Nynaeve no pudo menos de admitir que entre Thom y Juilin habían elegido un buen lugar para acampar, en una pequeña arboleda que crecía en una ladera oriental, cubierta de hojas muertas, a poco más de un kilómetro de Mardecin. Unos cuantos cornejos y una especie de pequeño sauce llorón hacían invisible la carreta desde la calzada y la ciudad; un arroyuelo de menos de un metro de anchura caía desde un afloramiento rocoso, cerca de la cima de un montículo, y corría por el centro de un cauce de barro seco y el doble de ancho. Había suficiente agua para cubrir sus necesidades. Incluso se estaba un poco más fresco debajo de los árboles, con una ligera y agradable brisa.
Los dos hombres dieron de beber a los animales, los condujeron un poco más arriba de la ladera, donde quedaba algo de pasto, y les trabaron las patas; una vez que acabaron esta tarea, se jugaron a cara o cruz cuál de ellos iba a Mardecin con el desgarbado castrado para comprar lo que necesitaban. Lo de lanzar la moneda al aire era una especie de ritual que habían tomado por costumbre. Thom, cuyos ágiles dedos estaban habituados a los juegos de manos, no perdía nunca cuando lanzaba él la moneda, así que ahora siempre lo hacía Juilin.
De todos modos, Thom volvió a ganar y, mientras desensillaba a Furtivo, Nynaeve metió la cabeza debajo del pescante de la carreta y retiró una tabla ayudándose con la punta de su cuchillo. Además de dos pequeños cofres dorados que contenían las joyas regaladas por Amathera, en el escondrijo había varias bolsas de cuero llenas a reventar con monedas. La Panarch se había mostrado más que generosa en su deseo de verlas partir. En comparación, las otras cosas guardadas en el compartimiento secreto parecían fruslerías: una cajita de madera oscura, pulida pero sin tallas, y una bolsa de gamuza en la que se marcaba la forma de un disco. La caja contenía los dos ter’angreal que habían recuperado del Ajah Negro, ambos vinculados con los sueños, y la bolsa… Ése era el trofeo que habían obtenido en Tanchico, uno de los sellos de la prisión del Oscuro.
A pesar de lo mucho que deseaba saber si Siuan Sanche quería que fueran a dar caza al Ajah Negro, el sello era el motivo de la ansiedad de Nynaeve para llegar cuanto antes a Tar Valon. Cogió unas cuantas monedas de una de las hinchadas bolsas; cuanto más tiempo tenía el disco en su poder, más anhelaba entregárselo a la Amyrlin y librarse de la responsabilidad. A veces, cuando estaba cerca del objeto, tenía la sensación de que percibía al Oscuro intentando escapar.
Despidió a Thom entregándole un puñado de monedas de plata y advirtiéndole que comprara fruta y verdura; cualquiera de los dos hombres era muy capaz de adquirir únicamente carne y alubias si se les dejaba que hicieran las cosas a su modo. La cojera de Thom al encaminarse hacia la calzada llevando de las riendas al caballo, la hizo encogerse; era una vieja lesión y, según Moraine, ya no podía hacerse nada para remediarla. Eso la sacaba de quicio, no poder hacer nada.
Cuando se había marchado de Dos Ríos fue con el propósito de proteger a unos jóvenes de su pueblo a quienes se había llevado una Aes Sedai en mitad de la noche. Había ido a la Torre albergando todavía la esperanza de que aún estaba en sus manos ampararlos y también con el deseo de hacer pagar a Moraine lo que había hecho. Desde entonces el mundo había cambiado. O quizás era que ella lo veía desde otra perspectiva. «No, no soy yo quien ha cambiado. Sigo siendo la misma; lo diferente es todo lo demás».
Ahora se trataba de hacer todo lo posible para protegerse a sí misma. Rand era lo que era, sin vuelta atrás; Egwene recorría ansiosamente el camino elegido por ella misma, sin permitir que nada ni nadie la apartara de él aunque la condujera a un precipicio; y Mat se las había ingeniado para pensar sólo en mujeres, juergas y juego. Para su desagrado, en ocasiones entendía y compadecía a Moraine. Por lo menos Perrin había regresado a casa, o eso le había contado Egwene, quien lo sabía por Rand; a lo mejor Perrin estaba a salvo.
Perseguir al Ajah Negro era justo y satisfactorio —y también aterrador, aunque procuraba disimular esto último; era una mujer adulta, no una chiquilla que necesitaba esconderse tras las faldas de su madre—, pero no era el motivo principal de que siguiera dándose de cabeza contra una pared, de que continuara intentando aprender el uso del Poder cuando la mayoría del tiempo era tan incapaz de encauzar como Thom. La razón era el Talento llamado Curación. Como Zahorí de Campo de Emond había sido gratificante llevar al Círculo de Mujeres hacia su forma de pensar —sobre todo si se tenía en cuenta que la mayoría era lo bastante mayor para ser su madre; con pocos años más que Elayne, se había convertido en la Zahorí más joven que había tenido nunca todo Dos Ríos—, y aun más grato había sido comprobar que el Consejo del Pueblo actuaba correctamente a pesar de ser unos hombres tozudos donde los hubiera. Empero, la mayor satisfacción la había obtenido siempre al dar con la combinación de hierbas indicada para sanar una dolencia. Pero curar con el Poder Único… Lo había hecho, con la torpeza de la novata, para sanar lo que jamás habría sanado con sus otros conocimientos. La alegría fue tanta que se había puesto a llorar. Algún día, iba a curar a Thom y lo vería bailar. Algún día, curaría incluso aquella herida del costado de Rand. Estaba segura de que no había nada que no pudiera curarse si la mujer que manejaba el Poder tenía la suficiente decisión.
