Elaida do Avriny a’Roihan toqueteó con gesto ausente el largo chal de siete colores que le ceñía los hombros, la estola de la Sede Amyrlin, y tomó asiento ante el amplio escritorio. Muchos la habrían considerado hermosa a primera vista, pero al observarla con mayor detenimiento resultaba evidente que la severidad de su intemporal semblante de Aes Sedai no era una expresión pasajera. Además, en sus oscuros ojos había ese día un brillo colérico.
Apenas prestó atención a las mujeres que estaban delante de ella, sentadas en taburetes. Sus vestidos eran de todos los colores, desde el blanco hasta el rojo oscuro, confeccionados en seda o en lana, dependiendo de lo que dictara el gusto de cada cual; sin embargo, todas ellas salvo una lucían el chal oficial, con la Llama Blanca de Tar Valon bordada en el centro de la espalda y con flecos de los colores correspondientes a sus respectivos Ajahs, como si ésta fuera una reunión de la Antecámara de la Torre. Discutían sobre informes y rumores de los acontecimientos acaecidos en el mundo, procurando separar el grano de la paja, intentando decidir el curso de acción de la Torre, pero rara vez miraban a la mujer sentada detrás del escritorio, la mujer a la que habían jurado obedecer. Elaida no tenía puesta en ellas toda su atención; ignoraban lo que era realmente importante. O, más bien, lo sabían pero temían referirse a ello.
—Aparentemente algo está ocurriendo en Shienar. —La que hablaba, la única hermana Marrón presente, era una mujer esbelta que a menudo parecía estar perdida en un sueño. También había sólo una representante Verde y otra Amarilla, y a ninguno de los tres Ajahs les complacía tal cosa. No había Azules. Los grandes y azules ojos de Danelle parecieron mirar pensativamente hacia adentro; en su mejilla había una mancha de tinta en la que seguramente no había reparado, y su vestido de lana, de un oscuro color gris, aparecía arrugado—. Hay rumores de escaramuzas, no con trollocs ni con Aiel, si bien los ataques en el puerto de Niamh parecen haber aumentado. Entre shienarianos. Algo inusitado en las Tierras Fronterizas, que no suelen guerrear entre sí.
—Si lo que se proponen es tener una guerra civil, han escogido el momento más indicado —intervino con tono frío Alviarin. Alta y esbelta, vestida completamente de blanco, era la única que no llevaba chal. La estola de Guardiana que le rodeaba los hombros era asimismo blanca para indicar que había ascendido a ese cargo procedente del Ajah Blanco, no del Rojo, el anterior de Elaida; esto rompía la tradición de que la Guardiana de las Crónicas perteneciera al mismo Ajah que la Sede Amyrlin. El talante de las Blancas era siempre frío—. Es como si los trollocs hubieran desaparecido. En toda la Llaga reina una tranquilidad tal que podrían guardarla dos granjeros y una novicia.
—Tal vez sería mejor que no hubiera tanta tranquilidad —dijo Teslyn con su fuerte acento illiano mientras movía entre los huesudos dedos los papeles que tenía en el regazo, bien que no los miró. Era una de las cuatro Rojas presentes en la reunión, un número superior a cualquier otro Ajah, y no le andaba a la zaga a Elaida en cuanto a severidad: tampoco estaba considerada una mujer guapa—. Esta mañana recibí un mensaje de que el mariscal de Saldaea ha puesto en marcha un ejército, pero no hacia la Llaga, sino en la dirección contraria, al sudeste. Nunca habría hecho algo así si la situación en la Llaga no pareciera estar adormecida.
—Se está filtrando la noticia de la huida de Mazrim Taim. —Alviarin hizo esta observación como si estuviera hablando del precio de las alfombras en lugar de un desastre en potencia. Se había realizado un gran esfuerzo para capturarlo y también para ocultar su fuga. A la Torre no le convenía que el mundo supiera que eran incapaces de retener a un falso Dragón después de haberlo apresado—. Y, al parecer, esa reina Tenobia o Davram Bashere o ambos piensan que no estamos capacitadas para encargarnos de él otra vez.
Se había hecho un profundo silencio ante la mención de Taim. Era un hombre capaz de encauzar —iba de camino a la Torre para ser amansado, cortando definitivamente su contacto con el Poder Único, cuando había conseguido escapar—, pero no era esto lo que había hecho enmudecer las lenguas. La existencia de un hombre con capacidad para encauzar el Poder Único antes solía ser el mayor anatema; dar caza a tales varones era la razón principal de la existencia de las hermanas Rojas, quienes recibían la ayuda necesaria de los demás Ajahs. Pero ahora la mayoría de las mujeres reunidas en la sala rebulló en las banquetas, eludiendo los ojos de las otras, porque hablar de Taim las acercaba demasiado a otro asunto del que no querían hablar en voz alta. Hasta Elaida sintió la bilis revolviéndose en su estómago.
Por lo visto, Alviarin no experimentaba esa renuencia. Las comisuras de sus labios se agitaron momentáneamente en lo que podría ser tanto una sonrisa como una mueca.
—Redoblaré nuestros esfuerzos por prender de nuevo a Taim. Y sugiero que una hermana se desplace hasta allí para aconsejar a Tenobia, alguna habituada a dominar la tozuda resistencia que esa joven presentará.
Varias aprovecharon la ocasión para romper el incómodo silencio.
—Sí, necesita a una Aes Sedai que la aconseje —abundó Joline mientras se ajustaba el chal de flecos verdes en torno a los esbeltos hombros y sonreía, aunque parecía un gesto algo forzado—. Una capaz de entendérselas con Bashere. Tiene una excesiva influencia sobre Tenobia. Ha de conseguirse que su ejército dé media vuelta y regrese a la Llaga, donde puede ser útil si ésta despierta. —Bajo el chal, el escote mostraba generosamente su busto, y el vestido de seda verde se ajustaba en exceso a su cuerpo. Además, sonreía demasiado para el gusto de Elaida. Especialmente a los hombres. Las Verdes lo hacían siempre.
—Lo que menos nos interesa ahora es tener otro ejército en marcha —se apresuró a intervenir Shemerin, la hermana Amarilla. Era una mujer algo regordeta que, de algún modo, nunca había logrado realmente alcanzar la calma apariencia de las Aes Sedai; a menudo había alrededor de sus ojos una tensión de ansiedad que últimamente aparecía con mayor frecuencia.
—Y también debería ir alguien a Shienar —añadió Javindhra, otra Roja. A despecho de sus aterciopeladas mejillas, sus angulosos rasgos le otorgaban una singular dureza. Su voz era severa—. No me gusta este tipo de problemas en las Tierras Fronterizas. Lo peor que podría ocurrirnos ahora es que Shienar se debilite hasta el punto de que cualquier ejército trolloc pueda abrirse paso por allí.
—Sí, tal vez —asintió Alviarin, pensativa—. Pero contamos con agentes en Shienar del Ajah Rojo, estoy segura, y quizá de otros Ajahs… —Las cuatro hermanas Rojas asintieron levemente con la cabeza, de mala gana; nadie más lo hizo—, que pueden advertirnos si estos pequeños choques se convierten en algo más preocupante.
Era un secreto a voces que todos los Ajahs excepto el Blanco —dedicado como estaba a la lógica y a la filosofía— contaban con observadoras repartidas por las naciones en mayor o menor escala, aunque se rumoreaba que la red de las Amarillas era casi insignificante, ya que no había nada que pudieran aprender sobre enfermedad o la Curación de quienes eran incapaces de encauzar. Algunas hermanas tenían sus espías particulares, quizá con más secreto incluso que los de los propios Ajahs. Las Azules contaban con la red más extensa, tanto del Ajah como personales.
