53 Palabras que se desvanecen

Dentro del vacío que menguaba de manera paulatina, Rand vio a Moraine saltar aparentemente de la nada y abalanzarse sobre Lanfear. Los ataques contra él cesaron en el momento en que las dos mujeres se zambulleron a través del marco ter’angreal en medio de un blanco destello de luz que no se apagó y siguió llenando el rectángulo de piedra roja sutilmente retorcido, como si intentara derramarse a través de él y tropezara con una barrera invisible. Alrededor del ter’angreal crepitaban relámpagos azules y plateados con creciente violencia; unos zumbidos chirriantes vibraban en el aire.

Rand se puso de pie trabajosamente. El dolor no había desaparecido, pero sí la presión contra el vacío, lo que apuntaba la promesa de que el sufrimiento remitiría. Era incapaz de apartar los ojos del ter’angreal. «Moraine». El nombre resonaba en su cabeza, deslizándose dentro del vacío.

Lan pasó a su lado tambaleándose, fija la mirada en la carreta e inclinado, como si sólo yendo hacia adelante pudiera evitar desplomarse.

Cualquier esfuerzo físico aparte de sostenerse de pie estaba fuera del alcance de Rand por el momento, así que encauzó y sujetó al Guardián con flujos de Aire.

—No… no puedes hacer nada, Lan. No puedes ir tras ella.

—Lo sé —musitó el otro hombre con desaliento. Inmovilizado a mitad de un paso, no forcejeó y se limitó a contemplar fijamente el ter’angreal que se había tragado a Moraine—. La Luz se apiade de mí, lo sé.

La propia carreta se había prendido fuego ahora; pero, aunque Rand intentó sofocar las llamas, tan pronto como absorbía el calor de un foco prendido los rayos provocaban otro. El marco empezó a echar humo a pesar de ser de piedra; un humo blanco, punzante, que se acumuló en densas nubes bajo la cúpula gris. Hasta la más pequeña bocanada parecía abrasar la nariz de Rand, haciéndolo toser; allí donde lo rozaba el humo, la piel le picaba y le ardía. Desató la urdimbre de la bóveda con rapidez y la disipó más que esperar a que se desvaneciera; luego tejió alrededor de la carreta una alta chimenea de Aire, brillante como cristal, a fin de conducir la tóxica humareda a gran altura y lejos de allí. Sólo entonces soltó a Lan. El hombre habría sido capaz de todo para ir en pos de Moraine si hubiese podido llegar a la carreta, que ahora estaba completamente envuelta en llamas, así como el marco, que se derretía como si estuviese hecho de cera; pero a un Guardián seguramente eso le habría dado lo mismo.

—Ha muerto. No siento su presencia. —Fue como si a Lan le arrancaran las palabras del alma. Giró sobre sus talones y echó a andar hacia la otra punta de la hilera de carretas sin volver a mirar atrás.

Rand lo siguió con la mirada y entonces vio a Aviendha de rodillas, sosteniendo a Egwene. Soltó el saidin y corrió muelle abajo. El dolor que antes percibía amortiguado lo alcanzó ahora de lleno, sin paliativos, pero siguió corriendo, aunque con dificultad. Asmodean estaba también allí y miraba en derredor como si esperara que Lanfear saltara de detrás de una carreta o uno de los carros de trigo volcados. Y Mat, en cuclillas y con la lanza apoyada en el hombro mientras abanicaba a Egwene con el sombrero. Rand se frenó junto a ellos.

—¿Está…?

—No lo sé —contestó, acongojado, Mat.

—Todavía respira. —Aviendha lo dijo en un tono que revelaba su incertidumbre respecto hasta cuándo seguiría siendo así, pero Egwene parpadeó y abrió los ojos en el mismo momento en que Amys y Bair, seguidas de Melaine y Sorilea, se abrieron paso hasta ella apartando a Rand sin contemplaciones. Las Sabias se arrodillaron, apiñadas, alrededor de la mujer más joven y mascullaron entre sí y para sí mientras la examinaban.

—Siento… —empezó débilmente Egwene, que calló para tragar saliva. Estaba mortalmente pálida—. Me… duele. —Una lágrima se deslizó por su mejilla.

—Pues claro que te duele —manifestó enérgicamente Sorilea—. Esto es lo que pasa cuando una se deja enredar en los manejos de un hombre.

