La alta ventana tenía hueco de sobra para que Rand estuviera de pie en ella, quedando todavía el dintel muy por encima de su cabeza y un espacio de medio metro a cada lado de los hombros. Con las mangas de la camisa remangadas, Rand contemplaba desde tan ventajosa posición uno de los jardines de palacio. Aviendha movía una mano en el agua del pilón de piedra roja de la fuente, todavía intrigada con que hubiera tanta cantidad de agua sin más propósito que contemplarla y mantener vivos unos peces ornamentales. Al principio se había indignado sobremanera cuando Rand le dijo que no podía ir persiguiendo trollocs por las calles. De hecho, dudaba que la muchacha hubiese estado en esos momentos allá abajo, sentada tranquilamente, si no hubiera sido por la callada guardia de Doncellas que Sulin creía que él no había advertido. Y se suponía que tampoco debía de haber oído a la Doncella de cabello blanco recordarle a la joven que ya no era Far Dareis Mai y que aún no había llegado a la categoría de Sabia. Sin chaqueta, pero con el sombrero calado para resguardarse del sol, Mat se encontraba sentado en el borde del pilón, charlando con ella. Sin duda intentaba sonsacarle lo que sabía respecto a si los Aiel estaban impidiendo que la gente se marchara de la ciudad; aun en el caso de que Mat decidiese aceptar su sino, Rand no creía probable que su amigo dejara de protestar nunca por ello. Asmodean se había sentado en un banco, a la sombra de una variedad de arrayán rojo, y tocaba el arpa. Rand se preguntó si el hombre sabría lo que había ocurrido o si lo sospechaba. No tendría que recordarlo —para él, no había sucedido nunca— pero ¿quién estaba seguro de lo que un Renegado sabía o era capaz de discernir?
Un educada tosecilla lo sacó de su absorta contemplación y lo hizo mirar hacia atrás.
La ventana a la que Rand se había encaramado estaba a más de dos metros del suelo, en la pared oeste del salón del trono, donde las reinas de Andor habían recibido embajadas y pronunciado dictámenes durante más de mil años. Era el único lugar en el que creyó que podría observar a Mat y Aviendha sin ser visto ni molestado. A ambos lados del salón se sucedían hileras de columnas blancas de quince metros de altura. La luz que entraba por los altos ventanales de las paredes se mezclaba con la de colores que penetraba a través de las grandes cristaleras del techo en arco, en las que el León Blanco se alternaba con representaciones de las primeras soberanas del reino y escenas de grandes victorias andoreñas. Ni Enaila ni Somara parecían impresionadas por tal magnificencia.
Rand bajó del ventanal descolgándose por el antepecho.
—¿Hay noticias de Bael?
—La caza de trollocs continúa —repuso Enaila a la par que se encogía de hombros. Por su tono, a la diminuta mujer le habría gustado formar parte de ello. La gran estatura de Somara hacía que pareciese más baja en comparación—. Algunos de los vecinos de la ciudad están ayudando, pero la mayoría permanecen escondidos. Las puertas de la ciudad están cerradas y guardadas, así que ninguno de los Engendros de la Sombra escapará, creo, pero me temo que algunos de los Jinetes de la Noche sí podrán hacerlo.
No era tarea sencilla matar a los Myrddraal y tampoco acorralarlos. A veces resultaba fácil dar crédito a lo que contaban los viejos relatos sobre que cabalgaban las sombras y podían desaparecer al girarse de lado.
—Te hemos traído un poco de sopa —dijo Somara mientras señalaba con su rubia cabeza la bandeja de plata, cubierta con un paño de rayas, que había sobre las gradas en las que se alzaba el Trono del León. El solio tallado y dorado, con el remate de las patas imitando las grandes garras del felino, era un inmenso sillón en lo alto de cuatro escalones de mármol, con una tira de alfombra roja que conducía hasta él. El León de Andor, realizado con piedras de luna sobre un campo de rubíes, debía de haber quedado por encima de la cabeza de Morgase cuando la reina ocupaba ese asiento—. Aviendha dice que hoy no has comido nada todavía. Es la sopa que Lamelle solía prepararte.
—Supongo que nadie de la servidumbre ha regresado —musitó Rand—. ¿Alguno de los cocineros, quizá? ¿Un pinche?