—En cuanto a Tenobia y Davram Bashere —continuó Alviarin—, ¿estamos de acuerdo en que han de ocuparse de ellos algunas hermanas? —Apenas si esperó a que las cabezas de las mujeres asintieran—. Bien, queda aprobado. Memara lo hará a la perfección, ya que no consentirá tonterías a Tenobia, pero nunca hará obvio su dominio. Pasemos a otro asunto. ¿Alguien ha recibido noticias recientes respecto a Arad Doman o Tarabon? Si no hacemos algo allí enseguida, podríamos encontrarnos con que Pedron Niall y los Capas Blancas tienen bajo su dominio la zona, desde Bandar Eban hasta la Costa de las Sombras. Evanellein, ¿sabes algo?
Arad Doman y Tarabon se desangraban en sendas guerras civiles y grandes calamidades. El caos reinaba en ambas naciones. A Elaida la sorprendió que sacaran este tema a colación.
—Sólo rumores —contestó la hermana Gris. Su vestido de seda, a juego con los flecos del chal, era de buen corte y con un generoso escote. A menudo Elaida pensaba que esta mujer debería haber sido una Verde por lo mucho que se preocupaba de su apariencia y atuendos—. Casi todo el mundo en esas pobres tierras es refugiado, incluidos los que podrían enviarnos noticias. Por lo visto la Panarch Amathera ha desaparecido, y parece ser que hay una Aes Sedai involucrada en ello…
La mano de Elaida se crispó sobre la estola. Su expresión no se alteró en lo más mínimo, pero sus ojos ardían. El asunto de Saldaea estaba acordado, pero al menos Memara era una Roja; eso era una sorpresa. Sin embargo, lo habían acordado, simplemente, y sin pedirle siquiera opinión. La inquietante posibilidad de que una Aes Sedai estuviera involucrada en la desaparición de la Panarch —si es que no se trataba de otro de los muchos bulos que brotaban en la costa occidental— no se le iba de la cabeza a Elaida. Había Aes Sedai dispersas desde el Océano Aricio hasta la Columna Vertebral del Mundo, y al menos las Azules podían hacer cualquier cosa. No habían transcurrido ni dos meses desde que todas estas mujeres se habían arrodillado para jurarle lealtad como la personificación de la Torre Blanca, y ahora se tomaba una decisión sin mirar siquiera en su dirección.
El estudio de la Amyrlin se encontraba en uno de los pisos altos, pero sin embargo era el corazón de la marfileña torre en sí, y ésta era a su vez el centro de la isla fluvial donde se asentaba la gran ciudad de Tar Valon, abrazada por el río Erinin. Y Tar Valon era, o debería ser, el corazón del mundo. La estancia denotaba el poder ejercido por la extensa sucesión de mujeres que la habían ocupado: el suelo de piedra roja traída de las Montañas de la Niebla; la chimenea, de mármol dorado de Kandor; las paredes cubiertas por paneles de pálida madera extrañamente veteada, en la que se había realizado un maravilloso trabajo de talla, con aves y bestias desconocidas, hacía más de un milenio. Piedra reluciente como madreperla enmarcaba los altos ventanales en arco que se abrían a una balconada asomada a los jardines privados de la Amyrlin; no existía otra piedra igual a ésta, que había sido rescatada de una ciudad sin nombre, hundida en el Mar de las Tormentas durante el Desmembramiento del Mundo. Una estancia de poder, un reflejo de las Amyrlin que habían hecho danzar tronos a su son durante casi tres mil años. Y estas mujeres sentadas ante ella ni siquiera le habían pedido su opinión.
Tal menosprecio ocurría demasiado a menudo. Lo peor —quizá lo más amargo de todo— era que usurpaban su poder sin darse cuenta siquiera. Sabían que había sido su ayuda la que le había puesto la estola sobre los hombros, y ella era muy consciente de lo que había estado ocurriendo, pero el atrevimiento de estas mujeres estaba llegando demasiado lejos. Muy pronto sería el momento de hacer algo al respecto, aunque todavía no.
También ella había puesto su sello en el estudio: un escritorio primorosamente tallado con triples anillos unidos, y un imponente sillón con una incrustación de marfil en el respaldo que representaba la Llama de Tar Valon por encima de su oscuro cabello, semejando una gran lágrima nívea. Sobre el escritorio había tres cajas lacadas de Altara, colocadas a una distancia equidistante entre sí; una de ellas contenía la más exquisita colección de miniaturas talladas. Junto a una pared, en un jarrón blanco sobre un sencillo pedestal, unas rosas rojas impregnaban con su fragancia el cuarto. Desde su ascensión no había llovido, pero gracias al Poder siempre había a mano hermosas flores, por las que Elaida sentía debilidad. Eran tan fáciles de moldear y dirigir para que crearan belleza…
Dos cuadros colgaban en un lugar donde podía contemplarlos con sólo levantar la cabeza, sin moverse de su asiento. Las demás evitaban mirarlos; entre todas las Aes Sedai que acudían al estudio de Elaida, sólo Alviarin se permitía echarles alguna ojeada fugaz.
—¿Se tiene alguna noticia de Elayne? —preguntó con cortedad Andaya, una mujer delgada, con aspecto de pájaro y expresión tímida a despecho de sus rasgos de Aes Sedai. Dadas sus características, la segunda Gris no tenía apariencia de ser buena mediadora, pero, de hecho, era una de las mejores. En su voz todavía quedaban vestigios de acento tarabonés—. ¿O de Galad? Si Morgase descubre que hemos perdido a su hijastro podría empezar a hacer preguntas sobre el paradero de su hija, ¿no? Y, si se entera de que hemos perdido a la heredera del trono, probablemente nuestras relaciones con Andor se volverán tan tirantes como con Amadicia.
Unas cuantas mujeres sacudieron la cabeza; no había noticias de ninguno de ellos.
—Tenemos a una hermana Roja en palacio —comentó Javindhra—. Ha sido ascendida recientemente, de modo que puede pasar por una mujer que no es Aes Sedai. —Se refería a que la mujer aún no había adquirido la apariencia intemporal que otorgaba el uso prolongado del Poder. Cualquiera que hubiera intentado calcular la edad de las mujeres que se encontraban en el estudio se habría equivocado hasta en veinte años, y en algunos casos incluso el doble—. Está bien entrenada, sin embargo, y es bastante fuerte y muy observadora. Morgase está absorta en presentar su candidatura al trono de Cairhien. —Varias mujeres rebulleron en sus asientos, como dándose cuenta de que su compañera pisaba un terreno peligroso, y Javindhra añadió apresuradamente—: Y su nuevo amante, lord Gaebril, parece tenerla ocupada el resto del tiempo. —Su boca, ya fina de por sí, se estrechó aun más—. Ese hombre le tiene sorbido el seso.
—Pero la mantiene concentrada en Cairhien —intervino Alviarin—. La situación allí es casi tan mala como en Tarabon y Arad Doman, con todas las casas contendiendo por el Trono del Sol y la hambruna enseñoreándose de todo el reino. Morgase restablecería el orden, pero le costaría mucho tiempo asegurarse en el poder. Hasta que haya conseguido tal cosa, le restará poca energía para ocuparse de otros asuntos, incluida la heredera del trono. He encargado a una escribiente la tarea de enviar cartas de vez en cuando; es una mujer que imita bien la caligrafía de Elayne. Eso mantendrá tranquila a Morgase hasta que estemos en condiciones de volver a ejercer sobre ella un control adecuado.
—Al menos seguimos teniendo a su hijo bajo nuestro mando. —Joline sonrió.
—Difícilmente puede decirse tal cosa de Gawyn —adujo secamente Teslyn—. Esos Cachorros suyos sostienen escaramuzas con los Capas Blancas a ambos lados del río. Actúa tanto por decisión propia como por nuestra dirección.
—Lo meteremos en cintura —dijo Alviarin. La constante actitud impávida de la Blanca estaba empezando a resultarle odiosa a Elaida.
—Y, hablando de los Capas Blancas —intervino Danelle—, parece ser que Pedron Niall está dirigiendo negociaciones secretas con intención de convencer a Altara y Murandy para que cedan territorio a Illian y así evitar que el Consejo de los Nueve invada uno o ambos países.
