Rand se detuvo. Una extensa quemadura a lo largo de la pared del pasillo señalaba los puntos donde una docena de costosos tapices habían quedado reducidos a cenizas. Las llamas subían, voraces, por otro; varios arcones taraceados y mesas no eran más que despojos calcinados. No era obra suya. Treinta pasos más adelante, hombres con chaquetas rojas, armaduras y yelmos con visores de rejilla yacían retorcidos, como los había sorprendido la muerte, sobre las baldosas blancas, aferrando las inútiles espadas. Tampoco era obra suya. Rahvin había sacrificado a sus propias tropas en su intento de llegar a Rand. Había actuado con inteligencia tanto en los ataques como en las retiradas, pero desde el momento en que huyó del salón del trono no había hecho frente a Rand más tiempo que los escasos segundos que necesitaba para lanzar un ataque y huir. Rahvin era fuerte, quizá tanto como Rand, y quizá más versado en el uso del Poder, pero Rand tenía la talla del hombrecillo gordo en su bolsillo, mientras que el Renegado no contaba con ningún angreal.
El corredor le resultaba muy conocido por dos razones: por haberlo visto con anterioridad, y por haber vislumbrado otro similar.
«Vine por aquí con Elayne y Gawyn el día que conocí a Morgase». La idea se insinuó, dolorosa, por los límites del vacío; dentro de él su mente era fría, desprovista de emociones. El saidin era un torrente impetuoso y abrasador, pero él estaba imbuido de una helada calma.
Surgió otra idea, como una puñalada. «Ella yacía en un suelo como éste, con su rubia melena extendida como si estuviese durmiendo. Ilyena Cabello Dorado. Mi Ilyena».
Elaida había estado también ese día. «Ella predijo el dolor que acarrearía. Sabía la oscuridad que hay en mí. Una parte. Lo suficiente».
«Ilyena, no sabía lo que hacía. ¡Estaba loco! Estoy loco. ¡Oh, Ilyena!»
«Elaida lo sabía, al menos una parte, pero ni siquiera reveló todo lo que conocía. Habría sido mejor que lo hubiese dicho».
«Oh, Luz, ¿es que no existe el perdón? Hice lo que hice empujado por la locura. ¿Es que no existe la compasión?»
«Gareth Bryne me habría matado de haberlo sabido. Morgase habría ordenado mi ejecución. Y así quizás estaría viva ahora. La madre de Elayne estaría viva. Y Aviendha estaría viva. Y Mat. Y Moraine. ¿Cuántos seguirían vivos si yo hubiese muerto?»
«Mi tormento es merecido. Merezco la extinción definitiva. Oh, Ilyena, merezco la muerte».
«Merezco la muerte».
Pasos a su espalda. Rand se volvió.
Salieron de un amplio pasillo que cruzaba el principal, a menos de veinte pasos de distancia; eran dos docenas de hombres con armaduras, yelmos y las chaquetas rojas con cuello blanco del uniforme de la guardia de la reina. Salvo que Andor ya no tenía reina, y estos hombres no la habían servido cuando aún vivía. Los dirigía un Myrddraal, el rostro sin ojos lívido como un gusano que uno encuentra debajo de las piedras. La negra armadura de escamas imbricadas reforzaba la ilusión de ser una serpiente al desplazarse, y la negra capa colgaba inmóvil por mucho que se moviese. La mirada del Ser de Cuencas Vacías era el terror, pero el miedo era algo distante dentro del vacío. Vacilaron al verlo; después el Semihombre alzó su espada de negra hoja, y los hombres que todavía no habían desenvainado sus armas llevaron las manos hacia las empuñaduras.
Rand —así creía que se llamaba— encauzó de un modo como no recordaba haberlo hecho nunca.
Hombres y Myrddraal se quedaron rígidos en el sitio mientras una capa de escarcha se espesaba a su alrededor; aquel hielo humeó al igual que lo habían hecho las botas de Mat. El brazo levantado del Myrddraal se quebró con un sonoro chasquido, y al estrellarse contra las baldosas tanto la extremidad como la espada se hicieron añicos.
Rand notó el frío —sí, ése era su nombre, Rand— tan cortante como una cuchilla cuando pasó ante ellos y giró por el pasillo lateral por el que habían venido. Frío pero, con todo, no tanto como el saidin.
Un hombre y una mujer de mediana edad, vestidos con los uniformes rojos y blancos del cuerpo de servicio, estaban acurrucados contra la pared abrazados el uno al otro, como buscando protección. Al ver a Rand —no era el nombre completo; había algo más que Rand— el sirviente empezó a levantarse de donde se había agazapado para evitar al grupo de soldados dirigidos por el Myrddraal, pero la mujer le tiró de una manga y lo hizo agacharse de nuevo.
—Id en paz —dijo Rand mientras alargaba una mano. Al’Thor. Sí, Rand al’Thor—. No os haré daño, pero podríais salir heridos si seguís aquí.
Los ojos castaños de la mujer se pusieron en blanco, y ella se habría desplomado en el suelo si el hombre no la hubiese cogido; el sirviente movía rápidamente la fina boca, como si estuviese rezando pero le resultara imposible dar voz a sus palabras.
Rand dirigió los ojos hacia donde miraba el hombre. Al extender la mano, la manga de la chaqueta se había retirado lo suficiente para dejar a la vista la dorada cabeza leonina del dragón que era parte de su piel.
—No os haré daño —repitió y siguió caminando, dejándolos allí. Todavía tenía que arrinconar a Rahvin. Matarlo. Y después ¿qué?
No se oía nada salvo el taconeo de sus botas sobre las baldosas. En lo más profundo de su mente una débil voz murmuraba tristemente sobre Ilyena y el perdón. Se esforzó para percibir a Rahvin encauzando, para notar al hombre henchido de la Fuente Verdadera. Nada. El saidin le abrasaba los huesos, le helaba la carne, le excoriaba el alma, pero sin él no resultaba fácil ver hasta que se estaba cerca. Un león agazapado entre la hierba alta, había dicho Asmodean una vez. Un león enfurecido. ¿Debería contar a Asmodean entre quienes no tendrían que haber muerto? ¿O a Lanfear? No. No se lo…
Sólo dispuso de un instante de aviso para arrojarse de cabeza al suelo, una fracción de segundo entre percibir unos flujos repentinamente urdidos y un haz de luz blanca, grueso como un brazo, de fuego líquido que atravesó limpiamente la pared y hendió el aire como una espada a la altura de donde había estado su tórax. Allí donde al haz se descargó, paredes y frisos, puertas y tapices a ambos lados del pasillo dejaron de existir; colgaduras, cascotes y yeso sesgados se soltaron y cayeron al suelo.
Conque a los Renegados les asustaba utilizar el fuego compacto, ¿no? ¿Quién le había dicho tal cosa? Moraine. Ella sí que habría merecido vivir.
El fuego compacto salió disparado de sus manos como un resplandeciente haz que se descargó en la dirección de donde salía el otro, y éste se desvaneció tan pronto como el suyo penetró a través de la pared, dejando una imagen purpúrea grabada en sus retinas. También él cortó su flujo. ¿Lo habría conseguido finalmente?
Se incorporó rápidamente a la par que encauzaba Aire y abría las destrozadas puertas con tal violencia que los restos se desprendieron de los goznes. Al otro lado la habitación aparecía desierta. Era una sala de estar, con sillas colocadas delante de un enorme hogar de mármol. Su fuego compacto había cercenado un trozo de uno de los arcos que conducían a un pequeño patio con una fuente, y otro, de uno de los fustes ahusados que formaban la columnata sobre el paseo que había más allá.