Enaila sacudió la cabeza con desprecio. Cumpliría su plazo como gai’shain con buena disposición si alguna vez llegaba el caso, pero la idea de alguien dedicado a servir toda su vida le asqueaba.
Rand subió las gradas y se agachó para retirar el paño. Encogió la nariz; fuera la que fuera quien lo había preparado no era mejor cocinera de lo que Lamelle lo había sido. El sonido de los pasos de unas botas de hombre entrando en el salón le proporcionó una excusa para darle la espalda a la bandeja. Con un poco de suerte, no tendría que comérselo.
El hombre que se acercaba por las baldosas rojas y blancas no era andoreño ciertamente a juzgar por la corta chaqueta gris y aquellos pantalones de pliegues metidos en las botas, que llevaba dobladas por la rodilla. Esbelto y sólo un palmo más alto que Enaila, tenía una nariz ganchuda y ojos rasgados y oscuros. Su negro cabello tenía pinceladas grises, y lucía un espeso bigote que caía a ambos lados de su ancha boca. Se paró para echar la pierna hacia atrás y hacer una breve reverencia, sujetando con elegancia la curva espada que llevaba a la cadera a despecho del incongruente detalle de sostener dos copas de plata en una mano y un jarro de arcilla sellado en la otra.
—Disculpad mi intromisión —dijo—, pero no había nadie para anunciarme. —Sus ropas serían sencillas e incluso desgastadas por los viajes, pero metido en el talabarte llevaba lo que parecía una vara de marfil coronada por una cabeza de lobo dorada—. Soy Davram Bashere, mariscal de Saldaea. He venido para hablar con el lord Dragón, quien según los rumores que corren por la ciudad se encuentra aquí, en el Palacio Real. ¿Me equivoco al suponer que me estoy dirigiendo a él? —Sus ojos se desviaron fugazmente hacia los relucientes dragones rojos y dorados enroscados en los antebrazos de Rand.
—Soy Rand al’Thor, lord Bashere. El Dragón Renacido. —Enaila y Somara se habían situado entre el hombre y él, ambas con una mano sobre la empuñadura de sus largos cuchillos, prestas para ponerse el velo en cualquier momento—. Me sorprende encontrar a un lord saldaenino en Caemlyn, y mucho más que desee hablar conmigo.
—A decir verdad, vine a Caemlyn para hablar con Morgase, pero me fueron dando largas los lameculos de lord Gaebril. ¿O debería decir del rey Gaebril? Por cierto, ¿sigue vivo? —El tono de Bashere traslucía que dudaba tal cosa y que no le importaba si era así o no. Siguió sin hacer pausa alguna—. Mucha gente de la ciudad afirma que Morgase también está muerta.
—Ambos lo están —confirmó fríamente Rand. Tomó asiento en el trono, con la cabeza recostada en el León de Andor de piedras de luna. El solio se había hecho pensando en el tamaño de una mujer—. Yo maté a Gaebril, pero no a tiempo de evitar que asesinase a Morgase.
—Entonces, ¿he de aclamar pues al rey Rand al’Thor? —inquirió Bashere enarcando una ceja.
Rand se echó hacia adelante con actitud irritada.
—Andor ha tenido siempre una reina, y sigue siendo así. Elayne era la heredera del trono, de modo que, habiendo muerto su madre, ella es la actual soberana. Desconozco el protocolo establecido, así que quizá tenga que ser coronada en primer lugar, pero en lo que a mí respecta, ella ya es reina. Yo soy el Dragón Renacido, y eso es todo cuanto deseo, y más. ¿Qué es lo que queréis de mí, lord Bashere?
Si su ira alteró poco o mucho a Bashere, el hombre no dio señales de ello. Aquellos ojos rasgados observaban a Rand con profunda atención, pero no con inquietud.
—La Torre Blanca permitió escapar a Mazrim Taim, el falso Dragón. —Hizo una pausa y luego prosiguió cuando Rand no hizo ningún comentario—. La reina Tenobia no quería que hubiera nuevos tumultos en Saldaea, de modo que se me encomendó la tarea de darle caza otra vez y matarlo. Lo seguí hacia el sur durante muchas semanas. No temáis que haya entrado en Andor con un ejército extranjero. Excepto una escolta de diez soldados, he dejado acampado al resto en el Bosque de Braem, bastante al norte de cualquier frontera que Andor haya marcado en los últimos doscientos años. Sin embargo, Taim está en Andor, de eso no me cabe duda.
