51 Llegan noticias a Cairhien

Un hilillo de humo azul se elevaba de la sencilla pipa de cañón largo que Rand sujetaba entre los dientes; el joven apoyó una mano en la balaustrada de piedra del balcón y contempló el jardín que había a sus pies. Las sombras se iban alargando; el sol semejaba una bola roja que descendía por el cielo despejado. Diez días en Cairhien, y éste parecía ser el primer momento en que estaba inactivo sin que se encontrara durmiendo. Selande estaba de pie a su lado, muy cerca, la blanca tez levantada para mirarlo a él, no al jardín. Su peinado no era tan complejo como el de una mujer de rango superior al suyo, pero aun así añadía un palmo a su altura. El joven trató de hacer caso omiso de ella, tarea harto difícil cuando una mujer insiste en apretar sus firmes senos contra el brazo de uno. La reunión se había alargado lo suficiente para que Rand quisiera tomarse un momento de descanso. Supo que era un error tan pronto como Selande lo siguió fuera.

—Conozco un estanque recoleto —dijo quedamente la mujer—, en el que podríamos aliviar este calor. Es un lugar discreto donde nada ni nadie nos molestaría. —La música del arpa de Asmodean llegaba a través de los arcos cuadrados que había detrás de ellos. Era una melodía ligera, como refrescante.

Rand resopló un poco más fuerte de lo que era su intención. El calor. No tenía comparación con el Yermo, pero… El otoño debía de estar a punto de empezar, y sin embargo la temperatura vespertina parecía propia de pleno verano. Un verano sin lluvias. En el jardín, unos hombres en mangas de camisa esparcían agua de unos cubos; la tarea se había retrasado hasta última hora de la tarde para evitar que la humedad se evaporase, aunque había muchas plantas mustias y medio muertas. Este tiempo no podía ser natural; el ardiente sol parecía mofarse de él. Moraine y Asmodean opinaban lo mismo, pero ninguno de los dos supo darle soluciones porque, al igual que él, ignoraban qué hacer o cómo. Sammael. Respecto a él sí que podría hacer algo.

—Agua fría —musitó Selande—, y vos y yo solos. —Se arrimó más, aunque Rand no entendía cómo era posible tal cosa.

Se preguntó de dónde le vendría el siguiente aguijonazo. Nada de dejarse llevar por la furia y actuar precipitadamente, hiciese lo que hiciese Sammael. Una vez que su metódico proceso de consolidación en Tear estuviese cumplido, entonces descargaría el rayo. Un golpe demoledor para acabar con Sammael y meter a Illian en su saco al mismo tiempo. Con Illian, Tear y Cairhien, amén de un ejército de Aiel lo bastante grande para arrollar a cualquier nación en cuestión de semanas, él…

—¿No os apetecería nadar? Yo no sé hacerlo muy bien, pero sin duda podríais enseñarme.

Rand suspiró. Por un momento deseó que Aviendha se encontrara allí. No. Lo que menos le interesaba ahora era una Selande corriendo y chillando como una loca, llena de contusiones y con las ropas hechas jirones. Entrecerró los ojos y bajó la mirada hacia la mujer.

—Puedo encauzar —musitó sin quitarse la pipa de entre los dientes. La noble se echó hacia atrás sin mover un músculo. No entendían por qué tenía que mencionar aquello; para ellos era algo que debía encubrirse, hacer como si no existiera si ello era posible—. Dicen que me volveré loco, pero aún no lo estoy. Aún no. —Soltó una risa honda que después cortó bruscamente mientras su rostro recobraba el gesto impasible—. ¿Enseñaros a nadar decís? Mejor os sostendré en el agua con el Poder. El saidin está contaminado, ya sabéis. Es por la impronta del Oscuro, pero no lo notaréis. Estará todo en derredor vuestro, pero no advertiréis nada de nada. —Soltó otra risita queda en la que había un leve resuello. Los oscuros ojos de la mujer estaban abiertos como platos y su sonrisa era un rictus forzado—. Bien, entonces, quedamos para después. Ahora quiero estar solo para reflexionar sobre… —Se inclinó como si tuviese intención de besarla, y ella soltó un chillido e hizo una reverencia con tanta brusquedad que de momento Rand creyó que a la noble se le habían doblado las piernas.

Retrocedió precipitadamente, haciendo una reverencia cada dos pasos mientras balbucía el honor que era servirlo y sus más profundos deseos de hacerlo, todo ello con una voz rayana en la histeria, hasta que chocó contra uno de los arcos cuadrados. Realizó una última reverencia y entró como si la persiguieran demonios.

Rand hizo una mueca y se volvió hacia la balaustrada. Ahora asustaba a mujeres. La noble habría buscado mil excusas si le hubiese pedido que lo dejara solo, habría interpretado una orden sólo como un momentáneo contratiempo a menos que le dijera específicamente que se quitase de su vista, y aun así… Quizá la noticia se difundiría esta vez. Tenía que controlar su genio; últimamente le daba rienda suelta con demasiada facilidad. Se debía a la sequía que no podía remediar, a los problemas que brotaban como malas hierbas allí dondequiera que mirase. Unos instantes más de tranquilidad, de estar solo con su pipa, era cuanto pedía. ¿Quién querría gobernar una nación cuando podría hacer un trabajo más sencillo, como por ejemplo llevar agua colina arriba con un colador?

Más allá del jardín, entre dos de las torres escalonadas del Palacio Real, tenía una visión panorámica de Cairhien, alumbrada austeramente en unas partes y sumida en sombras en otras, sometiendo a las colinas más que esparciéndose sobre sus suaves ondulaciones. Su estandarte carmesí con el antiguo símbolo Aes Sedai colgaba fláccido en lo alto de una de aquellas dos torres, y una copia del emblema del Dragón, en la otra. Este último ondeaba en una docena más de sitios en la ciudad, incluida la más alta de las torres sin terminar, justo frente a él. Los gritos habían tenido tan poco resultado como las órdenes respecto a eso; ni los tearianos ni los cairhieninos podían creer que dijera en serio que sólo quería una, y a los Aiel les importaban poco las banderas de una u otra forma.

Incluso allí donde se encontraba, en una zona retirada del palacio, alcanzaba a oír el murmullo de una ciudad llena a reventar: refugiados de todos los rincones del país, más temerosos de regresar a sus hogares que de tener cerca al Dragón Renacido; mercaderes que acudían para vender todo lo que la gente podía permitirse comprar y para comprar todo lo que la gente no podía permitirse conservar. Lores y hombres de armas que iban a ponerse bajo su bandera o la de algún otro. Cazadores del Cuerno que pensaban que el legendario objeto tenía que encontrarse cerca de él, y habría una docena o centenares de antiguos habitantes de extramuros dispuestos a vendérselo a cualquiera de ellos; constructores Ogier procedentes del stedding Tsofu para ver si había trabajo para su legendaria destreza artesanal; aventureros, algunos de los cuales seguramente habían sido bandidos una semana atrás, que acudían con la esperanza de empezar otra vez. Incluso había habido alrededor de un centenar de Capas Blancas, aunque se habían marchado a galope tendido tan pronto como se hubo levantado el sitio. ¿Le concerniría el agrupamiento de Capas Blancas que Pedron Niall estaba llevando a cabo? Egwene le insinuaba cosas, pero ella enfocaba los asuntos según la perspectiva de la Torre Blanca, estuviese donde estuviese. El punto de vista de las Aes Sedai no era el suyo precisamente.

Por lo menos las caravanas con carretas cargadas de trigo empezaban a llegar desde Tear con cierta regularidad. Una multitud hambrienta podía organizar tumultos. Rand deseó que los problemas se limitaran a terminar con la hambruna, pero había más. Aunque eran menos, todavía quedaban bandidos. Y la guerra civil no había terminado. Todavía. Más buenas noticias. Tenía que asegurarse de que siguiese así antes de poder marcharse. Un centenar de cosas de las que ocuparse antes de estar en condiciones de ir tras Sammael. Sólo quedaban Rhuarc y Bael de los jefes en los que confiaba, aquellos que habían marchado con él desde Rhuidean. Pero, si no podía fiarse de llevar a Tear a los cuatro clanes que se habían aliado al final con él, ¿acaso podía fiarse de dejarlos en Cairhien? Indirian y los otros lo habían aceptado como el Car’a’carn, pero lo conocían tan poco como él a ellos. El mensaje de esa mañana también podría significar un problema: Berelain, Principal de Mayene, se encontraba a sólo unos cientos de kilómetros al sur de la ciudad, de camino para unirse a él con un pequeño ejército; Rand no alcanzaba a comprender cómo había conseguido conducirlo a través de Tear. Cosa chocante, en su carta preguntaba si Perrin estaba con él. Sin duda la mujer temía que se olvidara de su pequeño país si no se lo recordaba. Siendo como era la última de una larga dinastía de Principales que habían logrado impedir que Tear engullese su país valiéndose del Juego de las Casas, quizá fuera casi un placer verla contender con los cairhieninos empleando sus mismas armas. Tal vez si la ponía al mando allí… Se llevaría a Meilan y a los demás tearianos consigo cuando llegara el momento. Si es que llegaba.