Pero Rahvin no había ido por ese camino y tampoco había muerto bajo el fuego compacto. En el aire persistía un residuo, un tenue resto de saidin tejido. Rand lo reconoció. Era distinto del acceso que él había creado para Rasar hasta Caemlyn o para Viajar —ahora sabía que era eso lo que había hecho— al interior del salón del trono, pero había visto uno igual en Tear, y él mismo había creado otro.
Volvió a hacerlo ahora. Un acceso, o al menos una abertura; en realidad, una puerta a otra dimensión. Al otro lado no había negrura. De hecho, si no hubiese sabido que el camino estaba allí, si no hubiese percibido su urdimbre, podría haberlo pasado por alto. Allí, ante él, estaban los mismos arcos abriéndose al mismo patio con la misma fuente, el mismo paseo con columnata. Durante un instante, los agujeros perfectamente redondos que su fuego compacto había abierto en el arco y la columna fluctuaron, se llenaron de materia, y después volvieron a ser agujeros. Dondequiera que condujese el acceso era a algún otro sitio, un reflejo del Palacio Real, como antaño había sido un reflejo de la Ciudadela de Tear. Vagamente lamentó no haber hablado con Asmodean sobre ello mientras había tenido ocasión de hacerlo, pero nunca se había sentido capaz de hablar sobre ese día con nadie. Qué más daba. Aquel día empuñaba a Callandor, pero el angreal de su bolsillo ya había demostrado ser suficiente para hostigar a Rahvin.
Cruzó el acceso rápidamente, soltó la urdimbre y se encaminó presuroso a través del patio mientras la puerta a otra dimensión se desvanecía. Rahvin percibiría aquella puerta si estaba lo bastante cerca y alerta. Disponer del hombrecillo gordo de piedra no significaba que pudiese quedarse quieto y esperando un ataque.
Ni una sola señal de vida, excepto por sí mismo y una mosca. También había ocurrido igual en Tear. Las lámparas de pie de los pasillos estaban apagadas, con limpios pabilos que jamás habían conocido la llama, pero a pesar de todo había luz hasta en los corredores que deberían haber estado más oscuros, una claridad que parecía venir de todas partes y de ninguna. A veces aquellas lámparas se movían, así como también otras cosas. Entre una mirada y la siguiente una lámpara alta podía haberse desplazado un palmo, y un jarrón de una hornacina, un par de dedos. Pequeñas cosas, como si alguien las hubiese movido en el breve espacio de tiempo en que él había apartado los ojos. Se debiera a lo que se debiese, era un lugar extraño.
Se dio cuenta, mientras trotaba por otro sendero con columnata y extendía su sentido de percepción buscando a Rahvin, que no había oído la voz clamando el nombre de Ilyena desde que había encauzado el fuego compacto. Quizá, de algún modo, había ahuyentado a Lews Therin de su mente.
«Estupendo». Se detuvo al borde de uno de los jardines del palacio. Los rosales y los farolillos estrella blanca tenían el mismo aspecto ajado por la sequía que el que ofrecían en el palacio del mundo real. En algunas de las agujas de las torres blancas que se elevaban sobre los tejados flameaban enseñas del León Blanco, pero en un abrir y cerrar de ojos cambiaba en cuáles de las torres ondeaban. «Bien, así no tendré que compartir mi mente con…»
Se sentía raro. Incorpóreo. Levantó un brazo y se quedó estupefacto. Podía ver el jardín a través de la manga de la chaqueta y del brazo como a través de una neblina. Una neblina que se estaba difuminando. Miró hacia abajo y vio las piedras del paseo a través de sí mismo.
«¡No!» El pensamiento no fue suyo. Una imagen empezó a cobrar consistencia: un hombre alto, de ojos oscuros, con un semblante marcado por arrugas de preocupación y el pelo más blanco que castaño. «Soy Lews Ther…»
«Soy Rand al’Thor», interrumpió Rand. Ignoraba qué estaba ocurriendo, pero el tenue dragón empezaba a desdibujarse en el etéreo brazo que tenía alzado ante sí. El brazo empezó a adquirir una tonalidad más morena, y los dedos de la mano se hicieron más largos. «Yo soy yo». Aquello resonó en el vacío como un eco. «Soy Rand al’Thor».
Se debatió para crear una imagen mental de sí mismo, de plasmar la imagen que contemplaba en el espejo cada mañana mientras se afeitaba, la que veía reflejada en el espejo de cuerpo entero, al vestirse. Fue una lucha frenética. En realidad nunca se había mirado a sí mismo con detenimiento. Las dos imágenes se desdibujaron y se consolidaron alternativamente, la del hombre de más edad con ojos oscuros y la del más joven de ojos azul grisáceos. Poco a poco, la del más joven cobró consistencia mientras que la del mayor se difuminaba. Paulatinamente su brazo fue adquiriendo un aspecto más sólido; el suyo, con el dragón enroscado en él y con la marca de la garza en la palma de la mano. Hubo un tiempo en que había odiado esas marcas, pero ahora, aun estando rodeado por el vacío sin emociones, casi sonrió al verlas.
¿Por qué habría intentado Lews Therin imponerse a él? Para convertirlo en Lews Therin. Estaba seguro de que el hombre de ojos oscuros y semblante afligido era él. ¿Por qué ahora? ¿Porque podía hacerlo en este lugar, fuera lo que fuera? Un momento. Había sido Lews Therin el que había gritado aquel firme «no». No había sido un ataque de Lews Therin, sino de Rahvin; y no había utilizado el Poder. Si el Renegado hubiese estado capacitado para hacer esto en Caemlyn, en la verdadera Caemlyn, lo habría hecho. Tenía que tratarse de alguna habilidad que había adquirido aquí. Y, si Rahvin la había obtenido, quizás él también podría. Era la imagen de sí mismo lo que lo había mantenido, lo que lo había llevado de vuelta antes de desvanecerse por completo.
Contempló fijamente el rosal más próximo, un arbusto de un metro y medio de altura, e imaginó que se hacía progresivamente translúcido, inmaterial. Obedientemente, la planta se difuminó y desapareció; pero, tan pronto como la imagen de su mente se desvaneció también, el rosal cobró consistencia de manera repentina, igual a como era antes.
Rand asintió fríamente. Así pues había límites. Siempre había límites y reglas, y él ignoraba los que regían aquí. Pero conocía el Poder, todo lo que Asmodean le había enseñado y lo que había aprendido por sí mismo, y el saidin lo henchía todavía con toda la dulzura de la vida y toda la corrupción de la muerte. Rahvin tenía que haber estado viéndolo para poder atacarlo; con el Poder era preciso ver aquello sobre lo que uno quería que surtiese efecto o había que saber exactamente dónde estaba en relación con uno mismo con la precisión del grosor de un cabello. Tal vez allí era distinto, pero lo dudaba mucho. Casi deseó que Lews Therin no hubiese vuelto a guardar silencio. Él quizá conocía este lugar y sus reglas.
Los balcones y ventanas se asomaban al jardín, en algunos sitios desde una altura de cuatro pisos. Rahvin había intentado… disolverlo. Absorbió el impetuoso torrente de saidin a través del angreal. Del cielo saltaron relámpagos, un centenar de plateados rayos bifurcados que se multiplicaron y se descargaron en cada ventana, en cada balcón. Un atronador estallido sacudió el jardín al volar cascotes en todas direcciones. El propio aire crepitó, y Rand sintió que el vello de los brazos y del pecho se erizaba bajo la camisa. Hasta el cabello empezó a ponérsele de punta. Esperó a que la andanada de rayos se consumiera por sí misma. Aquí y allí se desprendieron trozos de ventanas y balcones rotos, el sonido de su caída apagado por los ecos del atronador estallido que aún resonaban en sus oídos.
