15 Lo que puede descubrirse en los sueños

Con cuidado, Nynaeve recreó una imagen mental del estudio de la Amyrlin, tal como había hecho con el Corazón de la Ciudadela al quedarse dormida. No sucedió nada, y la mujer frunció el ceño. Debería haberse trasladado a la Torre Blanca, a la estancia que había imaginado. Volvió a intentarlo, evocando otra habitación que había visitado mucho más a menudo, aunque por razones más desagradables.

El Corazón de la Ciudadela se convirtió en el estudio de la Maestra de las Novicias, un cuarto reducido, forrado con paneles de madera oscura, repleto de muebles sencillos y sólidos, que había sido utilizado por generaciones de mujeres que habían tenido a su cargo ese puesto. Cuando las transgresiones de una novicia eran tan importantes que unas horas extraordinarias de trabajo fregando suelos o rastrillando senderos no era castigo suficiente, se la enviaba allí. Para que a una Aceptada se la llamara a este cuarto tenía que tratarse de una infracción mucho más grave, pero aun así acudía, arrastrando los pies, sabiendo que le aguardaba un serio correctivo.

Nynaeve no quería fijarse en la habitación —Sheriam la había llamado terca voluntariosa en sus numerosas visitas— pero se encontró observando fijamente el espejo de la pared, donde novicias y Aceptadas por igual tenían que contemplar sus rostros llorosos mientras escuchaban la perorata de Sheriam sobre obedecer las reglas o mostrar el respeto debido o lo que quiera que fuera. Obedecer las reglas de otros y demostrar el respeto debido había sido siempre algo con lo que Nynaeve tropezaba. Los tenues restos de dorado que quedaban en el marco tallado eran el indicativo de que había estado allí desde la Guerra de los Cien Años al menos, cuando no desde el Desmembramiento.

El vestido tarabonés era precioso, pero levantaría sospechas si alguien la veía. Hasta las domani vestían con más recato cuando visitaban la Torre, y no creía que hubiera nadie que soñara estar en este recinto sin hacer gala del comportamiento más correcto. No había demasiadas posibilidades de que se encontrara con alguien, salvo quizás una mujer dormida que entrara inconscientemente en el Tel’aran’rhiod durante unos breves instantes; antes de Egwene no había habido ninguna mujer en la Torre con capacidad de entrar en el Mundo de los Sueños por sí misma desde Corianin Nedeal, y de eso hacía más de cuatrocientos años. Por otro lado, de los ter’angreal robados a la Torre que todavía seguían en poder de Liandrin y sus compinches, los últimos estudios hechos sobre once de ellos habían sido realizados por Corianin. Los otros dos investigados por ella, los que Elayne y ella tenían bajo su custodia, daban acceso al Tel’aran’rhiod, más valía dar por sentado que los otros tenían la misma utilidad. No había muchas posibilidades de que Liandrin o cualquiera de las otras se soñaran a sí mismas en la Torre de la que habían huido, pero hasta esa mínima posibilidad era un riesgo excesivo cuando ello significaba encontrarse bajo su acecho. Pensándolo bien, no tenía la certeza de que los ter’angreal robados fueran los únicos que Corianin había investigado. Los registros eran a menudo poco claros respecto a los ter’angreal que nadie entendía, y no era descabellado imaginar que hubiera otros en poder de las hermanas Negras que continuaban en la Torre.

El vestido cambió completamente y se convirtió en uno de lana blanca, fina pero no de una calidad excesivamente buena, y adornado en el repulgo con siete bandas de colores, una por cada Ajah. Si veía a alguien que no desaparecía al cabo de pocos segundos, regresaría a Sienda, y esa persona la tomaría por una Aceptada dormida que había entrado de refilón en el Tel’aran’rhiod. No. No regresaría a la posada, sino al estudio de Sheriam. Cualquiera que encajara en este supuesto tenía que pertenecer al Ajah Negro, y, después de todo, se suponía que ella tenía que perseguirlas.

Completado el disfraz, se agarró la trenza que ahora era dorada rojiza y se encogió al ver reflejada en el espejo la imagen de Melaine. Vaya, a ésta sí que le gustaría dejarla en manos de Sheriam un rato.

El estudio de la Maestra de las Novicias se encontraba próximo a los aposentos de las jóvenes iniciadas, y en los anchos pasillos enlosados se advertían fugaces movimientos delante de los tapices y las lámparas apagadas; eran efímeras vislumbres de muchachas asustadas, todas vestidas con la túnica blanca de novicia. Muchas pesadillas de las jóvenes debían de tener a Sheriam de protagonista. Nynaeve hizo caso omiso de ellas mientras pasaba presurosamente a su lado; no permanecían en el Mundo de los Sueños el tiempo suficiente para verla o, si lo hacían, la tomarían como parte de sus sueños.

Había un corto tramo de anchos escalones hasta el estudio de la Amyrlin. Cuando se acercaba a él, de pronto casi se dio de bruces con Elaida, el rostro sudoroso y vestida de rojo, con la estola de la Sede Amyrlin echada sobre los hombros. Aunque había una diferencia con la estola de la Amyrlin: no tenía franja azul. Aquellos ojos severos se posaron en Nynaeve.

—¡Soy la Sede Amyrlin, muchacha! ¿Es que no sabes mostrar el respeto debido? Tendré que… —Desapareció en mitad de la frase.

Nynaeve respiró entrecortadamente. Elaida como Amyrlin; eso sí que era una pesadilla. «Probablemente es su más ferviente sueño —pensó con ironía—. Antes nevará en Tear que esa mujer llegue tan alto».

La antesala seguía como la recordaba, con un amplio escritorio y una silla detrás para la Guardiana de las Crónicas. Había unas cuantas sillas más colocadas contra la pared, destinadas a las Aes Sedai que estuvieran esperando para hablar con la Amyrlin; las novicias y las Aceptadas debían hacerlo de pie. Sin embargo, el pulcro orden de los papeles sobre la mesa, rollos de pergaminos atados y grandes hojas con cartas y sellos, no era propio de Leane. No es que la mujer fuera desordenada, todo lo contrario, pero Nynaeve siempre había pensado que lo dejaba recogido todo por la noche.