Habiéndose retirado del peligroso precipicio, las mujeres siguieron charlando del mismo asunto, calculando si las negociaciones del capitán general conducirían a proporcionar una influencia excesiva a los Hijos de la Luz. Quizá sería conveniente hacerlas fracasar para que la Torre cobrara protagonismo y ocupara el lugar de Pedron Niall.
La boca de Elaida se crispó. A lo largo de su historia, la Torre había sido cautelosa a la fuerza a menudo —demasiados la temían y demasiados desconfiaban de ella—, pero jamás había temido a nada ni a nadie. Ahora sí.
Alzó la vista hacia los cuadros. Uno de ellos era un tríptico de madera en el que se representaba a Bonwhin, la última Roja ascendida a Sede Amyrlin, hacía un milenio, y la razón por la que ninguna otra Roja había vuelto a llevar la estola… hasta Elaida. En el primer panel aparecía Bonwhin, erguida y orgullosa, dirigiendo a las Aes Sedai en sus manipulaciones sobre Artur Hawkwing; en el segundo, Bonwhin, desafiante, en las blancas murallas de Tar Valon, asediada por las fuerzas de Hawkwing; y, en el tercero, Bonwhin, de rodillas y humillada ante la Antecámara de la Torre mientras era despojada de estola y bastón por haber estado a punto de destruir la Torre.
Muchas se preguntaban por qué Elaida había hecho que sacaran el tríptico de los almacenes, donde había permanecido cubierto por el polvo; aunque ninguna lo había comentado abiertamente, los rumores habían llegado hasta ella. No comprendían que ese continuo recordatorio del precio del fracaso era necesario.
El segundo cuadro, pintado sobre lienzo, era moderno, una copia de un boceto del lejano oeste realizado por un artista callejero. Éste causaba aun más inquietud a las Aes Sedai que lo veían. Dos hombres combatían entre nubes, aparentemente en el cielo, blandiendo rayos como armas. El rostro de uno de ellos era de fuego. El otro era alto y joven, con el cabello rojizo. Este último era quien despertaba el miedo, quien hacía que Elaida apretara los dientes. La mujer ignoraba si se debía a la cólera o simplemente para que no le castañetearan. Pero el miedo se podía, y se debía, controlar. El control lo era todo.
—Entonces, hemos terminado —dijo Alviarin mientras se levantaba suavemente del taburete. Las otras la imitaron y empezaron a arreglarse las faldas y a ajustar los chales, disponiéndose a salir—. Dentro de tres días, espero que…
—¿Os he dado permiso para marcharos, hijas? —Éstas fueron las primeras palabras que Elaida pronunciaba desde que al principio de la reunión les había dicho que se sentaran. La miraron con sorpresa. ¡Sorpresa! Algunas se dirigieron de vuelta a los taburetes, pero sin prisa. Y sin una sola palabra de disculpa. Había dejado que esta situación se alargara demasiado tiempo—. Puesto que estáis de pie, os quedaréis así hasta que haya terminado. —Hubo un instante de desconcierto entre las que estaban a punto de tomar asiento, y Elaida continuó mientras volvían a ponerse erguidas, indecisas—: No he oído mencionar nada respecto a la búsqueda de esa mujer y sus compañeras.
No era preciso decir el nombre de «esa mujer», la predecesora de Elaida. Todas sabían a quién se refería, y a ella le costaba más cada día pensar incluso el nombre de la anterior Sede Amyrlin. Todos sus problemas actuales —¡todos!— podían achacarse a «esa mujer».
—Es difícil —contestó Alviarin con sosiego—, puesto que hemos respaldado los rumores de que fue ejecutada. —La Blanca tenía hielo en las venas. Elaida la miró a los ojos fijamente hasta que la Aes Sedai añadió un tardío «madre», aunque fue plácido, incluso despreocupado.
Elaida volvió los ojos hacia las demás.
—Joline, te hiciste cargo de esa búsqueda y de la investigación de su huida. —Su voz sonaba acerada—. En ambos casos lo único que he oído hablar es de dificultades. Quizás una penitencia diaria te ayudaría a actuar con más diligencia, hija. Pon por escrito la que consideras apropiada y preséntamela. Si la considero… menor de lo conveniente, la triplicaré.
Para satisfacción de Elaida, la constante sonrisa de Joline se desvaneció. Abrió la boca y luego volvió a cerrarla bajo la penetrante mirada de la Amyrlin. Finalmente, hizo una profunda reverencia.
—Como ordenéis, madre. —Su voz sonaba tensa y su actitud humilde era forzada, pero serviría. De momento.
—¿Y qué hay del intento de hacer regresar a quienes huyeron? —El tono de Elaida no había perdido dureza. Más bien, todo lo contrario. La vuelta de las Aes Sedai que habían escapado cuando «esa mujer» fue depuesta significaba el regreso de las Azules a la Torre. No estaba segura de que pudiera confiar jamás en ninguna Azul. Claro que, en realidad, no estaba segura de que pudiera confiar en nadie que hubiera huido en lugar de aclamar su ascensión. Empero, la Torre debía volver a formar una unidad. Esta tarea le había sido encomendada a Javindhra.
—También en esto hay dificultades —contestó ésta. Sus rasgos seguían siendo tan severos como siempre, pero se humedeció los labios rápidamente al advertir la expresión tormentosa que pasó fugaz por el semblante de Elaida—. Madre.
La Amyrlin sacudió la cabeza.
—No quiero oír nada sobre dificultades, hija. Mañana me presentarás una lista de todo lo que has hecho al respecto, incluidas las medidas tomadas para asegurarte de que el mundo no sepa que hay disensiones en la Torre. —Esto era de importancia capital; había una nueva Amyrlin, pero era imperioso que el mundo viera a la Torre tan unida y fuerte como siempre—. Si no tienes tiempo suficiente para el trabajo que te he dado, quizá convendría que renunciaras a tu puesto como Asentada de las Rojas en la Antecámara. He de considerar tal opción.
—No será preciso, madre —se apresuró a decir la severa mujer—. Mañana tendréis el informe que queréis. Estoy segura de que muchas empezarán a regresar muy pronto.
Elaida no estaba tan convencida de ello por mucho que deseara que fuera así —la Torre tenía que ser fuerte, ¡sin remedio!—, pero su postura había quedado muy clara. La inquietud se reflejaba en todos los ojos ahora, excepto en los de Alviarin. Si Elaida no mostraba reparo alguno en echarse sobre una hermana de su anterior Ajah y mostraba aun más dureza con una Verde que la había apoyado desde el primer día, quizás habían cometido un error al tratarla como una efigie ceremonial. Puede que ellas la hubieran colocado en la Sede Amyrlin, pero ahora Elaida era la Amyrlin. Unos cuantos ejemplos más en los próximos días dejarían este punto muy claro. Si era preciso, obligaría a hacer penitencia a todas las presentes hasta que pidieran clemencia.
—Hay soldados tearianos en Cairhien, y también andoreños —prosiguió, haciendo caso omiso de las miradas huidizas—. Los tearianos fueron enviados por el hombre que tomó la Ciudadela de Tear. —Shemerin entrelazó con fuerza sus regordetas manos, y Teslyn dio un respingo. Únicamente Alviarin permaneció impasible como un estanque congelado. Elaida levantó bruscamente la mano y señaló el cuadro de los dos hombres combatiendo—. Miradlo. ¡Miradlo, u os pondré a todas a fregar suelos de rodillas! Si no tenéis arrestos suficientes para mirar esa pintura, ¿cómo pensáis afrontar lo que está por venir? ¡Las personas cobardes no tienen ninguna utilidad para la Torre!
Alzaron los ojos lentamente y rebulleron como si fueran chiquillas nerviosas en lugar de Aes Sedai. Sólo Alviarin lo miró sin más y fue la única que no pareció afectada. Shemerin se estrujó las manos y las lágrimas le inundaron los ojos. Habría que hacer algo con ella.