Cuando perdió de vista a Thom, Nynaeve se volvió y vio que Elayne había llenado de agua el balde que iba colgado del fondo de la carreta y se arrodillaba para lavarse las manos y la cara, con una toalla encima de los hombros para evitar que se mojara el vestido. Eso era algo que también le apetecía hacer a ella. Con este calor, a veces resultaba agradable lavarse en las frías aguas de un arroyo. A menudo no habían dispuesto de más agua que la que transportaban en los barriles, y la necesitaban para beber y para cocinar antes que para asearse.
Juilin estaba sentado con la espalda apoyada en una de las ruedas de la carreta, con su vara de clara madera segmentada, del grosor de un pulgar, recostada cerca, a su alcance. Tenía gacha la cabeza, con aquel estúpido gorro inclinado de forma precaria sobre los ojos, pero dudaba que nadie, ni siquiera un hombre, estuviera dormido a esta hora de la mañana. Había ciertas cosas que ni él ni Thom sabían, y que era mejor que no las supieran.
La espesa alfombra de hojas muertas crujió bajo su peso cuando se sentó cerca de Elayne.
—¿Crees que Tanchico habrá caído realmente? —La joven se frotaba suavemente el rostro con un paño jabonoso y no contestó. Nynaeve volvió a intentarlo—. Me parece que las Aes Sedai a las que se refería el Capa Blanca éramos nosotras.
—Tal vez. —El tono de Elayne era frío, un pronunciamiento hecho desde el trono. Sus azules ojos semejaban un pedazo de hielo; no miró a Nynaeve—. O quizá los rumores de lo que hicimos se mezclaron con los de otros acontecimientos. No sería descabellado imaginar que Tarabon tiene un nuevo rey y una nueva Panarch.
Nynaeve controló el genio y mantuvo las manos lejos de la coleta; en cambio las entrelazó alrededor de las rodillas. «Lo que tratas de hacer es congraciarte con ella, así que ¡cuidado con lo que dices!», se increpó para sus adentros.
—Amathera era difícil, pero no le deseo ningún mal. ¿Y tú?
—Guapa mujer —dijo Juilin—, sobre todo con uno de esos vestidos taraboneses de camarera. Con una bonita sonrisa. Pensé que la…
Al advertir que Elayne y ella lo observaban duramente, se apresuró a calar aun más el gorro y volvió a simular que dormía. Las dos mujeres intercambiaron una mirada cómplice y comprendieron que las dos pensaban lo mismo: «¡Hombres!».
—Lo que quiera que haya pasado con Amathera ya no nos incumbe, Nynaeve. —Elayne hablaba con un tono más normal y no parecía estar tan absorta en el aseo—. Le deseo lo mejor, pero ante todo espero que el Ajah Negro no nos esté persiguiendo. Quiero decir, que no venga detrás.
Juilin rebulló con inquietud aunque no levantó la cabeza; todavía no estaba acostumbrado a la idea de que el Ajah Negro era algo real y no una simple hablilla.
«Tendría que estar alegre por no saber lo que sabemos nosotras». Nynaeve tuvo que admitir que su razonamiento era ilógico; pero, si Juilin hubiera estado enterado de que los Renegados andaban libres por el mundo, ni siquiera la estúpida orden de Rand de que cuidara de Elayne y de ella habría impedido que echara a correr. No obstante, a veces resultaba útil. Él y Thom, los dos. Había sido Moraine quien había empujado a este último a acompañarlas, y el hombre tenía muchos conocimientos mundanos para ser un simple juglar.
—Si nos hubieran seguido, ya nos habrían dado alcance a estas alturas. —Eso era indiscutible, considerando la lentitud con que avanzaba la carreta—. Con un poco de suerte, todavía no saben dónde estamos.
Elayne asintió seriamente, aunque pasado ya su enojo, y empezó a aclararse la cara. A veces era tan terca como una mujer de Dos Ríos.
—Tanto Liandrin como la mayoría de sus compinches seguramente escaparon de Tanchico. Incluso puede que lo hicieran todas. Y todavía ignoramos quién da órdenes desde la Torre al Ajah Negro. Como diría Rand, todavía lo tenemos pendiente, Nynaeve.
A despecho de sí misma, Nynaeve se encogió. Cierto, tenían una lista de once nombres; pero, cuando estuvieran de vuelta en la Torre, casi cualquier Aes Sedai con la que hablaran podría pertenecer al Ajah Negro. O cualquier mujer que encontraran en la calzada. Ya puestos, cualquier persona que se cruzara con ellas podía ser un Amigo Siniestro, pero eso era distinto, y mucho.
—Más que por el Ajah Negro —continuó Elayne—, me preocupo por Mo… —Calló cuando Nynaeve le puso la mano en el brazo y señaló con un gesto a Juilin. Elayne tosió y prosiguió como si hubiese sido eso lo que la había interrumpido—: Por Morgase, mi madre. No tiene razón para apreciarte, más bien todo lo contrario.