Abrió la puerta que comunicaba la antesala con el estudio, pero aflojó el paso nada más entrar. No era de extrañar que le resultara imposible soñarse allí, pues la estancia no tenía nada que ver con la que recordaba. Esa mesa excesivamente tallada y el alto sillón, semejante a un trono. Las banquetas talladas a semejanza de enredaderas, colocadas en un perfecto semicírculo, al centímetro, frente a la mesa. Siuan Sanche prefería los muebles sencillos, como si pretendiera seguir siendo la hija de un simple pescador, y sólo tenía una silla extra, que no siempre dejaba utilizar a sus visitantes. Y el jarrón blanco lleno de rosas rojas, colocadas perfectamente sobre un pedestal, como un monumento. A Siuan le gustaban las flores, pero prefería un ramo colorido, como un campo de flores silvestres en miniatura. Encima de la chimenea había colgada una sencilla pintura de barcas pesqueras entre altos cañizales, pero ahora se veían dos cuadros, uno de los cuales reconoció Nynaeve: Rand combatiendo contra el Renegado que se había llamado a sí mismo Ba’alzemon entre las nubes, sobre Falme. El otro, un tríptico, representaba unas escenas relativas a algún suceso que no alcanzaba a recordar.

La puerta se abrió, y a Nynaeve le dio un vuelco el corazón. Una Aceptada de cabello pelirrojo a la que nunca había visto entró en la estancia y la miró de hito en hito. No desapareció, y, justo cuando Nynaeve se disponía a regresar de inmediato al estudio de Sheriam, la mujer pelirroja le dijo:

—Nynaeve, si Melaine se entera que estás utilizando su rostro, no se limitará a vestirte con ropas de niña. —Y de repente se transformó en Egwene, con sus ropas Aiel.

—Me has dado un susto de muerte —rezongó Nynaeve—. ¿Así que las Sabias han decidido por fin dejarte ir y venir a tu antojo? O es que Melaine está…

—Haces bien en estar asustada —espetó Egwene, cuyas mejillas habían enrojecido—. Eres una necia, Nynaeve. Una cría jugando en el pajar con una vela.

Nynaeve se quedó pasmada. ¿Egwene riñéndola a ella?

—Escúchame bien, Egwene al’Vere. No he permitido que Melaine me eche una filípica y no voy a admitir que tú…

—Pues harías bien en seguir los consejos que te dan antes de que acabes muerta.

—Yo…

—Debería quitarte ese anillo de piedra. Tendría que habérselo confiado a Elayne con la advertencia de que no te dejara usarlo ni poco ni mucho.

—¡Que no me dejara…!

—¿Crees que Melaine exageraba? —dijo severamente Egwene al tiempo que sacudía el índice casi exactamente igual que la Sabia—. Pues no lo hacía, Nynaeve. Las Sabias te han dicho la simple verdad sobre el Tel’aran’rhiod una y otra vez, pero parece ser que piensas que son unas estúpidas y que es mejor hacer oídos sordos a sus advertencias. Se supone que eres una mujer adulta, no una cría tonta. Juro que si alguna vez has tenido una pizca de sentido común ahora ha desaparecido como una voluta de humo. ¡Bueno, pues búscalo, Nynaeve! —Resopló al tiempo que se ajustaba el chal sobre los hombros—. Ahora mismo intentas jugar con las bonitas llamas de la chimenea, demasiado estúpida para darte cuenta de que puedes caerte en el fuego.

Nynaeve no salía de su estupor. Siempre habían discutido, pero Egwene jamás la había tratado como a una niña a la que ha sorprendido con los dedos metidos en un frasco de miel. ¡Jamás! El vestido. Seguía siendo el de Aceptada que llevaba antes, así como el rostro de otra mujer. Volvió a ser ella misma, con un buen vestido de lana azul que a menudo llevaba en las reuniones del Círculo y para poner al Consejo en su sitio. Así se sentía arropada por toda su autoridad como Zahorí.

—Soy muy consciente de lo mucho que ignoro —dijo con tono impasible—, pero esas Aiel…

—¿Te das cuenta de que podrías haberte soñado en algo de lo que quizá no fueras capaz de salir? Aquí los sueños son reales. Si te dejas llevar y envolver por un sueño indulgente podrías quedar atrapada en él. Te atraparías a ti misma. Hasta que murieras.

—¿Quieres…?

—Hay pesadillas con vida propia en el Tel’aran’rhiod, Nynaeve.

—¿Quieres dejarme hablar?

—No, no quiero —replicó firmemente Egwene—. No hasta que vayas a decir algo que merezca la pena ser escuchado. He dicho pesadillas, y lo decía en serio, Nynaeve. Cuando alguien tiene una pesadilla mientras se encuentra en el Tel’aran’rhiod, también es real. Y a veces pervive después de que el soñador ha desaparecido. No lo entiendes, ¿verdad?

De repente, unas rudas manos rodearon los brazos de Nynaeve, que giró la cabeza a uno y otro lado, con los ojos desorbitados. Dos corpulentos y desarrapados individuos le levantaron en vilo; sus rostros eran unos desechos de carne medio podrida, y las babeantes bocas estaban llenas de afilados y amarillentos dientes. La mujer intentó hacerlos desaparecer —si una caminante de sueños Aiel podía hacerlo, ella también podía— y uno de los hombres le desgarró el vestido por delante, de arriba abajo, como si fuera papel. El otro le aferró la barbilla con la callosa mano y le hizo girar la cara hacia él; se inclinó hacia ella, entreabriendo la boca. Nynaeve ignoraba si lo que intentaba era besarla o morderla, pero antes prefería morir que permitir ninguna de las dos cosas. Buscó el contacto con el saidar y no halló nada; era el terror lo que la colmaba, no la ira. Unas gruesas uñas se hincaron en sus mejillas, sujetándole firmemente la cabeza. Egwene era la responsable de esto, de algún modo.

—¡Por favor, Egwene! —Fue un chillido, pero estaba tan aterrada que no le importó—. ¡Por favor!

Los hombres —los seres— desaparecieron, y sus pies tocaron el suelo con un ruido sordo. Durante un momento lo único que pudo hacer fue temblar y sollozar. Arregló el vestido roto precipitadamente, pero los arañazos de las uñas permanecieron inalterables en su cuello y su torso. La ropa se reponía fácilmente en el Tel’aran’rhiod, pero cualquier cosa que le ocurriera a una persona… Las rodillas le temblaban de tal modo que casi no se sostenía en pie.

Casi esperaba que Egwene la consolara, y por una vez lo habría aceptado de buen grado. Pero la joven se limitó a decir:

—Aquí hay cosas peores, pero las pesadillas son suficientemente malas. Éstas las hice y las deshice, pero incluso yo he tenido problemas con esas que acabo de encontrar. Y no intenté retenerlas, Nynaeve. Si supieras cómo deshacerlas, lo habrías hecho tú misma.

Nynaeve irguió la cabeza, furiosa, rehusando limpiarse las lágrimas de las mejillas.

—Podría haber escapado de aquí soñándome en otro lugar, en el estudio de Sheriam o de vuelta en mi cama. —Su voz no sonaba avinagrada. Por supuesto que no.

