37 Representaciones en Samara

Por lo que le pareció centésima vez, Nynaeve sostuvo un mechón de su largo cabello para mirarlo y luego suspiró. El fuerte murmullo de charlas y risas que eran emitidas por centenares, si no miles, de gargantas, que casi ahogaba el sonido de música lejana, se colaba a través de las paredes del carromato. No le había importado lo más mínimo quedarse dentro del vehículo con Elayne mientras durara el desfile a través de las calles de Samara —alguna ojeada que otra por las ventanas fue suficiente para convencerla de que era mejor no estar fuera, entre aquella abigarrada muchedumbre que gritaba y apenas dejaba paso para los carromatos—, pero cada vez que miraba su cabello, de un llamativo tono cobrizo, la hacía desear haber dado volantines con los Chavana antes que teñírselo.

Poniendo un gran empeño en no mirarse, se envolvió en su sencillo chal de color gris oscuro, giró sobre sus talones, y dio un respingo al encontrar a Birgitte plantada en la puerta. La mujer había ido en el carromato de Clarine y Petro durante el desfile, mientras Clarine hacía arreglos a un vestido rojo igual al que había estado cosiendo para Nynaeve siguiendo instrucciones de Luca, que se las había dado antes incluso de que la antigua Zahorí hubiese accedido a actuar. Birgitte lo llevaba puesto ahora; el cabello de la mujer, teñido de negro, iba peinado en una trenza y echado sobre el hombro, de modo que descansaba entre sus senos. Birgitte no parecía darse cuenta de lo bajo que era el escote cuadrado. El simple hecho de mirarla indujo a Nynaeve a ajustarse más el chal de manera inconsciente; Birgitte no podía enseñar ni un centímetro más del pálido busto y mantener el más leve atisbo de decencia. Tal y como era, recurrir a tal descripción casi resultaba risible. Mirar a la mujer hizo que a Nynaeve se le encogiera el estómago, y no por nada relacionado con el atuendo.

—Si vas a llevar el vestido, ¿por qué te tapas? —Birgitte entró en el carromato y cerró la puerta tras ella—. Eres una mujer. ¿Por qué no sentirte orgullosa de ello?

—Si crees que debería hacerlo —contestó, vacilante, mientras dejaba resbalar lentamente el chal hasta el doblez de los brazos, descubriendo un atuendo exactamente igual al de la otra mujer. Tenía la sensación de ir desnuda—. Sólo pensé que… que… —Aferró con fuerza la falda de seda para mantener las manos caídas a los costados y alzó los ojos hacia Birgitte. El simple hecho de saber que iba vestida igual se lo hacía más fácil. Birgitte hizo una mueca.

—¿Y si quiero que te pongas el escote un par de dedos más bajo? —preguntó la arquera.

Nynaeve abrió la boca, con las mejillas tan rojas como el vestido, pero no emitió ningún sonido de momento. Cuando por fin consiguió hablar, su voz sonaba estrangulada:

—No quedan dos dedos de tela para bajarlo. Fíjate en el tuyo. ¡Ni siquiera queda un milímetro!

Ceñuda, Birgitte salvó la distancia que las separaba en tres zancadas rápidas y se inclinó ligeramente para mirar cara a cara a la otra mujer.

—¿Y si aun así te pido que lo bajes esos dos dedos? —espetó, furiosa—. ¿Y si quiero que te pintes la cara, para que así Luca pueda tener su bufón? ¿Y si incluso te dejo completamente desnuda y te pinto de la cabeza a los pies? Resultarías una diana estupenda. Todos los hombres que hay en un radio de ochenta kilómetros vendrían a verte.

Nynaeve abrió y cerró la boca, pero en esta ocasión no salió ningún sonido entre sus labios. Deseaba con todas sus fuerzas cerrar los ojos; a lo mejor, cuando volviese a abrirlos, nada de esto estaría sucediendo.

Birgitte sacudió la cabeza con expresión disgustada y tomó asiento en una de las camas, con el codo apoyado en la rodilla y una mirada penetrante en sus azules ojos.