—Morgase está muy lejos de aquí. —Nynaeve se alegró de que su voz sonara firme. No hablaban de la madre de Elayne, sino de la Renegada a la que había derrotado. Una parte de ella deseaba que Moghedien realmente estuviera muy, muy lejos.
—Pero ¿y si no es así?
—Lo es —aseguró Nynaeve con firmeza, pero todavía sentía un incómodo escalofrío en la espalda. Otra parte de ella, la que recordaba la humillación que había sufrido a manos de la Renegada, ansiaba enfrentarse de nuevo a esa mujer, volver a derrotarla, y esta vez de manera definitiva. El inconveniente era que Moghedien la pillara por sorpresa, cuando no estuviera lo bastante furiosa para poder encauzar. Ni que decir tiene que lo mismo rezaba para el resto de las hermanas del Ajah Negro, aunque, después de la derrota sufrida en Tanchico, Moghedien tenía razones personales para odiarla. No era en absoluto agradable pensar que una de las Renegadas sabía el nombre de uno y que seguramente quería su cabeza. «Eso no es más que pura cobardía —se reprendió con aspereza—. Y tú no eres cobarde y nunca lo serás». Tal razonamiento no hizo desaparecer el cosquilleo que sentía entre los hombros cada vez que pensaba en Moghedien, como si la mujer estuviera a su espalda, mirándola.
—Supongo que estar alerta esperando que unos bandidos salten sobre nosotras me ha puesto nerviosa —dijo Elayne en tono coloquial mientras se secaba el rostro con la toalla—. Vaya, pero si, últimamente, hasta cuando «sueño» tengo a veces la impresión de que hay alguien vigilándome.
Nynaeve dio un respingo al oír aquellas palabras que eran fiel reflejo de sus temores, pero entonces comprendió el ligero énfasis puesto por la joven en la palabra «sueño». No se refería a un sueño normal, sino al Tel’aran’rhiod. Otra cosa que los dos hombres ignoraban. También ella había tenido la misma sensación; claro que, en el Mundo de los Sueños, a menudo daba la impresión de que había unos ojos espiando. Aunque resultara desagradable, ya habían hablado sobre ello antes.
—Bueno, tu madre no está en nuestros sueños, Elayne —repuso, obligándose a hablar con ligereza— o de otro modo nos habría arrastrado a las dos por la oreja. —Seguramente Moghedien las torturaría hasta que clamaran pidiendo la muerte. O prepararía un círculo de trece hermanas Negras y trece Myrddraal; de ese modo podían hacer a alguien aliado con la Sombra en contra de su voluntad, vinculándolo al Oscuro. Quizá Moghedien podía hacerlo por sí misma, sin ayuda… «¡No seas ridícula, mujer! Si pudiera, ya lo habría hecho. Además la venciste, ¿recuerdas?»
—Espero sinceramente que no —contestó la joven.
—¿Piensas darme la oportunidad de asearme? —dijo Nynaeve con irritación. Una cosa era congraciarse con la muchacha, pero otra muy distinta hablar tanto sobre Moghedien. La Renegada tenía que estar en alguna parte, muy lejos; no les habría permitido llegar tan lejos si supiera dónde se encontraban. «¡Quiera la Luz que eso sea cierto!»
La misma Elayne vació y llenó el balde; generalmente era una chica muy agradable, cuando recordaba que no se encontraba en el Palacio Real de Caemlyn. Y cuando no se comportaba como una idiota. De eso se ocuparía Nynaeve una vez que Thom hubiera regresado.
Después de que la antigua Zahorí hubo disfrutado de un refrescante y pausado lavado de cara y de manos, se puso a organizar el campamento y mandó a Juilin que partiera ramas secas de los árboles para encender una lumbre. Para cuando Thom estuvo de vuelta con dos cestos de mimbre cargados a lomos del castrado, las mantas de Elayne y de ella ya estaban preparadas debajo de la carreta, y las de los dos hombres, bajo las ramas de uno de los sauces; había un buen montón de leña, el cazo con agua caliente estaba apartado, enfriándose, junto a las cenizas de un fuego prendido en un círculo limpio de hojas, y las bastas tazas de loza ya habían sido lavadas. Juilin rezongaba entre dientes mientras cogía agua del pequeño arroyo para rellenar los barriles. A juzgar por los retazos que Nynaeve llegó a escuchar, se alegró de que el resto quedara reducido a un murmullo inaudible. Encaramada a una de las lanzas de la carreta, Elayne no ponía mucho empeño en ocultar su interesado intento de descifrar lo que mascullaba el hombre. Tanto ella como Nynaeve se habían puesto vestidos limpios al otro lado de la carreta, dando la casualidad de que habían intercambiado los colores.
Después de atar una traba a las patas del castrado, Thom descargó los pesados cestos sin esfuerzo y empezó a sacar el contenido.
—Mardecin no es tan próspera como parece a distancia. —Soltó en el suelo una bolsita de malla con manzanas, y otra con un tipo de verdura de color oscuro—. Sin haber comercio en Tarabon, la ciudad está decayendo. —El resto parecía ser todo sacos de alubias, nabos, carne curada con pimienta y jamones curados con sal. Y también una botella de arcilla gris, sellada con cera, que Nynaeve estaba segura de que contenía brandy; los dos hombres habían protestado porque no tenían algo para echar un trago mientras fumaban sus pipas por las noches.