—No puede ir contigo, Rand al’Thor. —El hermoso rostro de la rubia Melaine traslucía ira, pero no lo miraba directamente a él, así que lo mismo podía estar furiosa con Rand como con lo acontecido.

—Estaré… tan fresca como el agua de un pozo… con un poco de descanso —susurró Egwene.

Bair mojó un paño con el agua de un odre y lo puso sobre la frente de la muchacha.

—Estarás bien con muchísimo reposo —manifestó la Sabia—. Me temo que esta noche no te reunirás con Nynaeve y Elayne. No te acercarás al Tel’aran’rhiod en varios días, hasta que vuelvas a estar fuerte. Y no me mires con esa expresión obstinada, muchacha. Si es preciso, vigilaremos tus sueños para estar seguras de que no lo harás, y te pondré al cuidado de Sorilea si se te pasa siquiera por la cabeza la idea de desobedecer.

—Y a mí no me desobedecerás más de una vez, ni que seas Aes Sedai ni que no —añadió Sorilea, aunque con un dejo de compasión que contrastaba con el gesto severo de su arrugado semblante. La frustración era evidente en el de Egwene.

—Al menos yo estoy lo bastante bien para hacer lo que hay que hacer —intervino Aviendha. En honor a la verdad, su aspecto no era mucho mejor que el de la otra joven, pero se las arregló para asestar una mirada desafiante a Rand, esperando obviamente oposición por parte de él. Su aire retador menguó un tanto cuando advirtió que las cuatro Sabias la estaban observando—. Lo estoy, de veras —musitó.

—Oh, sí —dijo Rand en tono cavernoso.

—Lo estoy —insistió Aviendha, aunque dirigiéndose a él y poniendo buen cuidado en evitar los ojos de las Sabias—. Lanfear me atacó unos segundos menos que a Egwene y eso bastó para que no me afectara tanto como a ella. Tengo toh contigo, Rand al’Thor. No creo que hubiese podido sobrevivir unos segundos más. Era muy fuerte esa mujer. —Sus ojos se desviaron fugazmente hacia la carreta incendiada. El terrible fuego la había reducido a un informe bulto achicharrado dentro de la chimenea transparente; ya no se veía el ter’angreal de piedra roja—. No presencié todo lo que pasó.

—Han… —Rand se aclaró la garganta—. Han desaparecido las dos. Lanfear ha muerto, y también Moraine.

Egwene se echó a llorar con tanta congoja que los sollozos la sacudieron entre los brazos de Aviendha. La joven Aiel agachó la cabeza para ponerla en el hombro de su amiga como si ella también fuese a llorar.

—Eres un necio, Rand al’Thor —espetó Amys mientras se ponía de pie. Su rostro, sorprendentemente joven en contraste con el cabello blanco, mostraba un gesto duro—. Respecto a esto y a otras muchas cosas eres un necio.

Rand le dio la espalda para hurtarse a sus ojos acusadores. Moraine estaba muerta. Muerta porque no había sido capaz de obligarse a matar a una Renegada. No sabía si quería llorar y reír locamente; si hacía lo uno o lo otro no creía que pudiera parar después.

El muelle que había estado vacío cuando creó la cúpula ahora se había llenado otra vez, aunque fueron pocos los que se acercaron más allá del punto donde se había alzado el muro de neblina gris. Las Sabias se movían de un lado para otro ocupándose de los quemados y confortando a los moribundos, ayudadas por gai’shain de blanco y por hombres con cadin’sor. Los gemidos y los gritos se le clavaban en el alma. No había sido lo bastante rápido. Moraine, muerta; nadie con conocimientos de Curación para atender a los heridos graves. Y todo porque él… «No pude. ¡La Luz me asista, no pude!»

Otros Aiel lo estaban mirando, algunos de ellos empezaban a quitarse el velo en este momento; seguía sin ver a una sola Doncella. No sólo habían acudido Aiel. Dobraine, con la cabeza descubierta y a lomos de un corcel negro, no le quitaba los ojos de encima a Rand, y no muy lejos Nalesean y Daerid, montados en sus caballos, observaban a Mat casi tan fijamente como a Rand. En lo alto de las murallas se alineaba la gente, las figuras convertidas en oscuras siluetas en contraste con el sol saliente, y también había en los contrafuertes de la muralla. Dos de aquellas oscuras figuras se dieron media vuelta cuando Rand alzó la vista hacia ellas y al darse cuenta entonces de que estaban a menos de veinte pasos de distancia pareció que se replegaban sobre sí mismas. Rand habría apostado que eran Meilan y Maringil.