—Eso, en caso de no haber estado tan loca de terror que ni siquiera se te ocurrió la idea —replicó secamente Egwene—. Oh, cambia ese gesto mohíno. Resulta ridículo en ti.

Nynaeve asestó una mirada furibunda a la otra mujer, pero no tuvo el resultado de anteriores ocasiones. En lugar de enzarzarse en una discusión, Egwene se limitó a enarcar pronunciadamente una ceja, observándola.

—Nada de esto parece tener relación con Siuan Sanche —dijo, para cambiar de tema. ¿Qué le había ocurrido a esta chica?

—No, no la tiene —convino Egwene mientras echaba un vistazo a la habitación—. Ahora entiendo por qué tuve que llegar a través de mi antiguo dormitorio, en los aposentos de las novicias. Pero supongo que la gente decide probar cosas nuevas de vez en cuando.

—Eso es a lo que me refiero —comentó pacientemente Nynaeve. Ni su tono ni su actitud denotaban mal humor. Era absurdo—. La mujer que amuebló este cuarto no contempla el mundo del mismo modo que la mujer que eligió lo que solía haber antes aquí. Fíjate en esas pinturas. Ignoro a qué aluden esas tres que hay juntas, pero reconocerás la otra como la he reconocido yo. —Ambas habían sido testigos del acontecimiento que representaba.

—Yo diría que es Bonwhin —dijo pensativamente Egwene—. Nunca prestabas atención en las clases. Es un tríptico.

—Sea lo que sea, lo importante es la otra. —Había atendido las clases de las Amarillas con interés. El resto era un montón de tonterías inútiles la mayoría de las veces—. Me parece que la mujer que la colgó ahí quiere recordar lo peligroso que es Rand. Si Siuan Sanche se ha vuelto contra él por alguna razón… Egwene, esto puede ser mucho peor que el simple hecho de querer traer de vuelta a Elayne a la Torre.

—Tal vez —contestó juiciosamente la joven—. Quizá los papeles nos aclaren algo. Tú mira aquí, y cuando yo termine en el escritorio de Leane, te ayudaré.

Nynaeve miró con indignación la espalda de Egwene mientras ésta salía del estudio. «¡Vaya, conque yo busque aquí, ¿no?!» La chica no tenía derecho a darle órdenes. Debería ir tras ella y dejárselo muy claro. «Entonces ¿por qué te quedas aquí, plantada como un pasmarote?» se reprochó, furiosa. Buscar en los papeles era buena idea, y podía hacerlo igualmente allí como en el otro estudio. De hecho, había más probabilidades de que hubiera algo importante en el escritorio de la Amyrlin. Rezongando para sus adentros sobre lo que haría para poner a Egwene en su sitio, se acercó a la mesa profusamente tallada dando pasos tan enérgicos que levantaban el repulgo del vestido.

Sobre el mueble no había nada salvo tres cajas lacadas que estaban colocadas con milimétrica precisión. Recordando la clase de trampas que podía poner una persona que deseaba mantener en privado sus posesiones, creó un largo palo para abrir la tapa de la primera, un objeto dorado y verde, decorado con garzas. Era una escribanía, con plumas, tinta y arena. La caja más grande, con rosas rojas entretejidas con volutas doradas, contenía unas veinte tallas delicadas de marfil y jade con figuras de animales y personas, todas colocadas sobre terciopelo gris pálido.

Mientras levantaba la tapa de la tercera caja —con dibujos de halcones dorados combatiendo en el cielo entre las nubes— advirtió que la primera volvía a estar cerrada. Aquí pasaba este tipo de cosas, y, además, si uno apartaba los ojos un momento, podía encontrarse con detalles diferentes cuando volvía a mirar el objeto que fuera.

La tercera caja contenía documentos. El palo desapareció y Nynaeve levantó la primera hoja con cautela. Oficiosamente firmado «Joline Aes Sedai», era una humilde petición para cumplir una serie de castigos que hicieron que Nynaeve se encogiera mientras los repasaba por encima. En esto no había nada de importancia, salvo para Joline. Al pie de la página había una anotación «aprobado» escrita con una letra angulosa. En el momento en que se disponía a dejar el papel en la caja, desapareció de su mano, y la caja volvió a estar cerrada.

Suspirando, volvió a abrirla. Los papeles que guardaban tenían un aspecto distinto. Sostuvo levantada la tapa y los fue hojeando rápidamente uno tras otro. O, más bien, lo intentó. A veces las cartas y los informes desaparecían cuando todavía los estaba cogiendo y otras mientras estaba leyéndolos. Si llevaban saludo, era un simple «Madre, con respeto». Algunos estaban firmados por Aes Sedai y otros por mujeres con otros títulos, nobles o en absoluto honoríficos. Ninguno de ellos parecía tener relación con el asunto que le interesaba. No se había dado con el paradero del mariscal de la reina de Saldaea y de su ejército, y la reina Tenobia se negaba a cooperar; Nynaeve consiguió terminar de leer este informe, pero daba a entender que el destinatario sabía por qué el militar no se encontraba en Saldaea y respecto a qué se suponía que la reina debería cooperar. No se habían recibido noticias de las informantes de ningún Ajah en Tanchico desde hacía tres semanas; pero no consiguió leer más que ese párrafo. Algunos problemas entre Illian por un lado y Murandy por el otro estaban disminuyendo, y Pedron Niall reclamaba ser responsable de ello; a pesar de lograr leer sólo unas cuantas líneas, Nynaeve tuvo la certeza de que el autor del informe debía de estar rechinando los dientes cuando lo escribió. No cabía duda de que las cartas eran importantes, al menos aquellas a las que pudo echar una rápida ojeada y las que se desvanecieron mientras las leía, pero a ella no le sirvieron de nada. Acababa de empezar lo que parecía un informe sobre lo que, según se sospechaba —ésa era la palabra utilizada—, era una reunión de hermanas Azules, cuando un angustiado grito llegó de la otra habitación:

—¡Oh, Luz, no!

Nynaeve corrió hacia la puerta mientras hacía aparecer en sus manos un sólido garrote, con la cabeza erizada de pinchos. No obstante, cuando lo que esperaba encontrar era a Egwene defendiéndose, lo que vio fue a la joven plantada de pie tras el escritorio de la Guardiana, mirando al vacío. En su semblante había plasmada una expresión de terror, indudablemente, pero estaba ilesa y nadie, que Nynaeve pudiera ver, la amenazaba.

Egwene sufrió un sobresalto al verla entrar y después recobró el dominio sobre sí misma.

—Nynaeve, Elaida es la Sede Amyrlin.