»Apenas se pueden dar más de seis pasos sin tropezar con uno o dos Capas Blancas. La guarnición consta de unos cincuenta hombres, instalados en barracones levantados en una de las colinas de la ciudad, en el extremo más alejado del puente. Era mucho más numerosa antes, pero al parecer Pedron Niall está trasladando Capas Blancas de todas partes a Amador. —Se atusó los largos bigotes con gesto pensativo—. No entiendo qué se trae entre manos. —A Thom no le gustaba ignorar esos detalles; por lo general, le bastaba estar unas pocas horas en un sitio para empezar a desentrañar las relaciones entre la nobleza y las casas de mercaderes, las alianzas, las intrigas y las maquinaciones que constituían lo que se había dado en llamar el Juego de las Casas.
»Abundan los rumores de que Niall intenta impedir una guerra entre Illian y Altara o quizás entre Illian y Murandy. Ése no es motivo para que agrupe soldados en la capital. Sin embargo, os diré una cosa: dijera lo que dijera ese teniente, es un impuesto real lo que ha pagado los víveres que se mandan a Tarabon, y la gente está descontenta; no le gusta soportar tributos para alimentar a los taraboneses.
—El rey Ailron y el capitán general no nos conciernen —dijo Nynaeve mientras examinaba lo que Thom había comprado. ¡Tres jamones salados!—. Cruzaremos Amadicia tan rápida y discretamente como nos sea posible. Quizás Elayne y yo tengamos más suerte que tú en encontrar verduras. ¿Te apetece dar un paseo, Elayne?
La joven se puso de pie de inmediato, se alisó los pliegues de la falda y cogió el sombrero de la carreta.
—Será muy agradable, después de aguantar tanto tiempo la dureza del pescante. Sería distinto si Thom o Juilin me dejaran turnarme con ellos a lomos de Furtivo más a menudo. —Por una vez, no miró al juglar con coquetería, lo que ya era algo.
Los dos hombres intercambiaron una mirada, y el rastreador teariano sacó una moneda del bolsillo de su chaqueta, pero Nynaeve no le dio oportunidad de lanzarla.
—No necesitamos compañía. Difícilmente hallaremos problemas de ningún tipo con tantos Capas Blancas rondando por ahí. —Se plantó el sombrero en la cabeza, ató el pañuelo debajo de la barbilla y les asestó una firme mirada—. Además, hay que guardar todas esas cosas que compró Thom.
Los hombres asintieron; lenta, renuentemente, pero lo hicieron. A veces se tomaban su papel de protectores con excesiva seriedad.
Elayne y ella llegaron a la desierta calzada y echaron a andar junto al borde del camino, sobre la rala hierba, para no levantar polvo, antes de que se le ocurriera la forma de sacar a colación el tema del que quería hablar. Empero, Elayne se le adelantó antes de que pudiera decir nada.
—Evidentemente, querías hablar conmigo a solas, Nynaeve. ¿Es respecto a Moghedien?
Nynaeve parpadeó y miró de soslayo a la joven. Buena cosa recordar que Elayne no tenía nada de tonta. Sólo actuaba como si lo fuera. La antigua Zahorí decidió controlar bien su genio; esto ya iba a ser bastante difícil para permitir que acabara en una bronca.
—De ese asunto no, Elayne. —La muchacha era partidaria de incluir a Moghedien en la persecución de las hermanas negras. Por lo visto no se daba cuenta de la diferencia que había entre la Renegada y, por ejemplo, Liandrin o Chesmal—. Pensé que deberíamos discutir tu comportamiento con Thom.
—No sé a qué te refieres —manifestó Elayne, que mantenía la vista al frente, hacia la ciudad, aunque los colores habían teñido sus mejillas de manera repentina, poniendo en evidencia su mentira.
—No solamente es lo bastante mayor para ser tu padre e incluso tu abuelo, sino que…
—¡Él no es mi padre! —espetó Elayne—. ¡Mi padre era Taringail Damodred, un príncipe de Cairhien y Primer Príncipe de la Espada de Andor! —Enderezándose innecesariamente el sombrero, continuó en un tono más comedido, aunque no en exceso—: Lo lamento, Nynaeve, no era mi intención gritar.
«Contrólate», se recordó la otra mujer.
—Creí que estabas enamorada de Rand —dijo, obligándose a adoptar un tono sosegado aunque no le resultó fácil—. Los mensajes que me encargaste que transmitiera a Egwene para que ella a su vez se los diera a Rand lo daban a entender así, sin duda. Confío en que tú le dijeras lo mismo.
El rubor de la joven aumentó.
—Lo amo, pero… Está muy lejos, Nynaeve. En el Yermo, rodeado de miles de Doncellas Lanceras que saltan para cumplir cualquier deseo suyo. No puedo verlo ni hablar con él ni tocarlo. —Su voz se fue haciendo un susurro conforme hablaba.
—No creerás que va a fijarse en una Doncella —adujo Nynaeve con incredulidad—. Es un hombre, pero no tan inconstante como para hacer algo así. Y, además, una de ellas lo atravesaría con la lanza si la mirara con esas intenciones, aunque sea el del Alba o comoquiera que lo llamen. En fin, Egwene dice que Aviendha lo está vigilando en tu nombre.
