3 Sombras difusas

Asiendo el saidin, Rand encauzó y tejió flujos de Aire que levantaron en vilo a Natael de los cojines; la dorada arpa cayó en las baldosas rojo oscuro mientras el hombre quedaba aplastado contra la pared, inmóvil desde el cuello hasta los tobillos, con los pies a dos palmos del suelo.

—¡Te lo advertí! ¡No encauces jamás cuando haya gente! ¡Jamás!

Natael inclinó la cabeza de aquella manera peculiar en él, como queriendo mirar a Rand de reojo u observar con disimulo.

—Si se hubiera dado cuenta habría creído que eras tú. —En su voz no había disculpa ni timidez, pero tampoco desafío; por lo visto creía que estaba dando una explicación razonable—. Además, parecías tener sed. Un bardo de corte debe atender las necesidades de su señor. —Ésta era una de las pequeñas vanidades que se permitía; si Rand era el lord Dragón, entonces él tenía que ser el bardo de corte, no un simple juglar.

Sintiéndose tan asqueado consigo mismo como furioso con el otro hombre, Rand deshizo los flujos tejidos y lo dejó caer. Maltratarlo era como enzarzarse en una pelea con un niño de diez años. No veía el escudo que impedía el acceso de Natael al saidin, ya que era creación femenina, pero sabía que estaba allí. Mover una copa era a lo máximo que llegaba ahora la habilidad de Natael. Afortunadamente, el escudo también quedaba oculto a los ojos femeninos. Natael lo llamaba «inversión», pero no parecía capaz de explicarlo.

—¿Y si me hubiera visto la cara y hubiera sospechado? ¡Me quedé tan estupefacto como si esa copa hubiera flotado hacia mí por propia iniciativa! —Volvió a ponerse la pipa entre los dientes y expulsó grandes bocanadas de humo.

—Aun así no habría sospechado de mí. —Acomodándose de nuevo entre los cojines, Natael volvió a coger el arpa y rasgueó unas notas que sonaban aviesas—. ¿Cómo iba a sospechar nadie? Ni siquiera yo acabo de creer la situación en la que estoy. —Si en su voz hubo algún indicio de amargura, Rand no lo detectó.

Tampoco él estaba seguro de creerlo, aunque su trabajo le había costado llegar a las condiciones actuales. El hombre que tenía delante, Jasin Natael, tenía otro nombre: Asmodean.

Viéndolo tocar ociosamente el arpa, nadie habría imaginado que Asmodean era uno de los Renegados. Era incluso moderadamente apuesto; Rand suponía que a las mujeres debía de resultarles atractivo. A menudo le chocaba el hecho de que la maldad no dejara marcas exteriores. Era uno de los Renegados y, en lugar de intentar matarlo, Rand ocultaba su condición a Moraine y a todos los demás. Necesitaba un maestro.

Lo que valía para las mujeres Aes Sedai llamadas «espontáneas» también rezaba para los varones, de modo que sólo tenía una oportunidad entre cuatro de sobrevivir al intento de aprender a utilizar el Poder por sí mismo. Eso sin contar con la locura. Su maestro tenía que ser un hombre; Moraine y las otras se lo habían repetido hasta la saciedad: un pájaro no podía enseñar a volar a un pez, ni un pez enseñar a nadar a un pájaro. Y su maestro debía ser alguien experimentado, alguien que ya supiera todo lo que él necesitaba aprender. Con las Aes Sedai amansando hombres que podían encauzar tan pronto como eran descubiertos —y cada año aparecían menos— las posibilidades eran escasas, por no decir nulas. Un hombre que hubiera descubierto simplemente que era capaz de encauzar no sabría más de lo que sabía él. Un falso Dragón que pudiera encauzar —si es que Rand tenía oportunidad de encontrar uno que ya no hubiera sido capturado y amansado— no estaría muy dispuesto a renunciar a sus sueños de gloria por otro que afirmara ser el Dragón Renacido. En tales circunstancias, la única opción que quedaba era uno de los Renegados, y, con tal de conseguirlo, se había puesto a sí mismo de cebo.

Asmodean hizo sonar notas al azar mientras Rand tomaba asiento en un cojín frente a él. Estaba bien recordar que ese hombre no había cambiado, no dentro de sí, desde el lejano día en que había entregado su alma a la Sombra. Lo que estaba haciendo ahora lo hacía por compulsión, no porque hubiera vuelto a la Luz.

—¿Alguna vez te has planteado volverte atrás, Natael? —Siempre era muy cuidadoso con el nombre; el menor desliz con «Asmodean», y Moraine estaría convencida de que se había pasado a la Sombra. Ella y tal vez otros. Ni Asmodean ni él sobrevivirían a algo así.

Las manos del hombre se quedaron paralizadas sobre las cuerdas; su semblante estaba totalmente vacío de expresión.

—¿Volverme atrás? Ahora mismo, Demandred o Rahvin o cualquiera de ellos me mataría nada más verme. Eso, siendo afortunado. Excepto, quizá, Lanfear, y comprenderás que no desee ponerla a prueba. Semirhage sería capaz de hacer que una roca pidiera clemencia y le diera las gracias por matarla. Y en cuanto al Gran Señor…

—El Oscuro —lo corrigió con brusquedad sin soltar la pipa que apretaba entre los dientes. El Gran Señor de la Oscuridad era la denominación que daban al Oscuro los Amigos Siniestros y los Renegados.

Asmodean inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de aquiescencia.

—Cuando el Oscuro esté libre… —Si su rostro era inexpresivo antes, ahora podía compararse con una talla de piedra—. Baste decir que encontraré a Semirhage y me entregaré a ella antes que afrontar el castigo por traición del Gran… del Oscuro.

—Bueno es, pues, que estés aquí para enseñarme.

Del arpa empezó a brotar una melodía lúgubre que evocaba lágrimas y penalidades.