Rand volvió a recostarse en el respaldo, vacilante.
—No podéis tener a Taim, lord Bashere.
—¿Puedo preguntaros por qué no, milord Dragón? Si deseáis emplear Aiel para apresarlo, no pondré ninguna objeción. Mis hombres permanecerán en el Bosque de Braem hasta mi regreso.
Rand no tenía intención de revelar esta parte de su plan tan pronto. El retraso podría ser perjudicial, pero se había propuesto tener antes un firme dominio sobre las naciones. Empero, tal vez aquél era un buen momento para hacerlo público.
—Voy a anunciar una amnistía. Yo puedo encauzar, lord Bashere, así pues ¿por qué se ha de perseguir y matar o amansar a otros hombres por el hecho de tener la misma capacidad que yo? Anunciaré que cualquier varón dotado con la habilidad de tocar la Fuente Verdadera y que desee aprender, puede acudir a mí y gozar de mi protección. La Última Batalla se aproxima, lord Bashere. Probablemente no haya tiempo para que ninguno de nosotros se vuelva loco antes, y, en cualquier caso, no estoy dispuesto a desperdiciar a ningún hombre por ese posible riesgo. Cuando los trollocs salieron de la Llaga en la Guerra de los Trollocs, marcharon dirigidos por los Señores del Espanto, hombres y mujeres que utilizaban el Poder en nombre de la Sombra. Volveremos a enfrentarnos a lo mismo en el Tarmon Gai’don. Ignoro cuántas Aes Sedai estarán de mi lado, pero no rechazaré a ningún hombre que encauce si va a unirse a mis filas. Mazrim Taim es mío, lord Bashere, no vuestro.
—Entiendo. —Fue un monosílabo tajante—. Habéis tomado Caemlyn, y he oído que Tear es vuestro y que Cairhien lo será pronto si no lo es ya. ¿Pretendéis conquistar el mundo con vuestros Aiel y vuestro ejército de hombres que encaucen el Poder Único?
—Si es preciso, sí —replicó Rand con igual rotundidad—. Recibiré de buen grado como aliado a cualquier dirigente que me reciba de buen grado a mí, pero hasta el momento sólo he encontrado intrigas para obtener poder o abierta hostilidad. Lord Bashere, hay anarquía en Tarabon y Arad Doman, y Cairhien no les anda muy a la zaga. Amadicia tiene en su punto de mira a Altara. Los seanchan… Quizás hayáis oído rumores sobre ellos en Saldaea. Bien, pues, los peores seguramente son ciertos. Como decía, los seanchan, al otro lado del mundo, tienen los ojos puestos en todos nosotros. La humanidad está enzarzada en sus propias luchas mezquinas teniendo el Tarmon Gai’don en el horizonte. Necesitamos paz. Necesitamos tiempo antes de que lleguen los trollocs, antes de que el Oscuro se libere de su prisión, tiempo para prepararnos. Y, si el único modo que tengo para encontrar ese tiempo, esa paz para el mundo, es imponiéndola, lo haré. No quisiera verme obligado a ello, pero lo haré.
—He leído El Ciclo Karaethon —repuso Bashere. Sujetó las copas debajo del brazo un momento, mientras rompía el sello de cera del jarro, y las llenó de vino—. Y, lo que es más importante, la reina Tenobia ha leído también Las Profecías. No puedo hablar en nombre de Kandor, Arafel o Shienar; sin embargo, creo que se aliarán con vos. No hay un solo niño en las Tierras Fronterizas que no sepa que la Sombra aguarda en la Llaga para caer sobre nosotros. Con todo, no puedo hablar en su nombre. —Le tendió una copa a Enaila, quien la observó con suspicacia, pero subió las gradas para entregársela a Rand—. A decir verdad —continuó Bashere—, ni siquiera puedo hablar en nombre de Saldaea. Es Tenobia quien gobierna, y yo sólo soy su general. Pero creo que, después de que le envíe un mensaje con el jinete más veloz, la respuesta será que Saldaea marcha al lado del Dragón Renacido. Entre tanto, os ofrezco mis servicios y el de los nueve mil jinetes saldaeninos que están a mi mando.