Lan regresó con los caballos que habían dejado junto a la última carreta de la fila; iba acariciando el blanco hocico de Aldieb, la yegua de Moraine. Rand se encaminó hacia él.

—Lo siento, Lan. Si hubiese actuado con más rapidez, si hubiese… —Exhaló con fuerza. «No fui capaz de matar a una, así que maté a la otra. ¡Así me ciegue la Luz!» Si tal cosa hubiese ocurrido en ese mismo momento no le habría importado.

—La Rueda gira. —Lan se acercó a Mandarb y se afanó comprobando la cincha de la silla—. Ella era un soldado, tan guerrera a su modo como yo mismo. Esto podría haber ocurrido un centenar de veces durante los últimos veinte años. Ella lo sabía, y yo también. Era un buen día para morir. —Su voz tenía el mismo timbre duro de siempre, pero sus azules ojos estaban enrojecidos.

—Aun así, lo lamento. Debí… —El Guardián no se consolaría con palabras de lo que tendría que haber hecho y no hizo, y a él se le clavaban en el alma—. Confío en que aún puedas ser mi amigo, Lan, después de… Para mí es muy importante tu consejo y tus enseñanzas de lucha con la espada, y necesitaré ambas cosas en los días venideros.

—Soy tu amigo, Rand, pero no puedo quedarme. —Lan se subió al caballo—. Moraine me hizo algo que no se había hecho en centenares de años, no desde los tiempos en que las Aes Sedai todavía vinculaban a un Guardián lo quisiera él o no. Alteró mi vínculo de manera que pasara a otra cuando ella muriese. Ahora he de encontrar a esa otra, convertirme en uno de sus Guardianes. De hecho, ya soy uno de ellos. Puedo sentirla débilmente, en algún lugar lejano, hacia el oeste, y ella me siente a mí. He de partir, Rand. Es parte de lo que hizo Moraine. Dijo que no me permitiría disponer de tiempo para vengarla. —Aferró las riendas como si quisiera retener a Mandarb, como si quisiera contenerse de hincar espuelas y partir—. Si vuelves a ver a Nynaeve, dile… —Durante un instante aquel rostro impasible se crispó con un gesto de angustia; sólo fue un instante, y después pareció estar tallado en granito de nuevo. Masculló algo entre dientes, pero Rand lo oyó—. Una herida limpia se cura antes y duele menos tiempo. —Luego, en voz alta, declaró—: Dile que he encontrado a otra persona. Las hermanas Verdes están tan unidas a sus Guardianes como cualquier otra mujer a su esposo. En todos los sentidos. Dile que me he marchado para ser el amante de una hermana Verde, así como su brazo armado, que estas cosas ocurren, que ha pasado mucho tiempo desde que la vi por última vez.

—Le diré lo que tú quieras, Lan, pero no sé si me creerá.

Lan se inclinó sobre la silla para aferrar el hombro de Rand con fuerza. Rand recordaba haber comparado al hombre con un lobo sólo amansado a medias, pero aquellos ojos hacían que un lobo pareciese un perrito faldero en comparación.

—Tú y yo nos parecemos en muchos sentidos. Hay oscuridad dentro de nosotros. Oscuridad, dolor, muerte. E irradian de nuestro interior. Si alguna vez te enamoras de una mujer, Rand, abandónala y deja que encuentre a otro. Será el mejor regalo que puedes hacerle. —Se enderezó y levantó una mano—. Que la Paz propicie el uso de tu espada. Tai’shar Manetheren. —El saludo ancestral. Genuina estirpe de Manetheren.

Tai’shar Malkier —respondió Rand, levantando la mano.

Lan taloneó los flancos de Mandarb y el semental saltó hacia adelante y emprendió una galopada que obligó a apartarse precipitadamente de su camino a todo el mundo, como queriendo llevar al último de los malkieri a galope tendido todo el camino hasta dondequiera que se dirigiese.

—Que el último abrazo de la madre te acoja, Lan —musitó Rand y se estremeció. Aquello era parte de las honras fúnebres en Shienar y otros países de las Tierras Fronterizas.