—Esto tiene que acabar. Cuando te miro, das un respingo. Vas detrás de mí a la expectativa, como un perro fiel. Si busco una banqueta, corres a traerme una. Si me paso la lengua por los labios, me has puesto una copa de vino en las manos antes de que me haya percatado siquiera de que tengo sed. Me enjabonarías la espalda y me pondrías los escarpines si te dejara. No soy ni un monstruo ni una inválida ni una niña, Nynaeve.

—Sólo intento compensarte por… —empezó tímidamente, y dio un brinco cuando la otra mujer bramó:

—¿Compensarme? ¡Lo que haces es rebajarme!

—No, no, de verdad que no es eso. Tengo la culpa de…

—Te haces responsable de mis actos —la interrumpió Birgitte con ferocidad—. Yo decidí hablar contigo en el Tel’aran’rhiod. Yo decidí ayudarte. Yo decidí rastrear a Moghedien. Yo decidí llevarte a verla. ¡Yo! ¡No tú, Nynaeve, yo! No fui tu marioneta ni tu sabueso entonces y tampoco lo seré ahora.

Nynaeve tragó saliva con esfuerzo y apretó más los dedos en los pliegues de la falda. No tenía derecho a enfadarse con esta mujer. Ningún derecho. Por el contrario, Birgitte sí lo tenía.

—Hiciste lo que te pedí. Es culpa mía que… que estés aquí. ¡Es por mi culpa!

—¿He mencionado acaso nada sobre culpas? A mi modo de ver, nadie es culpable, y tú tampoco.

—Fue mi estúpido orgullo el que me hizo creer que podría vencerla otra vez, y fue mi cobardía la que permitió que… que te… Si no hubiese estado tan asustada a lo mejor podría haber hecho algo a tiempo.

—¿Cobardía? —Birgitte abrió mucho los ojos, con incredulidad, y su voz cobró un leve timbre de sorna—. ¿Cobarde tú? Pensé que eras lo bastante inteligente para no confundir el miedo con la cobardía. Podrías haber huido del Tel’aran’rhiod cuando Moghedien te soltó, pero te quedaste para luchar. No te eches la culpa por que te fuera imposible hacerlo. —Inhaló profundamente y se frotó la frente un momento; después volvió a inclinarse hacia la otra mujer—. Escúchame bien, Nynaeve. Yo no me culpo por lo que te pasó a ti. Lo vi, pero no podía mover ni un músculo en ese momento. Si Moghedien te hubiese hecho un nudo o te hubiera abierto en canal, seguiría sin sentirme culpable. Hice lo que pude y cuando pude. Y tú, igual.

—No es lo mismo. —Nynaeve procuró hablar sin acalorarse—. Fue culpa mía que estuvieras allí. Y también que estés aquí ahora. Si… —Hizo una pausa para tragar saliva otra vez—. Si fallas… cuando dispares hoy, quiero que sepas que lo entenderé.

—Siempre doy en el blanco —repuso fríamente Birgitte—, y no será a ti a quien apunte. —Empezó a coger cosas de uno de los armarios y las fue dejando encima de la pequeña mesa: flechas a medio terminar; astiles lijados; puntas de acero; un bote con pegamento; cordón fino; plumas de ganso gris para los penachos. Había dicho que también se haría un arco en la primera ocasión que se le presentara. El de Luca lo definía como «una rama nudosa arrancada de un árbol con las fibras sesgadas por un estúpido ciego en mitad de la noche»—. Me caías bien, Nynaeve —dijo mientras iba soltando las cosas—. Con espinas, púas y todo lo demás. Pero ya no, tal como eres ahora…

—No tienes razón para apreciarme ahora —musitó la otra mujer con tristeza, pero la arquera siguió hablando, apagando sus palabras, sin levantar la vista de lo que estaba haciendo.

—… y no voy a permitirte que me rebajes, que hagas de menos mis propias decisiones al querer hacerte responsable por ellas. He tenido pocas amigas, pero casi todas poseían el mismo temperamento que un espectro de nieve.

—Ojalá volvieras a ser mi amiga. —¿Qué demonios sería un espectro de nieve? Algo de otra Era, sin duda—. Jamás fue mi intención rebajarte, Birgitte. Sólo…

Birgitte no prestaba atención a sus palabras, salvo para alzar más la voz. Aparentemente estaba absorta en los astiles de flecha.

