sobre la búsqueda de las dos jóvenes en Amadicia, la hoja se convirtió en un puñado de pliegos, un fajo de lo que parecían los cálculos de constructores y albañiles para erigir una residencia privada para la Sede Amyrlin en los terrenos de la Torre. Más que residencia, un palacio, a juzgar por el número de páginas.

Las dejó caer, y las hojas desaparecieron antes de que acabaran de esparcirse sobre el escritorio. La caja lacada volvía a estar cerrada. Podía pasarse el resto de su vida allí; siempre habría más documentos en la caja y siempre estarían cambiando. Cuanto más efímero era algo en el mundo de vigilia —una carta, un trozo de paño, un cuenco que podía moverse con frecuencia— menos firme era su reflejo en el Tel’aran’rhiod. No podía quedarse mucho tiempo; dormir mientras se estaba en el Mundo de los Sueños no procuraba tanto descanso como en un sueño normal.

Salió presurosa a la antesala y estaba a punto de coger la primera hoja del ordenado montón de pergaminos, algunos de ellos con sello, que había sobre el escritorio de la Guardiana, cuando pareció producirse un destello. Antes de que tuviera tiempo de considerar a qué podría deberse, la puerta se abrió y Galad entró en la antesala, sonriendo, con su chaqueta de brocado azul encuadrando sus hombros a la perfección y unos calzones ajustados que marcaban la forma de sus pantorrillas.

Egwene inhaló profundamente, sintiendo un cosquilleo en el estómago. No era justo que un hombre tuviera un rostro tan hermoso.

Él se acercó, los oscuros ojos chispeantes, y le acarició la mejilla con las puntas de los dedos.

—¿Quieres pasear conmigo por el Jardín Acuático?

—Si tenéis intención de arrullaros —dijo una enérgica voz femenina—, hacedlo en otro sitio.

Egwene giró velozmente sobre sus talones y miró de hito en hito a Leane, que estaba sentada detrás del escritorio, con la estola de Guardiana alrededor de los hombros y una cariñosa sonrisa en su rostro cobrizo. La puerta del estudio de la Amyrlin estaba abierta y, dentro, Siuan se encontraba de pie junto al sobrio y pulido escritorio, leyendo un largo pergamino, con la estola de rayas sobre los hombros. Esto era una locura.

Huyó sin pensar en la imagen que evocaba y se encontró de repente, jadeando, en el Prado de Campo de Emond, rodeada por las casas de techo de bálago y el manantial brotando con fuerza por el afloramiento rocoso en la gran extensión de hierba. Cerca del caudaloso arroyo que se ensanchaba rápidamente, se alzaba la pequeña posada de su padre, con su piso bajo de piedra y el primero, saliente, enjalbegado. «El único techo de su clase en todo Dos Ríos» decía a menudo Bran al’Vere refiriéndose a las tejas rojas. Los grandes cimientos de piedra que había cerca de la Posada del Manantial, en el centro de los cuales se alzaba un enorme roble, eran mucho más antiguos que la posada, pero algunos decían que en tiempos había habido allí alguna especie de hospedería junto al manantial durante más de dos mil años.

«Estúpida». Después de advertir con tanta firmeza a Nynaeve sobre los sueños en el Tel’aran’rhiod, había estado a punto de quedar atrapada en uno propio. Aunque era extraño lo de Galad; a veces soñaba con él. Sus mejillas enrojecieron. Ciertamente no lo amaba; ni siquiera le gustaba mucho, pero era hermoso, y en aquellos sueños él había sido mucho más de lo que Egwene habría deseado. Era con su hermano Gawyn con quien soñaba más a menudo, pero también eso era una estupidez. Dijera lo que dijera Elayne, nunca le había dado a entender que sintiera nada por ella.

Todo era culpa de ese tonto libro con todas esas historias sobre amantes. Tan pronto como se despertara por la mañana iba a devolvérselo a Aviendha. Y le diría que no creía que lo leyera por las aventuras, ni mucho menos.

Sin embargo, era reacia a marcharse. El hogar. Campo de Emond. El último lugar en el que se había sentido realmente a salvo. Había pasado más de año y medio desde que se había marchado de allí y, no obstante, todo seguía igual que lo recordaba. Bueno, no todo. En el Prado se erguían dos altos palos en los que ondeaban unos estandartes, uno de un águila roja y el otro con la cabeza de un lobo, también rojo.

¿Tendría Perrin algo que ver con esto? No imaginaba cómo. Pero su amigo había vuelto a casa, según Rand, y ella había soñado con Perrin y con lobos más de una vez.

Bueno, ya estaba bien de perder el tiempo con tonterías. Era hora de… Destello.