—Lo sé, pero… Tendría que haberme asegurado de que supiera que lo amaba. —En la voz de Elayne había una gran decisión. Y preocupación—. Debí habérselo dicho claramente.
Nynaeve no había prestado atención a ningún hombre antes de conocer a Lan, al menos seriamente, pero había observado y aprendido mucho como Zahorí; de esas observaciones, había llegado a la conclusión de que no había un modo más rápido que aquél para hacer que un hombre saliera corriendo por pies, a no ser que fuere él quien lo dijera primero.
—Creo que Min tuvo una visión sobre Rand y sobre mí —continuó Elayne—. Siempre solía bromear respecto a tener que compartirlo, pero creo que no era ninguna broma y que fue incapaz de decir lo que vio realmente.
—Eso es ridículo. —Lo era, indudablemente. Aunque en Tear Aviendha le había hablado de una repugnante costumbre Aiel… «Tú compartes a Lan con Moraine», insinuó una vocecilla dentro de su cabeza. «¡Eso es completamente diferente!», replicó con prontitud—. ¿Estás segura de que Min tuvo una de sus visiones?
—Sí. Al principio no tenía la certeza, pero cuanto más pienso en ello más convencida estoy que es así. Bromeaba respecto a ello demasiado a menudo para referirse a otra cosa.
Bien, hubiera visto lo que hubiera visto Min, Rand no era Aiel. Quizá su ascendencia lo era, como proclamaban las Sabias, pero se había criado en Dos Ríos, y ella no estaba dispuesta a consentir que adquiriera costumbres indecentes. Y dudaba que Elayne se lo permitiera—. ¿Acaso es ésa la razón de que hayas estado… —Iba a decir «provocando» pero prefirió suavizar la frase—, insinuándote con Thom?
Elayne la miró de soslayo; de nuevo sus mejillas habían enrojecido.
—Hay mil leguas entre Rand y yo, Nynaeve. ¿Crees que él se priva de tontear con otras mujeres? «Un hombre es un hombre, tanto si está en un trono como en una pocilga». —Tenía un amplio repertorio de dichos populares aprendidos de su niñera, una mujer de mente despierta llamada Lini a quien Nynaeve esperaba conocer algún día.
—Bueno, no veo por qué tienes que coquetear sólo porque creas que Rand puede estar haciéndolo. —Se contuvo a tiempo de no mencionar otra vez la edad de Thom. «Lan también tiene edad para ser tu padre», murmuró aquella vocecilla interior. «Amo a Lan. Si fuera capaz de encontrar el modo de liberarlo de Moraine… ¡Ése no es el tema que tenemos entre manos!»—. Thom es un hombre con secretos, Elayne. Recuerda que Moraine le mandó acompañarnos. Sea quien sea, desde luego no es un simple juglar.
—Fue un gran hombre —musitó Elayne—. Y podría haberlo sido más de no interferir el amor.
Aquello acabó con el control de Nynaeve, que se dejó llevar por el genio; se volvió hacia la joven y la agarró por los hombros.
—¡No sabe si ponerte sobre sus rodillas y darte una azotaina o… o… trepar a un árbol!
—Lo sé. —Elayne soltó un suspiro de frustración—. Pero no se me ocurre qué otra cosa puedo hacer.
Nynaeve rechinó los dientes por el esfuerzo de no empezar a sacudirla violentamente.
—¡Si tu madre se entera de esto mandará a Lini para que te lleve a rastras de la oreja y te meta de nuevo en el cuarto de niños!
—Ya no soy una chiquilla, Nynaeve. —La voz de Elayne sonaba tensa, y el rubor que le teñía las mejillas ya no era a causa del azoramiento—. Soy tan mujer como mi madre.
La antigua Zahorí echó a andar de nuevo hacia Mardecin, apretando la coleta con tanta fuerza que le dolían los nudillos. Elayne la alcanzó después de que hubiera dado varias zancadas.
—¿De verdad vamos a comprar verduras? —Su gesto era sereno y el tono de su voz, despreocupado.
—¿Viste lo que trajo Thom? —preguntó secamente Nynaeve.
—Tres jamones. —Elayne se estremeció—. ¡Y esa horrible carne curada con pimienta! ¿Es que los hombres no comen nada más que carne si no se lo ponen delante de las narices?
El malhumor de Nynaeve se apaciguó a medida que caminaban y charlaban de las flaquezas del sexo más débil —los varones, por supuesto— y otros temas por el estilo. No le desapareció por completo, claro está. Le gustaba Elayne y disfrutaba con su compañía; en ocasiones parecía que fuera de verdad la hermana de Egwene, como a veces se llamaban entre ellas. Pero no cuando Elayne actuaba como una niña malcriada queriendo llamar la atención. Thom podría poner fin a esta situación, naturalmente, pero el viejo necio la consentía como un padre afectuoso a su hija preferida, incluso cuando no sabía si echarle un rapapolvo o desmayarse. De un modo u otro, Nynaeve estaba dispuesta a llegar al fondo del asunto, y no por bien de Rand, sino porque esta forma de proceder no era propia de Elayne. Era como si hubiera contraído una rara enfermedad. Y ella se proponía curarla.