Donde antes había ventanas ahora sólo quedaban agujeros. Parecían cuencas vacías de alguna monstruosa calavera, en tanto que los destrozados balcones remedaban bocas abiertas. Si Rahvin había estado en alguno de esos huecos sin duda habría muerto, pero Rand no lo creería hasta que viese el cadáver. Deseaba ver muerto a Rahvin.
Con una mueca que dejaba a la vista sus dientes, un gesto del que no era consciente, Rand regresó al interior del palacio. Quería ver morir a Rahvin.
Nynaeve se lanzó de cabeza al suelo y gateó pasillo adelante cuando algo escindió la pared más próxima. Moghedien se deslizaba tan deprisa como ella, pero si la Renegada no lo hubiese hecho ella la habría arrastrado con el a’dam. ¿Sería eso obra de Rand o de Rahvin? Nynaeve había visto haces de luz blanca, de fuego líquido, como ése en Tanchico, y no sentía el menor deseo de encontrarse de nuevo cerca de algo así. Ignoraba qué era y tampoco quería saberlo. «¡Lo que deseo es curar, así se abrasen estos dos malditos hombres! ¡No deseo aprender un extravagante método de matar!»
Se incorporó un poco, en cuclillas, y echó una ojeada en la dirección por la que habían venido. Nada. Un pasillo de palacio desierto; con un corte a lo largo de tres metros en ambas paredes, tan limpio como el que habría hecho el cantero más experto, y fragmentos de tapices caídos en el suelo. Ni señal de ninguno de los dos hombres. Hasta ahora no había vislumbrado ni al uno ni al otro, sólo el resultado de sus acciones. En varias ocasiones había estado a punto de ser ella uno de esos resultados. Menos mal que podía absorber la cólera de Moghedien, filtrando el terror que pugnaba por salir a la superficie. La suya propia era tan ridícula que apenas le habría bastado para percibir la Fuente Verdadera, cuanto menos encauzar el flujo de Energía que la mantenía en el Tel’aran’rhiod.
Moghedien estaba de rodillas, doblada, sacudida por las arcadas. Nynaeve apretó los labios. La Renegada había intentado quitarse el a’dam otra vez. Su actitud de cooperar voluntariamente había desaparecido no bien descubrieron que Rand y Rahvin estaban en el Tel’aran’rhiod. Bien, pues el castigo implícito en el artilugio al intentar soltar ese collar cuando uno lo tenía alrededor de la garganta eran las náuseas y el vómito. Por lo menos a Moghedien ya no le quedaba nada en el estómago.
—Por favor. —La Renegada cogió a Nynaeve por la falda—. Te lo repito, tenemos que marcharnos. —El intenso pánico daba a su voz un timbre angustiado, y se reflejaba claramente en su rostro—. Están aquí en carne y hueso. ¡En carne y hueso!
—Cierra el pico —ordenó Nynaeve, absorta—. A menos que me hayas mentido, eso es una ventaja. Para mí. —La otra mujer afirmaba que estar en el Mundo de los Sueños físicamente limitaba el control del Sueño. O, más bien, no le quedó más remedio que admitirlo una vez que dejó escapar parte de la información. También había admitido que Rahvin no conocía el Tel’aran’rhiod tan bien como ella, y Nynaeve confiaba en que eso significara que el Renegado no lo conocía tan bien como ella misma. Que sabía de este mundo más que Rand no le cabía la menor duda. ¡Ese cabezota sin dos dedos de frente! Fuera cual fuese su razón para entrar en pos de Rahvin, no debió permitir que el Renegado lo condujera allí, donde no conocía las reglas, donde los pensamientos podían matar.
—¿Por qué no quieres entender lo que te estoy diciendo? Aun en el caso de que sólo se hubiesen soñado aquí, cualquiera de ellos sería más fuerte que nosotras. Y estando en carne y hueso podrían aplastarnos sin pestañear siquiera. Al estar físicamente pueden absorber saidin en cantidades mucho mayores de lo que nosotras podemos absorber saidar soñando.
—Estamos coligadas. —Nynaeve seguía sin prestarle atención y se dio un fuerte tirón de la trenza. Imposible saber en qué dirección se habían marchado los hombres. Y sin advertencia previa de nada hasta que los viera. Todavía le parecía injusto en cierto modo el que ellos pudiesen encauzar mientras que ella era incapaz de ver o sentir los flujos. Una lámpara de pie que había sido cortada en dos de repente volvía a estar intacta y de repente no, con idéntica rapidez. Aquel fuego blanco debía de ser increíblemente poderoso. Por lo general el Tel’aran’rhiod se curaba enseguida de las heridas que se le infligían.
—Estúpida descerebrada —sollozó Moghedien al tiempo que sacudía la falda de Nynaeve con las dos manos—. No importa lo valiente que seas. Estamos coligadas, pero en tus condiciones actuales no contribuyes en nada. Ni una brizna. Sólo contamos con mi fuerza y con tu locura. ¡Están aquí en carne y hueso, no soñando! ¡Están utilizando cosas que ni en tus peores pesadillas has imaginado que existen! ¡Nos destruirán si nos quedamos!
—No levantes la voz —espetó Nynaeve—. ¿Es que quieres atraer a uno de ellos y que se nos eche encima? —Miró a un lado y al otro del pasillo rápidamente, pero el corredor seguía desierto. ¿Había sido eso el apagado sonido de unas botas? ¿Rand o Rahvin? Los dos hombres debían de avanzar con igual cautela, y, estando enzarzado en un combate, Rand podría abatirlas antes de advertir que eran amigas. Bueno, al menos ella lo era.
—Tenemos que irnos —insistió Moghedien, pero bajó el tono de voz. Se puso de pie y torció la boca en un gesto de hosco desafío. El miedo y la ira se retorcían dentro de ella, el primero más intenso que la segunda—. ¿Por qué voy a seguir ayudándote? ¡Esto es una locura!
—¿Acaso prefieres sentir las ortigas otra vez?
Moghedien se encogió, pero sus oscuros ojos traslucían una obstinada tenacidad.
—¿Piensas que prefiero dejar que me maten en lugar de que me hieras? Sí que estás loca. No daré un solo paso más hasta que hayas decidido sacarnos de aquí.
Nynaeve volvió a tirarse de la trenza. Si Moghedien se negaba a caminar tendría que arrastrarla, y ése no era un buen método para buscar en lo que parecían kilómetros de pasillos que todavía tenían por delante. Debería haber sido más dura la primera vez que la mujer había intentado resistirse. De estar en su lugar, Moghedien la habría matado a ella sin vacilación o, si pensaba que tenía alguna utilidad, habría tejido el truco de apoderarse de la voluntad de otra persona haciendo que la adorara. Nynaeve lo había experimentado en sus propias carnes una vez, en Tanchico, y aunque supiera cómo realizarlo dudaba que fuera capaz de hacer tal cosa a nadie. Despreciaba a esta mujer, la odiaba con todo su corazón, pero aunque no la necesitase no podría matarla a sangre fría. El problema era que temía que Moghedien también lo supiera a estas alturas.
Con todo, una Zahorí dirigía el Círculo de Mujeres —aunque el Círculo no estuviese siempre de acuerdo— y éste, a su vez, imponía castigos a las mujeres que quebrantaban la ley o cometían una falta grave contra las costumbres, y también castigaba a los hombres por ciertas transgresiones. Puede que le faltase la sangre fría de Moghedien para matar y para machacar las mentes de las personas, pero…
La Renegada abrió la boca, y Nynaeve se la tapó con una mordaza de Aire; o, más bien, obligó a Moghedien a hacerlo, ya que con el a’dam vinculándolas era como encauzar por sí misma, pero la otra mujer sabía que sus conocimientos eran como herramientas en manos de Nynaeve. Los oscuros ojos brillaron de indignación cuando sus propios flujos le dejaron los brazos pegados prietamente contra los costados, y la falda ceñida como una cuerda alrededor de los tobillos. En cuanto al resto, Nynaeve utilizó el a’dam del mismo modo que con las ortigas, creando la sensación que quería que experimentara la otra mujer. No era algo real, sino la sensación de realidad.