—Rand al’Thor. Un hombre que puede encauzar. —Las palabras salieron de la boca de Elaida como un latigazo. El estómago se le hizo un nudo hasta el punto de que la Amyrlin temió que iba a vomitar. De algún modo se las ingenió para mantener el rostro impasible y continuó hablando, obligándose a pronunciar las palabras como si fueran piedras arrojadas por una honda—. Un hombre destinado a volverse loco y desatar el terror con el Poder antes de que muera. Pero no es sólo eso. Arad Doman y Tarabon y cuanto hay entremedias están sumidos en la ruina y la rebelión por culpa suya. ¡Si la guerra y la hambruna desatadas en Cairhien no se le pueden achacar con total certeza, sí que ha precipitado sin duda un conflicto mayor allí, entre Tear y Andor, justo cuando la Torre necesita la paz! En Ghealdan, un shienariano demente predica sobre él a multitudes tan grandes que el ejército de Alliandre es incapaz de contenerlas. Es el mayor peligro que la Torre ha afrontado jamás, la mayor amenaza que ha arrostrado el mundo, ¿y sois incapaces de hablar de él? ¿No podéis mirar su imagen?
Le respondió el silencio. Todas excepto Alviarin parecían haberse quedado sin lengua. La mayoría contemplaba fijamente al joven del cuadro, como pájaros hipnotizados por una serpiente.
—Rand al’Thor. —El nombre sabía a acíbar en los labios de Elaida. Una vez había tenido a ese joven, en apariencia tan inocente, al alcance de la mano y no supo ver lo que era. Su predecesora sí estaba enterada, sólo la Luz sabía desde cuándo, y lo había dejado en libertad. «Esa mujer» le había confesado mucho, antes de escaparse; al ser sometida a un duro interrogatorio, había contado cosas a las que Elaida no quería dar crédito —si los Renegados se encontraban en libertad entonces todo podría estar perdido— pero de algún modo se las había ingeniado para no responder a otras. Y luego había huido antes de que tuviera oportunidad de someterla de nuevo a interrogatorio. «Esa mujer» y Moraine. «Esa mujer» y la Azul lo habían sabido todo desde el principio. Elaida se proponía llevarlas a ambas a la Torre; le confesarían hasta el más pequeño detalle de lo que sabían. Suplicarían de rodillas la muerte antes de que hubiera acabado con ellas.
Se obligó a continuar a pesar de que las palabras se le helaban en la boca:
—Rand al’Thor es el Dragón Renacido, hijas. —A Shemerin se le doblaron las rodillas y cayó sentada en el suelo. También otras parecían sostenerse en pie a duras penas. Elaida las miró con desprecio—. No hay duda de ello. Es el anunciado en las Profecías. El Oscuro se está liberando de su prisión, se aproxima la Última Batalla, y el Dragón Renacido debe estar allí para enfrentarse a él o el mundo está condenado al fuego y la destrucción mientras gire la Rueda del Tiempo. Y está en libertad, hijas. Ignoramos dónde se encuentra. Sabemos una docena de sitios donde no está, como por ejemplo Tear. Y tampoco está aquí, en la Torre, convenientemente protegido, como debería estar. Está desatando el caos en el mundo y debemos detenerlo si queremos que haya alguna esperanza de sobrevivir al Tarmon Gai’don. Debemos tenerlo en nuestro poder para estar seguras de que participa en la Última Batalla. ¿O es que alguna de vosotras cree que se dirigirá voluntariamente a su muerte profetizada para salvar al mundo? ¿Un hombre que ya debe de estar medio loco? ¡Debemos tenerlo bajo control!
—Madre —empezó Alviarin con una irritante falta de emoción en la voz, pero Elaida la hizo enmudecer con una mirada.
—Poner nuestras manos sobre Rand al’Thor es muchísimo más importante que las escaramuzas en Shienar o que la supuesta calma en la Llaga. Más importante que encontrar a Elayne o a Galad. Más importante incluso que Mazrim Taim. Lo encontraréis. ¡No valen excusas! Cuando os vea la próxima vez, todas estaréis preparadas para informarme con detalle qué habéis hecho para conseguirlo. Ahora podéis marcharos, hijas.
Se produjo una serie de vacilantes reverencias y quedos murmullos repetidos de «como ordenéis, madre», y faltó poco para que salieran corriendo; Joline ayudó a Shemerin a incorporarse en medio de tambaleos. La hermana Amarilla serviría estupendamente para dar el siguiente castigo ejemplar: era necesario si quería asegurarse de que ninguna de ellas se echara atrás; además, era demasiado débil para formar parte de ese consejo. Naturalmente, ese consejo no tendría una vida larga, en cualquier caso. La Antecámara oiría sus palabras y saltaría para cumplir sus órdenes.
Todas salvo Alviarin se marcharon.
Durante unos largos instantes después de que la puerta se hubo cerrado tras ellas, las dos mujeres se sostuvieron la mirada en silencio. Alviarin había sido la primera que había oído los cargos contra la predecesora de Elaida y que se había mostrado de acuerdo con ellos. Y la Blanca sabía muy bien por qué llevaba la estola de Guardiana en lugar de llevarla una Roja. El Ajah Rojo había apoyado a Elaida de manera unánime, pero no había ocurrido igual con el Blanco, y sin el respaldo decisivo de este Ajah muchas otras Aes Sedai no se habrían sumado a su causa, en cuyo caso Elaida podría encontrarse ahora en una celda en lugar de ser la Sede Amyrlin. Eso, sin contar con la posibilidad de que los restos de su cabeza estuvieran decorando una pica para disfrute de los cuervos. No le sería tan fácil intimidar a Alviarin como a las demás. Si es que se la podía intimidar en lo más mínimo. La firme mirada de la Blanca le despertaba la incómoda sensación de estar tratando con una igual.
Una queda llamada en la puerta pareció retumbar en el silencio.
—¡Adelante! —ordenó secamente Elaida.
Una de las Aceptadas, una chica pálida y esbelta, entró en el estudio, vacilante, y de inmediato hizo una reverencia tan pronunciada que la blanca falda con las siete bandas de colores rematando el repulgo formó un amplio círculo a su alrededor en el suelo. A juzgar por lo desorbitados que estaban sus azules ojos y el hecho de que los mantenía agachados, había percibido el estado de ánimo de las mujeres que acababan de salir. Lo que dejaba estremecida a una Aes Sedai sólo podía significar un gran peligro para una simple Aceptada.
—M… madre, maese F… Fain está aquí —balbució—. Dice que lo i… ibais a recibir a e… esta hora. —La chica se tambaleó a pesar de estar agachada, a punto de desplomarse de puro terror.
—Hazlo entrar, muchacha, en lugar de tenerlo esperando —gruñó Elaida, aunque le habría arrancado la piel a tiras a la chica si ésta no hubiera hecho esperar al hombre fuera. La rabia reprimida contra Alviarin (nunca admitiría que no se atrevía a demostrarla) la descargó en la joven—. Y si eres incapaz de aprender a hablar correctamente, quizá las cocinas sean un lugar mejor para ti que la antesala de la Amyrlin. ¿Y bien? ¿Vas a hacer lo que te he mandado? ¡Muévete, muchacha! ¡Y dile a la Maestra de las Novicias que necesitas aprender a obedecer con más presteza!
La chica contestó con voz chillona algo que tal vez fuera la respuesta correcta y salió precipitadamente.
Mediante un gran esfuerzo, Elaida se dominó. No le preocupaba si Silviana, la nueva Maestra de las Novicias, golpeaba a la chica hasta dejarla inconsciente o si la dejaba marchar con un simple rapapolvo. Para ella las novicias o las Aceptadas era como si no existieran a no ser que la molestaran, y tampoco le importaban. Era a Alviarin a quien quería humillada y de rodillas ante ella.