Esto no era mucho mejor que esperar dentro. Vació la pipa con unos golpecitos y apagó las últimas briznas de tabaco encendido con el tacón de la bota. No había por qué correr el riesgo de provocar un incendio en el jardín; ardería como una antorcha. La sequía, el tiempo anormal… Cayó en la cuenta de que tenía torcida la boca en un gruñido silencioso. Antes debía ocuparse de aquellos asuntos sobre los que podía hacer algo.

Resultó un arduo esfuerzo relajar el rostro antes de entrar.

Asmodean, tan bien vestido como cualquier lord, con chorreras de encaje en el cuello, interpretaba una tranquila melodía con su arpa en un rincón, recostado contra el severo revestimiento de oscuros paneles como si holgara en un rato de ocio. Los demás que estaban sentados se incorporaron de sus sillas al aparecer Rand y tomaron asiento de nuevo tras su gesto brusco. Meilan, Torean y Aracome ocupaban sillones tallados y dorados a un lado de la alfombra de fuertes tonos rojo y oro, cada cual con un joven noble teariano apostado a su espalda, fieles reflejos de los cairhieninos instalados al otro lado. Dobraine y Maringil también tenían a un joven lord detrás de cada uno, ambos con la parte delantera de la cabeza afeitada y empolvada como la de Dobraine. Selande, la tez pálida, se encontraba al lado de Colavaere y tembló cuando él la miró.

Rand compuso el gesto y caminó sobre la alfombra hacia su propio sillón. Éste por sí solo era razón suficiente para controlar su semblante. Era un nuevo regalo de Colavaere y los otros dos, en lo que imaginaban era el estilo teariano. Daban por hecho que debía de gustarle la abigarrada pomposidad de Tear, puesto que gobernaba ese país y había enviado representantes. Las patas eran dragones tallados que relucían con el rojo de los esmaltes, los dorados del pan de oro y los grandes topacios que tenían por ojos. Otros dos formaban los brazos, y otros, rampantes, daban forma al alto respaldo. Debían de haber sido incontables los artesanos que tenían que haber trabajado sin dormir desde su llegada para construir el condenado sillón. Se sintió como un necio al acomodarse en él. La música de Asmodean había cambiado; ahora tenía un aire fastuoso, como una marcha triunfal.

Y, sin embargo, había una nueva cautela en aquellos oscuros ojos cairhieninos que lo observaban, una cautela que se reflejaba en los tearianos. Ya estaba allí antes de que él saliera. Tal vez en sus intentos de congraciarse con él habían cometido un error del que estaban empezando a caer en la cuenta. Todos habían tratado de pasar por alto quién era él, fingiendo que sólo era un joven lord que los había conquistado, con quien podía tratarse y a quien se podía manipular. Ese sillón —ese trono— se alzaba ahora ante ellos como una prueba palpable de quién era él realmente.

—¿Las tropas se mueven conforme a lo previsto, lord Dobraine? —El arpa enmudeció tan pronto como abrió la boca; aparentemente, Asmodean estaba absorto en repasar las cuerdas como un pájaro que se acicala las plumas.

—Así es, milord Dragón —respondió escuetamente el atezado hombre con una sonrisa sombría. Rand no se hacía ilusiones de que le cayera mejor a Dobraine que a cualquiera de los otros ni de que no intentara sacar provecho donde podía, pero el noble parecía de hecho dispuesto a cumplir el juramento que había prestado. Las bandas de colores a lo ancho de la pechera de la chaqueta aparecían desgastadas por el roce de un peto de armadura abrochado encima de ellas.

Maringil rebulló en su sillón; era un tipo fibroso como una tralla y alto para la media cairhienina, con el blanco cabello rozándole casi los hombros. No llevaba afeitada la parte delantera de la cabeza, y las bandas de la chaqueta, que le llegaban casi hasta casi las rodillas, no mostraban señales de roce ni desgaste.

—Necesitamos a esos hombres aquí, milord. —Sus ojos de halcón hicieron una rápida pasada por el trono dorado antes de volver a enfocarse sobre Rand—. Todavía quedan sueltos muchos bandidos por el país. —Volvió a rebullir de manera que no tuviera que mirar a los tearianos. Meilan y los otros dos sonreían débilmente.

—Destaqué Aiel para que den caza a las cuadrillas de malhechores —dijo Rand. Tenían orden de barrer a todos los bandidos que encontraran en su camino. Y no salirse de él para ir a buscarlos. Ni siquiera los Aiel eran capaces de llevar a cabo esa tarea y desplazarse con rapidez—. Se me ha informado que hace tres días los Soldados de Piedra mataron a casi doscientos cerca de Morelle. —Esa población se encontraba cerca de la frontera más al sur reclamada por Cairhien en los últimos años, a mitad de camino del río Iralell. No era menester revelar a este puñado de nobles que esos mismos Aiel podían encontrarse ya en el río a estas alturas, y que eran capaces de cubrir largas distancias con más rapidez que los caballos.

—Hay otra razón —insistió Maringil, que frunció el ceño con inquietud—. La mitad de nuestro país al oeste del Alguenya está en poder de Andor. —Vaciló. Todos sabían que Rand se había criado en Andor; una docena de rumores lo habían convertido en un hijo de una u otra casa andoreña distinta, incluso en un hijo de la propia Morgase que o había sido desterrado por su capacidad de encauzar o que había huido antes de que lo amansaran. El esbelto hombre continuó como si caminara de puntillas, descalzo y con los ojos tapados, entre dagas—. De momento no parece que Morgase trate de apoderarse de más territorios, pero hay que recuperar lo que se ha anexionado ya. Sus heraldos incluso han proclamado que tiene derecho al… —Enmudeció de repente. Ninguno de ellos sabía a quién se proponía Rand sentar en el Trono del Sol. A lo mejor esa persona era Morgase.

La sombría mirada de Colavaere tenía de nuevo a Rand en los platillos de la balanza; apenas había dicho nada hoy, y no lo haría hasta que supiera por qué el semblante de Selande estaba tan pálido.

De repente Rand se sintió harto; harto de la obstinación de los nobles, de todas las maquinaciones del Da’es Daemar.

—Me ocuparé de las pretensiones andoreñas sobre Cairhien cuando esté preparado. Esos soldados irán a Tear. Seguiréis el buen ejemplo de obediencia del Gran Señor Meilan, y no quiero oír hablar más del asunto. —Se volvió hacia los tearianos—. Porque vuestro ejemplo es bueno, ¿verdad, Meilan? Y el vuestro también, ¿no es así, Aracome? Si salgo a caballo mañana no me encontraré con un millar de Defensores de la Ciudadela acampados a quince kilómetros al sur de aquí cuando se suponía que debían estar de vuelta en Tear desde hace dos días, ¿no? Ni a dos mil hombres de armas de casas tearianas, ¿cierto?

Aquellas débiles sonrisas se borraron con cada palabra. Meilan se quedó muy quieto, con los oscuros ojos centelleando, y el estrecho rostro de Aracome se puso pálido, aunque habría sido difícil discernir si se debía a la ira o al temor. Torean se enjugaba el tosco semblante dándose toquecitos con un pañuelo de seda que había sacado de la manga. Rand gobernaba en Tear y tenía intención de seguir haciéndolo; Callandor clavada en el Corazón de la Ciudadela era prueba de ello. Tal era el motivo de que no hubiesen protestado su orden de enviar soldados cairhieninos a Tear. Pensaban repartirse nuevos feudos, quizá reinos, aquí, lejos de donde gobernaba él.

—Por supuesto que no los encontraréis, mi señor Dragón —repuso finalmente Meilan—. Mañana cabalgaré con vos para que lo veáis por vos mismo.