Moghedien se puso tensa dentro de sus ataduras cuando una correa de cuero pareció descargarse sobre sus nalgas. Ésa sería la impresión que tendría. A través de la correa del a’dam transfundió un sentimiento de humillación y afrenta. Y de desprecio. Comparado con sus complejos métodos de hacer daño a la gente, éste parecía propio de una criatura.
—Cuando estés dispuesta a colaborar de nuevo —dijo Nynaeve—, sólo tienes que asentir con la cabeza. —Esto no debía demorarse demasiado; no podía quedarse plantada aquí mientras que Rand y Rahvin trataban de matarse el uno al otro. Si moría el que no debía porque esquivaba el peligro al permitir que Moghedien la retrasase aquí…
Nynaeve rememoró un día, teniendo dieciséis años, poco después de que la consideraran lo bastante mayor para llevar trenzado el cabello. Había robado un budín de pasas a Corin Ayellan por un reto lanzado por Nela Thane, y al salir con el botín por la puerta de la cocina se topó con la señora Ayellan; volcó la rabia y la impotencia experimentadas entonces y las transfundió a través de la correa, condensadas en una única sensación. Los ojos de Moghedien casi se salieron de las órbitas.
Severamente, Nynaeve lo hizo otra vez. «¡No dejaré que me ate corto!» Otra vez. «¡Voy a ayudar a Rand ni que quiera ella ni que no!» Otra vez. «¡Aunque muramos en el empeño!» Otra vez. «Oh, Luz, podría tener razón; Rand podría matarnos antes de darse cuenta de que soy yo». Otra vez. «¡Luz, detesto tener miedo!» Otra vez. «¡La odio!» Otra vez. «¡La odio!» Otra vez.
De repente cayó en la cuenta de que Moghedien estaba sacudiéndose dentro de las ataduras y asintiendo con la cabeza de manera tan violenta que era un milagro que no se le hubiese desprendido del cuello. Durante un instante Nynaeve miró boquiabierta el rostro surcado de lágrimas de la otra mujer y después interrumpió sus ataques y deshizo apresuradamente los flujos de Aire. Luz, ¿qué había hecho? Ella no era como Moghedien.
—¿He de entender con eso que no me darás más problemas? —preguntó.
—Nos matarán —balbució débilmente la Renegada; sus palabras resultaron casi incomprensibles a causa de los sollozos, pero al mismo tiempo asintió en un gesto de aquiescencia.
Nynaeve endureció deliberadamente sus sentimientos. Moghedien merecía todo lo que había recibido y mucho, mucho más. En la Torre una de las Renegadas habría sido neutralizada y ejecutada tan pronto como hubiese concluido el juicio, y para condenarla no haría falta mucha más evidencia aparte de ser quien era.
—Bien. Ahora nos…
Un trueno sacudió todo el palacio, o algo muy semejante a un trueno excepto porque las paredes se estremecieron con una especie de traqueteo y que del suelo se alzó polvo. Nynaeve estuvo a punto de caer encima de Moghedien, y las dos se tambalearon torpemente tratando de mantener el equilibrio. Antes de que la conmoción cesara por completo fue reemplazada por una especie de rugido, como si un fuego monstruoso ascendiera por una chimenea del tamaño de una montaña. Duró sólo un momento, y el silencio que siguió pareció más profundo que antes. No. Se oían botas; un hombre corriendo. El sonido resonaba en el pasillo. Venía del norte.
—Vamos —ordenó Nynaeve al tiempo que apartaba a la otra mujer de un empellón.
Moghedien sollozaba, pero no se resistió a los tirones de la correa que la condujo pasillo adelante. Empero, sus ojos estaban desorbitados, y el ritmo de su respiración era demasiado rápido. Nynaeve pensó que era una suerte tener a Moghedien con ella, y no sólo porque le proporcionara acceso al Poder Único. Después de infinidad de años agazapada en las sombras, la Araña se había vuelto tan cobarde que, en comparación, Nynaeve casi se consideraba valiente. Sólo casi. Ahora era únicamente la rabia que le causaba su propio miedo lo que le permitía conservar intacto aquel pequeño flujo de Energía que la mantenía en el Tel’aran’rhiod, porque Moghedien estaba totalmente aterrorizada.
Tirando de la Renegada tras de sí por la brillante correa, Nynaeve apretó el paso en pos del sonido de aquellas otras pisadas que se iban alejando.
Rand entró en el patio redondo cautelosamente. A su espalda, la mitad de aquel círculo de blanco pavimento estaba rodeado por una estructura que se alzaba tres pisos por encima de él; la otra mitad quedaba delimitada por una galería semicircular, sustentada por pálidos fustes de casi cuatro metros de altura que se conectaban con otro jardín por unos paseos de grava a la sombra de árboles bajos y de copas anchas. En el centro, unos bancos de mármol rodeaban un estanque cubierto de nenúfares en el que nadaban peces dorados, blancos y rojos.
De repente los bancos titilaron, ondearon, cambiaron a figuras humanas carentes de rostro, todavía blancas y de apariencia dura como la piedra. Ya sabía lo difícil que resultaba variar algo que Rahvin había alterado. Unos rayos salieron disparados de las puntas de sus dedos e hicieron añicos a los hombres de piedra.
El aire se tornó agua. Atragantado, Rand se esforzó por nadar hacia las columnas; veía el jardín que había detrás. Tenía que haber algún tipo de barrera que impedía que el agua se desbordara a través de ellas. Antes de que pudiera encauzar, unas formas doradas, rojas y blancas nadaron veloces a su alrededor, más grandes que los peces que había vislumbrado en el estanque. Y con dientes. Le lanzaron dentelladas y la sangre manó en volutas enrojecidas. De manera instintiva, Rand manoteó en dirección a los peces, pero la parte fría de él, en lo profundo del vacío, encauzó. El fuego compacto irradió contra la barrera, si es que había alguna, y hacia cualquier lugar en el que pudiese estar Rahvin desde donde tuviera a la vista este patio. El agua giró en violentos remolinos y arrastró a Rand en su impetuosa marcha hacia los túneles excavados por el fuego compacto. Centelleos dorados, blancos y rojos arremetieron contra él, añadiendo nuevas volutas carmesí al agua. Zarandeado, Rand no veía hacia dónde apuntar sus descargas, que relampagueaban en todas direcciones. No le quedaba aire en los pulmones. Trató de pensar en el aire, en que el agua era aire.
Y de pronto lo fue. Cayó con fuerza sobre las piedras del pavimento, entre pequeños pececillos que daban coletazos, rodó sobre sí mismo y se dio impulso para incorporarse de un salto. Todo volvía a ser aire; hasta sus ropas estaban secas. La columnata semicircular cambiaba entre una imagen intacta y otra de un montón de ruinas, con la mitad de los fustes desplomados. Algunos árboles yacían enredados entre sus propios tocones, y después aparecían erguidos, intactos, y a continuación, de nuevo caídos. El palacio, detrás de él, tenía agujeros abiertos en las blancas paredes, uno incluso a través de una alta cúpula dorada, y las rajas cruzaban ventanas, algunas con celosías de piedra. Los daños titilaban, apareciendo y desapareciendo, no con los intermitentes y lentos cambios de antes, sino de manera constante: destrozos, y a continuación ninguno; luego algunos, y después nada, y otra vez todos de nuevo.