Las calles de Mardecin estaban pavimentadas con láminas de granito que aparecían desgastadas por el paso de pies y ruedas de carretas a lo largo de generaciones, y todos los edificios eran de ladrillo o de piedra. Algunos de ellos estaban deshabitados, sin embargo, ya fueran viviendas o tiendas, a veces con la puerta principal abierta de manera que Nynaeve podía ver el vacío interior. Contó tres herrerías, de las que dos estaban abandonadas, y en la tercera un herrero frotaba desganadamente sus herramientas con aceite mientras que la forja permanecía apagada. Una posada con el tejado de pizarra, en donde los hombres estaban sentados con gesto taciturno en unos bancos colocados ante la fachada, tenía varias ventanas rotas; en otra, el establo anexo tenía las puertas medio arrancadas de los goznes, y en el patio sólo se veía un polvoriento carruaje, en cuyo alto pescante estaba anidando una gallina abandonada. En esta última había alguien tocando una canción; parecía La garza en el ala, pero sonaba desanimada. La puerta de otra posada aparecía atrancada con dos planchas de madera sujetas con clavos.
Las calles se hallaban abarrotadas de gente, pero se movía como desganada, agobiada por el calor; los embotados semblantes ponían de manifiesto que estas personas no tenían realmente una razón para moverse ni poco ni mucho aparte de hacerlo por costumbre. Muchas mujeres llevaban una especie de toca que casi les ocultaba el rostro, y sus vestidos estaban desgastados por el repulgo; no pocos hombres tenían raídos los cuellos y los puños de sus chaquetas.
Efectivamente, había Capas Blancas deambulando por las calles, y, aunque no eran tantos como había dando a entender Thom, sí que había de sobra. Nynaeve contenía la respiración cada vez que advertía que un hombre con prístina capa y brillante armadura se quedaba mirándola. Sabía que no había trabajado con el Poder tanto tiempo como para adquirir la apariencia intemporal de las Aes Sedai, pero aquellos tipos podrían intentar matarla —una bruja de Tar Valon, una proscrita en Amadicia— si albergaban la menor sospecha de que estuviera relacionada con la Torre Blanca. Caminaban a largas zancadas entre la muchedumbre, por lo visto ajenos a la evidente pobreza que los rodeaba. La gente se apartaba respetuosamente para dejarles paso, recibiendo a cambio una ligera inclinación de cabeza, como mucho, y a menudo un severo y pío «Id con la Luz».
Haciendo caso omiso de los Hijos de la Luz lo mejor que podía, Nynaeve se enfrascó en encontrar verduras y frutas frescas; pero, para cuando el sol alcanzó su cenit cual una bola abrasadora cuyos ardientes rayos traspasaban las tenues nubes, Elayne y ella habían deambulado a ambos lados del puente y entre ambas habían conseguido un puñado de guisantes, algunos rábanos diminutos, unas cuantas peras duras y una cesta para llevarlo todo. A lo mejor Thom sí que había buscado. En esa época del año, los puestos y carros deberían haber estado llenos de productos estivales, pero la mayor parte de lo que vieron eran patatas y nabos amontonados que habían conocido mejores tiempos. Recordando todas aquellas granjas abandonadas en las cercanías de la ciudad, Nynaeve se preguntó cuántas de estas personas conseguirían sobrevivir al invierno. Siguieron caminando.
Colgado boca abajo junto a la puerta de la tienda de una modista había un ramo de lo que parecía genista, con pequeñas flores amarillas, los tallos liados a todo lo largo con una cinta blanca y después atados con otra de color amarillo, una de cuyas puntas colgaba suelta. Uno podría imaginar que era el fútil intento de una mujer de poner un detalle decorativo para alegrar unos malos tiempos. Sin embargo, Nynaeve tenía la certeza de que no se trataba de eso.
Se detuvo junto a un establecimiento cerrado, con un cuchillo dibujado en el letrero que todavía colgaba sobre la puerta, y simuló estar quitándose una china del zapato mientras examinaba furtivamente la tienda de la modista. La puerta se encontraba abierta, y en el escaparate de pequeños cristales se exhibían rollos de telas de colores, pero nadie entraba ni salía.
—¿La encuentras, Nynaeve? Será mejor que te saques el zapato.
Nynaeve dio un respingo; casi había olvidado que Elayne estaba allí. Nadie les prestaba atención ni pasaba lo bastante cerca para oír lo que hablaban, pero aun así mantuvo bajo el tono de voz.
—Ese ramo de genista que hay junto a la puerta de esa tienda. Es una señal del Ajah Amarillo, una señal de emergencia puesta por una informadora Amarilla.
No tuvo que advertir a la joven que no mirara en aquella dirección fijamente; los ojos de Elayne apenas se volvieron hacia allí.
—¿Estás segura? —preguntó en un susurro—. ¿Cómo lo sabes?