Rand no lo dudaba. Un jinete saldría hacia el sur tan pronto como el noble tuviera ocasión de hacer los arreglos oportunos y para mañana esos soldados estarían lejos, marchando hacia Tear. Con eso serviría. De momento.

—Entonces he acabado. Podéis marcharos.

Hubo unos cuantos respingos de sorpresa que se disimularon con tal rapidez que cualquiera habría pensado que lo había imaginado, y al punto se levantaban de los asientos y hacían reverencias e inclinaciones de cabeza; Selande y los jóvenes lores retrocedieron al mismo tiempo. Habían esperado más; una audiencia con el lord Dragón siempre era larga y, a su modo de ver, tortuosa. Rand los doblegaba firmemente como se había propuesto, ya fuera declarando que ningún teariano reclamaría tierras en Cairhien a menos que se uniera en matrimonio con un miembro de una casa cairhienina, o negándose a dar permiso para que se expulsara de la ciudad a los antiguos habitantes de extramuros, o dictando leyes destinadas a los nobles que jamás se habían aplicado a nadie salvo a los plebeyos.

Siguió con la mirada a Selande durante un momento. No era la primera en los últimos diez días. Ni siquiera la décima ni la vigésima. Se había sentido tentado, al menos al principio. Cuando rechazaba a una mujer esbelta, ésta era reemplazada enseguida por otra entrada en carnes, y una alta o morena, al menos para los cánones de Cairhien, por otra baja o de tez blanca. Una búsqueda constante de una mujer que fuera de su agrado. Las Doncellas rechazaron a las que intentaron colarse en sus aposentos de noche, firmemente pero con más comedimiento que el empleado por Aviendha con la mujer que sorprendió ella. Al parecer la joven se tomaba con absoluta seriedad la idea de que le pertenecía a Elayne. Sin embargo, con su sentido del humor Aiel parecía encontrar muy gratificante atormentarlo; no le había pasado por alto la expresión satisfecha que asomó en el semblante de Aviendha cuando gimió quedamente y se tapó la cara mientras ella empezaba a desnudarse para ir a dormir. En consecuencia, se habría sentido ofendido por su actitud si no hubiese comprendido enseguida lo que había detrás de aquel continuo fluir de jóvenes hermosas.

—Milady Colavaere.

La noble se paró tan pronto como él pronunció su nombre; bajo la compleja torre de rizos oscuros, su mirada era fría y tranquila. Selande no tenía más remedio que quedarse con ella, aunque saltaba a la vista que era tan reacia a permanecer allí como los demás lo eran a marcharse. Meilan y Maringil salieron finalmente tras hacer una última reverencia, tan pendientes de Colavaere y tan inmersos en discurrir por qué se le había pedido que se quedara que no se dieron cuenta de que estaban el uno junto al otro. La mirada de sus ojos era idéntica: sombría y depredadora.

La puerta de madera oscura se cerró.

—Selande es una joven muy hermosa —dijo Rand—, pero algunos hombres prefieren la compañía de mujeres más… maduras y entendidas. Cenaréis conmigo a solas esta noche, cuando dé la Segunda Víspera. Espero con ansiedad tener ese placer. —La despidió con un ademán antes de que pudiese objetar nada, si es que hubiese tenido fuerzas para hacerlo. Su semblante permaneció impasible, pero la reverencia que hizo fue un tanto inestable. Selande tenía una expresión de absoluto pasmo. Y de puro alivio.

Una vez que la puerta se volvió a cerrar tras las dos mujeres, Rand echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en carcajadas. Era una risa áspera, sarcástica, de sonido desagradable. Estaba harto del Juego de las Casas, de modo que lo jugaba sin pensar. Estaba asqueado de sí mismo por asustar a una mujer, así que había asustado a otra. Aquello era razón suficiente para echarse a reír. Colavaere era quien estaba detrás de aquella sarta de jovencitas que se le habían ofrecido, con la idea de encontrarle una compañera de cama a la que manejaría ella como a un títere tirando de las cuerdas y así tener otra atada firmemente a él. Pero era otra mujer la que ella tenía intención de meter en la cama del Dragón Renacido, y tal vez incluso de que se desposara con él. Ahora estaría sudando hasta que llegara la Segunda Víspera. Tenía que saber que era bonita, aunque sin llegar a hermosa, y si él había rechazado a todas las jóvenes que le había mandado, tal vez era porque quería una con unos quince años más. Además, sin duda estaba convencida de que no podía atreverse a desairar al hombre que tenía a Cairhien en sus manos. Esa noche lady Colavaere se mostraría tratable, pondría fin a esta idiotez. Probablemente Aviendha degollaría a cualquier mujer que encontrara en su lecho; además, él no tenía tiempo para todas estas asustadizas palomas dispuestas a sacrificarse por Cairhien y Colavaere. Había muchos problemas de los que ocuparse y poco tiempo, por no decir ninguno, para hacerlo.

«Luz, ¿y si Colavaere decide que merece la pena el sacrificio?» Podría muy bien hacerlo; tenía suficiente sangre fría para ello. «Entonces tendré que ocuparme de que esa frialdad sea debida al miedo». No le resultaría difícil. Percibía el saidin como algo al borde de su campo visual. También percibía la infección. A veces pensaba que lo que sentía ahora era la contaminación que había en él, los posos dejados por el saidin.

Se encontró mirando fijamente a Asmodean. El hombre parecía estar estudiándolo, el rostro inexpresivo. La música se reanudó como el rumoroso murmullo de agua deslizándose entre piedras, sosegadora. Así que necesitaba que lo apaciguaran, ¿no?

La puerta se abrió sin que sonara antes una llamada y dio paso a Moraine, Egwene y Aviendha juntas; las dos mujeres más jóvenes, con sus atuendos Aiel, flanqueaban a la Aes Sedai, vestida de color azul pálido. De haberse tratado de cualquier otra persona, incluso Rhuarc u otro jefe que se encontrara cerca de la ciudad o una delegación más de las Sabias, una Doncella habría entrado a anunciar su presencia, pero a estas tres las Doncellas las dejaban pasar sin avisar aunque él estuviese tomando un baño. Egwene miró de soslayo a «Natael» e hizo una mueca; de inmediato, la melodía bajó de tono y, durante un instante, se tornó compleja, quizás algún tipo de danza, antes de dar paso a lo que podría tomarse por el suave soplo de brisas. La sesgada sonrisa del hombre parecía dirigida al arpa.

—Me sorprende verte, Egwene —dijo Rand mientras ponía una pierna sobre el brazo del sillón—. ¿Cuántos días hace que me evitas? ¿Seis? ¿Me traes más buenas noticias? ¿Masema ha saqueado Amador en mi nombre? ¿O esas Aes Sedai que, según tú, me apoyan han resultado pertenecer al Ajah Negro? Fíjate que no pregunto quiénes son ni dónde están. Ni siquiera cómo te has enterado. No te pido que divulgues secretos de Aes Sedai ni de Sabias o lo que quiera que sean. Sólo dame las migajas que tengas a bien repartir conmigo y deja que sea yo quien se preocupe de si todo aquello que no has considerado oportuno contarme acabará apuñalándome en mitad de la noche.

—Sabes lo que necesitas saber —repuso ella mientras lo miraba con calma—. Y no te diré lo que no te hace falta saber.

Exactamente lo mismo que le había dicho hacía seis días. Era tan Aes Sedai como la propia Moraine por mucho que una vistiera ropas Aiel y la otra un atuendo de seda azul pálido. No había nada de calma en Aviendha, que se adelantó para ponerse hombro con hombro con Egwene, los verdes ojos relampagueantes, la espalda tan recta que parecía que se hubiera tragado un palo. Casi lo sorprendió que Moraine no se uniese a ellas para así mirarlo severamente las tres. Por lo visto, el juramento de obediencia dejaba un espacio de maniobra sorprendentemente amplio, y las tres eran como uña y carne desde su discusión con Egwene. Aunque, en honor a la verdad, no había habido realmente discusión; no se puede discutir muy bien con una mujer que lo mira a uno con frialdad, que no levanta jamás la voz, y que después de una negativa de responder ni siquiera se da por enterada cuando uno vuelve a hacerle la pregunta.

—¿Qué queréis? —inquirió.

—Esto llegó para ti hace una hora —contestó Moraine al tiempo que le tendía dos cartas dobladas. Su voz parecía armonizada con la melodía de Asmodean, semejante al repique de campanillas.

Rand se levantó para coger las misivas, con expresión desconfiada.