Haciendo un gesto de dolor, Rand apretó una mano contra su costado, sobre la vieja herida curada a medias. Le dolía como si los esfuerzos casi la hubieran abierto otra vez. En realidad le dolía todo el cuerpo, herido por una docena o más de mordiscos por los que manaba sangre. Eso no había cambiado. Los desgarrones ensangrentados en su chaqueta y sus calzones continuaban presentes. ¿Habría conseguido cambiar el agua de nuevo en aire, o es que una de sus frenéticas descargas había hecho huir a Rahvin o incluso lo había matado? Daba igual a menos que hubiese ocurrido esto último.
Se enjugó la sangre que le caía en los ojos, y escudriñó las ventanas y balcones que se asomaban alrededor del jardín, y la galería alta, al otro lado. O, mejor dicho, empezó a hacerlo, pero algo atrajo su mirada. Debajo de la columnata se percibían apenas los restos de una urdimbre. Desde la distancia lo identificó como un acceso, pero para saber de qué tipo era y hacia dónde conducía tenía que estar más cerca. Saltó sobre un montón de escombros, que se esfumaron mientras todavía estaba en el aire, en mitad del salto, y a continuación corrió por el jardín esquivando todos los árboles que habían caído sobre el sendero. El residuo de la urdimbre casi había desaparecido; tenía que acercarse lo suficiente antes de que se desvaneciera por completo.
Inopinadamente se fue de bruces al suelo y se arañó las manos al intentar frenar la caída. No vio nada que lo hubiese hecho tropezar. Se sentía mareado, como si le hubiesen golpeado la cabeza. Intentó levantarse, llegar hasta el residuo. Entonces se dio cuenta de que su cuerpo fluctuaba; sus manos se cubrieron de pelo largo, y sus dedos parecieron encogerse, doblarse hacia las manos. Casi eran garras. Una trampa. Rahvin no había huido; el acceso había sido una trampa y él se había metido de lleno en ella.
La desesperación estrujó el vacío mientras Rand se esforzaba por aferrarse a sí mismo, a lo que era. Sus manos. Eran manos. Casi. Se obligó a incorporarse. Tuvo la impresión de que sus piernas estaban dobladas en un ángulo equivocado. La Fuente Verdadera se alejó; el vacío se encogió. El pánico lamió los bordes del vacío. Fuera lo que fuera en lo que Rahvin intentaba cambiarlo, no podía encauzar. El saidin menguó, escabullándose, reduciéndose a un chorrillo a pesar de estar absorbiéndolo a través del angreal. Los balcones y la galería alta parecían estar observándolo como ojos vacíos. Rahvin debía de estar en una de aquellas ventanas con enrejado de piedra, pero ¿cuál? Esta vez carecía de la fuerza necesaria para descargar un centenar de rayos. Sólo una descarga, eso era lo que podía conseguir, siempre y cuando lo hiciera enseguida. ¿Cuál ventana? Luchó por ser él mismo, por absorber el saidin, recibiendo con gozo incluso la infección de la contaminación como evidencia de que todavía estaba en contacto con el Poder. Girando sobre sí mismo en un círculo tambaleante, buscando en vano, clamó el nombre de Rahvin. Sonó como el bramido de una bestia.
Tirando de Moghedien, Nynaeve giró en una esquina. Al frente, un hombre desapareció tras el siguiente giro del pasillo, dejando la estela del sonido de sus pasos. Nynaeve no sabía cuánto tiempo llevaba persiguiendo esos pasos. A veces habían dejado de oírse, y no le había quedado más remedio que esperar a que sonaran de nuevo para poder orientarse. En ocasiones, cuando se detenían sucedían cosas; no había visto nada, pero una vez el palacio había resonado como una campana, y en otra ocasión su cabello se erizó cuando el aire se cargó de electricidad; y otra… No importaba. Ésta era la primera vez que había vislumbrado al hombre que llevaba esas botas. No creía que fuera Rand, por la chaqueta negra. Era más o menos de la misma talla, pero más corpulento.
La antigua Zahorí echó a correr sin darse cuenta de lo que hacía. Hacía mucho rato que sus fuertes zapatos se habían convertido en escarpines de terciopelo para no hacer ruido con ellos. Si ella podía oír los pasos del hombre, también él podría oír los suyos. La jadeante respiración de Moghedien sonaba más que sus pisadas.
Nynaeve llegó a la esquina y se asomó cautelosamente. Se preparó para utilizar el saidar —a través de Moghedien, pero era suyo— y encauzar en cualquier momento. No fue necesario, porque el pasillo estaba desierto. A lo lejos, había una puerta en la pared, mientras que la otra tenía ventanas con arabescos de piedra; no creía que el hombre hubiera tenido tiempo de llegar a la puerta. Más cerca, se abría otro corredor a la derecha. Corrió hacia allí y volvió a asomarse con precaución. Nadie. Sin embargo, cerca de la intersección de los pasillos arrancaba una escalera que ascendía en espiral.
Vaciló un instante. Tenía que haber corrido hacia alguna parte. Este corredor conducía de vuelta hacia donde habían venido. No creía que el hombre corriera para huir, lo que sólo dejaba una opción: arriba.
Arrastró a Moghedien tras de sí y empezó a subir lentamente los peldaños, aguzando el oído para captar cualquier ruido aparte de los jadeos, casi histéricos, de la Renegada, y el latido de la sangre en sus oídos. Si se encontraba cara a cara con él… Sabía que estaba allí, un poco más adelante. La sorpresa tenía que jugar a su favor.
Hizo una pausa en el primer rellano. Los pasillos de esta planta eran una copia exacta de los de abajo, y estaban igualmente vacíos, igualmente silenciosos. ¿Habría seguido subiendo el hombre?
La escalera tembló débilmente bajo sus pies como si el palacio hubiese sido alcanzado por el impacto de un colosal ariete, y le siguió otro. Y otro más cuando un haz de fuego blanco atravesó la parte alta de una de las ventanas con enrejado de piedra, se desplazó hacia arriba en ángulo y de repente desapareció en el momento en que empezaba a cortar el techo.
Nynaeve tragó saliva con esfuerzo y parpadeó en un vano intento de librarse de la imagen violeta impresa en la retina de sus ojos. Eso tenía que haber sido obra de Rand intentando alcanzar a Rahvin. Si se acercaba demasiado al Renegado, Rand podría alcanzarla de manera involuntaria. Aunque, si se estaba agitando de ese modo —ésa era la impresión que le había dado a ella, de estar sacudiéndose—, también podría alcanzarla en cualquier parte que estuviera sin ser consciente de ello.
Los temblores habían cesado. Los ojos de Moghedien brillaban de terror. A juzgar por lo que Nynaeve sentía a través del a’dam era un milagro que la mujer no estuviese retorciéndose en el suelo, chillando y echando espuma por la boca. También ella se sentía con ganas de gritar, pero se obligó a poner el pie en el primer escalón. Era un camino tan bueno como cualquier otro. Subir el segundo escalón no resultó mucho más fácil, pero lo hizo lentamente; no era menester advertir al hombre de su presencia. El factor sorpresa tenía que jugar a favor de ella. Moghedien la seguía como un perro azotado, tiritando.