La marcha de la Muerte —aclaró Asmodean mientras tocaba—, el último movimiento de El Ciclo de las Pasiones Sublimes, compuesta unos trescientos años antes de la Guerra del Poder por…

—No me estás enseñando muy bien —lo interrumpió Rand.

—Tanto como podía esperarse dadas las circunstancias. Ahora ya puedes aferrar el saidin siempre que lo intentas y sabes distinguir un flujo de otro. Sabes rodearte con un escudo, y el Poder hace lo que tú deseas que haga. —Dejó de tocar y frunció el entrecejo, sin mirar a Rand—. ¿Crees que Lanfear quería realmente que te enseñara todo? Si hubiera sido eso lo que deseaba, habría ideado el modo de quedarse cerca para así vincularnos. Quiere que vivas, Lews Therin, pero esta vez tiene intención de ser más fuerte que tú.

—¡No me llames así! —espetó Rand, pero Asmodean hizo como si no lo oyera.

—Si planeasteis esto entre los dos, lo de atraparme —continuó el Renegado, y Rand percibió una oleada de energía en él, como si Asmodean estuviera poniendo a prueba el escudo que Lanfear había tejido a su alrededor; las mujeres que podían encauzar veían un halo rodeando a otra mujer que había abrazado el saidar y la notaban encauzar claramente, pero él nunca veía nada en torno a Asmodean y percibía muy poco—. Si lo preparasteis juntos, entonces has dejado que ella te sobrepase en astucia en más de un nivel. Te dije que no soy un buen maestro, sobre todo sin un vínculo. Lo planeasteis entre los dos, ¿no es cierto? —Entonces sí que miró a Rand, de reojo pero aun así intensamente—. ¿Cuánto recuerdas? Me refiero a ser Lews Therin. Ella afirma que no te acuerdas de nada, pero es muy capaz de mentir al mismísimo Gran… al Oscuro.

—En esto ha dicho la verdad. —Se sentó en uno de los cojines y encauzó para atraer hacia sí la copa intacta de uno de los jefes. Hasta aquel mínimo contacto con el saidin resultaba gozoso, excitante… y repulsivo. Y difícil de renunciar a él. No deseaba hablar de Lews Therin; estaba harto de que la gente creyera que él era Lews Therin. La cazoleta de la pipa se había puesto caliente por chupar tan fuerte y tan seguido, así que la sujetó por la caña y gesticuló con ella—. Si ello te ayuda a enseñarme, ¿por qué no nos vinculamos?

Asmodean lo miró como si le hubiera preguntado por qué no comían rocas, y luego sacudió la cabeza.

—Olvido constantemente lo mucho que ignoras. Tú y yo no podemos hacerlo. Ha de ser una mujer la que nos una. Puedes pedírselo a Moraine, supongo, o a esa chica, Egwene. Una de ellas podría ser capaz de discurrir el método. Eso, siempre y cuando no te importe que descubran quién soy.

—No me mientas, Natael —gruñó Rand. Mucho antes de conocer a Asmodean había descubierto que el encauzamiento de un hombre era tan distinto del de una mujer como lo eran entre sí el uno y la otra por naturaleza, pero no daba crédito a casi nada de lo que decía el Renegado—. He oído a Egwene y a otras hablar sobre Aes Sedai que unen poderes. Si ellas pueden hacerlo, ¿por qué tú y yo no?

—Porque no podemos. —El tono de Asmodean era exasperado—. Pide explicaciones a un filósofo si quieres saber la razón. ¿Por qué no vuelan los perros? Tal vez en el grandioso esquema del Entramado sea una compensación por ser más fuertes los varones. Nosotros no podemos vincularnos sin ellas, pero ellas sí pueden hacerlo sin nosotros. Hasta un máximo de trece, en cualquier caso; menuda merced para los varones. A partir de ahí, necesitan hombres para ampliar el círculo.

Esta vez Rand estaba seguro de que había pillado una mentira. Moraine había dicho que en la Era de Leyenda los hombres y las mujeres habían sido igualmente fuertes en el Poder, y ella, como Aes Sedai, no podía mentir. Así se lo dijo a Asmodean, y añadió:

—Los Cinco Poderes son iguales.

—Tierra, Fuego, Aire, Agua y Energía. —Natael acompañó con una nota cada nombre—. Son iguales, cierto, y también es verdad que lo que un varón puede hacer con uno, también puede hacerlo una mujer. Al menos, en comparación. Pero eso no tiene nada que ver con que los hombres sean más fuertes. Lo que Moraine cree que es verdad lo manifiesta como tal, lo sea o no; una de las mil debilidades de esos absurdos Juramentos. —Interpretó varias notas que realmente sonaban absurdas—. Hay mujeres que tienen brazos más fuertes que algunos hombres, pero, en general, es al contrario. Lo mismo reza para el Poder, y más o menos en la misma proporción.

Rand asintió lentamente. Tenía sentido. Elayne y Egwene estaban consideradas como dos de las mujeres más fuertes entrenadas en la Torre desde hacía mil años o más, pero en una ocasión él se había puesto a prueba contra las dos y, posteriormente, Elayne le había confesado que se había sentido como un gatito agarrado por un mastín.

—Si dos mujeres se vinculan —prosiguió Asmodean—, no duplican su fuerza, ya que la vinculación no es algo tan simple como sumar el poder de ambas, pero si son bastante fuertes pueden igualar a un hombre. Y, cuando forman el círculo de trece, entonces hay que ser muy precavido. Trece mujeres con apenas capacidad de encauzar pueden superar a la mayoría de los varones cuando están vinculadas. Las trece mujeres más débiles de la Torre podrían superarte a ti o a cualquier varón sin que el esfuerzo alterara el ritmo de su respiración. Topé con un dicho de Arad Doman: «Cuantas más mujeres hay cerca, con más pies de plomo va un hombre prudente». No estaría mal recordarlo.