Pero ante todo debía atender a Fain. Se dio unos golpecitos con el dedo en los labios. Era un hombrecillo huesudo con una enorme nariz, que había aparecido en la Torre unos pocos días atrás vestido con ropas sucias que habían conocido mejores tiempos y que le estaban demasiado grandes; mostrándose a ratos arrogante y a ratos acobardado, había pedido audiencia con la Amyrlin. Excepto los que servían en la Torre, los hombres acudían allí por compulsión o una extrema necesidad, y ninguno pedía hablar con la Amyrlin. Un necio o, probablemente, un pobre imbécil; afirmaba ser oriundo de Lugard, en Murandy, pero hablaba con varios acentos diferentes y a veces pasaba de uno a otro en mitad de una frase. Empero, parecía que podía llegar a resultar útil.
Alviarin seguía mirándola con aquella fría suficiencia; en sus ojos sólo había un leve atisbo de las preguntas que debía de estar haciéndose sobre Fain. El semblante de Elaida se endureció. Estuvo a punto de tocar el saidar, la mitad femenina de la Fuente Verdadera, para enseñarle cuál era su lugar mediante el Poder. Pero no era ése el modo adecuado. Alviarin podría incluso presentar resistencia, y ponerse a pelear como una vulgar campesina en un establo no era el método apropiado para que la Amyrlin dejara bien clara su autoridad. Aun así, Alviarin aprendería a someterse igual que lo harían las demás. El primer paso sería dejar a la Blanca en la ignorancia respecto a maese Fain o comoquiera que se llamara realmente.
Padan Fain olvidó por completo a la joven Aceptada en cuanto entró en el estudio de la Amyrlin; era un bocado apetitoso, y le gustaban temblorosas, como un pajarillo en la mano, pero en ese momento había asuntos más importantes en los que concentrarse. Secándose las manos en los pantalones, inclinó la cabeza adecuadamente, con la debida humildad, pero al principio las dos mujeres que estaban en el cuarto no parecieron reparar en su presencia ya que sostenían un duelo de miradas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no alargar la mano y acariciar la tensión que vibraba entre ambas. La tensión y la división se entretejían por doquier en la Torre Blanca. Mejor para él. Cuando era necesario, podía sacarse provecho de ambas debilidades.
Se había sorprendido al encontrar a Elaida en la Sede Amyrlin; empero, tal circunstancia convenía mejor a sus propósitos. Por lo que había oído contar, no era tan inflexible en algunos aspectos como la mujer que la había precedido en el cargo. Más dura, sí, y más cruel, aunque también más quebradiza. Probablemente sería más difícil de doblegar, pero más fácil de romper, llegado el caso, si las circunstancias lo hacían necesario. Con todo, para él tanto daba una Aes Sedai, incluso una Amyrlin, como otra. Necias. Unas necias peligrosas, cierto, pero a veces unas crédulas útiles.
Finalmente repararon en su presencia; la Amyrlin frunció ligeramente el ceño al ser cogida por sorpresa, mientras que la Guardiana de las Crónicas no alteró el gesto.
—Puedes irte ahora, hija —dijo firmemente Elaida, poniendo un leve énfasis en la palabra «ahora». Oh, sí, existían tensiones, grietas en el poder. Unas grietas en las que podían plantarse semillas. Fain contuvo a tiempo una risita burlona.
Alviarin vaciló antes de hacer una mínima reverencia. Mientras abandonaba la estancia, su mirada pasó sobre el hombre, inexpresiva pero desconcertante. De manera inconsciente, Fain se encogió sobre sí mismo en una actitud defensiva; su labio superior se atirantó en un fugaz gruñido cuando la mujer le dio la espalda. Por algún motivo, Fain tuvo durante un breve instante la sensación de que la Aes Sedai sabía demasiado sobre él, aunque no habría sabido decir por qué, ya que su frío semblante y sus gélidos ojos parecían impasibles. Lo asaltó la necesidad de hacerlos cambiar, que reflejaran miedo, dolor, súplica. La idea casi lo hizo reír. No tenía sentido, por supuesto. Era imposible que la mujer supiera nada. Debía ser paciente, y acabaría con ella y con sus impasibles ojos.
La Torre guardaba cosas que merecían un poco de paciencia. Allí se encontraba el Cuerno de Valere, el legendario instrumento creado para invocar a los héroes muertos a combatir en la Última Batalla. La mayoría de las Aes Sedai ignoraban esto, pero Fain sabía cómo fisgonear para enterarse de cosas. También estaba la daga. Percibía su irresistible atracción, tirando de él. Habría podido señalar la dirección exacta de su ubicación. Era suya, una parte de sí mismo que las Aes Sedai le habían robado. Recobrar la daga le compensaría lo mucho que había perdido; no sabía cómo, pero estaba seguro de que sería así. Por la pérdida de Aridhol. Demasiado peligroso volver allí, correr el albur de quedar de nuevo atrapado en ella. Se estremeció. Demasiado tiempo atrapado. Nunca más.
Por supuesto, nadie la llamaba ya Aridhol, sino Shadar Logoth. «Donde Acecha la Sombra». Un nombre muy apropiado. Habían cambiado muchas cosas. Hasta él mismo. Padan Fain. Mordeth. Ordeith. A veces no sabía con certeza cuál de esos nombres era el suyo, quién era en realidad. Pero una cosa sí era cierta: todos tenían una idea errónea respecto a él. Quienes creían conocerlo estaban muy equivocados. Había sufrido una transformación; dentro de sí alentaba una fuerza que iba más allá de cualquier otro poder, pero, al final, todos lo descubrirían.
Con un sobresalto, advirtió que la Amyrlin había dicho algo y, rebuscando en su mente, encontró qué era.
—Sí, madre, la chaqueta me sienta muy bien. —Pasó una mano por el negro terciopelo para demostrar lo mucho que le gustaba, como si las ropas tuvieran importancia—. Se trata de una prenda muy buena y os lo agradezco profundamente, madre.
Estaba preparado para aguantar que la mujer siguiera intentando hacerlo sentirse a gusto, dispuesto a arrodillarse y besarle el anillo, pero en esta ocasión la Amyrlin fue directa al grano:
—Contadme más sobre lo que sabéis de Rand al’Thor, maese Fain.
Los ojos de Padan se dirigieron hacia el cuadro de los dos hombres y, mientras lo contemplaba, su espalda se enderezó. El retrato de Rand al’Thor lo atraía casi con tanta intensidad como el propio hombre, consiguiendo que la ira y el odio corrieran, abrasadores, por sus venas. Por culpa de ese joven había padecido un dolor que estaba más allá de la evocación porque no se permitía recordarlo; había sufrido algo mucho peor que la tortura física. Por culpa de al’Thor lo habían despedazado y reconstruido. Por supuesto, esa reconstrucción le había proporcionado los medios para vengarse, pero tal circunstancia no venía al caso. Aparte de su deseo de acabar con al’Thor, todo lo demás carecía de importancia.
Cuando se volvió hacia la Amyrlin, no se dio cuenta de que su actitud era tan imperiosa como la de la mujer, de que la miraba de igual a igual.
—Rand al’Thor es retorcido y astuto, y no le importa nada ni nadie excepto su propio poder. —Necia mujer—. Es de los que nunca hacen lo que uno espera. —Pero si ella ponía a al’Thor en sus manos…—. Es un hombre difícil, muy difícil, de llevar donde uno quiere, pero creo que puede conseguirse. Ante todo debéis atar una cuerda a uno de los pocos en quienes confía… —Si le entregaba a al’Thor, a lo mejor la dejaba con vida cuando se marchara, a pesar de ser una Aes Sedai.
En mangas de camisa, arrellanado en un dorado sillón con una pierna echada sobre el reposabrazos, Rahvin sonrió cuando la mujer que estaba frente a la chimenea repitió lo que él le había dicho. Los grandes ojos marrones de la joven estaban ligeramente vidriosos. Era hermosa, incluso con aquellas ropas sencillas de lana que se había puesto como disfraz, pero no era eso lo que le interesaba de ella.