—Me gustaría sentir aprecio por ti otra vez, tanto si fuera correspondido como si no, pero me es imposible mientras no seas tú misma. Admitiría convivir con una infeliz llorona y empalagosa si fuera ésa tu forma de ser. Acepto a la gente como es, no como me gustaría a mí que fuera, o si no, las dejo. Pero tú no eres de ese modo, y no admitiré tus razones para comportarte de otra forma. Bien. Clarine me contó tu pelea con Cerandin, así que ahora sabré qué hacer la próxima vez que te empeñes en reclamar como tuyas mis propias decisiones. —Sacudió enérgicamente en el aire un trozo de madera de fresno—. Seguro que a Latelle le encantaría facilitarme la vara.

Nynaeve se obligó a aflojar la tensión de las mandíbulas y adoptar un tono de voz lo más suave posible:

—Tienes perfecto derecho a hacer conmigo lo que quieras. —Los puños apretados sobre la falda le temblaron más que la voz.

—Vaya, ¿es eso un atisbo de genio? ¿Una chispa de rabia? —Birgitte le sonrió con un gesto entre divertido y alarmantemente fiero—. ¿Cuánto falta para que estalle en llamas? Estoy dispuesta a dar tantos azotazos como sean necesarios. —La mueca burlona dio paso a una expresión seria—. Una de dos: o te hago comprender la realidad de lo que ocurre o te obligaré a marcharte. No hay otra alternativa. No puedo, ni quiero, abandonar a Elayne. Ese vínculo me honra y yo haré honor a él, y también a ella. No consentiré que creas que tomas las decisiones por mí ni que las tomaste en algún momento. Soy una persona, no un apéndice tuyo. Y ahora, puedes irte. He de terminar estas flechas si quiero disponer al menos de unas cuantas que sigan un curso exacto en el aire. No tengo intención de matarte, y no me gustaría que ocurriera por accidente. —Destapó el bote de pegamento y se inclinó sobre la mesa—. No te olvides de hacer una reverencia como una buena chica antes de salir.

Nynaeve llegó hasta el pie de la escalerilla y entonces se golpeó el muslo con el puño cerrado, furiosa. ¿Cómo se atrevía esa mujer? ¿Es que creía que podía tratarla como…? ¿Pensaba que ella iba a aguantar…? «Creías que podía hacer lo que le diera la gana contigo», le susurró una vocecilla dentro de la cabeza. «Dije que podía matarme si quería —replicó, rabiosa—. ¡No humillarme!» ¡A no mucho tardar, todo el mundo estaría amenazándola con esa maldita seanchan!

No había nadie en los carromatos, excepto unos pocos encargados de los caballos que hacían guardia, cerca de la alta valla de lona que había sido levantada alrededor del recinto donde se ofrecería el espectáculo. Desde la gran pradera de hierba agostada, a casi un kilómetro de Samara, la gris muralla de piedra de la ciudad se veía con claridad, con los cuadrados torreones de las puertas y los tejados de bálago o tejas de unos pocos edificios altos asomando por encima. Fuera de la muralla, varios poblados de chozas y toscas chabolas crecían como hongos en todas direcciones, abarrotados por los seguidores del Profeta, que habían esquilmado de árboles varios kilómetros a la redonda ya fuera para construir o bien para hacer lumbres.

La entrada al recinto del espectáculo para los espectadores estaba en el lado opuesto, pero dos de los mozos, armados con sólidos garrotes, se hallaban apostados al otro lado para disuadir a cualquiera que pretendiera colarse sin pagar por el acceso que utilizaban los miembros de la compañía. Nynaeve había llegado casi ante ellos, caminando con largas zancadas mientras mascullaba entre dientes, enrabietada, cuando sus estúpidas sonrisas la hicieron caer en la cuenta de que todavía llevaba el chal sujeto en el doblez de los brazos. La mirada que les asestó les borró la sonrisita de golpe. Sólo entonces se cubrió con el chal, sin apresuramientos; no estaba dispuesta a que esos patanes creyeran que sus muecas la obligarían a chillar y a brincar del susto. El delgaducho, que tenía una nariz que le ocupaba la mitad de la cara, sostuvo abierta la entrada de la lona y Nynaeve pasó y se sumergió en un pandemónium.