Rand se estremeció al acordarse de cierta vez en que había estado entre muchas más Aes Sedai que trece. Claro que entonces la mayoría ignoraba quién era. Si lo hubiesen sabido… «Si Egwene y Moraine se vincularan… —No quería creer que Egwene se hubiera identificado hasta ese punto a la Torre y se hubiera desligado tanto de su amistad—. En cualquier cosa que hace pone todo el corazón, se vuelca en ello, y se está convirtiendo en Aes Sedai. E igual le ocurre a Elayne».

Beberse de un trago la mitad del vino no arrastró completamente el mal sabor dejado por esa idea.

—¿Qué más puedes contarme de los Renegados? —Era una pregunta que sabía que había hecho al menos un centenar de veces, pero siempre albergaba la esperanza de que hubiera algún pequeño detalle más que sonsacar. Además, era mejor que pensar en Moraine y Egwene vinculándose para…

—Te he dicho todo lo que sé. —Asmodean soltó un sonoro suspiro—. Entre nosotros sólo había una relación de compromiso, en el mejor de los casos. ¿Crees que te estoy ocultando algo? Ignoro dónde están los otros, si es eso lo que quieres saber. Excepto Sammael, y tú ya sabías que estaba dirigiendo Illian como su reino antes de que te lo contara. Graendal estuvo un tiempo en Arad Doman, pero imagino que ya debe de haberse ido; le gustan demasiado las comodidades. Sospecho que Moghedien está o estaba también en alguna parte del oeste, pero nadie encuentra a la Araña hasta que ella quiere que la encuentren. Rahvin tiene a una reina como una de sus amantes, pero tanto tú como yo sólo podemos conjeturar qué país es el que regenta a través de ella. Y eso es todo lo que sé que pueda servir para localizarlos.

Rand había oído lo mismo en anteriores ocasiones; tenía la impresión de haber escuchado ya cincuenta veces todo cuanto Asmodean tenía que decir sobre los Renegados, y, tan a menudo, que había momentos en los que tenía la sensación de saber desde siempre lo que el hombre le contaba. Ciertas cosas habría preferido no saberlas nunca —por ejemplo, lo que Semirhage encontraba divertido— y había otras que no tenían sentido. ¿Que Demandred se había entregado a la Sombra porque envidiaba a Lews Therin Telamon? Rand no entendía que alguien pudiera envidiar tanto a otra persona para hacer nada empujado por ello, pero menos aun dar un paso así. Asmodean afirmaba que había sido la idea de la inmortalidad, de interminables eras de música, lo que lo había seducido; aseguraba que antes había sido un notable compositor. Absurdo. Empero, en ese revoltijo de conocimientos que a menudo le helaban hasta los huesos, podría haber claves para sobrevivir al Tarmon Gai’don. Dijera lo que le dijera a Moraine, sabía que tendría que enfrentarse a ellos entonces, si no antes. Vació la copa y la puso sobre las baldosas. El vino no borraría los hechos.

La cortina de cuentas repiqueteó, y Rand miró hacia atrás a tiempo de ver entrar a varios gai’shain en silencio, con sus vestidos blancos. Mientras unos recogían la comida y la bebida que les habían servido a los jefes y a él, otro llevó una bandeja de plata grande hacia la mesa. En ella había platos tapados, una copa de plata y dos jarras de cerámica con franjas verdes. Una contendría vino y la otra, agua. Una gai’shain entró con una lámpara dorada, ya encendida, y la puso junto a la bandeja. A través de las ventanas el cielo empezaba a adquirir la tonalidad dorado rojiza del ocaso; en el breve período entre el calor abrasador y el gélido frío, la temperatura era, de hecho, agradable.

Rand se puso de pie a la par que los gai’shain se marchaban, pero no salió de inmediato tras ellos.

—¿Qué oportunidades crees que tengo cuando llegue la Última Batalla, Natael?

Asmodean estaba sacando unas mantas de rayas azules y rojas de detrás de los cojines y se quedó parado un instante; alzó la cabeza para mirar a Rand de soslayo, como era su modo habitual.

—Encontraste… algo en la plaza el día que nos encontramos aquí.

—Olvídate de eso —replicó bruscamente. Eran dos objetos lo que había encontrado, no uno—. Lo destruí, de todos modos. —Le dio la impresión de que Asmodean encorvaba ligeramente los hombros.

—Entonces el… el Oscuro te consumirá vivo. En cuanto a mí, tengo intención de cortarme las venas en el mismo momento en que sepa que está libre. Una muerte rápida es mejor que cualquiera de las otras alternativas que me aguardan. —Echó las mantas a un lado y se quedó mirando tristemente al vacío—. Mejor que acabar loco, sin duda. Ahora estoy en las mismas condiciones que tú, ya que rompiste los vínculos que me protegían. —En su voz no había amargura, sólo desesperanza.

—¿Y si hubiera otro modo de escudarse contra la infección? —inquirió Rand—. ¿Y si se pudiera erradicar? ¿Todavía intentarías matarte?

La seca risa de Asmodean sonó realmente acerba.

—¡Así me lleve la Sombra, en verdad tienes que estar empezando a creerte el maldito Creador en persona! Estamos muertos. Los dos. ¡Muertos! ¿Tan ciego te tiene la soberbia que no te das cuenta? ¿O simplemente eres demasiado estúpido, infeliz pastor?

Rand rehusó seguirle el juego, negándose a responder a la provocación.

—¿Por qué, entonces, no te matas ya y acabas de una vez? —preguntó con voz tensa. «No estaba tan ciego para no ver lo que tú y Lanfear os traíais entre manos. Ni soy tan estúpido si conseguí engañarla a ella y hacerte caer en mi trampa a ti»—. Si no hay esperanza, si no existe posibilidad alguna, ni la más mínima, entonces ¿por qué sigues vivo?

Todavía sin mirarlo, Asmodean se frotó un lado de la nariz.