—Si son para mí, ¿cómo es que han ido a parar a tus manos?

Una iba dirigida a «Rand al’Thor» en una letra precisa y angulosa, y la otra a «El lord Dragón Renacido» en una caligrafía de trazos suaves y fluidos pero no por ello menos meticulosa. Los sellos estaban intactos. Una segunda ojeada lo hizo parpadear. Los dos parecían hechos con la misma cera roja, y uno mostraba la impronta de la Llama de Tar Valon mientras que en el otro se veía una torre sobrepuesta en lo que identificó como la isla de Tar Valon.

—Quizá por venir de donde vienen —contestó Moraine—, y de quién. —No era una explicación, pero no sacaría más a la Aes Sedai a menos que se lo exigiese, e incluso entonces tendría que azuzarla a cada paso para que ampliara la información. Mantenía el juramento hecho, pero a su modo—. No hay agujas envenenadas en los sellos. Ni trampas entretejidas.

Rand se quedó con el pulgar suspendido sobre la Llama de Tar Valon —ni lo uno ni lo otro se le había pasado siquiera por la cabeza— y después lo rompió. Otra Llama en cera roja aparecía al pie del documento junto a la firma de Elaida do Avriny a’Roihan, garabateada apresuradamente encima de sus títulos. El resto de la misiva estaba escrito en una caligrafía angulosa.

«No puede negarse que sois el anunciado por las Profecías, pero aun así son muchos los que intentarán destruiros por las otras cosas que sois. Por el bien del mundo, esto no puede permitirse. Dos naciones han hincado la rodilla ante vos, así como los salvajes Aiel, pero el poder de los tronos es como polvo comparado con el Poder Único. La Torre Blanca os acogerá y os protegerá contra aquellos que rehúsan aceptar lo que ha de ser. La Torre Blanca se ocupará de que viváis para ver el Tarmon Gai’don. Nadie más puede hacer eso. Una escolta de Aes Sedai llegará para conduciros a Tar Valon con el honor y el respeto que merecéis. Tenéis mi promesa».

—Ni siquiera lo pide —dijo Rand, sarcástico. Recordaba bien a Elaida ya que la había visto en una ocasión. Una mujer dura, tanto como para hacer que Moraine pareciese una gatita. El «honor y respeto» que merecía. Rand habría apostado a que la escolta de Aes Sedai daba la casualidad de ascender justo a trece.

Le pasó la carta de Elaida a Moraine y abrió la otra. El papel estaba escrito por la misma mano que había puesto el nombre a quien iba dirigida.

«Con todo respeto suplico humildemente darme a conocer al gran lord Dragón Renacido, a quien la Luz bendice como salvador del mundo».

»La humanidad entera debe sentir un temor reverencial ante vos, que habéis conquistado Cairhien en un día, como hicisteis con Tear. Sin embargo, tened cuidado, os lo suplico, porque vuestro esplendor despertará la envidia hasta en aquellos que no trabajan con afán bajo la Sombra. Incluso aquí, en la Torre Blanca, se encuentran los ciegos que no pueden ver vuestro verdadero esplendor que nos iluminará a todos. Empero, sabed que algunos nos regocijamos en vuestra llegada y nos deleitaremos sirviéndoos para vuestra mayor gloria. No somos de esos que os quitarían lustre para sí mismos, sino de los que se arrodillarían para disfrutar de vuestra magnificencia. Salvaréis al mundo, según las Profecías, y el mundo será vuestro.

»Para mi vergüenza, debo pediros que no dejéis que nadie vea esta carta y que la destruyáis tan pronto como la hayáis leído. Privada de vuestra protección, me encuentro entre quienes usurparían vuestro poder, y me es imposible saber quiénes de los que os rodean son tan leales como yo. Me han dicho que Moraine Damodred podría estar con vos. Es posible que os sirva fielmente, obedeciendo vuestras palabras como una ley, igual que haré yo, pero no puedo saberlo con certeza, ya que la recuerdo como una mujer reservada, muy dada a los secretos y a las intrigas, como son los cairhieninos. No obstante, aun en el caso de que estéis convencido de que es criatura vuestra, como yo, os suplico que guardéis en secreto esta misiva, incluso para ella. Mi vida está en vuestras manos, milord Dragón Renacido, y soy vuestra sierva.

»Alviarin Freidhen»

Rand volvió a leerla, parpadeando, y luego se la entregó a Moraine. Apenas le echó un vistazo antes de pasársela a Egwene, que tenía agachada la cabeza, junto con Aviendha, sobre la otra misiva. ¿Es que Moraine sabía el contenido?

—Menos mal que hiciste ese juramento —le dijo a la Aes Sedai—. Tal y como solías ser, guardándolo todo en secreto, a estas alturas podría estar más que dispuesto a sospechar de ti. Menos mal que ahora eres más sincera. —Moraine no reaccionó—. ¿Qué opinión te merecen esas cartas?

—Debe de haberse enterado de cómo se te ha subido a la cabeza lo que eres —musitó Egwene. Rand dudaba que esas palabras estuviesen destinadas a sus oídos. La joven sacudió la cabeza y añadió en voz alta—: No parece en absoluto Alviarin.

—Es su letra —adujo Moraine—. ¿Qué opinas tú, Rand?

—Creo que hay una fisura en la Torre, lo sepa o no Elaida. Supongo que una Aes Sedai no puede escribir una mentira igual que no puede decirla, ¿cierto? —No esperó a que ella asintiera—. Si Alviarin hubiese sido menos pomposa, habría sospechado que trabajan juntas para atraerme hacia su trampa. No imagino a Elaida pensando siquiera la mitad de lo que Alviarin ha escrito y tampoco la imagino teniendo como Guardiana a alguien que lo escribiera, sabiéndolo ella.

—No harás lo que dice —manifestó Aviendha al tiempo que arrugaba la carta de Elaida. No era en absoluto una pregunta.

—No soy tan necio.

—A veces no —admitió a regañadientes, y lo empeoró más enarcando una ceja en un gesto interrogante a Egwene, que reflexionó un momento y después se encogió de hombros.

—¿No has advertido nada más? —inquirió Moraine.

—Veo que hay espías de la Torre Blanca —respondió secamente—. Saben que domino la ciudad. —Durante al menos dos o tres días después de la batalla, los Shaido tenían que haber interceptado cualquier tipo de mensajero excepto una paloma que se dirigiese al norte. Hasta un jinete que supiese dónde cambiar los caballos, cosa nada fácil entre Cairhien y Tar Valon, no habría llegado a la Torre a tiempo para que estas cartas se hubiesen recibido hoy.

—Aprendes deprisa. —Moraine sonrió—. Lo harás bien. —Durante un fugaz instante casi pareció afectuosa—. ¿Y qué piensas hacer al respecto?

—Nada, excepto asegurarme de que la «escolta» de Elaida no se acerque a menos de dos kilómetros de mí. —Trece Aes Sedai, aunque fuesen las menos poderosas, podrían superarlo y coligarlo, y dudaba mucho que Elaida hubiese mandado a las más débiles—. Y ser consciente de que la Torre sabe lo que hago al día siguiente de haberlo hecho. Eso es todo hasta que sepa algo más. ¿No será Alviarin una de tus misteriosas amigas, Egwene?

La joven vaciló y de repente Rand se preguntó si Egwene le habría contado a Moraine algo más de lo que le había contado a él. ¿Eran secretos de Aes Sedai los que guardaba o eran de Sabias?

—No lo sé —respondió finalmente.

Sonó una llamada en la puerta, y Somara asomó su rubia cabeza.

—Matrim Cauthon está aquí, Car’a’carn. Dice que mandaste llamarlo.

Lo había hecho, hacía cuatro horas, tan pronto como supo que Mat estaba de regreso en la ciudad. ¿Cuál sería la excusa esta vez? Había llegado el momento de acabar con las disculpas.

—Quedaos —les dijo a las mujeres. Las Sabias lo ponían a Mat casi tan nervioso como las Aes Sedai; estas tres le provocarían un gran desasosiego. No sintió escrúpulos por utilizarlas. Y pensaba utilizar también a Mat—. Hazlo pasar, Somara.

Mat entró en la estancia sonriente, como si fuese el salón de una taberna. Llevaba desabrochada la chaqueta verde, y la camisa, con la mitad de las lazadas desatadas, de manera que se veía la plateada cabeza de zorro colgando sobre su pecho sudoroso; empero, a pesar del calor, el oscuro pañuelo de seda iba anudado a su garganta para ocultar la cicatriz.