A medida que remontaba los peldaños, Nynaeve abrazó el saidar tan firmemente como le fue posible y en toda la medida que Moghedien era capaz de absorber, hasta el punto de que la dulzura del Poder casi resultó dolorosa. Aquello era una advertencia. Si tomaba más estaría rozando el límite que superaba sus posibilidades, el punto en que podría neutralizarse a sí misma, consumir su habilidad de encauzar en una llamarada. O quizá despojar de esa capacidad a Moghedien, teniendo en cuenta las circunstancias. O a ambas. En cualquiera de los casos, ahora sería un desastre. Empero, aguantó en ese límite, la… vida… que la colmaba. Tenía acumulado dentro de sí tanto saidar como el que habría podido absorber si hubiera estado encauzando por sí misma. Moghedien y ella tenían una fuerza muy pareja en el Poder, como había quedado demostrado en Tanchico. ¿Sería suficiente? Moghedien insistía en que los hombres eran más fuertes, al menos Rahvin, a quien la Renegada conocía bien, y no parecía muy probable que Rand hubiese sobrevivido tanto tiempo a menos que fuera igualmente poderoso. Qué gran injusticia que los hombres no sólo fueran más fuertes físicamente, sino también en el Poder. Las Aes Sedai de la Torre siempre decían que habían sido iguales. Sólo que no…
Estaba divagando. Respiró profundamente y tiró de Moghedien para subir los últimos peldaños del tramo; la escalera acababa allí.
El pasillo se encontraba desierto, así que se encaminó a la intersección con el corredor lateral y se asomó. Allí estaba, un hombre alto vestido de negro, con el cabello oscuro excepto los mechones canosos de las sienes, que escudriñaba a través del enrejado de piedra de una ventana, observando algo allí abajo, en el patio. En su rostro se advertía el brillo del sudor a causa del esfuerzo, pero parecía estar sonriendo. Era un rostro bello, tanto como el de Galad, pero Nynaeve no sintió que los latidos de su corazón se aceleraran al contemplarlo.
Fuera lo que fuera lo que estaba observando —¿tal vez a Rand?— lo tenía totalmente absorto, pero Nynaeve no le dio ocasión de que advirtiera su presencia. Tal vez era Rand el que estaba abajo. Ignoraba si el Renegado estaba encauzando o no. Inundó el pasillo alrededor del hombre con fuego, de pared a pared, del suelo al techo, volcando en ello todo el saidar que había dentro de ella, un fuego tan abrasador que la propia piedra echó humo. El calor la hizo recular bruscamente.
Rahvin aulló en medio de aquella llamarada —era una sola llama— y retrocedió tambaleándose hacia donde el pasillo se convertía en una galería con columnas. Un breve segundo, menos, mientras ella se encogía, y el Renegado se puso erguido de nuevo, aún rodeado de la llamarada pero envuelto en una especie de burbuja de aire puro. Hasta la última brizna de saidar que Nynaeve podía encauzar iba dirigida a aquel infierno, pero el hombre lo mantenía a raya. Lo veía a través del fuego a pesar del tono rojizo que le daba a todo; salía humo de su chaqueta chamuscada y su semblante era un despojo abrasado, con uno de los globos oculares completamente blanco. Empero, ambos ojos rebosaban malevolencia cuando se volvieron hacia ella.
No le llegó ninguna emoción a través de la correa del a’dam, sólo un profundo embotamiento. Nynaeve sintió un nudo en el estómago; Moghedien se había rendido. Y lo había hecho porque allí estaba la muerte, aguardándolas.
El fuego estalló a través del enrejado de piedra de las ventanas encima de Rand; las ardientes lenguas asomaron por cada arabesco y se propagaron hacia la galería. En el mismo momento, la lucha desatada en su interior cesó de golpe. Volvió a ser él mismo tan repentinamente que casi resultó una conmoción. Había tratado con desesperación de absorber saidin, de resistir aferrándose a aquel minúsculo hilillo, y ahora penetró impetuoso en él como si se tratara de una avalancha de fuego y hielo tan intensa que sintió flaquearle las rodillas, mientras el vacío fluctuaba por las arremetidas del dolor que intentaba traspasar sus límites como un torno.
Rahvin salió a la galería trastabillando de espaldas, el rostro vuelto hacia algo que había dentro del pasillo. El Renegado estaba envuelto en una llamarada, pero de algún modo se mantenía erguido, como si el fuego no lo tocara. Si tal cosa era así ahora, no había ocurrido de la misma forma antes. Únicamente la constitución del hombre, la imposibilidad de que fuese algún otro, le daba a Rand la certeza de que se trataba de él. El Renegado era un amasijo de carne tan chamuscada, ampollada y agrietada que cualquier Curadora que hubiese querido sanarlo habría acabado exhausta. El dolor tenía que haber sido horroroso, excepto que Rahvin debía de estar dentro del vacío interior de aquel despojo de hombre, envuelto en esa nada en la que el dolor corporal es distante y donde se tiene el saidin al alcance de la mano.
El Poder Único henchía a Rand, que lo soltó de golpe, y no para curar.
—¡Rahvin! —gritó, y el fuego líquido salió disparado de sus manos: un haz de luz líquida más grueso que un hombre, impulsado por todo el Poder que fue capaz de absorber.
Alcanzó de lleno al Renegado, y Rahvin dejó de existir. En Rhuidean, los Sabuesos del Oscuro se convirtieron en motas luminosas antes de desaparecer, por su afán de aferrarse a fuera cual fuese el tipo de vida que intentaban prolongar o por el esfuerzo del Entramado para mantenerse inalterable incluso para ellos. Ante esto, Rahvin simplemente… se extinguió.
Rand interrumpió el fuego compacto y apartó un poco el saidin. Parpadeó, tratando de borrar la imagen purpúrea grabada en su retina, y alzó la vista hacia el agujero abierto en la balaustrada de mármol, a los restos de una columna que colgaba como un colmillo, y al orificio correspondiente en el techo del palacio. No se produjo fluctuación alguna, como si lo que había hecho fuera demasiado fuerte incluso para que este lugar lo reparara. Después de todo lo ocurrido casi parecía demasiado fácil; quizá quedaba algo allí arriba que lo convenciera de que Rahvin estaba realmente muerto. Corrió hacia una puerta.
Frenética, Nynaeve empleó toda su fuerza en tratar de mantener cerrada la llamarada alrededor de Rahvin. Se le ocurrió que debería haber utilizado rayos. Iba a morir; aquellos ojos horribles estaban fijos en Moghedien, no en ella, pero la muerte la alcanzaría también al mismo tiempo.
Un haz de fuego líquido segó la balaustrada de la galería, tan abrasador que, en comparación, la llama creada por ella parecía una bocanada fresca. La impresión hizo que soltara la urdimbre y alzó una mano para protegerse la cara, pero cuando todavía no había acabado de levantarla el fuego líquido desapareció. Y también Rahvin. No creía que hubiese escapado. Sólo había durado un instante; había sido tan fugaz que podría haberlo imaginado cuando aquel haz blanco lo tocó y el Renegado se convirtió en… neblina. Sólo un segundo. A lo mejor lo había imaginado, pero no lo creía. Inhaló con un estremecimiento.
Moghedien se cubría el rostro con las manos y sollozaba, temblorosa. La emoción que Nynaeve percibía a través del a’dam era un alivio tan inmenso que sofocaba todo lo demás.
Unos pasos precipitados sonaron en el tramo inferior de la escalera.
Nynaeve giró velozmente sobre sí misma y dio un paso hacia el hueco espiral de la escalera. Se sorprendió al reparar en que estaba absorbiendo saidar al máximo, preparándose para un enfrentamiento.
La sorpresa desapareció cuando vio aparecer a Rand subiendo los escalones. No era como lo recordaba; sus rasgos eran los mismos, pero el gesto era duro, y los ojos tan fríos como azules fragmentos de hielo. Los desgarrones ensangrentados en la chaqueta y pantalones, la sangre del rostro, estaban en consonancia con su semblante.