—Una vez vi a un hombre colgando en un precipicio —dijo con lentitud—. El borde al que se agarraba estaba desmenuzándose bajo sus dedos y lo único que había a su alcance para aferrarse era un puñado de hierba, unas pocas briznas largas con las raíces apenas sujetas a la roca. Era la única oportunidad que tenía de trepar de nuevo a lo alto del precipicio. Así que lo agarró. —En su corta y seca risa no hubo hilaridad—. Tenía que saber que no aguantaría, que las raíces se soltarían.

—¿Lo salvaste? —preguntó Rand, pero Asmodean no contestó.

Mientras salía por la puerta empezaron a sonar de nuevo las notas de La marcha de la Muerte.

Las sartas de cuentas se cerraron a su espalda, y las cinco Doncellas que estaban esperando en el amplio y vacío pasillo se incorporaron ágilmente de donde estaban en cuclillas. Todas excepto una eran altas para ser mujeres, aunque no para la media de las mujeres Aiel. A su cabecilla, Adelin, le faltaba poco más de un palmo para poder mirarla a los ojos de frente. La excepción, una pelirroja llamada Enaila, era más o menos de la talla de Egwene y bastante quisquillosa respecto a su corta estatura. Al igual que los jefes de clan, tenían los ojos azules, grises o verdes, y las tonalidades de sus cabellos eran castaño claro, rubio o pelirrojo; lo llevaban corto salvo una cola de caballo en la nuca. Las aljabas llenas hacían de contrapeso con los cuchillos en sus cinturones, y a la espalda llevaban arcos de hueso metidos en estuches. Cada una portaba tres o cuatro lanzas cortas con la punta de más de un palmo y una adarga de cuero. Las mujeres Aiel que no deseaban hogar e hijos tenían su propia asociación guerrera, Far Dareis Mai, las Doncellas Lanceras.

Las saludó con una ligera inclinación de cabeza, cosa que las hizo sonreír; no era costumbre en los Aiel, al menos no era el modo de saludar que le habían enseñado.

—Te veo, Adelin —dijo—. ¿Dónde está Joinde? Me pareció verla contigo antes. ¿Se ha puesto enferma?

—Te veo, Rand al’Thor —respondió al saludo. Su cabello rubio claro parecía más pálido en contraste con su atezado semblante, que estaba surcado por una fina y blanca cicatriz en una de las mejillas—. En cierto modo, podría decirse que sí. Ha estado hablando consigo misma todo el día y, hace menos de una hora, se marchó para poner una guirnalda de esponsales a los pies de Garan, un Goshien del septiar Jhirad. —Algunas de las mujeres sacudieron la cabeza; casarse significaba renunciar a la lanza—. Mañana es el último día de Garan como su gai’shain. Joinde es una Shaarad del septiar Roca Negra —añadió significativamente, y lo cierto es que no era para menos. Con frecuencia se tomaba en matrimonio a hombres o mujeres hechos gai’shain, pero rara vez ocurría entre clanes con pleitos de sangre ni siquiera cuando éstos se encontraban en un período de receso.

—Es una enfermedad que se está propagando —intervino acaloradamente Enaila, cuyo tono de voz era tan ardiente como su cabello—. Desde que vinimos a Rhuidean, cada día una o dos Doncellas confeccionan sus guirnaldas de boda.

Rand asintió con un gesto que esperaba que interpretaran de comprensión. Era culpa suya, y se preguntó cuántas seguirían arriesgándose a estar cerca de él, si se lo dijera. Todas, probablemente; el honor las sujetaría, y le tenían tan poco temor como los jefes de clan. Al menos hasta el momento sólo eran bodas; incluso las Doncellas considerarían mejor el matrimonio que lo que les había sucedido a otros. Tal vez.

—Tardaré sólo un momento y después podremos marcharnos —les dijo.

—Esperaremos con paciencia —repuso Adelin. En realidad, el término «paciencia» no describía su compostura; todas parecían a punto de ponerse en movimiento al instante siguiente.

En verdad Rand sólo tardó un momento en hacer lo que quería: tejer un cubo de flujos de Energía y Fuego alrededor de la habitación y atarlos para que el tejido aguantara por sí mismo. Cualquiera podría entrar y salir del cuarto, salvo un hombre que pudiera encauzar. Para él —o para Asmodean— cruzar ese umbral sería como atravesar un muro de fuego sólido. Había descubierto ese tejido por casualidad, así como que Asmodean, aislado casi por completo de la Fuente, era demasiado débil para encauzar a través de él. No era probable que la conducta de un juglar despertara la curiosidad de nadie; pero, si alguien preguntaba, la simple explicación era que Jasin Natael había preferido dormir tan lejos de los Aiel como le fuera posible en Rhuidean. Esa elección resultaba muy comprensible para los carreteros y guardias de Hadnan Kadere al menos. Y, de este modo, Rand sabía exactamente dónde estaba el hombre de noche. Las Doncellas no le hacían preguntas.

Dio media vuelta y echó a andar seguido por las Doncellas, que tomaron posiciones y se pusieron alerta como si esperaran un ataque en ese mismo momento. Asmodean todavía tocaba la endecha.

Con los brazos extendidos, Mat Cauthon caminaba por el ancho reborde de la fuente seca mientras cantaba para los hombres que lo observaban a la luz crepuscular.

Apuraremos la copa de vino,

y besaremos a las chicas para que no lloren,

y tiraremos los dados hasta que partamos

a bailar con la Dama de las Sombras.

El aire era fresco después del calor del día, y durante un instante pensó en abotonarse la fina chaqueta de seda verde con bordados dorados, pero la bebida a la que los Aiel llamaban oosquai le había provocado un zumbido en la cabeza como el de unas moscas gigantes, y la idea se esfumó de su cerebro. En el centro del polvoriento pilón, sobre una plataforma, se alzaban las esculturas de tres mujeres en piedra blanca, de unos seis metros de altura y desnudas. Las tres tenían una mano levantada, mientras que en la otra sostenían una enorme jarra de piedra, inclinada sobre el hombro, desde la que verter agua; pero a una de ellas le faltaba la cabeza y el brazo levantado, y la jarra de otra estaba destrozada.