Por los altos ventanales no penetraba ni el más leve soplo de aire, y el sudor corría por el rostro de la mujer mientras hablaba; también perlaba la cara del otro hombre presente en el cuarto. A pesar de la fina chaqueta de seda que vestía, con sus bordados en oro, su postura era tan tiesa como la de un sirviente, lo que, en cierto modo, era por propia voluntad, a diferencia de la mujer. Por supuesto, estaba ciego y sordo de momento.
Rahvin manejaba con delicadeza los flujos de Energía que había tejido alrededor de la pareja. No había necesidad de dañar unos sirvientes valiosos.
Él no sudaba, naturalmente. No permitía que el persistente bochorno estival lo alcanzara. Era un hombre alto, corpulento, moreno y apuesto a pesar de las canas que pintaban de blanco sus sienes. La compulsión había presentado dificultades con esta mujer.
Un leve ceño ensombreció su semblante. Pocas personas —muy pocas— poseían la suficiente fuerza de voluntad para que sus mentes buscaran grietas por las que escabullirse aun siendo inconscientes de ello. Sólo era cuestión de mala suerte que todavía necesitara a alguien así. Podía manejar a la mujer, pero ella seguía intentando encontrar una salida por donde huir sin saber que estaba atrapada. Finalmente dejaría de necesitarla, por supuesto, y entonces habría de decidir si la dejaba seguir su camino o si se libraba de ella definitivamente. Ambas opciones entrañaban peligro. Nada que significara una amenaza para él, claro está, pero era un hombre precavido, meticuloso. Los pequeños peligros acababan creciendo si se los pasaba por alto, y él calculaba siempre los riesgos con prudencia. ¿Matarla o conservarla? El silencio que se produjo cuando la mujer dejó de hablar lo sacó de sus reflexiones.
—Cuando salgas de aquí —le dijo—, no recordarás nada de esta visita; sólo conservarás en tu memoria tu cotidiano paseo matinal. —La mujer asintió, ansiosa por complacerlo, y Rahvin aflojó ligeramente las ataduras de Energía para que se evaporaran de su recuerdo poco después de que hubiera llegado a la calle. El uso repetido de la compulsión hacía la obediencia más fácil incluso cuando no estaba activada, pero mientras lo estaba siempre existía el peligro de que se la detectara.
Hecho esto, liberó también la mente de lord Elegar, un noble de segunda fila, pero fiel a sus juramentos. El hombre se lamió los labios con nerviosismo y echó una ojeada a la mujer para, acto seguido, hincar una rodilla ante Rahvin. Los Amigos de la Sombra —o Amigos Siniestros como se los llamaba ahora— habían empezado a comprender la rigurosidad con que debían mantener sus promesas ahora que Rahvin y los otros estaban libres.
—Condúcela a la calle por las dependencias traseras —instruyó Rahvin— y déjala allí. Nadie debe verla.
—Se hará como ordenáis, Gran Amo —repuso Elegar, que inclinó la cabeza donde estaba arrodillado. Luego se puso de pie y se retiró caminando de espaldas y haciendo reverencias a Rahvin al tiempo que se llevaba a la mujer agarrada de un brazo. Ella lo siguió dócilmente, por supuesto, todavía con aquel velo vidrioso en los ojos. Elegar no le preguntaría nada; sabía a qué atenerse y era muy consciente de que había cosas que prefería ignorar.
—¿Uno de tus bonitos juguetes? —preguntó una voz a espaldas de Rahvin cuando la puerta tallada se hubo cerrado—. ¿Ahora te gusta vestirlas así?
Asiendo rápidamente el saidin, se llenó de Poder; la mitad masculina infectada de la Fuente Verdadera fluyó sobre la protección de sus vínculos y juramentos, sus ataduras a lo que conocía como un poder superior a la Luz o incluso al Creador.
En medio de la estancia se había abierto un portal por encima de la alfombra roja y dorada, un acceso a otro sitio. Atisbó fugazmente una habitación adornada con colgaduras de seda blanca, antes de que desapareciera para dar paso a una mujer ataviada con un vestido blanco que ceñía un cinturón de plata tejida. El leve hormigueo en su piel, como un leve escalofrío, fue la única indicación que tuvo de que la mujer había encauzado. Era alta y esbelta, tan hermosa como él apuesto, con unos ojos oscuros y profundos cual un estanque sin fondo, y el cabello, adornado con estrellas y medias lunas de plata, le caía en negras ondas sobre los hombros. A la mayoría de los hombres se les habría quedado la boca seca por el deseo.
—¿Qué te propones apareciendo furtivamente, Lanfear? —demandó con dureza. No cortó el contacto con el Poder, sino que preparó unas cuantas sorpresas desagradables por si acaso necesitaba recurrir a ellas—. Si quieres hablar conmigo, envía un emisario y decidiré dónde y cuándo. Y si me place hacerlo.
Lanfear esbozó aquella dulce y traicionera sonrisa.
—Siempre eres un cerdo, Rahvin, pero rara vez un estúpido. Esa mujer es Aes Sedai. ¿Y si la echan de menos? ¿Es que ahora también envías heraldos para anunciar dónde te encuentras?
—¿Porque encauce? —dijo con sorna—. No es bastante fuerte para permitirle salir a la calle sin un defensor. Llaman Aes Sedai a chiquillas sin preparación que la mitad de lo que saben sólo son trucos aprendidos por sí mismas, y la otra mitad apenas si araña la superficie del conocimiento.
—¿Seguirías mostrándote tan autocomplaciente si esas chiquillas sin preparación formaran un círculo de trece a tu alrededor? —El frío tono burlón de su voz lo aguijoneó, pero no dejó que se reflejara en su rostro.
—Tomo precauciones, Lanfear. En lugar de uno de mis «bonitos juguetes», como tú las llamas, es la espía de la Torre aquí. Ahora informa exactamente lo que yo quiero y está deseosa de hacerlo así. Las que sirven a los Elegidos en la Torre me dijeron dónde encontrarla. —Pronto llegaría el día en que el mundo descartaría el apelativo Renegados y se postraría de rodillas ante los Elegidos. Así se les había prometido mucho tiempo atrás—. ¿Por qué has venido, Lanfear? En ayuda de mujeres indefensas no, desde luego.
—En lo que a mí concierne, puedes seguir divirtiéndote con tus juguetes cuanto quieras. —La mujer se encogió de hombros—. Como anfitrión dejas mucho que desear, Rahvin, así que me disculparás si… —Una jarra de plata se elevó de una mesita que había junto al lecho de Rahvin y se ladeó para verter un vino oscuro en una copa con relieves de oro. Mientras la jarra se posaba de nuevo en la mesita, la copa flotó hacia la mano de Lanfear. El hombre sólo percibió un ligero hormigueo, por supuesto, sin ver los flujos tejidos, cosa que jamás le había hecho gracia. El hecho de que tampoco ella fuera capaz de ver su manipulación con el Poder no era más que un parco consuelo.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo.
Lanfear bebió calmosamente un sorbo de vino antes de contestar:
—Puesto que nos evitas a los demás, unos cuantos de los Elegidos aparecerán por aquí. Vine primero para que sepas que no se trata de un ataque.
—¿Es un plan tuyo? ¿De qué me sirven a mí los propósitos de otros? —De repente soltó una risa honda, plena—. Así que no es un ataque, ¿eh? Atacar abiertamente nunca fue tu estilo, ¿verdad? Puede que tus métodos no sean tan retorcidos como los de Moghedien, pero siempre has preferido los flancos y la retaguardia. Esta vez te creeré lo suficiente para oír lo que tienes que decirme. Siempre y cuando te tenga siempre a la vista. —Quien confiara en dar la espalda a Lanfear merecía la puñalada que podría llegarle por detrás. Tampoco era de fiar teniéndola delante; en el mejor de los casos, su genio era inestable—. ¿Quién más se supone que está metido en esto?