Por su expresión, a Nynaeve no la había sorprendido que matara a Moghedien allí mismo en el instante en que descubriera quién era. Y reconocería el a’dam. Ella todavía podía utilizar a la Renegada para algunas cosas, de modo que, sin pensarlo más, lo cambió, haciendo que desapareciera la correa y dejando únicamente el brazalete plateado en su muñeca y el collar en la garganta de Moghedien. Tuvo un momento de pánico cuando comprendió lo que había hecho; después suspiró al comprobar que todavía percibía a la otra mujer. Funcionaba exactamente como había dicho Elayne. A lo mejor Rand no lo había visto, ya que ella se encontraba entre Moghedien y él, y la correa había colgado a su espalda. Rand sólo miró de pasada a la Renegada.
—Al pensar en esas llamas que salieron de aquí arriba se me ocurrió que quizás eras tú o… ¿Qué es este sitio? ¿Es aquí donde os reunís con Egwene?
Nynaeve alzó los ojos hacia él e intentó no tragar saliva. Qué frialdad la de su rostro.
—Rand, las Sabias dicen que lo que has hecho, lo que estás haciendo, es peligroso, incluso maligno. Dicen que uno pierde parte de sí mismo si viene aquí en carne y hueso, una parte de lo que lo hace humano.
—¿Es que las Sabias lo saben todo? —Pasó junto a ella y se quedó contemplando fijamente la galería—. Yo solía pensar que las Aes Sedai lo sabían todo. En cualquier caso, no importa. Ignoro hasta qué punto el Dragón Renacido puede permitirse el lujo de ser humano.
—Rand, yo… —No sabía qué decir—. Ven, deja que te cure al menos.
Se quedó inmóvil para que Nynaeve alzara las manos y cogiera entre ellas su cabeza. La antigua Zahorí tuvo que reprimir un gesto de sobresalto. Las heridas recientes no eran graves, sólo numerosas —¿qué sería lo que lo había mordido?; porque habría jurado que eran dentelladas—, pero la vieja herida del costado, la que nunca había sanado del todo, era como pozo negro de oscuridad lleno de lo que supuso era la infección del saidin. Encauzó los complejos flujos de Aire, Agua y Energía —incluso Fuego y Tierra en pequeñas cantidades— que requería la Curación. Él no gritó ni se sacudió; ni siquiera parpadeó. Se estremeció, pero eso fue todo. Luego la agarró por las muñecas y le retiró las manos de su cara, cosa a la que Nynaeve no opuso la menor resistencia. Las heridas recientes habían desaparecido, hasta el último arañazo, contusión o dentellada, pero no así la vieja herida. Ahí no se había producido cambio alguno. Cualquier cosa aparte de la muerte tendría que ser curable, incluso eso. ¡Cualquier cosa!
—¿Ha muerto? —inquirió quedamente él—. ¿Lo viste morir?
—Sí, Rand, está muerto. Lo vi.
—Bien. Pero todavía quedan más, ¿verdad? Otros… Elegidos.
Nynaeve percibió una punzada de miedo en Moghedien, pero no miró hacia atrás.
—Rand, debes marcharte. Rahvin ha muerto, y este lugar es peligroso para ti estando físicamente en él. Debes irte, y no volver jamás en carne y hueso.
—De acuerdo, me iré.
No hizo nada que ella pudiera ver o percibir —como era de esperar— pero durante un instante le pareció que la galería detrás de él se… doblaba en cierto sentido, aunque no sufrió ningún cambio aparente. Excepto que… Nynaeve parpadeó. Detrás de Rand no había la mitad de una columna colgando como un colmillo, ni ningún agujero en la balaustrada de mármol.
—Dile a Elayne… —añadió Rand como si no hubiese ocurrido nada—. Pídele que no me odie. Pídele que… —Su rostro se crispó en un gesto de dolor, y por un instante Nynaeve vio de nuevo al muchacho que había conocido, transido de pesar como si le estuvieran arrancando algo precioso para él. Alargó la mano con intención de consolarlo, pero él retrocedió un paso, recobrada la expresión pétrea e impasible—. Lan tenía razón. Dile a Elayne que me olvide, Nynaeve. Dile que he encontrado a otra a quien amar y que no queda lugar en mi corazón para ella. Él me encargó que te comunicara lo mismo. Lan también ha encontrado a otra, y dijo que tienes que olvidarlo. Sería mejor no haber nacido que amar a cualquiera de nosotros.
Volvió a retroceder, esta vez tres largas zancadas, y la galería —una parte de ella— pareció girar junto con él de un modo que producía vértigo, y el joven desapareció.
Nynaeve siguió mirando fijamente el lugar donde había estado, no a la esporádica reaparición de los daños ocasionados en la galería. ¿Que Lan le había encargado que le dijese eso?
—Un hombre… notable —musitó Moghedien—. Un hombre muy, muy peligroso.
Nynaeve volvió la vista hacia ella. Algo nuevo le llegaba a través del brazalete. El miedo seguía allí, pero amortiguado por… Expectación era el mejor término para describirlo.
—Mi colaboración ha sido útil, ¿verdad? —inquirió la Renegada—. Rahvin, muerto, y Rand al’Thor, salvado. Ninguna de las dos cosas habrían sido posible sin mí.
Ahora lo entendía Nynaeve. Más que expectación, esperanza. Antes o después ella tendría que despertar y el a’dam se desvanecería, así que Moghedien trataba de recordarle su ayuda —como si no se la hubiese arrancado a viva fuerza— por si acaso ella estaba reuniendo valor para matarla antes de salir del Tel’aran’rhiod.
—Es hora de que yo también me marche —anunció. El semblante de Moghedien no se alteró, pero el miedo, así como la esperanza, se intensificaron. Una copa grande de plata apareció en la mano de Nynaeve, aparentemente llena de té—. Bebe esto.
—¿Qué es? —La Renegada reculó.
—Ningún veneno. Si mi propósito fuera matarte podría hacerlo fácilmente sin necesidad de esto. Después de todo, lo que te ocurra aquí también es real en el mundo de vigilia. —Ahora la esperanza era mucho más fuerte que el miedo—. Te hará dormir un sueño muy profundo. Demasiado profundo para tocar el Tel’aran’rhiod. Es una planta llamada horcaria.
Moghedien cogió lentamente la copa.
—¿Para que no pueda seguirte? No me opondré. —Echó la cabeza hacia atrás y bebió hasta dejar vacía la copa.
Nynaeve la observó intensamente. Esa cantidad debería causar un efecto rápido. Sin embargo, un ramalazo de crueldad la hizo hablar, a sabiendas de que era cruel y sin importarle lo más mínimo. Moghedien no debería disfrutar de un descanso reposado nunca.
—Sabías que Birgitte no estaba muerta. —La Renegada entornó ligeramente los ojos—. Sabías quién era Faolain. —Los ojos de la mujer hicieron intención de abrirse de par en par, pero la bebida narcótica ya surtía efecto en ella. Nynaeve percibía cómo se extendían los síntomas de la horcaria. Se concentró en Moghedien, que estaba retenida allí en el Tel’aran’rhiod. Nada de un sueño tranquilo para una Renegada—. Y también sabías quién es Siuan, que antes ocupaba el cargo de Sede Amyrlin. Nunca lo mencioné en el Tel’aran’rhiod. Jamás. Te veré pronto, en Salidar.
Los ojos de Moghedien giraron en las órbitas y se pusieron en blanco. Nynaeve no estaba segura de si era por la horcaria o porque se había desmayado, pero le daba igual. Soltó a la otra mujer y Moghedien desapareció instantáneamente. El collar de plata sonó con fuerza al caer en las baldosas. Al menos Elayne se alegraría al saber lo del a’dam.
Nynaeve salió del sueño.