Bailaremos toda la noche mientras gire la luna,

y en nuestras rodillas brincarán las muchachas,

y después cabalgaréis conmigo,

para danzar con la Dama de las Sombras.

—Una canción demasiado bonita para referirse a la muerte —gritó uno de los carreteros con un fuerte acento lugardeño. Los hombres de Kadere se mantenían en un apiñado grupo, alejados de los Aiel que había alrededor de la fuente; todos eran tipos de aspecto duro, pero hasta el último de ellos estaba convencido de que cualquiera de los Aiel lo degollaría con que creyera que lo había mirado mal. Y no andaban muy equivocados—. Oí a mi abuela hablar de la Dama de las Sombras —continuó el lugardeño de enormes orejas—. No está bien cantar así sobre la muerte.

En medio de su atontamiento, Mat consideró la tonada que había estado cantando y se encogió. Nadie había oído Bailar con la Dama de las Sombras desde que Aldeshar había caído; todavía podía oír en su cabeza el desafiante canto elevándose en el aire mientras los Leones Dorados lanzaban su última y desesperada carga contra el cerco del ejército de Artur Hawkwing. Por lo menos no había estado balbuciendo la canción en la Antigua Lengua. No estaba ni la mitad de achispado de lo que daba a entender su talante, pero indiscutiblemente habían sido muchas las copas de oosquai. El brebaje tenía el aspecto y el sabor de agua sucia, pero atizaba en la cabeza con la fuerza de una coz de mula. «Moraine todavía podría mandarme a la Torre si no me ando con cuidado. Bueno, así por lo menos estaría lejos del Yermo y de Rand». Debía de estar más borracho de lo que pensaba si aquello le parecía un buen trueque. Cambió a Gitano en la cocina:

El gitano en la cocina, con trabajo entre manos que hacer.

Y la señora arriba se acicala y ciñe el azul corsé.

Baja la escalera y dando alegre rienda suelta a su antojo

grita, ¡gitano, oh, gitano! ¿me echas un remiendo al perol?

Algunos de los hombres de Kadere cantaron con él mientras Mat regresaba brincando hacia el punto de donde había arrancado. Los Aiel no se unieron al canto; entre ellos, los varones no cantaban excepto los cantos de guerra y los fúnebres para los muertos, y tampoco cantaban las Doncellas, salvo cuando estaban solas.

Dos Aiel se habían subido en cuclillas al reborde de la fuente, sin dar señales de los efectos del oosquai que habían tomado, aparte de tener un poco vidriosos los ojos. A Mat le habría alegrado volver a un sitio donde los ojos claros eran una rareza; donde había crecido él, sólo los había visto castaños o negros, salvo los de Rand.

Unos trozos de madera —brazos y patas de sillas carcomidos por los insectos— estaban esparcidos sobre las grandes baldosas del pavimento, en la zona despejada por los espectadores. Había un cacharro de cerámica roja vacío junto al reborde, así como otro que todavía contenía oosquai, y una copa de plata. El juego consistía en echar un trago y después intentar hacer diana con el cuchillo en una madera arrojada al aire. Ninguno de los hombres de Kadere y muy pocos Aiel querían jugar a los dados con él porque ganaba con demasiada frecuencia, y a las cartas no jugaban. Lanzar el cuchillo se suponía que era diferente, sobre todo cuando iba acompañado por el oosquai. No ganaba tan a menudo como a los dados, pero media docena de copas y dos cuencos de oro tallado se encontraban dentro del pilón, debajo de él, junto con brazaletes y collares engastados con rubíes o piedras de luna o zafiros, así como un buen puñado de monedas. Su sombrero de copa baja y la extraña lanza con el astil negro descansaban junto a las ganancias. Algunas cosas eran incluso de manufactura Aiel; era más frecuente que los Aiel pagaran con piezas procedentes de un botín que con monedas.

Corman, uno de los Aiel encaramados al reborde, alzó la vista hacia él cuando dejó de cantar. Una cicatriz blanca le cruzaba la nariz.

—Eres casi tan bueno con el cuchillo como con los dados, Matrim Cauthon. ¿Lo damos por terminado? Se está yendo la luz.

—Todavía hay de sobra. —Mat escudriñó el cielo; unas tenues sombras lo cubrían todo en el valle de Rhuidean, pero en el cielo quedaba suficiente claridad, al menos para ver a contraluz—. Mi abuela podría hacer diana en estas condiciones, y yo, con los ojos vendados.

Jenric, el otro Aiel en cuclillas, echó un vistazo a los espectadores.

—¿Hay mujeres aquí? —Con la constitución de un oso, Jenric se consideraba ingenioso—. Un hombre sólo habla de ese modo cuando hay mujeres a las que quiere impresionar.

Las Doncellas repartidas entre la muchedumbre se echaron a reír como todos los demás y puede que con más ganas.

—¿Crees que no puedo hacerlo? —masculló Mat mientras se arrancaba de un tirón el pañuelo negro que llevaba alrededor del cuello para taparse la cicatriz dejada por la cuerda cuando había estado a punto de morir ahorcado—. Tú, Corman, sólo tienes que gritar «ya» cuando lances. —Se tapó apresuradamente los ojos con el pañuelo y sacó un cuchillo de una de las mangas. El sonido más alto que se oía era el de la respiración de los mirones. «¿Que no estoy borracho? Más que una cuba». Y, sin embargo, de repente percibió su buena fortuna, notó la misma sensación que cuando sabía el número de puntos que saldría antes de que los dados dejaran de rodar. Fue como si le aclarara un poco los vapores del cerebro—. Lanza —ordenó calmosamente.

—¡Ya! —anunció Corman, y el brazo de Mat se echó hacia atrás y a continuación hacia adelante.