Los Aiel y la gente asomada a las murallas seguían al Guardián con la mirada. La Torre sabría lo ocurrido ese día, o una versión de ello, tan pronto como una paloma pudiera volar hasta allí. Si Rahvin también tenía algún modo de vigilarlos —sólo hacía falta que hubiese un cuervo en la ciudad o una rata allí, a la orilla del río— ciertamente no esperaría ningún ataque ese mismo día. Elaida lo creería debilitado, tal vez más manejable, y Rahvin…

Cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo y se encogió. «¡Basta! ¡Déjalo al menos durante un minuto y llora esta pérdida!» No quería sentir todos aquellos ojos prendidos en él. Los Aiel retrocedieron a su paso casi con la misma presteza con que se habían apartado de Mandarb.

La choza de techo de pizarra del jefe de puerto era una habitación de piedra, sin ventanas, repleta de estanterías abarrotadas de libros mayores, rollos de pergaminos y papeles, y estaba iluminada por dos lámparas colocadas encima de una burda mesa sobre la que había numerosas cédulas de impuestos y cuños de aduana. Rand cerró de un portazo a su espalda para dejar fuera todos aquellos ojos.

Moraine, muerta; Egwene, herida; y Lan, ausente. Un precio demasiado alto por Lanfear.

—¡Llora su muerte, maldito seas! —se increpó—. ¡Era lo menos que se merecía! ¿Es que no tienes sentimientos? —Empero, la principal sensación era de insensibilidad. El cuerpo le dolía, sí, pero debajo sólo quedaba la frialdad de la muerte. Con los hombros encorvados, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y notó las cartas de Moraine. Las sacó lentamente. Cosas sobre las que debería meditar, le había dicho. Volvió a guardar la de Thom y rompió el sello de la otra. Las páginas estaban densamente cubiertas con la elegante caligrafía de Moraine.

«Estas palabras se desvanecerán unos instantes después de que tus manos suelten las hojas —es una salvaguarda ligada contigo— así que ten cuidado. Si estás leyendo esto, entonces quiere decir que los acontecimientos en los muelles han salido como esperaba…»

Rand dejó de leer, mirando sin ver la página, y después reanudó rápidamente la lectura.

«Desde el primer día en que pisé Rhuidean sabía —no voy a entrar en detalles ni explicarte cómo; algunos secretos les pertenecen a otros y no los traicionaré— que llegaría un día en Cairhien en que se recibirían noticias sobre Morgase. Ignoraba el contenido de ellas —si lo que nos han informado es cierto, que la Luz se apiade de su alma; era una mujer voluntariosa y obstinada, con el temperamento de una leona en ocasiones, pero, a pesar de ello, una verdadera reina, buena y compasiva— pero siempre esas noticias conducían a los muelles al día siguiente. En el puerto existían tres posibles ramales en los acontecimientos; pero, si estás leyendo esto, significa que habré muerto, y también Lanfear…»

Los dedos de Rand se crisparon sobre las páginas. Lo sabía. Lo sabía y aun así lo había llevado allí. Aflojó las manos y estiró las hojas de papel arrugadas.

«Los otros dos caminos eran mucho peores. En uno de ellos, Lanfear te mataba. En el otro te llevaba consigo y, cuando volvíamos a verte, te llamabas a ti mismo Lews Therin Telamon y eras su fiel amante».

»Espero que Egwene y Aviendha hayan salido ilesas de esto. Verás, ignoro lo que ocurrirá en el mundo después, excepto quizás un pequeño hecho que no te concierne.

»No podía decírtelo por el mismo motivo por el que no podía decírselo a Lan. Incluso existiendo opciones, no tenía la seguridad de cuál elegirías. Los hombres de Dos Ríos, al parecer, albergan mucho del espíritu de Manetheren dentro de sí, unos rasgos que comparten con los hombres de las Tierras Fronterizas. Se dice que un varón de los territorios fronterizos recibirá de buen grado una cuchillada con tal de evitar que una mujer sufra daño alguno y lo considerará un trueque justo. No puedo correr el riesgo de que antepongas mi vida a la tuya, convencido de que de algún modo podrías eludir el destino. Nada de barajar posibilidades, me temo, sino una necia certeza, como lo acontecido hoy sin duda ha demostrado…»

—Mi elección, Moraine —murmuró—. La elección era mía.

«Sólo unos pocos puntos más. Si Lan no se ha marchado ya, dile que lo que le hice fue por su bien. Algún día lo entenderá, y espero que me bendiga por ello».