Su madre salió de la posada; llevaba la canosa trenza echada sobre un hombro. Marin al’Vere era una mujer delgada, todavía guapa, y la mejor cocinera de Dos Ríos. Egwene oía a su padre reír en la sala, donde estaba reunido con el resto del Consejo del Pueblo.

—¿Todavía estás aquí, pequeña? —la reprendió suavemente su madre—. Llevas casada tiempo suficiente para saber que no tendrías que dejarle ver a tu marido que su ausencia te entristece. —Sacudió la cabeza y se echó a reír—. Demasiado tarde. Ahí viene.

Egwene se volvió, anhelante, y sus ojos pasaron sobre los niños que jugaban en el Prado. Los maderos del Puente de los Carros resonaron al cruzarlo Gawyn a galope y luego desmontó frente a ella. Alto y erguido en su chaqueta roja bordada, tenía el rizoso cabello del mismo color rubio rojizo que su hermana, y unos maravillosos ojos azul profundo. No era tan apuesto como su hermanastro, desde luego, pero el corazón de la joven latió más deprisa por él de lo que lo había hecho por Galad —«¿Por Galad? ¿Qué?»— y tuvo que apretar las manos sobre el estómago en un vano esfuerzo de cortar el cosquilleo y la sensación de vacío.

—¿Me has echado de menos? —preguntó él, sonriente.

—Un poco. —«¿Por qué pensé en Galad? Como si lo hubiera visto hace sólo un momento»—. A ratos, cuando no había nada interesante en lo que ocupar mi tiempo. Y tú ¿me echaste de menos?

Por toda respuesta, la levantó en vilo y la besó. Egwene no fue consciente de nada más hasta que él la soltó en el suelo, sobre sus temblorosas piernas. Los estandartes habían desaparecido. «¿Qué estandartes?»

—Aquí lo tenéis —dijo su madre, que traía en sus brazos a un bebé envuelto en pañales—. Aquí está vuestro hijo. Es un buen chico. Nunca llora.

Gawyn rió al mirar al pequeño y lo sostuvo en alto.

—Tiene tus ojos, Egwene. Algún día hará estragos entre las chicas.

Egwene reculó, apartándose de ellos mientras sacudía la cabeza. Había habido estandartes, un águila roja y la cabeza de un lobo rojo. Había visto a Galad. En la Torre.

—¡Nooo!

Huyó, saltando del Tel’aran’rhiod a su propio cuerpo. La conciencia duró justo lo suficiente para que se preguntara cómo podía haber sido tan necia para permitir que sus propias fantasías estuvieran a punto de atraparla, y acto seguido se sumió en su propio y seguro sueño. Gawyn galopaba a través del Puente de los Carros, y desmontó…

Moghedien salió de detrás de una de las casas de techo de bálago y se preguntó ociosamente dónde estaría esta pequeña aldea. No era la clase de sitio en el que esperaría encontrar estandartes ondeando. La chica había sido más fuerte de lo que imaginaba para haber escapado de sus redes del Tel’aran’rhiod. Ni siquiera Lanfear podía superar sus habilidades allí, por mucho que lo pretendiera. Aun así, la chica sólo había despertado su interés porque estaba hablando con Elayne Trakand, que podría conducirla a Nynaeve al’Meara. La única razón de atraparla había sido simplemente librar al Tel’aran’rhiod de alguien que podía moverse libremente por él. Bastante malo era ya tener que compartirlo con Lanfear.

Pero Nynaeve al’Meara… Se proponía hacer que esa mujer le suplicara estar a su servicio. La apresaría en vida, con su cuerpo, y quizá le pediría al Gran Señor que la concediera la inmortalidad para que de ese modo Nynaeve estuviera lamentando eternamente haberse opuesto a Moghedien. Al parecer ella y Elayne estaban maquinando con Birgitte, ¿no? Ésa era otra que se había hecho merecedora de su castigo. Birgitte ni siquiera sabía quién era Moghedien por aquel entonces, mucho tiempo atrás, en la Era de Leyenda, cuando desbarató su plan cuidadosamente elaborado para hacer morder el polvo a Lews Therin. Pero Moghedien sí sabía quién era ella. Sólo que Birgitte —Teadra en ese tiempo— había muerto antes de que pudiera ocuparse de ella. La muerte no era castigo ni final cuando ello significaba vivir aquí, en el Mundo de los Sueños.

Nynaeve al’Meara, Elayne Trakand y Birgitte. Encontraría a las tres y se ocuparía de ellas. Desde las sombras, para que así no vieran el peligro hasta que fuera demasiado tarde. Las tres, sin excepción.

Se desvaneció, y los estandartes ondearon con la brisa del Tel’aran’rhiod.

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