Esta vez la señal que lo puso sobre aviso fue más clara cuando se abrió otro portal, porque era obra de otro varón; a través del acceso atisbó arcos de mármol que se abrían a amplias balconadas de piedra y gaviotas volando en círculo y chillando en un cielo azul. Finalmente, un hombre cruzó el umbral y éste se cerró tras él.
Sammael parecía más macizo y grande de lo que era realmente; caminaba con pasos rápidos y vivos y sus ademanes eran bruscos. Tenía los ojos azules y el cabello rubio, y llevaba una barba pulcramente recortada; habría resultado apuesto de no ser por una larga cicatriz que le cruzaba el rostro desde la raíz del pelo hasta la mandíbula, como si le hubieran dibujado una línea con un atizador al rojo vivo. Podría haberla borrado nada más hacérsela, muchos años atrás, pero había preferido dejársela.
Unido al saidin tan estrechamente como Rahvin —a esta corta distancia Rahvin lo percibía aunque vagamente—, Sammael lo miró con cautela.
—Esperaba encontrarte con sirvientas y danzarinas, Rahvin. ¿Es que has cambiado de gustos después de tantos años? ¿Prefieres otras diversiones ahora?
Lanfear soltó una queda risa y bebió vino.
—¿Alguien ha hablado de diversiones?
Rahvin ni siquiera había advertido la apertura de un tercer portal que mostraba una amplia estancia llena de estanques, columnas estriadas, acróbatas casi desnudos y criados cubiertos incluso menos. Curiosamente, un hombre viejo y flaco, vestido con una chaqueta arrugada, estaba sentado entre ellos con actitud desconsolada. Dos sirvientes con minúsculas prendas diáfanas —un hombre musculoso que sostenía una bandeja de oro y una bella y voluptuosa mujer que vertía vino de una jarra de cristal tallado en una copa a juego que reposaba sobre la bandeja— salieron en pos del verdadero visitante antes de que el portal desapareciera.
Junto a cualquier otra mujer que no fuera Lanfear, a Graendal se la habría considerado una belleza exuberante, en plena sazón. Llevaba un vestido de seda verde, con el escote bajo. Un rubí del tamaño de un huevo de gallina reposaba entre sus senos, y sobre su dorado cabello brillaba una tiara con más rubíes incrustados. Sin embargo, al lado de Lanfear no era más que una mujer bonita y algo rolliza. Si le molestaba la inevitable comparación, su divertida sonrisa no lo daba a entender.
Los brazaletes de oro tintinearon cuando agitó una mano, cuajada de anillos, con un ademán dirigido a su espalda; la criada le puso apresuradamente la copa entre los dedos, exhibiendo una sonrisa zalamera que era reflejo de la del hombre. Graendal no les hizo caso.
—Vaya —dijo alegremente—. Casi la mitad de los Elegidos supervivientes reunidos en un mismo lugar, y nadie intenta matar a nadie. ¿Quién habría esperado cosa igual antes de la llegada del Gran Señor de la Oscuridad? Ishamael se las ingenió para que no nos lanzáramos sobre la yugular de los demás durante un tiempo, pero esto…
—¿Siempre hablas tan a las claras delante de tus sirvientes? —inquirió Sammael con una mueca.
Graendal parpadeó y miró hacia atrás a la pareja, como si se hubiera olvidado de ellos.
—No hablan a menos que se lo ordene. Me adoran. ¿No es cierto? —Los dos sirvientes cayeron de hinojos, atropellándose para proclamar su ferviente amor por ella; y lo sentían de verdad… en ese momento. Al cabo de un instante, Graendal frunció ligeramente el ceño y los sirvientes se quedaron paralizados, con la boca abierta a mitad de una palabra—. Seguirían si no los parara, pero no quiero que os molesten.
Rahvin sacudió la cabeza y se preguntó quiénes eran o habían sido. La belleza física no bastaba para los sirvientes de Graendal; también tenían que poseer poder y posición. Un antiguo lord como lacayo o una dama para prepararle el baño: eso era lo que le gustaba a Graendal. Darse caprichos no era reprochable, pero lo que hacía ella era un derroche. Esa pareja habría sido de gran utilidad con la adecuada manipulación, mas el nivel de compulsión empleado por Graendal seguramente sólo los había dejado válidos para poco más que como objetos decorativos. No tenía estilo.
—¿Falta alguno más, Lanfear? —gruñó—. ¿Acaso has convencido a Demandred de que deje de considerarse el heredero del gran Señor?
—Dudo que sea lo bastante arrogante para creerse algo así —repuso suavemente Lanfear—. Ha visto adónde lo llevó tal idea a Ishamael. Y ése es el asunto, un asunto que ha planteado Graendal. Antaño éramos trece e inmortales. Ahora han muerto cuatro y otro nos ha traicionado. No falta nadie más. Nosotros cuatro somos los únicos que teníamos que reunirnos aquí hoy, y bastamos.
—¿Estás segura de que Asmodean se ha pasado al otro bando? Jamás tuvo valor para correr riesgos, así pues ¿de dónde sacó redaños para unirse a una causa perdida?
La fugaz sonrisa de Lanfear fue divertida.
—Tuvo valor para tender una emboscada que creyó lo situaría por encima del resto de nosotros, y cuando la única elección que le quedó fue la muerte o una causa perdida, no era menester mucho valor para tomar una decisión
—Y apuesto a que tampoco dispuso de mucho tiempo para tomarla. —La cicatriz acentuó la mueca burlona de Sammael—. Si estabas lo bastante cerca de él para saber todo esto, ¿por qué lo dejaste con vida? Podrías haberlo matado antes de que se percatara de tu presencia.
—No estoy tan ansiosa por matar como tú. La muerte es definitiva, sin vuelta atrás, y por lo general hay otros métodos más provechosos. Además, utilizando términos comprensibles para ti, no quería lanzar un ataque frontal contra fuerzas superiores.
—Ese tal Rand al’Thor, ¿es realmente tan fuerte? —inquirió en tono quedo Rahvin—. ¿Habría podido superarte en un mano a mano? —Con ello no quería decir que él mismo, o Sammael fuera incapaz de vencerla si llegaba el caso, aunque Graendal tomaría partido por Lanfear si cualquiera de ellos lo intentaba. En realidad, seguramente las dos mujeres estaban llenas a reventar de Poder en ese mismo instante, prestas para atacar ante el menor gesto sospechoso de cualquiera de los dos varones. O de una de ellas. Pero ese granjero… ¡Un pastor sin adiestrar! A menos, claro, que Asmodean se estuviera encargando de ello.
—Es la reencarnación de Lews Therin Telamon —respondió Lanfear con un tono igualmente quedo—, y Lews Therin era tan fuerte como cualquiera.
Sammael se frotó con gesto absorto la cicatriz que le cruzaba la cara; había sido obra de Lews Therin, hacía tres mil años o más, mucho antes del Desmembramiento del Mundo; antes de que el Gran Señor quedara prisionero; antes de tantas cosas… Pero Sammael nunca lo olvidaba.
—Vaya —intervino Graendal—, por fin entramos en materia y vamos a discutir el asunto que nos ha traído aquí. —Rahvin hizo un gesto de desagrado y Sammael masculló entre dientes.
»Si el tal Rand al’Thor es realmente Lews Therin Telamon —continuó la mujer mientras se sentaba en la espalda del sirviente puesto a gatas—, me sorprende que no hayas intentado engatusarlo para meterlo en tu lecho, Lanfear. ¿O no es una tarea tan fácil? Si no recuerdo mal, era Lews Therin quien te llevaba de la nariz, no al contrario. Ponía fin a tus pequeñas rabietas. Te mandaba corriendo a buscar su vino, por decirlo de algún modo. —Dejó su propia copa sobre la bandeja que sostenía la mujer arrodillada en una rígida postura—. Estabas tan obsesionada con él que te habrías tendido a sus pies si hubiera pronunciado la palabra «felpudo».