»A partir de ahora no confíes plenamente en quien es Aes Sedai. No me refiero exclusivamente al Ajah Negro, aunque siempre tienes que estar muy alerta con ellas. Sé tan desconfiado con Verin como lo eres con Alviarin. Durante tres mil años hemos hecho bailar al mundo al son que le tocábamos, y no es fácil olvidar las viejas costumbres, como he comprobado yo mientras bailaba al son que me tocabas. Tú has de bailar a tu propio son, libremente, e incluso la mejor intencionada de mis hermanas podría muy bien intentar guiar tus pasos como hice yo en tiempos.

»Por favor, entrega la otra carta a Thom Merrilin cuando vuelvas a verlo. Hay un pequeño asunto del que hablamos una vez y que he de dejar claro por bien de su tranquilidad de espíritu.

»Por último, ten cuidado también con maese Jasin Natael. No puedo aprobar totalmente ese asunto, pero lo comprendo. Aun así, ve con cuidado respecto a él. Sigue siendo el mismo hombre que siempre fue. Ten eso presente en todo momento.

»Que la Luz te ilumine y te proteja. Lo harás bien».

Iba firmado «Moraine», simplemente. Casi nunca había utilizado el nombre de su casa.

Rand leyó de nuevo el penúltimo párrafo, con más atención. De algún modo ella se había enterado de quién era Asmodean. Tenía que ser eso. Saber que uno de los Renegados estaba allí mismo, delante de ella, y ni siquiera parpadear. Y también tenía que haber sabido para qué estaba, si interpretaba bien lo que decía entre líneas. Puesto que la carta se borraría en cuanto él soltara las hojas, cabría haber esperado que Moraine se hubiera abierto y hubiera dicho lo que pretendía sin tapujos. Y no sólo en lo concerniente a Asmodean, sino en cómo supo lo que supo en Rhuidean —algo relacionado con las Sabias si no se equivocaba en su deducción, aunque tenía tantas probabilidades de confirmar si estaba en lo cierto releyendo la carta como preguntándoles a ellas—, o respecto a las Aes Sedai —¿habría alguna razón para que mencionase a Verin? ¿Y por qué a Alviarin en lugar de a Elaida?—, incluso respecto a Thom y a Lan. Por algún motivo sospechaba que no había dejado ninguna carta para Lan; por lo visto el Guardián no era el único que creía en que las heridas limpias curaban mejor. Estuvo a punto de sacar la carta de Thom y abrirla, pero cabía la posibilidad de que Moraine hubiese tomado las mismas precauciones con ésta como con la suya, poniéndole una guarda. Aes Sedai y cairhienina, se había envuelto en el misterio y la manipulación hasta el final. Hasta el final.

Eso era lo que él estaba intentando eludir con tanta cháchara sobre si la mujer había mantenido su actitud reservada hasta el último momento. Ella sabía lo que iba a ocurrir y lo había afrontado con la bravura de cualquier Aiel. Había salido al encuentro de su muerte sabiendo que la estaba aguardando. Había muerto porque él había sido incapaz de matar a Lanfear. Como no pudo matar a una mujer, había muerto otra. Sus ojos se detuvieron sobre la última frase: «Lo harás bien».

Dolían como el frío y aguzado filo de un cuchillo.

—¿Por qué lloras aquí dentro a solas, Rand al’Thor? He oído decir que algunos hombres de las tierras húmedas consideran vergonzoso que los vean llorar.

Rand asestó una mirada furibunda a Sulin, parada en el umbral. Iba completamente equipada, con el estuche del arco a la espalda, la aljaba colgada del cinturón, la redonda adarga de cuero y tres lanzas en la mano.

—No estoy… —Sus mejillas estaban húmedas, y se pasó el envés de la mano por ellas, bruscamente—. Hace calor aquí y estoy sudando como un… ¿Qué quieres? Creí que todas vosotras habíais decidido abandonarme y regresar a la Tierra de los Tres Pliegues.

—No somos nosotras las que te hemos abandonado, Rand al’Thor. —Cerró la puerta tras ella, se puso en cuclillas, y dejó en el suelo la adarga y un par de lanzas—. Eres tú quien nos ha abandonado. —En un único movimiento, plantó el pie contra la tercera lanza, que sujetaba con ambas manos, tiró de ella y la partió por la mitad.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Rand. La mujer arrojó los dos trozos a un lado y cogió otra lanza—. He dicho que qué estás haciendo.