—Siento haber tardado tanto. Hay algunos cairhieninos que creían ser expertos jugadores de cartas. ¿Es que no sabe tocar algo más alegre? —preguntó al tiempo que señalaba con la cabeza hacia Asmodean.

—Me he enterado —dijo Rand— de que todos los jóvenes capaces de empuñar una espada quieren unirse a la Compañía de la Mano Roja. Talmanes y Nalesean los tienen que rechazar a montones porque acuden en tropel. Y Daerid ha duplicado el número de sus tropas de infantería.

Mat hizo una pausa antes de acabar de sentarse en el sillón ocupado antes por Aracome.

—Es cierto. Un estupendo grupo de jóvenes… compañeros que ansían ser héroes.

—La Compañía de la Mano Roja —murmuró Moraine—. Shen an Calhar. Un legendario grupo de héroes, desde luego, aunque los hombres que lo formaron debieron de cambiar muchas veces en una guerra que duró más de trescientos años. Se dice que fueron los últimos en caer ante los trollocs defendiendo al propio Aemon, cuando Manetheren pereció. Cuenta la leyenda que brotaron rosas allí donde cayeron para honrar su tránsito, pero más bien creo que la primavera ya había llegado.

—No sé nada sobre eso. —Mat se tocó el medallón de la cabeza de zorro y su voz cobró firmeza—. Algún necio sacó el nombre de algún sitio y todos empezaron a utilizarlo.

Moraine observó el medallón con displicencia. La pequeña gema azul que colgaba sobre su frente pareció absorber la luz y refulgir, aunque las aristas de la talla no estaban en la posición adecuada para reflejar un destello así.

—Al parecer eres muy valiente, Mat —dijo al cabo—, para conducir la Shen an Calhar a través del Alguenya y luego hacia el sur contra los andoreños. Más que valiente, pues corren rumores de que partiste solo para explorar el camino, y Talmanes y Nalesean tuvieron que cabalgar de firme para alcanzarte. —El resoplido de Egwene sirvió de telón de fondo a las palabras de la Aes Sedai—. Una acción poco sensata en un joven lord al mando de sus hombres.

—No soy ningún lord. —Mat torció el gesto—. Me respeto demasiado para eso.

—Poco sensata pero muy valerosa —continuó Moraine como si no la hubiese interrumpido—. Las carretas de víveres andoreñas ardieron y los puestos avanzados fueron destruidos. Y hubo tres batallas. Tres batallas y tres victorias. Con escasas bajas entre vuestras tropas a pesar de la abrumadora mayoría del adversario. —Moraine toqueteó un desgarrón en la hombrera de la chaqueta del joven y él se retiró todo cuanto se lo permitió el respaldo del sillón—. ¿Te ves arrastrado hacia lo más reñido de la batalla o eres tú quien lo atrae hacia ti? Casi estoy sorprendida de que hayas regresado. De dar crédito a lo que se cuenta, habrías hecho retroceder a los andoreños a través del Erinin de haberte quedado.

—¿Creéis que es divertido? —gruñó Mat—. Si tenéis algo que decir, decidlo. Podéis jugar a ser el gato cuanto queráis, pero yo no soy ningún ratón. —Durante un instante sus ojos se desviaron hacia Egwene y Aviendha, y las miró cruzado de brazos mientras volvía a toquetear la plateada cabeza de zorro. Debía de estar preguntándose cuáles eran sus posibilidades. Había impedido que los flujos encauzados de una mujer lo tocaran, pero ¿podría hacer lo mismo con tres a la vez?

Rand se limitó a observar. A observar cómo intimidaban a su amigo y esperar el momento oportuno para lo que tenía pensado hacer con él. «¿Me queda algo más que la pura necesidad?» Fue un pensamiento fugaz que pasó tan pronto como surgió. Haría lo que debía hacer.

La voz de la Aes Sedai fue adquiriendo el aguzado filo y la frialdad de un cristal de hielo a medida que hablaba, y sus palabras casi fueron un eco de los pensamientos de Rand:

—Todos hacemos lo que debemos hacer, según lo dispone el Entramado. Para algunos hay menos libertad que para otros. Tanto da si lo elegimos nosotros como si se nos elige. Lo que ha de ser, será.

Mat no parecía en absoluto intimidado. Cauteloso, sí, y desde luego furioso, pero no intimidado. Recordaba un gato de callejón acorralado por tres sabuesos. Un gato de callejón que estaba dispuesto a hacer pagar cara su derrota. Parecía haber olvidado a todos los presentes en la sala excepto a las tres mujeres y a sí mismo.

—Siempre tenéis que empujar a un hombre hasta donde queréis tenerlo, ¿verdad? Mandarlo allí de un puntapié si no se deja llevar de la nariz. ¡Rayos, truenos y centellas! No me mires así, Egwene, porque pienso hablar como me dé la gana. ¡Así me abrase! Lo único que faltaría es que Nynaeve estuviera aquí, arrancándose la trenza a tirones, y Elayne mirando con altanería, bien alzada la barbilla. Bueno, pues me alegro de que no esté para que no sepa la noticia; pero, aunque tuvieses a Nynaeve, no iba a dejar que me zarandeaseis…

—¿Qué noticia? —lo interrumpió bruscamente Rand—. ¿Es algo que Elayne no debería oír?

Mat alzó la vista hacia Moraine.

—¿Quiere eso decir que hay algo que no habéis averiguado?

—¿Qué noticia, Mat? —demandó Rand.

—Morgase ha muerto.

Egwene dio un respingo y se llevó las manos a la boca mientras sus ojos se abrían como platos. Moraine musitó algo que podría ser una plegaria. No hubo la menor vacilación de los dedos de Asmodean en las cuerdas del arpa.

Rand sintió como si le hubiesen abierto las entrañas de un tajo. «Elayne, perdóname». Y un débil eco modificado: «Ilyena, perdóname».

—¿Estás seguro? —preguntó a su amigo.

—Tan seguro como puedo estar sin haber visto el cadáver. Al parecer Gaebril ha sido proclamado rey de Andor. Y de Cairhien, dicho sea de paso. Supuestamente fue la propia Morgase quien lo designó. Algo sobre unos tiempos en que hace falta la mano fuerte de un hombre o cosa por el estilo, como si hubiese alguien que la tuviera más fuerte que la misma Morgase. Los andoreños que encontramos al sur habían oído rumores de que no se la había visto desde hacía semanas. Más que rumores. Dime tú a qué conclusión puede llegarse. Andor nunca ha tenido rey, pero ahora lo tiene, y la reina ha desaparecido. Gaebril es quien quería muerta a Elayne. Intenté decírselo, pero ya sabes cómo es, que cree saber siempre más que un granjero destripaterrones. No creo que ese hombre vacilara un segundo en rajarle el cuello a una reina.

Rand se dio cuenta de que se había sentado en uno de los sillones, enfrente de Mat, aunque no recordaba haberse movido. Aviendha le posó una mano en el hombro. La preocupación le oscurecía los ojos.

—Estoy bien —dijo con aspereza—. No hace falta que llames a Somara.

El rostro de la joven Aiel enrojeció, pero él apenas lo notó.

Elayne no podría perdonarlo nunca. Sabía desde hacía tiempo que Rahvin —Gaebril— tenía prisionera a Morgase, pero no había hecho caso porque el Renegado podía estar esperando que intentara ayudarla. Había seguido sus propias pautas y actuado de un modo que no esperaban, y el resultado era que había acabado persiguiendo a Couladin en lugar de hacer lo que tenía planeado. Lo sabía, y había centrado su atención en Sammael, todo porque el hombre lo azuzaba. Morgase podía aguardar mientras él machacaba la trampa de Sammael y a Sammael con ella. Y, en consecuencia, Morgase había muerto. La madre de Elayne estaba muerta. Elayne lo maldeciría hasta el fin de sus días.

—Te diré una cosa —continuó Mat—. Hay un montón de hombres de la reina allí abajo, hombres que no están seguros de querer luchar por un rey. Tú encuentra a Elayne, y la mitad de esas tropas se unirán a ti para ponerla en el…

—¡Cállate! —bramó Rand. La ira lo hacía temblar de tal modo que Egwene retrocedió un paso y hasta Moraine lo miró con prevención. La mano de Aviendha se crispó sobre su hombro, pero él se la quitó de encima con una sacudida mientras se ponía de pie. Morgase estaba muerta porque no había hecho nada. Podía decirse que su mano empuñaba el cuchillo que la había matado con tanta certeza como la del propio Rahvin. Elayne—. Será vengada. Es Rahvin, Mat, no Gaebril. Rahvin. ¡Acabaré con él aunque sea lo último que haga!