La gente se amontonaba por doquier en ruidosos apiñamientos de hombres, mujeres y niños cual ríos parlanchines que se desplazaban de una atracción a la siguiente. Todas las actuaciones, excepto los s’redit, se llevaban a cabo sobre plataformas que Luca había mandado hacer. Los mastodontes de Cerandin acaparaban el mayor número de espectadores; los inmensos animales grises estaban haciendo equilibrios sobre las patas delanteras, incluso la cría, con los largos apéndices nasales levantados sinuosamente, en tanto que los perros de Clarine contaban con el grupo más reducido de asistentes a pesar de las piruetas hacia atrás y los saltos que daban unos por encima de los otros. Mucha gente se detenía a contemplar los leones y los peludos caparis en sus jaulas, los venados de extrañas cuernas procedentes de Arafel, Saldaea y Arad Doman, y las aves de coloridos plumajes originarias de la Luz sabía dónde, así como unas criaturas de andares bamboleantes, cubiertas de un pelaje marrón, con grandes ojos y redondas orejas que estaban sentadas comiendo plácidamente las hojas de ramas que aferraban entre las patas delanteras. Luca situaba la procedencia de estos animales en diferentes lugares —seguramente porque la ignoraba— y todavía no había encontrado un nombre para designarlos que le complaciera. Una serpiente enorme, de la zona pantanosa de Illian, tan larga como la altura sumada de cuatro hombres, provocaba casi tantos respingos como los propios s’redit a pesar de que se limitaba a estar tumbada, aparentemente dormida; para Nynaeve fue una satisfacción comprobar que los osos de Latelle, que en ese momento estaban encaramados a unas grandes bolas de madera roja, haciéndolas girar con las patas traseras, atraían casi tan poco público como los perros. Esta gente podía ver osos en sus propios bosques, aunque éstos tuvieran el careto blanco.

El vestido de lentejuelas negras de Latelle resplandecía con la luz del sol vespertino. El verde de Cerandin y el azul de Clarine brillaban igualmente, aunque ninguno de los dos tenía tantas lentejuelas como el de Latelle; sin embargo, todos ellos tenían un cuello alto hasta la barbilla. Por supuesto, Petro y los Chavana actuaban vestidos sólo con calzones ajustados de un fuerte color azul, aunque era para que se vieran sus músculos. Era comprensible. Los acróbatas estaban encaramados unos sobre los hombros de los otros, formando una torre de cuatro. No muy lejos, el hombre forzudo cogió una barra larga, rematada a cada extremo por una bola de hierro —habían hecho falta dos hombres para llevar el artilugio a la plataforma— y de inmediato se puso a girarlo entre las gruesas manos, incluso dándole vueltas alrededor del cuello y sobre la espalda.

Thom hacía juegos malabares con fuego, y también se lo tragaba. Ocho bastones prendidos formaban un círculo perfecto en el aire; luego, de repente, el juglar tenía cuatro en cada mano, con uno sobresaliendo en cada grupo. Dirigiendo diestramente hacia su boca cada punta prendida, una por una, daba la impresión de tragarse las llamas y poco después sacaba el bastón apagado, con una expresión de satisfacción como si acabara de comer algo sabroso. Nynaeve no lograba imaginar cómo conseguía que el bigote no se le quemara, por no mencionar la boca. Un giro de muñecas, y los bastones apagados volvieron a prenderse en un abanico. Un instante después, formaban dos círculos interconectados por encima de su cabeza. Llevaba la misma capa marrón de siempre, aunque Luca le había dado una roja con lentejuelas. Por el modo en que Thom enarcó las cejas al verla pasar, no entendía por qué lo miraba con irritación. ¡Así que llevaba su propia capa!