Rand imprimió un movimiento giratorio a la copa mientras contemplaba el oscuro vino tinto. Sammael en Illian y los otros Renegados sólo la Luz sabía dónde. Los seanchan a la expectativa al otro lado de Océano Aricio, y los hombres aquí prestos a actuar en su propio beneficio sin importarles el precio para el mundo.
—La paz todavía está muy lejana —manifestó quedamente—. Habrá derramamiento de sangre y muerte durante algún tiempo todavía.
—Siempre es así —repuso calmosamente Bashere, y Rand no supo discernir si se refería a lo primero o a lo segundo. Quizás a ambas cosas.
Asmodean sujetó el arpa debajo del brazo y se alejó de Mat y de Aviendha. Disfrutaba tocando, pero no para dos personas que no escuchaban y mucho menos apreciaban su música. No sabía con certeza qué había acontecido esa mañana y tampoco estaba seguro de querer saberlo. Eran demasiados los Aiel que habían manifestado sorpresa al verlo, que afirmaban haberlo visto morir; no quiso conocer los detalles. La pared que había delante de él tenía una larga grieta; sabía qué había hecho aquel afilado corte, qué había provocado que la superficie estuviese tersa como el hielo, más suave de lo que ninguna mano humana habría podido pulir trabajándola cien años.
Ociosamente —pero también con un escalofrío— se preguntó si el haber renacido de este modo lo habría hecho un hombre nuevo. Lo dudaba. Había perdido la inmortalidad —sabía que tenía que ser producto de su imaginación, aunque a veces tenía la sensación de que podía sentir el tiempo tirando de él, arrastrándolo hacia una tumba que nunca pensó que ocuparía—, y absorber el poco saidin que podía era como beber de una cloaca. No lamentaba en absoluto que Lanfear hubiese muerto. Tampoco le importaba la muerte de Rahvin, pero menos aun la de Lanfear por todo lo que le había hecho. Reiría cuando los otros fuesen muriendo también, y mucho más con el último. No se debía en absoluto a que hubiese renacido como un hombre nuevo, pero se aferraría a aquel puñado de hierba al borde del precipicio tanto tiempo como le fuera posible. Las raíces podrían ceder finalmente y la larga caída llegaría, pero hasta entonces todavía seguía vivo.
Abrió una pequeña puerta con intención de buscar la despensa; allí tendría que haber un vino decente. Dio un paso y se paró en seco; su semblante se puso repentinamente pálido.
—¿Tú? ¡No!
La inútil negación seguía sonando en el aire cuando la muerte lo alcanzó.
Morgase se enjugó el sudor de la frente, tras lo cual se guardó de nuevo el pañuelo debajo de la manga y se colocó mejor el sombrero de paja un tanto deteriorado. Por lo menos había conseguido adquirir un traje de montar apropiado, aunque incluso el fino tejido de lana resultaba incómodo con ese calor. De hecho, era Tallanvor quien lo había adquirido. Dejando que su caballo llevara el paso, observó al alto joven que cabalgaba al frente, entre los árboles. La redondez de Basel Gill hacía resaltar más lo alto y bien proporcionado que era Tallanvor. Le había ofrecido el vestido manifestando que estaba más en consonancia con ella que las ásperas ropas con las que había huido de palacio; y todo ello mirándola fijamente, sin parpadear, sin pronunciar una sola palabra de respeto. Por supuesto que ella misma había decidido que no era seguro que nadie supiese quién era, sobre todo después de descubrir que Gareth Bryne se había marchado de Hontanares de Kore; ¿por qué demonios había tenido que partir ese hombre en persecución de unos incendiarios de graneros cuando ella lo necesitaba? Bah, no importaba; saldría adelante igual de bien sin él. Empero, había algo inquietante en los ojos de Tallanvor cuando la llamaba simplemente Morgase.
Suspiró y echó una ojeada hacia atrás. El fornido Lamgwin cabalgaba escudriñando el bosque; a su lado, Breane lo observaba a él con igual o mayor atención que a todo lo demás. Su ejército no había aumentado un ápice desde Caemlyn. Eran demasiados los que sabían de nobles exiliados sin razón y de leyes injustas dictadas en la capital para hacer algo más que mofarse ante la más ligera mención de mover un dedo para respaldar a su legítima dirigente. Morgase dudaba que el resultado hubiese sido otro aun en el caso de que hubieran sabido quién les estaba hablando. Así pues, ahora cabalgaba a través de Altara manteniéndose en los bosques todo lo posible porque, al parecer, había grupos de hombres armados por todas partes; viajaba por el bosque llevando por toda compañía un camorrista con la cara marcada de cicatrices, una encandilada noble cairhienina refugiada, un rechoncho posadero que contenía a duras penas la necesidad de arrodillarse cada vez que lo miraba, y un joven soldado que a veces la miraba como si llevase puesto uno de aquellos vestidos que se ponía para Gaebril. Y Lini, naturalmente. No había que olvidarse de Lini.