En la quietud reinante, el seco impacto del acero atravesando la madera sonó tan fuerte como el repiqueteo de la diana al caer en el pavimento.

Nadie pronunció una palabra mientras Mat se quitaba el pañuelo y volvía a anudarlo alrededor del cuello. Un trozo de un brazo de silla, más o menos del tamaño de su mano, yacía en el espacio despejado, con su cuchillo firmemente hincado en el centro. Por lo visto, Corman había intentado compensar las desventajas. Bueno, él no había especificado el tamaño del blanco; de repente se dio cuenta de que no había hecho una apuesta.

—¡Eso es tener la suerte del propio Oscuro! —medio gritó uno de los hombres de Kadere finalmente.

—La suerte es un corcel en el que cabalgar como cualquier otro —se dijo Mat. Daba igual de dónde viniera; y no es que él supiera de dónde venía la suya. Lo único que intentaba era montarla lo mejor posible.

Puesto que había hablando entre dientes, Jenric lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿Qué has dicho, Matrim Cauthon? —preguntó.

Mat abrió la boca para repetirlo, y entonces la volvió a cerrar cuando las palabras acudieron con claridad a su mente: Sene sovya caba’donde ain dovienya. La Antigua Lengua.

—Nada —masculló—. Sólo hablaba conmigo mismo. —Los espectadores empezaban a dispersarse—. Supongo que es verdad que apenas queda luz para seguir con el juego.

Corman plantó el pie en el trozo de madera para sacar el cuchillo de Mat y se lo alcanzó.

—Otra vez quizá, Matrim Cauthon, algún día. —Era el modo Aiel de decir «nunca» cuando no querían ser demasiado claros.

Mat asintió mientras guardaba el arma en una de las fundas, debajo de la manga; había pasado igual que cuando había sacado seis seises veintitrés veces seguidas. No podía culparlos. No todo podía achacarse a la suerte. Reparó con un poco de envidia en que ninguno de los Aiel daba el menor traspié mientras se unían a la muchedumbre que se alejaba.

Se pasó los dedos por el cabello, y se sentó pesadamente en el reborde de la fuente. Los recuerdos que antes se amontonaban como pasas en la masa de un bizcocho, ahora se mezclaban con los suyos propios. Una parte de su cerebro sabía que había nacido en Dos Ríos hacía veinte años, pero recordaba claramente haber dirigido el ataque por el flanco que había derrotado a los trollocs en Maighande; y estar bailando en la corte de Tarmandewin; y un centenar, un millar de cosas más. Casi todas, batallas. Recordaba estar muriendo más veces de las que querría. Ninguna línea visible de separación entre las vidas ya; no sabía distinguir unos recuerdos de otros a menos que se concentrara.

Recogió el sombrero de ala ancha y se lo puso; luego levantó la extraña lanza y la cruzó sobre sus rodillas. En lugar de la punta normal, tenía lo que parecía una cuchilla de unos sesenta centímetros de longitud en la que aparecían grabados dos cuervos. Lan decía que esa cuchilla había sido forjada con el Poder Único durante la Guerra de la Sombra, la Guerra del Poder; el Guardián afirmaba que nunca tendría que afilarla y que jamás se rompería. Mat no pondría a prueba tal cosa a no ser que no le quedara más remedio. Puede que hubiera durado tres mil años, pero no se fiaba gran cosa del Poder. A lo largo del negro astil había una escritura cursiva, enmarcada a cada extremo por otros dos cuervos hechos con algún tipo de metal todavía más oscuro que la madera. Estaba en la Antigua Lengua, pero, naturalmente, él sabía leerlo:

Así queda escrito el trato; así se cierra el acuerdo.

La mente es la flecha del tiempo; jamás se borra el recuerdo.

Lo que se pidió se ha dado. El precio queda pagado.

Hacia un extremo de la amplia avenida, a unos setecientos u ochocientos metros, había una plaza que se habría considerado grande en casi todas las ciudades. Los comerciantes Aiel se habían retirado al acabar la jornada, pero los pabellones, hechos con la misma lana parda utilizada para las tiendas, todavía seguían levantados. Cientos de comerciantes habían acudido a Rhuidean desde todas partes del Yermo para la feria más grande que los Aiel habían visto nunca, y seguían llegando más cada día. De hecho, fueron comerciantes los primeros que habían empezado a vivir en la ciudad.

Aunque Mat no quería mirar hacia el otro lado, hacia la gran plaza, lo hizo. Distinguía las siluetas de las carretas de Kadere, aguardando a recibir más carga al día siguiente. Lo que parecía el marco retorcido de una puerta, en piedra roja, se había cargado en uno de los vehículos esa misma tarde; Moraine se había tomado mucho interés en que quedara bien atado, exactamente como quería.

El joven ignoraba lo que la Aes Sedai sabía de ese objeto —y él no tenía intención de preguntarle; mejor si se olvidaba de su presencia, aunque tal cosa le parecía harto improbable—, pero lo que quiera que supiera, estaba seguro de que él sabía más que ella. Lo había cruzado como un necio, buscando respuestas. En cambio, lo que había conseguido era una cabeza repleta de recuerdos de otro hombre. Eso, y la muerte. Se ajustó más el pañuelo al cuello. Y dos cosas más: un medallón con una cabeza de zorro hecha de plata, que llevaba debajo de la camisa, y el arma que tenía cruzada sobre las rodillas. Parca recompensa. Pasó las yemas de los dedos sobre la escritura. Jamás se borra el recuerdo. La gente al otro lado del umbral tenía un sentido del humor muy acorde con el de los Aiel.

—¿Puedes hacer eso todas las veces?

Giró bruscamente la cabeza hacia la Doncella que acababa de sentarse a su lado. Alta, incluso para la media Aiel, quizá más que él, tenía el cabello como oro hilado y los ojos del color de un claro cielo matinal. Era mayor que él, quizás unos diez años, pero eso nunca lo había echado atrás. Claro que era Far Dareis Mai.