—No digas tonterías —se mofó. Empero, el hecho de que el otro estudio fuera tan discorde con la personalidad de Siuan Sanche…—. Son imaginaciones tuyas. Tienen que serlo.

—Tenía un papel en mis manos, Nynaeve, firmado: «Elaida do Avriny a’Roihan, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin». Y lleva el sello de la Amyrlin.

Nynaeve tuvo la sensación de que el estómago se le quería subir a la boca.

—Pero ¿cómo? ¿Qué le ha ocurrido a Siuan? Egwene, la Torre no depone a una Amyrlin excepto por algo muy serio. Sólo ha ocurrido en dos ocasiones en casi tres mil años.

—Quizá lo de Rand era suficientemente serio. —La voz de la joven era firme, aunque sus ojos seguían demasiado abiertos—. A lo mejor se puso enferma de algo que las Amarillas no pudieron curar o se cayó por la escalera y se rompió el cuello. Lo que importa es que Elaida es la Amyrlin, y no creo que apoye a Rand como hizo Siuan.

—Moraine —masculló Nynaeve—. Tan segura de que Siuan haría que la Torre lo respaldara. —No podía imaginar muerta a Siuan Sanche. Había sentido odio hacia ella frecuentemente, y a veces le había inspirado miedo (ahora era capaz de admitir tal cosa, al menos para sus adentros), pero también la había respetado. Había pensado que Siuan viviría para siempre—. Elaida. ¡Luz! Es tan artera como una serpiente y tan cruel como un felino. Quién sabe lo que es capaz de hacer.

—Me temo que tengo una pista. —Egwene se llevó las manos al estómago como si también ella lo tuviera revuelto—. Era un documento muy corto y logré leerlo todo: «Todas las hermanas leales tienen la obligación de informar sobre la presencia de la mujer llamada Moraine Damodred. Se la debe apresar si ello es posible por cualquier medio que sea preciso y ha de ser enviada de vuelta a la Torre Blanca para someterla a juicio bajo el cargo de traición». Aparentemente el mismo tipo de lenguaje utilizado para apresar a Elayne.

—Si Elaida quiere que se arreste a Moraine eso significa que tiene que saber que ha estado ayudando a Rand y no le gusta que lo haya hecho. —Era bueno hablar; así olvidaba las náuseas. Neutralizaban a una mujer por un cargo de traición. Desde el principio había querido derribar a Moraine, y ahora Elaida iba a hacerlo en su lugar—. Ciertamente ella no apoya a Rand.

—Exactamente.

—Las hermanas leales… Egwene, eso encaja con el mensaje que nos dio Macura, la modista. Sea lo que sea que le haya pasado a Siuan, los Ajahs se han dividido por el nombramiento de Elaida como Amyrlin. Tiene que ser por eso.

—Sí, claro. Muy bien, Nynaeve. Yo no había caído en ello.

Su sonrisa era tan complacida que la antigua Zahorí no pudo por menos que responder con otra.

—Hay un informe sobre el escritorio de Siu… de la Amyrlin respecto a una reunión de Azules. Lo estaba leyendo cuando gritaste. Apuesto a que las Azules no apoyaron a Elaida. —Entre los Ajahs Azul y Rojo había una especie de tregua en el mejor de los casos, y casi se echaban las manos al cuello en el peor.

Sin embargo, cuando regresaron al estudio de la Amyrlin ya no encontraron el informe allí. Había montones de documentos —la carta de Joline había vuelto a aparecer; una lectura de pasada hizo que Egwene enarcara las cejas exageradamente— pero ninguno era el que buscaban.

—¿Recuerdas lo que ponía? —preguntó la joven.

—Sólo había leído unas cuantas líneas cuando te oí gritar, y… No me acuerdo.

—Inténtalo, Nynaeve. Inténtalo con todas tus fuerzas.

—Ya lo intento, Egwene, pero no funciona.

Caer en la cuenta de lo que estaba haciendo le causó un impacto tan fuerte como si hubiera recibido un golpe entre las cejas. Se estaba disculpando. Con Egwene, una chica a la que había dado azotes en el culo por cogerse una rabieta no hacía ni dos años. Y un instante antes se había sentido tan orgullosa como una gallina que ha puesto un huevo porque Egwene estaba complacida con ella. Recordaba muy bien el día en que la balanza que había entre ellas se había inclinado hacia el otro lado, cuando dejaron de ser la Zahorí y la muchacha que corría a cumplir las órdenes de su Zahorí, convirtiéndose en cambio en dos simples mujeres que estaban lejos de casa. Por lo visto aquella balanza se había desequilibrado aun más, y no le gustaba. Iba a tener que hacer algo para volver a poner los platillos en el sitio que les correspondía.

La mentira. Hoy había mentido deliberadamente a Egwene por primera vez en su vida. Y por ese motivo su autoridad moral había desaparecido, por eso estaba farfullando, incapaz de expresarse adecuadamente.

—Bebí la infusión, Egwene. —Tuvo que obligarse a pronunciar cada palabra, porque por dentro seguía resistiéndose a admitirlo—. La infusión de horcaria que preparó esa mujer, la tal Macura. Ella y Luci nos subieron como muñecas desmadejadas al primer piso. Así era como nos sentíamos. Si Thom y Juilin no hubieran acudido a rescatarnos, seguramente todavía estaríamos allí. O de camino a la Torre, tan hinchadas de horcaria que no habríamos despertado hasta llegar allí. —Respiró hondo e intentó dar a su voz un tono de firme seguridad, pero tal cosa resultaba difícil cuando se acababa de confesar que se había actuado como una completa necia. Lo que dijo a continuación sonó demasiado vacilante para su gusto—. Si se lo cuentas a las Sabias, en especial a Melaine, te daré de bofetadas.

Esto último tendría que haber provocado la ira de Egwene. Parecía raro estar buscando provocar una agarrada —por lo general las tenían a causa de que Egwene se negaba a atender a razones, y rara vez acababan bien puesto que la muchacha había cogido la costumbre de continuar negándose a dar su brazo a torcer— pero sin duda sería mejor que esto. Empero, Egwene se limitó a sonreírle. Una sonrisa divertida. Una sonrisa de divertida prepotencia.

—Era lo que sospechaba, Nynaeve. Solías hablar a todas horas de hierbas y plantas, pero jamás mencionaste una llamada horcaria. Estaba segura de que no habías oído hablar de ella hasta que esa mujer la mencionó. Siempre has intentado quedar en buen lugar. Si te cayeras de bruces en una cochiquera, intentarías convencer a todo el mundo de que lo hiciste a propósito. Bien, lo que hemos de decidir…

—Yo no hago eso —barbotó Nynaeve.