Nynaeve se dirigió presurosa hacia la impaciente muchedumbre apiñada alrededor de dos altos postes unidos en lo alto por un cable tenso. Tuvo que hacer uso de los codos para lograr ponerse en primera fila, aunque hubo dos mujeres que le asestaron una mirada furibunda mientras apartaban de ella a sus hombres de un brusco tirón cuando el chal se escurrió hombros abajo. Les habría devuelto la mirada si no hubiese estado tan ocupada tapándose y poniéndose colorada. Luca estaba allí, con el entrecejo fruncido y un gesto de ansiedad semejante al de un marido esperando junto a la puerta del cuarto donde su mujer está dando a luz. A su lado había un tipo corpulento que llevaba la cabeza afeitada salvo un copete de pelo canoso. Nynaeve se situó al otro costado de Luca. El hombre del cráneo afeitado tenía mala catadura; una larga cicatriz le surcaba la mejilla izquierda, y un parche que le tapaba el ojo de ese lado iba pintado con un torpe simulacro de ojo ceñudo y enrojecido. Pocos hombres de los que había visto allí llevaban más armas que un simple cuchillo al cinturón, pero éste portaba una espada a la espalda, con la larga empuñadura asomando por encima del hombro derecho. Le resultaba vagamente familiar por alguna razón, pero Nynaeve estaba pendiente del cable en lo alto. Luca frunció el entrecejo al fijarse en el chal, le sonrió e intentó rodearle la cintura con el brazo.

Cuando el hombre todavía trataba de recobrar la respiración tras el codazo recibido y ella seguía colocándose bien el chal, Juilin salió de entre la multitud dando traspiés, con el gorro cónico ladeado, la chaqueta medio descolgada de un hombro, y una jarra de madera en la mano, que rebosaba por el borde. Caminando con los pasos excesivamente cautelosos del hombre que ha bebido más de la cuenta, se acercó a la escala de cuerda que conducía a una de las altas plataformas, y la miró de hito en hito.

—¡Vamos! —gritó alguien—. ¡Rómpete tu estúpido cuello!

—Espera, amigo —llamó Luca, que echó a andar repartiendo sonrisas y haciendo ondear la capa—. Ése no es lugar para un hombre con el estómago lleno de…

El rastreador soltó la jarra en el suelo, trepó por la escala de cuerda y se encaramó, inestable, en la plataforma. Nynaeve contuvo el aliento. El hombre estaba acostumbrado a las alturas, cosa lógica después de pasarse la vida persiguiendo ladrones por los tejados de Tear, pero aun así…

Juilin dio media vuelta como si estuviera perdido; parecía encontrarse demasiado ebrio para ver o recordar la escala. Fijó la mirada en el cable tenso. Vacilante, puso un pie en él y al punto retrocedió. Echó hacia atrás el gorro para rascarse la cabeza, observó atentamente el cable tendido y, de repente, la comprensión pareció iluminar su semblante. Muy despacio, se puso a gatas y empezó a desplazarse por el cable en medio de bamboleos. Luca le gritó que bajara, y la multitud estalló en carcajadas.

A mitad de camino entre una y otra plataforma, el rastreador se detuvo, miró hacia atrás y sus ojos se prendieron en la jarra que había dejado en el suelo. Era obvio que se estaba planteando cómo regresar por ella. Lentamente, con infinito cuidado, se puso de pie, de cara hacia la dirección por la que había venido y tambaleándose a uno y otro lado. Hubo un respingo general cuando un pie le resbaló y el hombre perdió el equilibrio. Mientras caía, de algún modo se las ingenió para sujetarse con una mano y engancharse por una pierna al cable. Luca recogió el gorro tarabonés antes de que llegara al suelo y gritó a todo el mundo que el hombre estaba loco y que no era responsabilidad suya lo que quiera que le ocurriese. Nynaeve ciñó las manos con fuerza sobre su estómago; se imaginaba a sí misma allí arriba y la mera idea le provocaba náuseas. Ese hombre era un estúpido. ¡Un completo necio sin pizca de cerebro!

Con un esfuerzo evidente, Juilin se las ingenió para agarrarse a la cuerda con la otra mano y se desplazó a pulso, palmo a palmo, a la plataforma más alejada. Una vez allí, se encaramó a ella, falto de equilibrio, se sacudió la chaqueta e intentó ponérsela derecha, aunque lo único que consiguió fue que le colgara por el hombro contrario. Entonces vio la jarra en el suelo, al pie de la otra plataforma. La señaló con alegría y volvió a posar un pie sobre el cable.