—Soy Melindhra —siguió la mujer—, del septiar Jumai. ¿Puedes hacer eso todas las veces?

Mat comprendió que se refería al lanzamiento de cuchillo. Le había dicho su septiar, pero no su clan. Los Aiel nunca hacían eso. A menos… Tenía que ser una de las Doncellas Shaido que habían venido para unirse a Rand. Mat no entendía realmente ese lío de las asociaciones, pero, en lo referente a los Shaido, recordaba muy bien que habían intentado clavarle sus lanzas. A Couladin no le gustaba nada que tuviera que ver con Rand, y lo que Couladin odiaba, lo odiaban los Shaido. Por otro lado, Melindhra había venido a Rhuidean. Una Doncella. Pero esbozaba una leve sonrisa; en su mirada había un brillo invitador.

—Casi siempre —dijo con sinceridad. Incluso cuando no la percibía, su suerte era buena; cuando la notaba, era perfecta.

La mujer soltó una risita y su sonrisa se ensanchó, como si pensara que estaba jactándose. Las mujeres parecían sacar sus propias conclusiones respecto a si uno mentía o no sin tener en cuenta las evidencias. Por otro lado, si uno les gustaba, o no les importaba que mintiera o decidían que hasta el embuste más flagrante era verdad.

Las Doncellas podían ser peligrosas, pertenecieran al clan que pertenecieran —cualquier mujer podía serlo; eso lo había aprendido por propia experiencia—, pero, definitivamente, los ojos de Melindhra no se limitaban a mirarlo.

Sacó de entre sus ganancias un collar de espirales de oro, cada una de ellas rematada en el centro por un zafiro azul profundo, el mayor tan grande como el nudillo de su pulgar. Todavía recordaba un tiempo —en su propia memoria— en que la más pequeña de estas gemas lo habría hecho sudar.

—Lucirán mucho con tus ojos —dijo mientras ponía la joya en las manos de la mujer. Nunca había visto a una Doncella llevando puesto ningún adorno, pero, según su experiencia, a todas las mujeres les gustaban las joyas. Cosa curiosa, las flores les gustaban casi igual. No lo comprendía, pero era consciente de que entendía tan poco a las mujeres como su suerte o como lo que había ocurrido al otro lado de aquel umbral.

—Un trabajo muy bueno —alabó ella, sosteniendo el collar en alto—. Acepto tu oferta. —La joya desapareció en la bolsa del cinturón. Melindhra se inclinó para echarle el sombrero hacia atrás—. Tienes unos ojos bonitos, como oscuras ágatas pulidas. —Girándose para subir los pies al reborde de la fuente, se sentó con los brazos alrededor de las rodillas y lo observó fijamente—. Mis hermanas de lanza me han hablado de ti.

Mat volvió a ponerse el sombrero en su sitio y la contempló con cautela por debajo del ala. ¿Qué le habían contado? ¿Y a qué «oferta» se refería? No era más que un collar. La expresión invitadora había desaparecido de sus ojos; parecía un gato examinando a un ratón. Ése era el problema con las Doncellas Lanceras. A veces costaba distinguir si querían bailar con uno, besarlo o matarlo.

La calle se iba quedando desierta y las sombras se hacían más densas, pero reconoció a Rand caminando avenida adelante, con la pipa sujeta entre los dientes. Era el único hombre en Rhuidean que caminaría acompañado por un puñado de Far Dareis Mai. «Siempre están a su alrededor —pensó Mat—. Guardándolo como una manada de lobas y saltando para hacer lo que quiera que diga». Algunos hombres lo habrían envidiado por ello, pero no Mat. No la mayoría del tiempo. Si hubiera sido un puñado de chicas como Isendre…

—Disculpa un momento —le dijo a Melindhra apresuradamente. Recostó la lanza contra el costado del pilón de la fuente y echó a correr. La cabeza todavía le zumbaba, pero no tan fuerte como antes, y tampoco daba traspiés. No le preocupaban sus ganancias; los Aiel tenían muy claro lo que estaba bien y lo que no; lanzar un ataque era una cosa, y robar, otra muy distinta. Los hombres de Kadere habían aprendido a mantener las manos en los bolsillos después de que a uno de ellos lo sorprendieron robando. Después de sufrir una flagelación que lo dejó desollado de los hombros a los talones, lo expulsaron. El único odre de agua que le dieron no le habría bastado para llegar a la Pared del Dragón aun en el caso de que hubiera llevado puesto algo de ropa. Ahora los hombres de Kadere ni siquiera recogerían un céntimo que se encontraran tirado en la calle.

—¡Rand! —El otro hombre siguió caminando con su círculo de escolta—. ¡Rand! —Su amigo estaba a menos de diez pasos, pero ni siquiera vaciló. Algunas Doncellas miraron atrás, pero no Rand. Mat sintió un repentino frío que nada tenía que ver con el relente de la cercana noche. Se humedeció los labios y volvió a llamar, esta vez sin levantar la voz—. Lews Therin. —Y Rand se volvió. Mat habría querido que no lo hiciera.

Durante unos instantes sólo se miraron el uno al otro a la luz crepuscular. Mat vaciló, sin saber si acercarse más o no. Intentó engañarse argumentando que era por las Doncellas. Adelin era una de las que le habían enseñado el juego que llamaban «Beso de las Doncellas» y que seguramente jamás olvidaría; ni volvería a jugarlo, si de él dependía la decisión. Y sentía la mirada de Enaila como un taladro perforándole el cráneo. ¿Quién habría imaginado que una mujer estallaría como aceite arrojado al fuego sólo porque alguien le decía que era la florecilla más bonita que había visto en su vida?

Y ahora Rand. Rand y él habían crecido juntos. Ellos dos y Perrin, el aprendiz del herrero de Campo de Emond, habían cazado, pescado y puesto trampas juntos por las Colinas de Arena hasta el mismo borde de las Montañas de la Niebla, acampando bajo las estrellas. Rand era su amigo. Sólo que ahora era la clase de amigo que podía arrancarle la cabeza de cuajo sin tener intención de hacerlo. Perrin podía estar muerto por culpa de Rand.