—Desde luego que sí. Los hechos hablan por sí solos. Podrías dejar de lloriquear por eso y ayudarme a decidir…

¡Lloriquear! Esto no iba ni mucho menos como quería.

—De eso nada. Me refiero a lo de los hechos. Jamás he actuado como dices.

Egwene se quedó mirándola intensamente, en silencio, un momento.

—No piensas dejar el tema a un lado, ¿verdad? Muy bien. Me mentiste y…

—No fue una mentira —masculló—. No exactamente.

—… y te mentiste a ti misma —continuó la joven haciendo caso omiso de la interrupción—. ¿Recuerdas lo que me obligaste a beber la última vez que te mentí? —De repente apareció una taza en su mano, llena de un líquido verde, viscoso, de aspecto repugnante; parecía que se hubiera cogido de un estanque empantanado y lleno de verdín—. La única vez que te mentí. El recuerdo de ese gusto horrible tuvo un efecto disuasorio muy efectivo para no caer de nuevo en la mentira. Si eres incapaz de decir la verdad ni siquiera a ti misma…

Nynaeve retrocedió un paso sin poder evitarlo. Una cocción de agrimonia y hojas de ricino machacadas; la lengua empezó salivarle sólo de pensarlo.

—De hecho, no mentí realmente. —¿Por qué estaba dando excusas?—. Sólo me limité a no decir toda la verdad. —«¡Yo soy la Zahorí! Bueno, era la Zahorí; eso tendría que contar para algo todavía»—. No estarás pensando que me… —«Pues díselo. Tú no eres la pequeña de las dos, y desde luego no vas a beber»—. Egwene, yo… —Egwene casi le metió la taza debajo de la nariz; el acre olor le inundó las fosas nasales—. De acuerdo —se apresuró a decir. «¡Esto no puede estar ocurriendo!» Pero no podía evitar tener los ojos fijos en aquella taza llena a rebosar ni impedir que las palabras salieran atropelladamente de su boca—. A veces intento contar lo ocurrido mejorándolo para quedar en buen lugar. De vez en cuando. Pero nunca en cosas importantes; sólo cuando es algo baladí. —La taza desapareció, y Nynaeve soltó un suspiro de alivio. «¡Idiota, estúpida mujer! ¡No podía obligarte a que te bebieras eso! ¿Qué demonios te pasa?»

—Lo que tenemos que decidir es a quién contárselo —dijo Egwene como si nada hubiera ocurrido—. Moraine, por supuesto, tiene que saberlo. Y también Rand. Pero si alguien se entera de ello… Los Aiel son muy peculiares, y no lo son menos respecto a las Aes Sedai. Creo que seguirían a Rand por ser El que Viene con el Alba a pesar de todo, pero si descubren que la Torre Blanca está en contra suya, tal vez no se muestren tan fervientes.

—Se enterarán antes o después —rezongó Nynaeve. «¡No habría podido obligarme a beberlo!»

—Mucho mejor después que antes, Nynaeve. Así que ten cuidado; no se te ocurra perder los nervios y que en un arranque de mal genio se te vaya la lengua delante de las Sabias en nuestra próxima reunión. De hecho, sería mejor que no mencionaras siquiera esta visita a la Torre. De ese modo quizá logremos mantenerlo en secreto.

—No soy tan idiota —protestó Nynaeve, muy estirada, y sintió bullir dentro de sí la rabia cuando Egwene volvió a enarcar la ceja de aquel modo. No pensaba contarles a las Sabias esta visita, pero el motivo no era porque resultara más fácil contravenir sus órdenes a sus espaldas. De eso nada. Y tampoco estaba intentando quedar en buen lugar. No era justo que Egwene pudiera entrar en el Tel’aran’rhiod siempre que quisiera mientras que ella tenía que aguantar sermones y tratos humillantes.

—Lo sé —dijo Egwene—. A no ser que te dejes dominar por tu genio. Tienes que aprender a dominar ese temperamento tuyo y conservar fría la cabeza si existe la posibilidad de que te topes con los Renegados, en especial con Moghedien. —Nynaeve le asestó una mirada iracunda y abrió la boca para manifestar que sabía controlar su genio y que le soltaría una bofetada si insinuaba lo contrario, pero la joven no le dio ocasión de hablar—. Hemos de encontrar esa reunión de hermanas Azules, Nynaeve. Si están contra Elaida, tal vez, sólo tal vez, apoyen a Rand como lo hacía Siuan. ¿Se mencionaba en ese papel una ciudad o un pueblo? ¿O un país, aunque sólo fuera?

—Creo… No me acuerdo. —Se esforzó por anular el tono defensivo que había en su voz. «¡Luz, le he confesado todo, he hecho el ridículo, y eso sólo empeora las cosas!»—. Seguiré intentándolo.

—Bien. Tenemos que encontrarlas, Nynaeve. —Egwene la observó un momento, rehusando repetirse—. Ten cuidado con Moghedien. No cargues alegremente como un oso en primavera sólo porque se te escapó en Tanchico.

—No soy tan necia, Egwene —contestó sosegadamente Nynaeve. Resultaba frustrante tener que controlar el genio; pero, si la única reacción de Egwene iba a ser hacer caso omiso o reprenderla por ello, no iba a ganar nada, aparte de hacer más el ridículo.

—Lo sé. Fuiste tú quien lo dijo, no yo. Pero asegúrate de que no se te olvida. Y ten cuidado. —Egwene no se desvaneció paulatinamente esta vez, sino que desapareció de repente, como Birgitte.

Nynaeve miró fijamente el punto donde había estado su amiga mientras se repetía para sus adentros todas las cosas que debería haber dicho. Al cabo, se dio cuenta de que no podía quedarse allí de pie toda la noche; lo único que hacía era repetirse, y el momento de decir cualquier cosa había pasado ya. Rezongando entre dientes, salió del Tel’aran’rhiod, de vuelta a la cama en Sienda.


Egwene abrió los ojos repentinamente a una oscuridad casi total, rota únicamente por un pequeño rayo de luna que se colaba por el agujero del humo. Se alegró de encontrarse bajo el montón de mantas; el fuego se había apagado y en la tienda reinaba un gélido frío. Su aliento se tornaba vaho delante de su cara. Sin levantar la cabeza, examinó el interior de la tienda. No había Sabias. Todavía seguía sola.