—¡Oh, maldición! ¡Rayos, truenos y centellas! —gimió Mat.

—Esto es una locura. —Egwene se encogió como si se diera cuenta de lo que había dicho, pero mantuvo aquella voz firme, sosegada—. Aún tienes las manos llenas con lo de Cairhien, por no mencionar a los Shaido en el norte y lo que quiera que estés planeando para Tear. ¿Te propones acaso empezar otra guerra cuando todavía estás agobiado con los problemas de otras dos y los de un país destrozado?

—Una guerra no. Yo. Puedo estar en Caemlyn antes de una hora. Una incursión, ¿verdad, Mat? Una incursión, no una guerra. Le arrancaré el corazón a Rahvin. —Su voz parecía un martillo, y él se sentía como si por las venas le corriera ácido—. Ojalá estuviesen las trece hermanas de Elaida aquí para que vinieran conmigo, y así reducirlo y llevarlo ante la justicia. Juzgarlo y ahorcarlo por asesino. Eso sí sería hacer justicia. Pero tendrá que morir de cualquier modo que pueda matarlo yo.

—Mañana —adujo Moraine suavemente.

Rand la miró iracundo, pero la mujer tenía razón. Mañana sería mejor; dejar pasar una noche para que se amortiguara su cólera. Tenía que tener la cabeza muy fría a la hora de enfrentarse a Rahvin. Ahora deseaba aferrar el saidin y descargar su ira, destruir algo. La música de Asmodean había cambiado de nuevo a una canción que los músicos callejeros de la ciudad habían tocado durante la guerra civil: El tonto que creía ser un rey.

—Vete, Natael. ¡Fuera!

Asmodean se enderezó sin brusquedad e hizo una reverencia, pero su rostro estaba tan blanco como la nieve y cruzó la sala rápidamente, como si temiera lo que podía ocurrir de un momento a otro. Siempre azuzaba, pero quizás esta vez había ido demasiado lejos.

—Te veré esta noche —le dijo Rand mientras el Renegado abría la puerta—. O me ocuparé de que no veas de nuevo la luz del día.

La reverencia de Asmodean no resultó tan grácil y elegante esta vez.

—Como ordene mi señor Dragón —respondió con voz enronquecida, y se apresuró a cerrar la puerta tras de sí.

Las tres mujeres miraron a Rand, impasibles, sin pestañear.

—Y el resto idos también. —Al ver que Mat saltaba prácticamente hacia la puerta, lo detuvo—. Tú no. Todavía tengo que decirte algunas cosas.

Mat se frenó de golpe, soltó un sonoro suspiro y toqueteó el medallón de plata. Era el único que se había movido.

—No tienes trece Aes Sedai —dijo Aviendha—, pero sí dos. Y me tienes a mí. No sabré tanto como Moraine Sedai, pero soy tan fuerte como Egwene y estoy familiarizada con la danza. —Se refería a la danza de las lanzas, como los Aiel llamaban a la batalla.

—Rahvin es mío —contestó en tono quedo. Tal vez Elayne podría perdonarlo un poco si al menos vengaba a su madre. Probablemente no, pero quizá sí podría perdonarse a sí mismo. Un poco. Se obligó a dejar las manos relajadas a los costados, sin apretar los puños.

—¿Trazarás una línea en el suelo para que la sobrepase? —inquirió Egwene—. ¿O te pondrás una astilla sobre el hombro desafiándolo a que te la quite? ¿Has pensado que Rahvin posiblemente no esté solo si se ha proclamado rey de Andor? De mucho te serviría si, al aparecer, uno de sus guardias te atraviesa el corazón con una flecha.

Rand recordaba haber deseado muchas veces que la joven no le gritara, pero había sido mucho más fácil aguantar sus gritos que esta calma de ahora.

—¿Crees que me propongo ir solo? —Eso era exactamente lo que había pensado hacer; no se le había pasado por la cabeza llevarse a alguien para guardarle la espalda, aunque ahora escuchó un quedo susurro dentro de su cabeza: «Le gusta atacar por detrás o por los flancos». Resultaba difícil pensar con claridad; la ira parecía tener vida propia atizando el fuego que la mantenía en ebullición—. Pero vosotras dos no vendréis. Esto es peligroso. Moraine puede venir si quiere.

Egwene y Aviendha no se miraron antes de adelantarse, aunque lo hicieron a la par y sin detenerse hasta que se encontraron tan cerca de él que incluso Aviendha tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo.

—Así que Moraine puede ir si quiere —manifestó Egwene.

Si su voz era puro hielo, la de Aviendha sonó como lava ardiente:

—Pero es demasiado peligroso para nosotras.

—¿Te has convertido en mi padre? ¿Te llamas Bran al’Vere?

—Si tienes tres lanzas, ¿desechas dos porque están recién hechas?

—No quiero exponeros a ese riesgo —replicó él, tajante.

—¿De veras? —fue cuanto comentó Egwene, que enarcó las cejas.

—Yo no soy tu gai’shain. —Aviendha le enseñó los dientes—. No eres tú quien tiene que decidir qué riesgos he de correr, Rand al’Thor. Ni lo decidirás nunca. Que te quede bien claro.

Podría… ¿Qué? ¿Envolverlas con el saidin y dejarlas? Todavía no sabía cómo aislarlas de la Fuente, de modo que entraba dentro de lo posible que las jóvenes hicieran lo mismo con él. Bonito lío, y todo porque eran obstinadas como mulas.

—Has pensado en la posibilidad de que haya guardias —intervino Moraine—, pero ¿y si quien está con Rahvin es Semirhage o Graendal? ¿O Lanfear? Estas dos podrían vencer a uno de su calaña, pero ¿serías capaz de enfrentarte tú solo a ella y a Rahvin juntos?

Hubo un timbre extraño en su voz cuando pronunció el nombre de Lanfear. ¿Tenía miedo de que si la Renegada estaba allí él acabaría uniéndose a ella? ¿Lo haría si la encontraba? ¿Y qué podía hacer?

—Está bien, que vengan —aceptó finalmente con los dientes apretados—. Y ahora ¿queréis marcharos?

—Como ordenes —repuso Moraine, pero no obedecieron con presteza. Aviendha y Egwene se ajustaron ostentosa y minuciosamente los chales antes de echar a andar hacia la puerta. Los lores y ladis correrían si se lo mandaba, pero no ellas.

—No has intentado convencerme de que no lleve esto a cabo —dijo bruscamente.

Sus palabras iban dirigidas a Moraine, pero Egwene se adelantó, aunque hablando con Aviendha, sonriente:

—Impedir que un hombre haga lo que quiere es como quitarle un caramelo a un niño. A veces hay que hacerlo, pero otras veces no merece la pena tomarse la molestia.

Aviendha asintió con la cabeza.

—La Rueda gira según sus designios —fue la respuesta de Moraine. Estaba plantada en el umbral y parecía más Aes Sedai de lo que Rand recordaba haberla visto nunca, con el rostro intemporal, los oscuros ojos profundos como pozos que podían tragar a quien fuera, ligera y esbelta pero tan regia que podría haber dado órdenes a un regimiento de soberanas aunque no supiera encauzar una mínima chispa de Poder. Aquella gema azul que pendía sobre su frente volvía a resplandecer—. Lo harás bien, Rand.

Él siguió contemplando fijamente la puerta mucho después de que se hubiese cerrado tras ellas.

Fue el roce de unas botas en el suelo lo que le recordó la presencia de Mat. Su amigo intentaba escabullirse hacia la salida, moviéndose muy lentamente como para que no lo viera.

—Necesito hablar contigo, Mat.

El joven se encogió. Sin dejar de tocar el medallón de la cabeza de zorro como si fuese un talismán, se volvió para mirar a Rand.

—Si crees que voy a poner la cabeza en el tajo sólo porque esas estúpidas mujeres lo han hecho, ya puedes olvidarte. No soy un jodido héroe, y no quiero llegar a serlo. Morgase era una bonita mujer, incluso me caía bien, hasta donde puede caerme bien una reina, pero Rahvin es Rahvin, maldita sea, y yo…

—Cállate y escucha. Tienes que dejar de huir.