El rostro de la Doncella de cabello blanco habría hecho parecer afable el del propio Lan, pero Rand se agachó y le arrebató la lanza; la suave bota de la mujer se apoyó sobre sus nudillos, y no con suavidad precisamente.

—¿Piensas vestirnos con faldas, hacer que nos casemos y que cuidemos del hogar? ¿O habremos de tumbarnos junto a tu fuego y te lameremos la mano cuando nos eches una piltrafa de carne? —Los músculos de sus brazos se tensaron y la lanza se partió, hiriéndole a él la palma con los bordes astillados.

Rand retiró la mano al tiempo que profería una maldición; al sacudirla, saltaron unas gotitas de sangre.

—No me propongo hacer nada por el estilo. Creí que lo entendíais.

La Doncella cogió la última lanza y puso el pie sobre el astil. Rand encauzó y tejió Aire para dejarla inmovilizada en aquella postura. La mujer se limitó a mirarlo fijamente, sin pronunciar una sola palabra.

—¡Así me abrase, no dijisteis nada! —bramó él—. ¿Y qué, si impedí que las Doncellas combatieseis contra Couladin? No todos lucharon ese día. Y nunca dijisteis una palabra al respecto.

Los ojos de Sulin se abrieron en un gesto de incredulidad.

—¿Que tú nos impediste bailar las lanzas? ¡Fuimos nosotras quienes te mantuvimos fuera de la danza! Eras como una muchachita recién desposada con la lanza, presto a salir corriendo y matar a Couladin sin pensar un solo momento en que una lanza podía matarte por la espalda. Eres el Car’a’carn y no tienes derecho a correr riesgos sin necesidad. —Su tono se tornó inexpresivo—. Ahora vas a luchar contra los Renegados. Es un secreto bien guardado, pero he oído lo suficiente de los que lideran las otras sociedades.

—¿Y queréis mantenerme alejado también de esta batalla? —inquirió quedamente.

—No seas necio, Rand al’Thor. Cualquiera habría podido bailar las lanzas con Couladin, y el que quisieras arriesgarte a ello era la actitud propia de un chiquillo. Ninguno de nosotros puede enfrentarse a los Depravados de la Sombra, excepto tú.

—Entonces ¿por qué…? —Calló; ya sabía la respuesta. Después de aquel sangriento día de combate contra Couladin, se había convencido a sí mismo de que no les importaría. Había querido creer que no.

—Los que irán contigo han sido elegidos. —Las palabras salieron de su boca como piedras lanzadas—. Hombres de todas las sociedades. Hombres. No hay Doncellas entre los escogidos, Rand al’Thor. Las Far Dareis Mai guardan tu honor y tú nos has despojado del nuestro.

Rand inhaló profundamente.

—Yo… —balbució—. No me gusta ver morir a una mujer. Es algo que detesto, Sulin. Me hiela las entrañas. Sería incapaz de matar a una mujer aunque mi vida dependiese de ello. —Las hojas de la carta de Moraine crujieron entre sus dedos. Muerta porque él no había podido matar a Lanfear. No siempre era su propia vida la que dependía de ello—. Sulin, antes preferiría actuar solo contra Rahvin que veros morir a una de vosotras.

—Qué estupidez. Todo el mundo necesita que alguien le guarde la espalda. También Rahvin. Incluso Roidan, de los Hijos del Relámpago, y Turol, de los Soldados de Piedra, lo aceptan así. —La mujer miró el pie que tenía levantado y puesto contra la lanza, inmovilizado con los mismos flujos que le sujetaban los brazos—. Suéltame, y hablaremos.

Tras un instante de vacilación, Rand desató la urdimbre. Estaba alerta por si tenía que inmovilizarla de nuevo de ser necesario, pero Sulin se limitó a sentarse cruzada de piernas y a hacer saltar la lanza sobre las palmas de las manos.

—A veces olvido que no te criaste entre los de nuestra sangre, Rand al’Thor. Atiéndeme. Soy lo que soy: esto. —Levantó la lanza.

—Sulin…

—Escucha, Rand al’Thor. Soy la lanza. Cuando un amante se interpone entre las dos, la escojo a ella. Otras hacen distinta elección. Algunas deciden que llevan unidas demasiado tiempo a las lanzas, que quieren un esposo, un hijo. Yo jamás he deseado nada más. Ningún jefe vacilaría en enviarme allí donde la danza es más reñida; y, si muero, mis hermanas primeras me llorarán, pero ni una lágrima más de las que derramarían si cayera un hermano primero. Un Asesino del Árbol que me atravesara el corazón mientras estoy dormida me honraría más de lo que lo haces tú. ¿Lo entiendes ahora?