Aquél era su mayor temor en estas excursiones solitarias al Tel’aran’rhiod: regresar para encontrarse con Amys o cualquiera de las otras esperándola. Bueno, quizá no fuera su mayor temor —los peligros en el Mundo de los Sueños eran tan grandes como le había dicho a Nynaeve— pero, aun así, uno de los peores. No era el castigo lo que la asustaba, del tipo que solía imponer Bair. Si al despertar se hubiera encontrado a una Sabia mirándola fijamente, habría aceptado ese correctivo de buen grado, pero Amys le había dicho casi al principio de acceder a instruirla que si entraba en el Tel’aran’rhiod sin que una de ellas la acompañara, rehusaría seguir enseñándole y la expulsarían. Por muy deprisa que impartieran sus enseñanzas, no eran lo bastante rápidas para Egwene, que deseaba saberlo todo, y saberlo ya.

Encauzó para encender la lámpara y prender el fuego en el agujero de la lumbre; no quedaba combustible que consumir, pero la joven ató los flujos utilizados. Permaneció tumbada, contemplando cómo su aliento se condensaba en el aire al salir de su boca, y esperó a que el ambiente se caldeara lo suficiente para vestirse. Era tarde, pero quizá Moraine estaba despierta todavía.

Lo ocurrido con Nynaeve todavía la sorprendía. «De hecho creo que se lo habría bebido si la hubiera presionado». Había sentido tanto miedo de que Nynaeve descubriera que, desde luego, no tenía permiso de las Sabias para entrar sola en el Mundo de los Sueños, tan segura de que el rubor repentino la había delatado, que lo único que se le ocurrió fue no dejar de hablar a Nynaeve, impedir que desvelara la verdad. Y estaba tan convencida de que su amiga acabaría descubriéndola —era muy capaz de volverla del revés y afirmar que era por su propio bien— que sólo se le ocurrió hablar sin parar y procurar mantener la atención en lo que quiera que Nynaeve estuviera haciendo mal. Por muy furiosa que la hubiera puesto Nynaeve, aparentemente no había sido capaz de levantar la voz. Y con su reacción, de algún modo, le había ganado por la mano y había llevado la voz cantante.

Pensándolo bien, Moraine rara vez alzaba la voz y cuando lo hacía tenía menos resultado en conseguir lo que quería. Así había ocurrido incluso antes de que empezara a comportarse de un modo tan extraño con Rand. Tampoco las Sabias gritaban nunca a nadie —excepto unas a las otras de vez en cuando— y, a pesar de sus rezongos respecto a que los jefes ya no les hacían caso, todavía se salían con la suya las más de las veces. Había un viejo dicho que no había comprendido realmente hasta ahora: «Quien se niega a oír un grito se esfuerza por escuchar un susurro». No volvería a gritarle a Rand. Una voz femenina, sosegada, firme, era la clave. En realidad, tampoco debería gritarle a Nynaeve; era una mujer, no una chiquilla abandonándose a un berrinche.

Se sorprendió a sí misma al soltar una queda risita. Sobre todo no debería levantarle la voz a Nynaeve cuando hablar sosegadamente tenía tan buenos resultados.

Cuando al fin le pareció que la temperatura dentro de la tienda era lo bastante cálida, se levantó y se vistió con presteza. Aun así tuvo que romper el hielo en el cubo de agua para enjuagarse la boca tras el sueño. Se echó sobre los hombros la capa de lana, deshizo el nudo de los fluidos de Fuego —resultaba peligroso dejarlo atado sin vigilancia— y, al mismo tiempo que las llamas se consumían, la joven salió de la tienda. El frío la ciñó como un puño de hielo mientras cruzaba apresuradamente el campamento.

Sólo las tiendas más próximas eran visibles para la joven, unas formas bajas y oscuras que podrían haber formado parte del accidentado terreno salvo porque el campamento se extendía kilómetros en el montañoso paisaje a uno y otro lado. Estos escarpados e irregulares picos no eran la Columna Vertebral del Mundo; dichas cumbres eran mucho más elevadas y todavía se encontraban a varios días de distancia, hacia el oeste.

Se aproximó a la tienda de Rand, vacilante. Una línea luminosa se marcaba alrededor de la solapa de entrada. Una Doncella pareció brotar del suelo cuando la joven se acercó, con el arco de hueso a la espalda, la aljaba colgada al costado y las lanzas y la adarga en las manos. Egwene no distinguió a otras en la oscuridad, pero sabía que estaban allí, a pesar de encontrarse rodeados por seis clanes que proclamaban lealtad al Car’a’carn. Los Miagoma se encontraban en alguna parte, al norte, avanzando en paralelo a ellos; por lo visto, Timolan no pensaba decir cuáles eran sus intenciones. A Rand parecía no importarle cuál era el paradero de los otros clanes. Todo su interés estaba puesto en la carrera hacia el paso de Jangai.

—¿Está despierto, Enaila? —preguntó.

El juego de luces y sombras de la luna se movió sobre el rostro de la Doncella cuando ésta asintió con la cabeza.

—No duerme bastante. Un hombre no puede aguantar sin tener el descanso adecuado. —Hablaba como una madre preocupada por su retoño.

Una sombra se movió junto a la tienda y se concretó en la figura de Aviendha, arrebujada en el chal. No parecía afectada por el frío, sino por la hora.

—Le cantaría una nana si sirviera de algo. Sé de mujeres que han estado en vela toda la noche por causa de un niño, pero un hombre adulto tendría que darse cuenta de que a otros nos gustaría meternos entre nuestras mantas. —Ella y Enaila compartieron una queda risita.

Egwene sacudió la cabeza, extrañada de nuevo por las rarezas de los Aiel, y se agachó para atisbar por la rendija de la solapa. Varias lámparas iluminaban el interior de la tienda. Rand no estaba solo; los oscuros ojos de Natael denotaban cansancio y el hombre reprimió un bostezo. Él por lo menos deseaba dormir. Rand estaba tumbado boca abajo, cerca de una de las doradas lámparas, y leía un libro cuya cubierta de piel estaba ajada. O no lo conocía en absoluto o sin duda era una u otra traducción de Las Profecías del Dragón.

De improviso, empezó a pasar hacia atrás las hojas rápidamente, leyó algo y luego se echó a reír. Egwene intentó convencerse de que no había ningún síntoma de locura en aquella risa, sólo amargura.

—Menuda broma —le dijo a Natael mientras cerraba de golpe el libro y se lo lanzaba—. Lee la página doscientos ochenta y siete y la página cuatrocientos, y dime si no estás de acuerdo conmigo.

Egwene apretó los labios al tiempo que se erguía. Rand debería ser más cuidadoso con un libro. No podía hablar con él delante del juglar. Era una pena que tuviera que recurrir a un hombre al que apenas conocía para tener compañía. No. Tenía a Aviendha y a los jefes con bastante frecuencia, y a Lan todos los días, y a veces a Mat.

—¿Por qué no te unes a ellos, Aviendha? Si estuvieras con él a lo mejor le apetecería hablar de otra cosa que no fuera ese libro.