—¡Que me abrase si lo hago! Éste no es un juego en el que yo haya elegido participar, y no voy a…

—¡He dicho que te calles! —Rand apretó fuertemente la cabeza de zorro contra el pecho de Mat empujando con el índice—. Sé dónde conseguiste esto. Estaba allí, ¿recuerdas? Yo corté la cuerda de la que estabas colgado. No sé exactamente qué fue lo que te metieron a la fuerza en la cabeza; pero, sea lo que sea, lo necesito. Los jefes de clan son expertos en la guerra, pero de algún modo tú también lo eres, y quizá mejor que ellos. ¡Eso es lo que necesito! Así que esto es lo que vais a hacer, tú y tu Compañía de la Mano Roja. Atiende…


—Tened cuidado mañana —dijo Moraine.

Egwene se detuvo delante de la puerta de su dormitorio.

—Pues claro que lo tendremos. —Tenía el estómago dándole brincos, pero mantuvo un tono tranquilo—. Sabemos lo peligroso que será enfrentarse a uno de los Renegados.

Por la expresión de Aviendha habríase dicho que estaban hablando de lo que había de cena. Claro que ella nunca tenía miedo de nada.

—Así que lo sabéis —murmuró la Aes Sedai—. De todos modos, tened cuidado, tanto si creéis que uno de los Renegados anda cerca como si no. Rand os necesitará a las dos en los próximos días. Sabéis cómo controlar su genio, aunque he de admitir que vuestros métodos son muy peculiares. Necesitará personas que no se aparten de él ni se amilanen por sus estallidos de furia, que le digan lo que debe oír en lugar de lo que creen que quiere oír.

—Eso ya lo hacéis vos, Moraine —respondió Egwene.

—Desde luego. Pero aun así seguirá necesitándoos. Descansad bien. Mañana será un día… difícil para todos nosotros. —Se alejó corredor abajo, pasando de manera alternativa por zonas iluminadas por lámparas y por otras en penumbra. La noche iba adueñándose ya de estos corredores sombríos, y el aceite era un bien escaso.

—¿Quieres quedarte un rato conmigo, Aviendha? —preguntó Egwene—. Me apetece más charlar que comer.

—He de informar a Amys de lo que me he comprometido a hacer mañana. Y tengo que estar en el dormitorio de Rand al’Thor cuando llegue él.

—Elayne no podrá quejarse de que no has vigilado a Rand estrechamente. ¿De verdad arrastraste de los pelos a lady Berewin por el corredor?

—¿Crees que esas Aes Sedai de… Salidar lo ayudarán? —preguntó a su vez en lugar de contestar. Un leve rubor le teñía las mejillas.

—Ten cuidado con ese nombre, Aviendha. No podemos permitir que Rand se encuentre con ellas sin preparación. —Tal y como estaba Rand ahora, lo que seguramente harían sería amansarlo o, al menos, enviar a trece hermanas de las suyas en vez de ayudarlo. Tendría que hacer de mediadora entre ellos, junto con Nynaeve y Elayne, desde el Tel’aran’rhiod y confiar en que esas Aes Sedai se hubiesen comprometido demasiado para echarse atrás cuando descubriesen cuán al borde de la locura estaba Rand.

—Lo tendré. Que descanses bien. Y come algo esta noche, pero mañana por la mañana no pruebes bocado. No conviene danzar las lanzas con el estómago lleno.

Egwene la siguió con la mirada mientras se alejaba pasillo adelante y después se apretó el estómago con las manos. Dudaba que fuera capaz de comer nada ni esa noche ni al día siguiente. Rahvin. Y tal vez Lanfear o alguno de los otros. Nynaeve se había enfrentado a Moghedien y la había derrotado, pero Nynaeve era más fuerte que ella y que Aviendha cuando era capaz de encauzar. A lo mejor no había ningún otro. Rand afirmaba que los Renegados no se fiaban los unos de los otros. Casi deseó que se equivocara o al menos que no estuviese tan seguro. Era aterrador cuando le daba la impresión de que veía a otro hombre al mirarlo a los ojos, que oía salir de sus labios las palabras de otro hombre. No tendría que sentirse así; todo el mundo renacía a medida que la Rueda giraba. Pero no todo el mundo era el Dragón Renacido. Moraine no quería hablar de ello. ¿Qué haría Rand si Lanfear se encontraba allí? Lanfear había amado a Lews Therin Telamon, pero ¿qué había sentido por ella el Dragón? ¿Cuánto de Rand seguía siendo Rand?

—Acabarás hecha un lío si sigues por ese camino —se increpó con firmeza—. No eres una chiquilla, así que actúa como una mujer.

Cuando una sirvienta le llevó para cenar judías tiernas, patatas y pan recién horneado, se obligó a comer. Le supo a ceniza.


Mat caminó por los pasillos pobremente iluminados del palacio hasta llegar a los aposentos que habían sido reservados para el joven héroe de la batalla contra los Shaido, y abrió la puerta violentamente. No había pasado allí mucho tiempo, más bien todo lo contrario. Algún criado había encendido dos de las lámparas de pie. ¡Héroe! ¡No era un héroe! ¿Qué provecho sacaba un héroe? Una Aes Sedai dándole palmaditas en la cabeza como a un perro antes de mandarlo fuera para que lo hiciese otra vez. Una noble dignándose concederle el favor de un beso o dejar una flor sobre su tumba. Paseó de una punta a otra de la antesala como una fiera enjaulada, por una vez sin calcular el precio de la florida alfombra illiana ni de las sillas y arcones y mesas doradas e incrustadas con marfil.

La acalorada entrevista con Rand se había prolongado hasta la puesta de sol, él evadiéndose, rehusando, y Rand acosándolo tan porfiadamente como Hawkwing tras la completa derrota en la cañada de Cole. ¿Qué podía hacer? Si huía otra vez, a buen seguro que Talmanes y Nalesean lo seguirían con todos los hombres que pudiesen montar a caballo, esperando que los condujera a otra batalla. Cosa que probablemente ocurriría, y eso era lo que realmente le helaba la sangre. Por mucho que odiaba admitirlo, la Aes Sedai tenía razón: o era atraído hacia el combate o era él quien atraía el combate hacia sí. Había intentado por todos los medios evitar un enfrentamiento en la otra orilla del Alguenya; incluso Talmanes había hecho un comentario al respecto. Hasta que la segunda vez que su sigilosa maniobra para esquivar un grupo andoreño los condujo directamente allí donde no había más opción que combatir contra otro. Y todas las veces pudo sentir los dados rodando en su cabeza; ahora era casi como un aviso de que iba a desatarse una batalla justo al remontar la próxima colina.

Siempre quedaba la solución de coger un barco; tenía que haber alguno en los muelles, junto a las gabarras de trigo. Difícilmente podía uno encontrarse metido en una batalla mientras se viajaba en un barco fluvial. Con la salvedad de que los andoreños dominaban una ribera del Alguenya a lo largo de la mitad de su curso o más, corriente abajo. Con la suerte que estaba teniendo, el barco acabaría embarrancado en la orilla occidental, con la mitad del ejército de Andor acampado allí.

Aquello sólo le dejaba la opción de hacer lo que Rand quería. Podía imaginarse la escena.

—Buen día tengáis, Gran Señor Weiramon, y todos los demás Grandes Señores y Señoras. ¡Soy un jugador, un granjero, y estoy aquí para ponerme al mando de vuestro jodido ejército! ¡El puñetero lord Dragón Renacido se reunirá con nosotros tan pronto como resuelva un maldito asuntillo de nada que tiene pendiente!

Cogió bruscamente la lanza de mango negro que estaba recostada en un rincón y la arrojó con todas sus fuerzas. El arma cruzó la habitación hasta la pared opuesta y chocó contra un tapiz —una escena de caza— y la pared de piedra que había detrás con un fuerte golpe metálico; después se deslizó hasta el suelo y cortó limpiamente en dos a los cazadores. Mascullando juramentos, Mat se apresuró a recogerla. La cuchilla de dos palmos no mostraba ni una mella, ni el menor desperfecto. Pues claro que no; estaba hecha por Aes Sedai. Pasó los dedos sobre los cuervos de la hoja.

—¿Alguna vez me libraré de todo lo relacionado con Aes Sedai?

—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Melindhra desde la puerta.