—Por supuesto que estoy segura. No puede estar más claro; la punta de la cinta amarilla que cuelga está dividida incluso en tres. —Hizo una pausa para inhalar profundamente. A menos que estuviera completamente equivocada, aquel insignificante puñado de plantas tenía un peligroso significado. Si se equivocaba, entonces estaba poniéndose en ridículo, y eso era algo que detestaba—. Pasé bastante tiempo charlando con hermanas Amarillas en la Torre. —La Curación era el propósito principal de este Ajah, al que no le interesaban mucho las hierbas, naturalmente, ya que uno no necesita esos remedios cuando puede curar con el Poder—. Una de ellas me lo contó. No consideraba una gran transgresión revelarme algo así puesto que estaba convencida de que yo escogería el Ajah Amarillo. Además, no se había utilizado desde hacía casi trescientos años. Elayne, sólo unas pocas mujeres de cada Ajah saben quiénes son las informadoras del suyo, pero un ramo de flores amarillas atadas y colgadas de ese modo advierte a cualquier hermana Amarilla que aquí hay una informadora suya, y con un mensaje lo bastante urgente para correr el riesgo de descubrirse.
—¿Cómo vamos a descubrir de qué se trata?
Eso le gustó a Nynaeve. Nada de «¿qué podemos hacer?». La chica tenía arrestos.
—Sígueme —dijo, aferrando la cesta con más fuerza mientras se ponía erguida. Esperaba recordar todo lo que Shemerin le había dicho. Y confiaba en que Shemerin le hubiera dicho todo. La rellenita Amarilla podía mostrarse demasiado voluble para ser una Aes Sedai.
La tienda no era grande por dentro, y todos los huecos de las paredes estaban ocupados por estantes que contenían paños de seda o de lana finamente tejida, carretes de ribetes y orlas, y cintas y puntillas de todos los anchos y diseños. Había maniquíes repartidos por el establecimiento, luciendo atuendos en varias etapas de la confección y estilos dispares, desde una prenda a medio hacer a otra completamente terminada, desde algo adecuado para un baile, en un tejido verde con bordados, hasta un vestido de seda en gris perla que no habría desentonado en la corte. A primera vista, la tienda tenía un aspecto próspero y con actividad, pero los penetrantes ojos de Nynaeve captaron el indicio de polvo en un cuello alto de encaje de Solinde y en el gran lazo de terciopelo negro que ceñía el talle de otro vestido.
En la tienda había dos mujeres de cabello oscuro. Una, joven y delgada y que intentaba limpiarse la nariz subrepticiamente, sostenía un rollo de seda de color rojo pálido contra su pecho, aferrándolo con nerviosismo. El cabello espeso le caía suelto, en ondas, sobre los hombros, al estilo de Amadicia, pero parecía enmarañado en comparación con el perfecto peinado de la otra mujer. Ésta, atractiva y de mediana edad, era sin duda la modista, como lo proclamaba el acerico lleno de alfileres pinchados que llevaba ceñido en la muñeca. Su vestido era de buena lana verde, bien cortado y confeccionado para demostrar su pericia, pero sólo con un ligero adorno de flores blancas alrededor del cuello alto, como para no eclipsar a sus clientes.
Cuando Nynaeve y Elayne entraron, las dos mujeres se quedaron boquiabiertas, como si nadie hubiera cruzado el umbral en un año. La modista se recuperó de la sorpresa primero y las miró con cuidada dignidad al tiempo que hacía una leve reverencia.
—¿Puedo serviros en algo? Soy Ronda Macura. Mi tienda es vuestra.
—Deseo un vestido con rosas amarillas bordadas en el corpiño —le dijo Nynaeve—. Pero sin espinas, naturalmente —añadió con una risa—. Las heridas me tardan en curar. —Lo que dijera no importaba siempre y cuando incluyera las palabras «amarilla» y «curar». A no ser que ese ramo de flores fuera una simple casualidad. En tal caso, tendría que hallar alguna razón para no comprar un traje con rosas. Y el modo de impedir que Elayne participara tan bochornosa experiencia a Thom y a Juilin.
La señora Macura la miró fijamente un momento con sus oscuros ojos y después se volvió hacia la delgada muchacha y la empujó hacia la trastienda.
—Ve a la cocina, Luci, y prepara té para estas damas. Del de la lata azul. El agua ya está caliente, gracias a la Luz. Vamos, muchacha, muévete. Suelta esa tela y cierra la boca de una vez. Venga, venga, date prisa. Ojo, del de la lata azul. Mi mejor té —dijo mientras se volvía hacia Nynaeve al tiempo que la chica desaparecía por la puerta—. Vivo encima de la tienda, y la cocina está en la parte de atrás. —Se alisó la falda con nerviosismo, con el pulgar y el índice formando un círculo. Por el anillo de la Gran Serpiente. Al parecer, no iba a necesitar una excusa para no comprar el vestido.
La antigua Zahorí repitió la señal y, al cabo de un momento, también lo hizo su compañera.
—Soy Nynaeve, y ella, Elayne. Vimos vuestra señal.
—¿La señal? —La mujer pestañeó como si quisiera echar a volar—. Ah, sí. Por supuesto.
—¿Y bien? —dijo Nynaeve—. ¿Qué mensaje urgente es ése?
—No deberíamos hablar sobre eso aquí… eh… señora Nynaeve. Podría entrar alguien. —Nynaeve lo dudaba mucho—. Os lo contaré mientras tomamos una buena taza de té. De mi mejor té, ¿os lo dije ya?
Nynaeve intercambió una mirada con Elayne. Si la señora Macura era tan reacia a hablar, la noticia debía de ser realmente impresionante.