—Quería conversar con el juglar, Egwene, y rara vez lo hace estando yo o cualquiera. Si no me hubiera marchado, habrían salido ellos dos.

—Según tengo entendido, los niños dan muchas preocupaciones. —Enaila rió—. Y los hijos más aun. Ahora que has renunciado a la lanza, podrías comprobar si tal cosa es verdad y decírmelo.

Aviendha le asestó una mirada ceñuda y regresó a su puesto, a un costado de la tienda, como una gata ofendida. Enaila pareció encontrar divertida también su reacción, porque empezó a partirse de la risa.

Rezongando entre dientes algo sobre el humor Aiel —casi nunca era capaz de entenderlo—, Egwene se dirigió hacia la tienda de Moraine, a corta distancia de la de Rand. También aquí se veía luz a través de la rendija de la solapa; la Aes Sedai se encontraba despierta. Moraine estaba encauzando, sólo una minúscula cantidad de Poder, pero aun así suficiente para que Egwene lo percibiera. Lan dormía tendido cerca, envuelto en su capa de Guardián; aparte de su cabeza y sus botas, el resto de su cuerpo parecía formar parte de la noche. Egwene agarró la capa, se remangó la falda, y avanzó de puntillas para no despertarlo.

El ritmo de la respiración del hombre no cambió, pero algo indujo a la joven a mirarlo otra vez. La luz de la luna brillaba en los ojos del hombre, abiertos y observándola. Al mismo tiempo que Egwene volvía la cabeza, Lan los cerró de nuevo. No movió ningún otro músculo, como si no se hubiera despertado. Este hombre la ponía nerviosa a veces, y no entendía qué había visto en él Nynaeve.

Se arrodilló junto a la solapa de entrada y se asomó. Moraine estaba sentada, rodeada del brillo del saidar, con la pequeña gema azul que solía llevar sobre la frente colgando de los dedos frente a su rostro. La gema brillaba, sumando su resplandor a la luz de una única lámpara. El agujero de la lumbre sólo contenía cenizas; ni siquiera quedaba olor.

—¿Puedo entrar?

Tuvo que repetir la pregunta antes de que Moraine respondiera:

—Desde luego.

La luz del saidar se apagó, y la Aes Sedai empezó a ajustarse la cadena dorada a la frente.

—¿Estabas espiando a Rand? —Egwene se acomodó junto a la otra mujer. Dentro de la tienda hacía tanto frío como fuera. Encauzó e hizo brotar llamas sobre las cenizas de la lumbre, tras lo cual ató los flujos de Fuego—. Dijiste que no volverías a hacerlo.

—Dije que, puesto que las Sabias vigilaban sus sueños, deberíamos permitir que tuviera cierta intimidad. No han vuelto a pedírmelo desde que les cerró el acceso a sus sueños, y yo no me he ofrecido. Recuerda que tienen sus propias metas, las cuales pueden diferir de las de la Torre.

Sin proponérselo, habían llegado a donde quería Egwene. La joven aún no sabía muy bien cómo decirle lo que había descubierto sin revelar su desobediencia a las Sabias, pero quizás el único modo era contarlo sin más y después actuar según la reacción de la Aes Sedai.

—Elaida es la Amyrlin, Moraine. Ignoro lo que le ha ocurrido a Siuan.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió quedamente Moraine—. ¿Descubriste algo en tu caminar por los sueños o finalmente tu Talento como Soñadora se ha manifestado por sí mismo?

Ahí tenía su escapatoria. Algunas de las Aes Sedai de la Torre creían que podía ser una Soñadora, una mujer cuyos sueños pronostican el futuro. Tenía sueños que sabía eran vaticinadores, pero interpretarlos era harina de otro costal. Las Sabias decían que el conocimiento tenía que venir del interior, y ninguna Aes Sedai le había servido de más ayuda. En uno de ellos, Rand sentado en un sillón, y, de algún modo, ella sabía que la cólera de la dueña de ese sillón por ser despojada de él resultaría mortalmente peligrosa; aparte de saber que era una mujer, no lograba descifrar nada más. A veces los sueños eran complejos. Perrin, que tenía a Faile en su regazo, reía y la besaba mientras ella jugueteaba con la corta barba con la que aparecía en el sueño. Detrás de ellos ondeaban dos estandartes: la cabeza de un zorro rojo y un águila carmesí. Un hombre, vestido con una chaqueta de un fuerte color amarillo, estaba de pie cerca del hombro de Perrin, con una espada envainada a la espalda; de algún modo Egwene sabía que era un gitano, aunque ningún gitano tocaría jamás una espada. Y cada detalle del sueño, salvo la barba, parecía importante. Lo de los estandartes; que Faile besara a Perrin; hasta lo del gitano. Cada vez que se acercaba a su amigo, era como si un escalofrío premonitorio irradiara de toda la escena. Otro sueño: Mat arrojaba los dados mientras la sangre le chorreaba por la cara, con el sombrero de ala ancha bien calado, de modo que no llegaba a verle la herida; mientras tanto, Thom Merrilin metía la mano en un fuego para recuperar la pequeña gema azul que ahora se mecía sobre la frente de Moraine. O un sueño sobre una tormenta, con grandes nubarrones que se agitaban, sin viento ni lluvia, en tanto que los rayos, todos ellos idénticos, resquebrajaban la tierra. Sí, tenía sueños, pero como Soñadora era un completo fracaso hasta ahora.

—Vi una orden de arresto contra ti, Moraine, firmada por Elaida como la Amyrlin. Y no era un sueño corriente. —Hasta la última palabra, cierta. De repente se alegró de que Nynaeve no estuviera allí. «En ese caso, sería yo la que estaría mirando una taza de purgante».

—La Rueda gira según sus designios. Quizá todo dé igual si Rand conduce a los Aiel a través de la Pared del Dragón. Dudo que Elaida haya continuado con la política de acercamiento a los dirigentes aun en el caso de que sepa que Siuan lo estaba haciendo.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre? Creía que hubo un tiempo en que Siuan era tu amiga, Moraine. ¿No vas derramar una sola lágrima por ella?

Los ojos de la Aes Sedai se prendieron en los suyos, y aquella mirada, fría y serena, le descubrió lo lejos que estaba aún de poder usar ese título por derecho. Sentada, era casi un palmo más alta que Moraine, además de ser más fuerte en el Poder, pero ser Aes Sedai implicaba mucho más que eso.