Mat la miró mientras dejaba la lanza apoyada contra la pared y, por primera vez, no pensó en un cabello dorado como el trigo ni en unos ojos de color azul claro ni en un cuerpo firme. Por lo visto todos los Aiel iban al río antes o después para contemplar en silencio tanta cantidad de agua en un solo sitio, pero Melindhra iba allí a diario.

—¿Ha encontrado ya Kadere los barcos?

El vendedor ambulante se negaba a ir a Tar Valon en unas barcazas de grano.

—Las carretas del buhonero siguen allí. No he oído nada acerca de… barcos. —La mujer pronunció torpemente la palabra que le era extraña—. ¿Por qué quieres saberlo?

—Me marcho durante algún tiempo. Por Rand —se apresuró a añadir. El semblante de la mujer estaba demasiado impasible—. Te llevaría conmigo si pudiera, pero no querrás separarte de las Doncellas. —¿En un barco o en su propio caballo? ¿Y hacia dónde? Ésa era la cuestión. Podía llegar a Tear más deprisa en un barco fluvial veloz que con Puntos. Si es que era tan imbécil como para hacer esa elección. Y si es que tenía opción de elegir.

Los labios de Melindhra se apretaron brevemente; pero, para sorpresa de Mat, el gesto de irritación no era porque iban a separarse.

—Así que vuelves a ponerte a la sombra de Rand al’Thor. Has obtenido mucho honor personal entre los Aiel así como entre los hombres de las tierras húmedas. Tu honor, no un reflejo del honor del Car’a’carn.

—Por mí, puede quedarse con su honor y llevárselo a Caemlyn o a la Fosa de la Perdición. No te preocupes, que encontraré honor de sobra. Te escribiré sobre ello desde Tear. —¿Tear? Si hacía esa elección jamás escaparía de Rand ni de las Aes Sedai.

—¿Es que él va a Caemlyn?

Mat reprimió un gesto de rabia. Se suponía que no tenía que hablar de eso con nadie. Decidiese lo que decidiese respecto a todo lo demás, al menos eso sí que lo haría.

—Sólo dije un nombre al azar. Supongo que ha sido por los andoreños con los que topamos al sur. ¿Cómo quieres que sepa dónde demonios piensa…?

No hubo advertencia. En un instante la mujer estaba plantada delante de él y al siguiente su pie derecho se estrellaba en el plexo solar de Mat, dejándolo sin aliento y doblado por la cintura. Con los ojos desorbitados, el joven se debatió para sostenerse de pie, para enderezarse, para pensar. ¿Por qué? La Aiel giró como una bailarina, hacia atrás, y el impacto de su otro pie contra la sien lo hizo tambalearse. Sin mediar pausa, Melindhra saltó en el aire al tiempo que lanzaba una patada, y la suave suela de la bota lo alcanzó de lleno en la cara.

Cuando los ojos de Mat se aclararon lo suficiente para ver, se encontró tendido de espaldas, en mitad de la habitación, apartado de ella. Se notaba sangre en la cara, tenía la impresión de que su cabeza estuviera rellena de algodón y la habitación daba vueltas a su alrededor. Fue entonces cuando la vio sacar un cuchillo de su bolsa, una hoja fina y no más larga que su mano, que brilló a la luz de las lámparas. Se enrolló el shoufa a la cabeza con un grácil movimiento y levantó el velo negro, cubriéndose el rostro.

Aturdido, Mat se movió instintivamente, sin pensar. La daga salió de su manga y abandonó su mano izquierda como si flotara en una masa de gelatina. Sólo entonces se dio cuenta de lo que había hecho y extendió desesperadamente la mano hacia adelante, intentando recuperar el arma.

La hoja se hundió entre los senos de la mujer; vio que se le doblaban las rodillas y que caía hacia atrás.

Mat se incorporó trabajosamente, sosteniéndose sobre las manos y las rodillas; habría sido incapaz de ponerse de pie aunque en ello le fuera la vida, pero se arrastró hacia ella mientras murmuraba con desesperación:

—¿Por qué? ¿Por qué?

Le retiró violentamente el velo de la cara y aquellos ojos de color azul claro se enfocaron en él. La mujer llegó incluso a sonreírle. Mat no miró la empuñadura de la daga, alojada en el pecho de la Aiel. La empuñadura de su daga. Sabía muy bien dónde estaba el corazón.

—¿Por qué, Melindhra?

—Siempre me gustaron tus bonitos ojos —susurró ella con una voz tan débil que Mat tuvo que esforzarse para escucharla.

—¿Por qué?

—Algunos juramentos son más importantes que otros, Mat Cauthon. —La fina hoja del cuchillo se alzó repentinamente, impulsada con toda la fuerza que le restaba a la mujer, y la punta empujó la cabeza de zorro contra su pecho. El medallón de plata no tendría que haber frenado una puñalada, pero el ángulo del golpe debía de ser muy forzado y alguna falta oculta en la hoja de acero provocó que se partiera justo a la altura de la empuñadura en el momento en que Mat le cogía la mano.

—En verdad tienes la suerte del Gran Señor.

—¿Por qué? —demandó—. ¿Por qué, maldita sea?

Sabía que no obtendría respuesta. La boca de Melindhra permaneció abierta, como si fuera a decir algo más, pero sus ojos ya se estaban poniendo vidriosos. Mat hizo intención de subir de nuevo el velo para cubrirle la cara y los ojos abiertos, pero dejó caer la mano. Había matado hombres y trollocs, pero nunca a una mujer. Nunca hasta entonces. Las mujeres se alegraban cuando entraba en sus vidas, y no era jactancia. Las mujeres le sonreían, incluso cuando las dejaba; le sonreían como diciéndole que sería bien recibido si volvía. Eso era todo lo que siempre quiso realmente de las mujeres: una sonrisa, un baile, un beso y que lo recordaran con cariño.

Se dio cuenta de que sus pensamientos eran incongruentes. Arrancó la empuñadura sin cuchilla de la mano de Melindhra —era de jade engarzado en oro, con abejas doradas incrustadas— y la arrojó contra el hogar de mármol esperando que se hiciese pedazos. Quería gritar, chillar a pleno pulmón. «¡Yo no mato mujeres! ¡Las beso, no las…!»

Tenía que pensar con claridad. ¿Por qué lo había atacado? Desde luego no lo había hecho porque se marchase. Apenas había reaccionado ante esa noticia. Además, ella creía que iba en busca de honor; siempre aprobó tal cosa. Algo que había dicho Melindhra se insinuó en lo más recóndito de su mente y por fin emergió con toda claridad, provocándole un escalofrío. La suerte del Gran Señor. Había oído lo mismo muchas veces, pero dicho de manera diferente: la suerte del Oscuro. «Una Amiga Siniestra». ¿Era una pregunta o una certeza? Ojalá que esa idea sirviera para que su mente soportara mejor lo que había hecho. Iba a recordar el rostro de Melindhra hasta la tumba.

Tear. Le había dicho sólo que iba a Tear. La daga. Abejas doradas incrustadas en jade. Apostaría a que había nueve sin necesidad de contarlas. Nueve abejas doradas sobre campo verde. El emblema de Illian. Donde gobernaba Sammael. ¿Es que Sammael le temía? ¿Cómo iba a saberlo el Renegado? Sólo hacía unas pocas horas que Rand le había pedido —le había dicho— que fuera allí y ni siquiera él mismo sabía con certeza lo que iba a hacer. Tal vez Sammael no quería correr ningún riesgo. Sí, justo. Uno de los Renegados tenía miedo de un jugador, por muchos conocimientos sobre batallas de otro hombre que tuviera amontonados en la cabeza. Eso era ridículo.

Todo se reducía a esto. Podía creer que Melindhra no había sido una Amiga Siniestra, que había decidido matarlo en un ciego impulso, que no había relación entre una empuñadura de jade con incrustaciones de abejas doradas y su posible marcha a Tear para dirigir un ejército contra Illian. Podría creerlo si fuese un cretino, un tonto de capirote. Más valía pecar de precavido, como decía siempre. Uno de los Renegados se había fijado en él. Ciertamente ahora no estaba a la sombra de Rand.

Se arrastró por el suelo y fue a sentarse recostado contra la puerta, con la barbilla apoyada en las rodillas dobladas, contemplando fijamente el rostro de Melindhra, tratando de decidir qué hacer. Cuando una criada llamó y anunció que le llevaba la cena, la despidió con cajas destempladas. Comer era lo que menos le apetecía en ese momento. ¿Qué iba a hacer? Ojalá no sintiera los dados rodando dentro de su cabeza.

Загрузка...