Esta vez, la mitad de los espectadores le gritó que volviera, que había una escala a su espalda; la otra mitad rió con todas sus ganas, sin duda esperando que se rompiera el cuello. Recorrió el cable ágilmente, se deslizó por la escala con las manos y los pies por la parte exterior, y recogió la jarra para echar un buen trago. Hasta que Luca le puso el gorro y los dos hombres saludaron con una reverencia —Luca ondeando la capa de tal modo que Juilin quedó tapado por ella la mitad del tiempo— los espectadores no comprendieron que todo había sido parte del espectáculo. Hubo un instante de silencio, e inmediatamente después estalló un gran aplauso coreado por aclamaciones y risas. Nynaeve había temido que el público reaccionara mal al darse cuenta de que lo habían engañado. El tipo del mechón de pelo en cola de caballo seguía teniendo un aspecto peligroso incluso sacudido por la risa.

Luca dejó a Juilin junto a la escala y volvió a situarse entre Nynaeve y el hombre del mechón de pelo.

—Me pareció que eso funcionaría. —Parecía inmensamente satisfecho consigo mismo e hizo más reverencias a la multitud como si hubiese sido él quien hubiera caminado por el cable.

Nynaeve le dedicó una mirada severa, pero no tuvo tiempo de soltar el agrio comentario que pensaba hacer porque en ese momento apareció Elayne abriéndose paso entre la multitud y se situó al lado de Juilin, con los brazos levantados y una rodilla ligeramente doblada.

Nynaeve apretó los labios y se ajustó el chal con irritación. Por mala que fuera la opinión que tenía del vestido rojo que había acabado por llevar puesto sin saber realmente cómo, dudaba mucho que el atuendo de Elayne fuera mejor. La heredera del trono de Andor iba completamente de blanco, con lentejuelas del mismo color brillando en la chaqueta corta y en los ajustados calzones. Nynaeve no había creído realmente que su amiga apareciera en público con esa ropa, pero había estado demasiado preocupada por su propio atuendo para darle su opinión. La chaqueta y los calzones le recordaban a Min. Nunca había aprobado que Min vistiera ropa de chico, pero el color y las lentejuelas hacían que ésta fuera aun más… escandalosa.

Juilin mantuvo tensa la escala de cuerda para que Elayne pudiera trepar por ella, aunque no era necesario. La joven subió con tanta agilidad como podría haberlo hecho él. El rastreador se perdió en la multitud tan pronto como Elayne llegó a la plataforma, donde la joven adoptó de nuevo la misma postura para saludar al público, y su rostro se iluminó al oír el clamoroso aplauso como si estuviera recibiendo la adulación de sus súbditos. Cuando plantó el pie en el cable tenso —que parecía aun más fino que cuando Juilin había caminado sobre él— Nynaeve contuvo la respiración y se olvidó por completo de la ropa que lucía Elayne e incluso de su propio vestido.

La muchacha dio los primeros pasos por la cuerda con los brazos extendidos; no estaba encauzando el tejido de un paso de Aire. Lentamente, avanzó palmo a palmo, sin la menor vacilación, sostenida únicamente por el cable. Encauzar sería demasiado peligroso si Moghedien tenía la más ligera sospecha de dónde se encontraban; la Renegada o las hermanas Negras podían estar en Samara, y percibirían el uso del saidar. Además, si no estaban ya en Samara no tardarían en aparecer por allí. En la otra plataforma Elayne tuvo que hacer una pausa para recibir un aplauso considerablemente más largo que el dado a Juilin —Nynaeve no lo entendía— e inició el camino de vuelta. Casi al final, giró sobre sí misma suavemente, regresó al centro del cable, y volvió a girar. Se tambaleó y recobró el equilibrio a duras penas. Nynaeve se sentía como si una mano le estuviera apretando la garganta con fuerza. A un paso lento y seguro, Elayne caminó hacia la plataforma y de nuevo adoptó la postura de saludo mientras los aplausos y las aclamaciones resonaban.

Nynaeve tragó saliva y volvió a respirar, pero sabía que el número no había terminado.

Elayne levantó las manos por encima de la cabeza y, de repente, empezó a dar volteretas laterales a lo largo de la cuerda, el negro cabello sacudiéndose, las piernas enfundadas en los blancos calzones centelleando al sol. Nynaeve chilló y agarró el brazo de Luca mientras su amiga llegaba a la otra plataforma, se tambaleaba al plantar los pies en ella, y recuperaba el equilibrio, a punto de caer por el borde.