—No tengo tiempo para derramar lágrimas, Egwene. La Pared del Dragón está ya a pocos días de distancia, y el Alguenya… Siuan y yo fuimos amigas, sí. Dentro de pocos meses se cumplirán veintiún años desde que las dos empezamos a buscar al Dragón Renacido. Sólo nosotras dos, recién ascendidas a Aes Sedai. Sierin Vayu fue nombrada Amyrlin al poco tiempo. Era una Gris con muchos rasgos de Roja. Si hubiera descubierto lo que nos proponíamos, habríamos pasado el resto de nuestras vidas cumpliendo penitencia, con las hermanas Rojas vigilándonos constantemente, hasta estando dormidas. Hay un dicho en Cairhien, aunque también lo he oído decir en lugares tan lejanos como Tarabon y Saldaea: «Toma lo que quieres y paga por ello». Siuan y yo tomamos el camino que elegimos, y sabíamos que, con el tiempo, tendríamos que pagar por ello.

—No entiendo cómo puedes estar tan tranquila. Siuan podría haber muerto o incluso haber sido neutralizada. Elaida se opondrá completamente a Rand o intentará retenerlo de algún modo hasta el Tarmon Gai’don; sabes que jamás permitirá que un hombre capaz de encauzar ande libre. Por lo menos no todas apoyan a Elaida. Algunas Azules se están reuniendo en alguna parte, todavía no sé dónde, y creo que también otras se han marchado de la Torre. Nynaeve dijo que una informadora de las Amarillas le había dado el mensaje de que todas las hermanas eran bienvenidas a regresar a la Torre. Si las Azules y las Amarillas se han marchado, también pueden haberlo hecho otras. Y si se oponen a Elaida, quizás apoyen a Rand.

Moraine suspiró quedamente.

—¿Y esperas que me alegre el hecho de que la Torre Blanca esté dividida? Soy Aes Sedai, Egwene. Entregué mi vida a la Torre mucho antes de sospechar siquiera que el Dragón renacería en mi época. La Torre ha sido un baluarte contra la Sombra durante tres mil años. Ha guiado a dirigentes a tomar decisiones sabias, ha impedido que estallaran guerras, ha puesto fin a las que sí empezaron. Si la humanidad recuerda que el Oscuro aguarda la ocasión de escapar, que la Última Batalla tendrá lugar, es gracias a la Torre. La Torre, como un sólido pilar, unida. Casi desearía que todas las hermanas hubieran apoyado a Elaida, sea lo que sea que le haya ocurrido a Siuan.

—¿Y Rand? —Egwene mantuvo el tono de voz igualmente impasible, suave. Las llamas empezaban a prestar cierta calidez a la atmósfera, pero Moraine había añadido su propio frío—. El Dragón Renacido. Tú misma dijiste que no puede estar preparado para el Tarmon Gai’don a menos que se le permita libertad de acción, tanto para aprender como para que su presencia surta efecto en el mundo. La Torre unida podría cogerlo prisionero a pesar de todos los Aiel del Yermo.

—Vas aprendiendo. —Moraine esbozó un atisbo de sonrisa—. Razonar fríamente siempre es mejor que unas frases acaloradas. Pero olvidas que bastan trece hermanas vinculadas para aislar a cualquier hombre del saidin y, aun cuando desconozcan cómo atar los flujos, hacen falta menos todavía para mantener activo ese escudo.

—Sé que no te das por vencida, Moraine. ¿Qué piensas hacer?

—Mi intención es tratar con el mundo según se presenten las circunstancias y mientras me sea posible hacerlo. Al menos Rand estará más… accesible ahora que ya no tengo que intentar convencerlo de que no haga lo que quiere. Supongo que debería darme por satisfecha de no tener que servirle el vino. Casi nunca me hace caso, ni aun las contadas veces que da señal de pensar en lo que le he dicho.

—Dejaré que seas tú quien le cuente lo de Siuan y la Torre. —Con ello evitaría preguntas incómodas; siendo Rand tan testarudo, quizá querría saber más sobre sus viajes por los sueños de lo que ella era capaz de inventar—. Hay algo más. Nynaeve ha visto Renegados en el Tel’aran’rhiod. Los mencionó a todos los que aún viven excepto Asmodean y Moghedien, y eso incluye a Lanfear. Sospecha que están tramando algo, y quizás entre todos.

—Lanfear —dijo Moraine al cabo de un momento.

Las dos sabían que la Renegada había visitado a Rand en Tear y puede que en más ocasiones de las que él no les había hablado. Nadie sabía gran cosa de los Renegados excepto ellos mismos —únicamente quedaban fragmentos de fragmentos de información en la Torre— pero era de sobra conocido el hecho de que Lanfear había amado a Lews Therin Telamon. Ellas dos, y Rand, sabían que todavía lo amaba.

—Con suerte —continuó la Aes Sedai—, no tendremos que preocuparnos por Lanfear. Los demás que Nynaeve ha visto son otra historia. Tú y yo debemos estar tan alertas como nos sea posible. Ojalá más Sabias pudieran encauzar. —Soltó una corta risa—. Ya puesta, podría desear que todas recibieran entrenamiento en la Torre como me gustaría, o vivir para siempre. Por muy fuertes que sean en ciertos aspectos, adolecen de terribles carencias en otros.

—Lo de estar alertas me parece muy bien, pero ¿qué más hacemos? Si lo atacan seis Renegados a la vez, va a necesitar toda la ayuda que podamos prestarle.

Moraine se inclinó para posar la mano sobre su brazo; una expresión de afecto asomó a su semblante.

—No podemos llevarlo agarrado de la mano para siempre, Egwene. Ya ha aprendido a caminar solo, y ahora está aprendiendo a correr. Lo único que nos queda hacer es confiar en que aprenda a hacerlo antes de que sus enemigos le den alcance. Y, por supuesto, seguir aconsejándolo y guiarlo cuando nos sea posible. —Se puso erguida, se estiró y reprimió un pequeño bostezo—. Es tarde, Egwene, y sospecho que Rand nos hará levantar el campamento dentro de muy pocas horas, aunque no haya dormido ni un rato. A mí en cambio me gustaría descansar todo lo posible antes de enfrentarme de nuevo a la silla de montar.

Egwene se dispuso a partir, pero antes planteó una pregunta:

—Moraine, ¿por qué has empezado a hacer todo lo que Rand te dice que hagas? Hasta Nynaeve piensa que no es justo.

—Conque eso piensa, ¿no? —murmuró Moraine—. Todavía acabará siendo Aes Sedai, lo quiera o no. ¿Preguntas que por qué? Porque recordé cómo se controla el saidar.

Al cabo de un momento, Egwene asintió en silencio. Para controlar el saidar primero había que rendirse a él.

Iba de camino de regreso a su tienda, tiritando, cuando cayó en la cuenta de que Moraine le había hablado de igual a igual todo el rato. Quizás estaba más cerca de elegir su Ajah de lo que creía.

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