Rand trotó por los pasillos del palacio. Le pareció que había menos daños de lo que recordaba, pero en realidad no se fijó demasiado. Salió al gran patio principal. Ráfagas de Aire empujaron los altos portones con tal violencia que casi los arrancaron de los goznes. Al otro lado se abría una inmensa plaza ovalada, así como lo que había estado buscando: trollocs y Myrddraal. Rahvin había muerto y los otros Renegados estaban en alguna otra parte, pero había trollocs y Myrddraal para matar en Caemlyn.
Estaban luchando, una horda arremolinada de cientos de ellos, quizá miles, rodeando algo que no alcanzaba a ver a través de las apretadas filas de armaduras negras y de los Myrddraal montados a caballo. Logró atisbar brevemente su estandarte carmesí en medio de la oscura horda. Algunos giraron la cabeza hacia palacio al oír el estruendo de las grandes puertas, casi arrancadas de cuajo.
Empero, Rand se paró en seco. Numerosas bolas de fuego se descargaban sobre la apiñada masa de negras armaduras, y trollocs ardiendo yacían por doquier. Imposible.
Sin permitirse albergar esperanza ni pensar, encauzó. Haces de fuego compacto saltaron de sus manos tan deprisa como era capaz de urdirlos, más finos que su dedo meñique, y que interrumpía tan pronto como alcanzaban su diana. Eran mucho menos poderosos que el que había utilizado contra Rahvin al final e incluso que cualquiera de los que le había arrojado al Renegado, pero no podía arriesgarse a lanzar uno que atravesara la horda y alcanzara a los que estaban atrapados en el centro de la tropa de trollocs. Tampoco importó demasiado. El primer Myrddraal tocado por el haz pareció invertir los colores, se convirtió en una forma oscura vestida de blanco, y después se redujo a motitas brillantes que desaparecieron mientras su caballo huía espantado. Trollocs, Myrddraal, todos los que se volvieron hacia él tuvieron el mismo final, y entonces empezó a pasar la guadaña por las filas de los que todavía seguían mirando hacia el otro lado, de modo que una constante nube de polvo brillante pareció llenar el aire, renovada al mismo ritmo que se evaporaba.
No podían resistir semejante ataque. Los gritos bestiales de furia dieron paso a aullidos de miedo, y huyeron en todas direcciones excepto en la que estaba él. Rand vio que un Myrddraal que intentaba hacerlos regresar acababa arrollado y pisoteado, tanto él como su montura, pero los restantes espolearon sus caballos para huir.
Rand los dejó marchar. Estaba demasiado ocupado observando fijamente a los velados Aiel que irrumpían del cerco blandiendo lanzas y grandes cuchillos. Era uno de ellos quien llevaba el estandarte; los Aiel no llevaban banderas, pero éste, con un trozo de la cinta roja asomando debajo del shoufa, sí lo hacía. También se sostenían combates en algunas de las calles que arrancaban de la plaza. Aiel contra trollocs. Ciudadanos contra trollocs. Incluso hombres con armaduras y uniformes de la Guardia Real contra trollocs. Por lo visto, a algunos que no habían sentido escrúpulos de matar a una reina les asqueaban los trollocs. Rand sólo lo advirtió por encima, sin embargo. Buscaba, afanoso, entre los Aiel.
Allí. Una mujer con blusa blanca que remangaba las amplias faldas con una mano mientras apuñalaba a un trolloc que huía con un cuchillo corto; un momento después, las llamas envolvían a la figura con hocico de oso.
—¡Aviendha! —Rand no fue consciente de que iba corriendo hasta que gritó—. ¡Aviendha!
Y allí estaba Mat, con la chaqueta desgarrada y la hoja corta de su lanza teñida de sangre, apoyado en el negro astil y contemplando la huida de los trollocs, satisfecho de dejar que fueran otros quienes se ocuparan de luchar ahora que era posible. Y Asmodean, sosteniendo torpemente la espada e intentando mirar a todas partes al mismo tiempo por si acaso algún trolloc decidía regresar. Rand percibió el saidin en el hombre, aunque muy débil; no creía que Asmodean hubiese luchado gran cosa con aquella espada.
Fuego compacto. El fuego compacto que abrasaba un hilo del Entramado. Cuanto más fuerte fuera el haz, más atrás llegaba la quemadura del hilo. Y lo que quiera que esa persona hubiese hecho, ya no había ocurrido. Le importaba poco si su último ataque a Rahvin había abrasado la mitad del Entramado. No si el resultado era éste.
Se dio cuenta entonces de que las lágrimas corrían por sus mejillas; soltó el saidin e hizo desaparecer el vacío. Quería sentir esto.
—¡Aviendha! —La levantó en vilo y empezó a dar vueltas con ella mientras la muchacha lo miraba como si se hubiese vuelto loco. Aunque no quería soltarla en el suelo lo hizo, porque así podía abrazar a Mat. O intentarlo, ya que su amigo lo rechazó.
—¿Qué te pasa? Cualquiera diría que creías que estábamos muertos. Aunque no faltó mucho. ¡El cargo de general tiene que ser algo más seguro que esto!
—Estáis vivos. —Rand se echó a reír. Apartó el cabello que caía sobre la frente de Aviendha, que había perdido el pañuelo que solía ceñir sus sienes, de manera que los mechones se desparramaban sobre sus hombros—. Me siento feliz porque estáis vivos, eso es todo.
Volvió a mirar la plaza y su júbilo se ensombreció. Nada podía borrar su alegría, pero menguó al reparar en los cadáveres tendidos allí donde los Aiel habían presentado resistencia. Demasiados de esos cuerpos no eran lo bastante grandes para pertenecer a hombres. Allí estaba Lamelle, sin velo y sin la mitad de la garganta; nunca volvería a prepararle sopa. Pevin, con las dos manos crispadas sobre el astil, grueso como una muñeca, de una lanza trolloc que le atravesaba el pecho, y en su rostro la primera expresión que Rand veía: sorpresa. El fuego compacto había burlado a la muerte para sus amigos, pero no para otros. Demasiados. Demasiadas Doncellas.
«Goza de lo que tienes. Regocíjate por lo que puedes salvar, y no llores la muerte de tu gente demasiado tiempo». No era un pensamiento suyo, pero aun así lo asumió. Parecía un buen sistema para evitar volverse loco antes de que la infección del saidin lo condujera a la demencia.
—¿Dónde fuiste? —demandó Aviendha, pero no enfadada. En todo caso, parecía aliviada—. En un momento estabas aquí y al siguiente habías desaparecido.
—Tenía que matar a Rahvin —respondió quedamente. Ella abrió la boca, pero Rand posó los dedos sobre los labios de la joven para acallarla y después la apartó sin brusquedad. «Goza de lo que tienes»—. Dejémoslo así. Está muerto.
Bael llegó cojeando, con el shoufa todavía envuelto en la cabeza pero el velo colgando sobre su pecho. Tenía sangre en un muslo, y también la punta de la única lanza que le quedaba estaba enrojecida.
—Los Jinetes de la Noche y los Engendros de la Sombra huyen, Car’a’carn. Algunos hombres de las tierras húmedas se unieron a la danza contra ellos, incluso algunos de los hombres de armadura, aunque al principio danzaron contra nosotros —informó el jefe Aiel.
Sulin estaba detrás de él, retirado el velo; un feo tajo sanguinolento le cruzaba la mejilla.
—Perseguidlos y acabad con ellos, cueste el tiempo que cueste —ordenó Rand, que echó a andar sin saber bien hacia dónde siempre y cuando fuera lejos de Aviendha—. No quiero que merodeen libremente por la campiña. Y vigilad a los soldados de la guardia. Más tarde aclararé quiénes de ellos eran hombres de Rahvin y quiénes… —Siguió caminando mientras hablaba, sin mirar atrás. «Goza de lo que tienes».