—¿Qué te ocurre? —murmuró Luca, su susurro apagado por la ahogada exclamación de la multitud—. La has visto hacer esto todas las tardes desde Sienda. Y apuesto que también en muchos otros sitios.

—Por supuesto —repuso débilmente. Pendiente de Elayne, apenas si notó que el hombre le rodeaba los hombros con su brazo, de modo que no reaccionó como lo habría hecho en cualquier otro momento. Había intentado convencer a la joven para que simulara haberse torcido un tobillo, pero Elayne insistió en que después de practicar tanto con el Poder ahora ya no le hacía falta para realizar el número. Puede que a Juilin no le hiciera falta, ésa era la impresión que daba, pero Elayne nunca había gateado por los tejados de noche.

Las volteretas de regreso fueron perfectas, así como también el último salto para plantar los pies en la plataforma, pero Nynaeve no apartó los ojos ni aflojó los dedos aferrados a la manga de Luca. Después de lo que parecía la inevitable pausa para los aplausos, Elayne regresó a la cuerda para hacer más giros sobre un solo pie y con la otra pierna levantada y moviéndola arriba y abajo tan rápidamente que daba la sensación de que la tuviera extendida todo el tiempo; a continuación dio un salto mortal muy lento que la dejó recta como una daga, con los dedos de los pies apuntando al cielo. Y luego una voltereta hacia atrás que provocó el respingo de la multitud al verla balancearse a uno y otro lado, sosteniéndose en equilibrio a duras penas. Thom Merrilin le había enseñado esto y también el salto mortal.

Nynaeve vio a Thom de reojo, a un lado, separado de ella por otras dos personas; el hombre no quitaba los ojos de Elayne y estaba casi de puntillas. Parecía estar tan orgulloso como un pavo real; también parecía presto para salir corriendo y coger a la muchacha si caía; si sucedía tal cosa, al menos en parte sería culpa de él. ¡Nunca debería haberle enseñado esos ejercicios!

Una última pasada de volteretas laterales, las piernas enfundadas en los blancos calzones relampagueando al sol, más deprisa que antes. ¡Una última pasada de la que nadie le había hablado! Lo habría desollado a Luca con unas frases cortantes si el hombre no hubiese rezongado en voz baja, furioso, que el hecho de alargar el número sólo para ganarse más aplausos era un buen modo de que Elayne se rompiera el cuello. Hubo una pausa final para recibir esos aplausos, y por fin la joven descendió por la escala.

La multitud se abalanzó sobre ella mientras clamaba enardecida. Luca y cuatro de los mozos, armados con aquellos sólidos garrotes, aparecieron a su alrededor como por arte de magia, pero a pesar de su rapidez Thom se les adelantó, con cojera o sin ella.

Nynaeve brincó tal alto como pudo, aunque sólo consiguió atisbar a Elayne por encima de las cabezas de la gente. La joven no parecía estar asustada, ni siquiera impresionada, por tantas manos que intentaban tocarla extendiéndose entre el círculo de hombres que la protegían. Con la cabeza alta, y a pesar de tener las mejillas sonrojadas por el esfuerzo, se las arregló para mantener aquel aire frío y regio mientras la escoltaban entre la muchedumbre. Nynaeve no entendía cómo era capaz de tal cosa yendo vestida de ese modo.

—Como una condenada reina —masculló entre dientes el hombre tuerto. No había corrido con los demás hacia la joven, sino que se limitó a verlos pasar. Iba vestido con una sencilla chaqueta de lana gris oscura, y por su corpulencia no debía de temer ser arrollado por la muchedumbre. Por su aspecto se adivinaba que sabía cómo manejar aquella espada—. Así me abrase y me convierta en un campesino cagón, pero esa chica tiene suficientes redaños para ser una jodida reina.

Nynaeve lo miró boquiabierta mientras el hombre se alejaba entre la multitud, y su sorpresa no se debía a su tosco lenguaje. O, mejor dicho, en parte sí. Ahora recordaba dónde lo había visto: un hombre tuerto, con la cabeza afeitada salvo un mechón de pelo y que era incapaz de pronunciar dos frases seguidas sin intercalar las palabrotas más soeces.

Se olvidó de Elayne —la joven estaba a salvo— y empezó a abrirse camino entre la muchedumbre, en pos del hombre.

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