—Lo entiendo, pero… —Claro que lo entendía. La mujer no quería que hiciese de ella lo que no era. Lo único que esperaba de él era que estuviese dispuesto a presenciar su muerte si tal cosa ocurría—. ¿Qué ocurrirá si rompes la última lanza?

—Si no obtengo honor en esta vida, quizá lo logre en la próxima. —Lo dijo como si fuese simplemente una explicación más. A Rand le costó un instante comprender. Todo lo que tenía que hacer era estar dispuesto a verla morir.

—No me dejas elección, ¿verdad? —Igual que había hecho Moraine.

—Siempre hay elección, Rand al’Thor. Tú tienes la tuya, y yo la mía.

Habría querido enseñarle los dientes, gruñirle, maldecir el ji’e’toh y a todos los que lo cumplían.

—Elige a tus Doncellas, Sulin. No sé a cuántas podré llevar, pero habrá el mismo número de Far Dareis Mai que de las otras asociaciones.

Pasó junto a la mujer, que de repente sonreía. No con alivio, sino de satisfacción. Satisfacción por tener la posibilidad de morir. Tendría que haberla dejado atada con el saidin, y aplazar el arreglar el asunto con ella de alguna manera cuando hubiese regresado de Caemlyn. Abrió la puerta de un empellón y salió al embarcadero. Allí se frenó en seco.

Enaila encabezaba una fila de Doncellas, cada una de ellas con tres lanzas en las manos; la fila comenzaba en la puerta de la choza del jefe de puerto y desaparecía por las puertas más próximas de la muralla de la ciudad. Algunos de los Aiel que se encontraban en los muelles contemplaban la escena con curiosidad, pero era obvio que se trataba de un asunto entre las Far Dareis Mai y el Car’a’carn, y que no concernía a nadie más. Amys y otras tres o cuatro Sabias que antaño habían sido Doncellas los observaban más atentamente. La mayoría de los que no eran Aiel se habían marchado, excepto unos pocos hombres que levantaban, nerviosos, los carros de grano volcados mientras intentaban mirar a cualquier otra parte. Enaila se adelantó en dirección a Rand y luego se paró y sonrió cuando Sulin salió al muelle. No una sonrisa de alivio, sino de satisfacción. Sonrisas satisfechas que se propagaron a lo largo de la fila de Doncellas. Sonrisas también en aquellas Sabias, y un seco cabeceo de asentimiento que le dirigió Amys como si hubiese puesto fin a una actitud estúpida.

—Pensé que tal vez iban a entrar de una en una y a besarte para quitarte las penas —comentó Mat.

Rand miró con el ceño fruncido a su amigo, allí plantado y apoyado en su lanza, sonriente, con el sombrero de ala ancha echado hacia atrás.

—¿Cómo puedes estar de tan buen humor? —lo increpó. El hedor a carne carbonizada seguía impregnando el aire, y todavía se oían los gemidos de hombres y mujeres quemados a los que atendían las Sabias.

—Porque estoy vivo —gruñó Mat—. ¿Qué quieres que haga? ¿Ponerme a llorar? —Se encogió de hombros, incómodo—. Amys dice que Egwene va a ponerse bien y que se habrá recuperado del todo dentro de unos pocos días. —Entonces miró en derredor, pero como si no quisiera ver lo que veía—. Diantres, si vamos a hacer eso, hagámoslo de una vez. Dovie’andi se tovya sagain.

—¿Qué?

—He dicho que es hora de que rueden los dados. ¿Es que Sulin te ha dejado tapados los oídos?

—Hora de que rueden los dados, sí —convino Rand. Las llamas se habían apagado dentro de la cristalina chimenea de Aire, pero el humo blanco seguía ascendiendo como si el fuego estuviese consumiendo todavía el ter’angreal. «Moraine». Tendría que haber… Lo hecho, hecho estaba. Las Doncellas se estaban agrupando en torno a Sulin, tantas como cabían en el muelle. Lo hecho, hecho estaba, y él tendría que vivir con ello. La muerte sería una liberación de todo aquello con lo que tenía que vivir—. Vamos, nos toca tirar.

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