Los oscuros ojos de Lanfear centellearon brevemente antes de que la mujer recobrara el control.
—Por más que sea la reencarnación de Lews Therin, no es el propio Lews Therin.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Graendal que sonreía como si todo aquello fuera un chiste—. Podría ser que, como creen muchos, todos renacemos una y otra vez mientras la Rueda gira, pero nunca ha pasado nada igual, que yo sepa. Un hombre específico que renace según se ha profetizado. ¿Quién sabe lo que es realmente?
Lanfear esbozó una sonrisa de menosprecio.
—Lo he observado de cerca. No es más que el pastor que aparenta, y puede que más cándido de lo que parece. —La expresión de mofa dio paso a otra seria—. Pero ahora tiene a Asmodean, aunque sea un aliado débil. Y, antes de Asmodean, cuatro de los Elegidos murieron al enfrentarse con él.
—Deja que reduzca la leña seca —comentó Sammael bruscamente. Tejió flujos de Aire para arrastrar otra silla sobre la alfombra y apoyó las piernas cruzadas por los tobillos sobre el bajo respaldo tallado. Cualquiera que pensara que estaba relajado sería un necio; a Sammael le gustaba embaucar a sus enemigos haciéndoles creer que podían cogerlo por sorpresa—. Así tocaremos a más los que quedemos cuando llegue el Día del Retorno. ¿O es que crees que se alzará con la victoria en el Tarmon Gai’don, Lanfear? Aun en el caso de que consiga insuflar coraje a Asmodean, esta vez no cuenta con los Cien Compañeros. Solo o con Asmodean, el Gran Señor lo extinguirá como un blandón roto.
La mirada que le asestó Lanfear rebosaba desprecio.
—¿Y cuántos de nosotros seguiremos vivos cuando el Gran Señor se libere por fin? Ya han muerto cuatro. A lo mejor tú eres el próximo en su lista. ¿Te gustaría eso, Sammael? Puede que por fin te libres de esa cicatriz si lo derrotas. Oh, lo olvidaba. ¿Cuántas veces te enfrentaste a él en la Guerra del Poder? ¿Venciste en alguna ocasión? No consigo recordarlo. —Sin hacer una pausa se volvió hacia Graendal—. O puede que seas tú la siguiente. Por alguna razón se muestra reacio a hacer daño a las mujeres, pero tú ni siquiera tendrás la oportunidad de elegir como Asmodean. No puedes enseñarle más de lo que podría una piedra. A menos que decida conservarte como mascota. Eso sería toda una novedad para ti, ¿no es cierto? En lugar de decidir cuál de tus bellezas te complace más, tendrías que aprender a complacer.
El semblante de Graendal se crispó, y Rahvin se aprestó a levantar un escudo tras el que protegerse contra lo que quiera que las dos mujeres pudieran lanzarse la una a la otra, dispuesto a Viajar al más mínimo atisbo de fuego compacto. Entonces percibió que Sammael hacía acopio de Poder, notó una diferencia —lo que Sammael llamaría aprovechar una ventaja táctica— y se inclinó para agarrarlo por el brazo. Sammael se soltó con una brusca sacudida, furioso, pero el momento había pasado. Las dos mujeres los miraban ahora a ellos, no la una a la otra. Ninguna de ellas podía saber lo que había estado a punto de ocurrir, pero era evidente que algo había sucedido entre Rahvin y Sammael, y la desconfianza brilló en sus ojos.
—Quiero oír lo que Lanfear tenga que decir. —Rahvin no miró a Sammael, pero la frase iba dirigida a él—. Tiene que haber otra razón de más peso que el simple deseo de asustarnos.
Sammael movió la cabeza en lo que podía ser un gesto de asentimiento o de simple mal humor.
—Oh, así es, aunque un poco de miedo no estaría de más. —Los oscuros ojos de Lanfear todavía denotaban recelo, pero su voz sonaba calmada como el agua de un estanque—. Ishamael intentó controlarlo y fracasó. Después trató de matarlo, y fracasó. Pero utilizó la amenaza y el temor, y eso no funciona con Rand al’Thor.
—Ishamael estaba medio loco —rezongó Sammael— y sólo era medio humano.
—¿Y eso es lo que somos nosotros? —Graendal enarcó una ceja—. ¿Simples seres humanos? Sin duda somos algo más. Ésta es humana. —Pasó un dedo por la mejilla de la mujer que estaba arrodillada a su lado—. Habría que inventar una palabra nueva para describirnos.
—Seamos lo que seamos —dijo Lanfear—, podemos tener éxito donde Ishamael fracasó. —Estaba ligeramente inclinada hacia adelante, como si quisiera que sus palabras penetraran en ellos. Rara vez denotaba tensión. ¿Por qué estaba tensa ahora?
—¿Por qué sólo nosotros cuatro? —inquirió Rahvin. Los demás «por-qués» tendrían que esperar.
—¿Y para qué más? —fue la respuesta de Lanfear—. Si conseguimos presentar al Dragón Renacido de rodillas ante el Gran Señor el Día del Retorno, ¿por qué compartir el honor, y la recompensa, más de lo estrictamente necesario? Y quizá se lo podría utilizar incluso para… ¿Cómo lo dijiste, Sammael? ¿Reducir la leña seca?
Ésa era la clase de respuesta que Rahvin podía entender. No es que confiara en Lanfear, por supuesto, ni en ninguno de los otros, pero sí comprendía la ambición. Los Elegidos habían maquinado unos contra otros para alcanzar una posición superior desde el día en que Lews Therin los había encerrado al sellar la prisión del Gran Señor, y habían vuelto a hacerlo desde el día en que habían quedado libres. Sólo tenía que asegurarse de que la intriga urdida por Lanfear no alterara sus propios planes.
—Habla —le dijo.
—En primer lugar, hay alguien más que intenta controlarlo. O puede que matarlo. Sospecho de Moghedien o de Demandred. Moghedien ha intentado siempre actuar a la sombra, y Demandred odia a Lews Therin. —Sammael sonrió o tal vez fue una mueca, pero su odio era trivial al lado del de Demandred, aunque por un motivo mejor.
—¿Cómo sabes que no es ninguno de los que estamos aquí? —preguntó Graendal con desparpajo.
La sonrisa de Lanfear era tan amplia como la de la otra mujer e igualmente gélida.
—Porque vosotros tres escogisteis excavar agujeros en los que resguardaros y reforzar vuestro poder, mientras que los otros se atacan entre sí. Y por más razones. Ya he dicho que he vigilado de cerca a Rand al’Thor.
Lo que decía era la pura verdad. El propio Rahvin prefería la diplomacia y la manipulación al conflicto abierto, aunque no eludiría la lucha si se hacía necesario. El estilo de Sammael había sido siempre la utilización de ejércitos y la conquista; no se acercaría a Lews Therin, ni siquiera en su reencarnación como pastor, hasta que estuviera seguro de alzarse con la victoria. También Graendal perseguía la conquista, aunque sus métodos no incluían el uso de soldados; a pesar de su superficial interés por sus juguetes humanos, era de las que avanzaban paso a paso. Abiertamente, desde luego; al menos, lo que los Elegidos entendían por eso. Pero los pasos nunca eran demasiado largos.
—Puedo vigilarlo sin que se dé cuenta —continuó Lanfear—, pero los demás debéis manteneros alejados o corréis el riesgo de que os detecte. Tenemos que llevarlo hacia…
Graendal se inclinó hacia adelante, y Sammael empezó a asentir con la cabeza a medida que Lanfear exponía su plan. Rahvin prefirió reservar para sí lo que opinaba. Podía funcionar. Y si no… Si no, veía varios modos de encauzar los acontecimientos en su favor. Sí, esto podía funcionar realmente bien.