Se obligó a acercarse a menos de un metro del otro hombre. Rand le sacaba más de un palmo, y bajo la luz del crepúsculo daba la impresión de ser aun más alto. Y más impasible que antes.

—He estado pensando, Rand. —Mat habría querido que su voz no sonara ronca. Confiaba en que su amigo respondiera a su verdadero nombre esta vez—. Llevo mucho tiempo fuera de casa.

—Los dos llevamos ausentes mucho —dijo suavemente Rand. De repente se echó a reír, no con fuerza pero casi como el Rand de antaño—. ¿Empiezas a echar de menos ordeñar las vacas de tu padre?

Mat se rascó la oreja y esbozó una sonrisa.

—Eso no, exactamente. —Por mucho que tardara en volver a pisar el interior de un establo siempre le parecería demasiado pronto—. Pero estuve pensando en marcharme con ellos cuando las carretas de Kadere se pongan en camino.

Rand guardó silencio. Cuando habló de nuevo el atisbo de buen humor en su voz había desaparecido.

—¿Todo el camino hasta Tar Valon?

Ahora fue Mat quien vaciló. «Él no me entregaría a Moraine, ¿verdad?»

—Quizá —contestó con indiferencia—. No estoy seguro. Allí es donde Moraine querría tenerme. A lo mejor encuentro la ocasión de volver a Dos Ríos y ver si todo va bien en casa. «Ver si Perrin sigue vivo. Y si lo están mis hermanas y mis padres».

—Todos hacemos lo que debemos, Mat, aunque muy a menudo no es lo que deseamos. Lo que tenemos que hacer.

A Mat le sonaba como una excusa, como si Rand le estuviera pidiendo que lo comprendiera. Sólo que él había hecho consigo mismo lo que debía unas cuantas veces. «No puedo culparlo por lo de Perrin. ¡Nadie me obligó a seguirlo como un jodido sabueso!» Pero tampoco eso era del todo cierto. Lo habían obligado, y no sólo Rand.

—¿No vas a… impedir que me vaya?

—No soy yo quien te dice que vengas o vayas, Mat —contestó cansadamente Rand—. La Rueda teje el Entramado, no yo, y la Rueda gira según sus designios. —¡Vaya hombre, ahora hablaba como una Aes Sedai! A medio volverse para seguir su camino, Rand añadió—: No te fíes de Kadere, Mat. En ciertos aspectos, es probablemente el hombre más peligroso con el que hayas topado en tu vida. No confíes en él ni una pizca, o podrías acabar degollado de oreja a oreja, y tú y yo seríamos los únicos que lamentaríamos que ocurriera algo así.

Se marchó acto seguido, con las Doncellas rodeándolo como lobas furtivas. Mat lo siguió con la mirada. ¿Que no confiara en el buhonero? «No me fiaría de Kadere aunque estuviera atado dentro de un saco». ¿Así que Rand no tejía el Entramado? ¡Pues no andaba muy lejos! Antes incluso de que ninguno descubriera que las Profecías tenían algo que ver con ellos, se habían enterado de que Rand era ta’veren, una de las pocas personas que, en lugar de ser tejidas a la fuerza en el Entramado, obligaban a éste a tejerse a su alrededor. Mat sabía el significado de ser ta’veren; era uno de ellos, aunque no tan fuerte como Rand. A veces Rand podía afectar en la vida de la gente, cambiar su curso, simplemente estando en la misma ciudad. Perrin también era ta’veren; o lo había sido. Moraine consideró muy significativo encontrar a tres jóvenes que habían crecido en la misma localidad que estaban todos destinados a ser ta’veren, y se propuso incluirlos en sus planes, fueran los que fueran.

Se suponía que tal cosa era algo magnífico; todos los ta’veren de los que Mat tenía noticia habían sido hombres como Artur Hawkwing, o mujeres como Mabriam en Shereed, de quien los relatos decían que había impulsado el Pacto de las diez naciones después del Desmembramiento. Pero ningún relato contaba qué ocurría cuando un ta’veren estaba cerca de otro tan fuerte como Rand. Era como ser una hoja en medio de un remolino.

Melindhra se paró a su lado y le entregó su lanza y un pesado y tosco saco que tintineaba.

—Guardé tus ganancias aquí dentro. —Era, efectivamente, más alta que él, por lo menos cinco centímetros. Lanzó una mirada a Rand—. He oído comentar que eras medio hermano de Rand al’Thor.

—En cierto sentido —contestó secamente.

—No importa —comentó ella como restándole importancia, y clavó su mirada en él, puesta en jarras—. Me fijé en ti, Mat Cauthon, antes de que me entregaras un regalo de estima. No es que vaya a renunciar a la lanza por ti, naturalmente, pero hace días que no te quito ojo. Tienes la sonrisa de un niño que está a punto de hacer una travesura, y eso me gusta. Y tus ojos. —Bajo la escasa luz del anochecer su sonrisa era suave y ancha. Y cálida—. Me gustan tus ojos.

Mat se puso derecho el sombrero, aunque estaba en su sitio, bien colocado. De perseguidor a perseguido en un abrir y cerrar de ojos. Con las Aiel podía suceder así. Sobre todo con las Doncellas.

—¿Te dice algo el nombre de Hija de las Nueve Lunas? —Esta pregunta se la hacía a veces a las mujeres. La respuesta equivocada lo pondría en camino fuera de Rhuidean esa misma noche aunque tuviera que recorrer el Yermo a pie.

—Nada —contestó ella—. Pero te diré lo que me gusta hacer a la luz de la luna.

Le echó el brazo por los hombros, le quitó el sombrero y empezó a susurrarle algo al oído. En un visto y no visto, la sonrisa de Mat era aun más ancha que la de la mujer.

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