—Podemos entrar en la trastienda —intervino Elayne—. Allí nadie nos oirá. —Su tono regio atrajo la atención de la modista. Por un momento Nynaeve pensó que ello pondría fin a su nerviosismo, pero al instante la mujer volvía a parlotear como antes.
—El té estará preparado dentro de un momento. El agua ya estaba caliente. Antes utilizábamos té tarabonés del que traían los mercaderes. Ése es el motivo de que esté aquí, supongo. No por el té, naturalmente, sino por todo ese comercio que solía haber y las noticias que llegaban con las carretas de una y otra dirección. Ellas… quiero decir, vosotras estáis interesadas principalmente en epidemias o una nueva clase de enfermedad, pero también a mí me interesa algo así. Hice mis pinitos con… —Tosió y se apresuró a continuar mientras se alisaba de nuevo la falda; si frotaba la tela con más fuerza, acabaría haciéndose un agujero en ella—. Es algo relacionado con los Hijos, por supuesto, pero en realidad ellas… vosotras no estáis demasiado interesadas en ellos.
—Vayamos a la cocina, señora Macura —instó firmemente Nynaeve tan pronto como la otra mujer hizo una pausa para respirar. Si las noticias la tenían tan asustada, Nynaeve no admitiría más retrasos en que le pasara la información.
La puerta trasera se abrió lo suficiente para que Luci asomara la cabeza con gesto de ansiedad.
—Está preparado, señora —anunció sin aliento.
—Por aquí, señora Nynaeve —dijo la modista, que seguía sobando la parte delantera de su vestido—. Señora Elayne.
Un pasillo corto conducía, pasando ante una estrecha escalera, a una cocina acogedora con vigas en el techo; en la lumbre había un cazo con agua hirviendo, y había alacenas por todas partes. Ollas de cobre colgaban entre la puerta y una ventana que se asomaba a un pequeño patio, rodeado por una valla de madera. Sobre la pequeña mesa situada en el centro de la cocina había una brillante tetera amarilla, un tarro verde con miel, tres tazas disparejas de otros tantos colores, y un recipiente de loza azul, bajo y ancho, con la tapa a su lado. La señora Macura recogió el recipiente con rapidez, lo tapó y lo guardó en una alacena, donde había otras dos docenas de distintos colores.
—Sentaos, por favor —dijo y empezó a servir el té en las tazas—. Por favor.
Nynaeve tomó asiento al lado de Elayne y la modista les puso las tazas delante, tras lo cual corrió hacia una alacena, de la que sacó cucharillas de peltre.
—¿Y el mensaje? —preguntó Nynaeve mientras la mujer tomaba asiento frente a ellas. La señora Macura estaba demasiado nerviosa para tocar su taza de té, de modo que Nynaeve puso un poco de miel en su infusión, la removió y dio un sorbo; estaba caliente, pero dejaba en la boca un sabor fresco, como a menta. Una buena taza de té tranquilizaría a la mujer, si conseguía que se la tomara.
—Tiene un sabor muy agradable —murmuró Elayne por encima del borde de su taza—. ¿Qué clase de té es?
«Buena chica», pensó Nynaeve. Pero las manos de la modista se limitaron a revolotear junto a la taza, sin cogerla.
—Es té tarabonés, de la región de la Costa de las Sombras.
Suspirando, Nynaeve tomó otro sorbo para asentarse el estómago.
—El mensaje —insistió—. No habéis colgado ese ramo a la puerta sólo para invitarnos a tomar té. ¿Cuál es esa noticia urgente que tenéis?
—Ah, sí. —La señora Macura se lamió los labios, las miró a las dos, y después dijo lentamente—: Me llegó hace casi un mes, con órdenes de que cualquier hermana que pasara por aquí la oyera a toda costa. —Volvió a pasarse la lengua por los labios—. Todas las hermanas son bienvenidas a regresar a la Torre Blanca. La Torre tiene que volver a estar unida y ser fuerte.
Nynaeve esperó a oír el resto, pero la otra mujer guardó silencio. ¿Y éste era el mensaje tan importante? Miró a Elayne, pero el calor parecía estar afectando a la joven; hundida en la silla se contemplaba las manos apoyadas sobre la mesa.
—¿Eso es todo? —demandó Nynaeve, que se sorprendió a sí misma bostezando. También debía de estar sintiendo los efectos del calor.
La modista siguió mirándola atentamente, en silencio.
—He dicho —empezó Nynaeve, pero de repente tuvo la sensación de que la cabeza le pesaba demasiado para sostenerla erguida. Advirtió que Elayne la tenía apoyada en la mesa; sus ojos estaban cerrados y los brazos le colgaban fláccidos. Nynaeve miró la taza que tenía entre las manos, horrorizada—. ¿Qué nos habéis dado? —farfulló; el sabor a menta seguía allí, pero notaba la lengua como si estuviera hinchada—. ¡Responded! —Dejando caer la taza, se incorporó apoyándose en la mesa; las piernas le temblaban—. Así os consuma la Luz, ¿qué…?
La señora Macura retiró su silla hacia atrás y se puso fuera de su alcance, pero su anterior nerviosismo se había convertido ahora en una expresión de tranquila satisfacción.
Nynaeve sintió cómo se hundía en la negrura; lo último que oyó fue la voz de la modista:
—¡Agárrala, Luci!