Como si pensar en ella hubiese sido una llamada, la vieja nodriza taloneó a su caballo y se acercó.
—Más vale que mantengas la mirada al frente —susurró—. «Un león joven ataca con mayor rapidez y cuando menos lo esperas».
—¿Crees que Tallanvor es peligroso? —inquirió secamente Morgase, con lo que se ganó una mirada de soslayo, pensativa, de Lini.
—Sólo del modo en que puede serlo un hombre. Tiene buena planta ¿no te parece? Bastante alto. Y con unas manos fuertes, imagino. «No tiene sentido dejar que la miel envejezca demasiado antes de comérsela».
—Lini —reconvino Morgase con tono admonitorio. La anciana estaba adoptando esta actitud demasiado a menudo últimamente. Tallanvor era un hombre apuesto, y sus manos efectivamente parecían ser fuertes, y tenía las piernas muy bien formadas, pero era joven y ella era su reina. Lo que menos le interesaba ahora era empezar a mirarlo como a un hombre en lugar de como a un súbdito y un soldado. Estaba a punto de decírselo así a Lini, y que debía de haber perdido la cabeza si pensaba que iba a entablar una relación con un hombre diez años más joven que ella, pues debía de ser ésa la diferencia de edad entre ambos, pero Tallanvor y Gill habían dado media vuelta e iban hacia ellas—. Contén la lengua, Lini. Si le metes alguna idea tonta en la cabeza a ese joven, te abandonaré en cualquier sitio.
Si el resoplido con que la vieja nodriza le respondió hubiese venido del noble más encumbrado de Andor, éste habría pasado un tiempo en una celda para que meditara. Si todavía tuviera su trono, se entiende.
—¿Estás segura de que quieres seguir adelante con esto, pequeña? «Cuando se ha saltado al precipicio ya es demasiado tarde para cambiar de idea».
—Encontraré aliados donde puedo hallarlos —replicó, envarada, Morgase.
Tallanvor sofrenó a su caballo, muy erguido en la silla. El sudor le resbalaba por la cara, pero habríase dicho que no notaba el calor o hacía caso omiso de él. Maese Gill se daba tirones del cuello de su coselete guarnecido con láminas como si deseara poder quitárselo.
—El bosque termina un poco más adelante y da paso a granjas y labrantíos —informó Tallanvor—, pero no es probable que nadie os reconozca aquí. —Morgase sostuvo su mirada firmemente; cada día que pasaba resultaba más difícil apartar la vista cuando él la miraba—. Otros quince kilómetros de camino nos llevarán hasta Cormaed. Si aquel tipo de Sehar no mentía, allí habrá un transbordador, y llegaremos a la orilla de Amadicia antes del anochecer. ¿Estáis segura de que deseáis hacer esto, Morgase?
El modo en que pronunciaba su nombre… No. Estaba dejándose influir por las absurdas ideas de Lini. Sin duda era a causa del maldito calor.
—Estoy decidida, joven Tallanvor —repuso fríamente—, y no veo oportuno que pongas en duda mis decisiones.
Taloneó duramente a su montura, permitiendo que la brusca arrancada del animal separara sus miradas mientras pasaba junto a él y lo adelantaba; ya la alcanzaría. Buscaría aliados donde fuera necesario, recobraría su trono y ¡ay de Gaebril o de cualquier hombre que creyese que podía sentarse en él usurpando su puesto!
El esplendor de la Luz brilló sobre él
y él dio la paz de la Luz a los hombres.
Aunó naciones bajo su bandera, haciendo una de muchas.
Mas las aristas de los corazones provocan heridas.
Y lo que antaño fuera, se repitió,
en fuego y en tormenta,
hendiendo todo en dos.
Porque su paz…,
porque su paz…
… era la paz…
… era la paz…
… de la espada.
Y el esplendor de la Luz brilló sobre él.