45 Después de la tormenta

Sentado en un pequeño peñasco que afloraba al pie de la vertiente, Mat hizo un gesto de dolor al calarse el sombrero para protegerse del sol de media mañana, en parte para resguardarse los ojos del resplandor del sol, pero también porque había algo más que no deseaba ver, si bien los cortes y contusiones se lo recordaban, en especial el tajo abierto por una flecha en la sien, y que ahora apretaba el borde del sombrero. Un ungüento que Daerid llevaba en las alforjas había detenido la hemorragia, en esa herida y en otras, pero todas le seguían doliendo, y la mayoría escocían. Esto último empeoraría. El calor del día sólo estaba empezando, pero el sudor le perlaba la cara y ya sentía húmedas la ropa interior y la camisa. Se preguntó si el otoño llegaría alguna vez en Cairhien. Por lo menos, el malestar hacía que se olvidara de lo cansado que estaba; a despecho de haber pasado la noche en vela habría sido incapaz de conciliar el sueño en un colchón de plumas, cuanto menos tendido entre mantas sobre el duro suelo. De todos modos no quería estar más cerca de su tienda.

«Menudo panorama. Casi me han matado, estoy sudando como un cerdo, no encuentro un sitio cómodo donde tumbarme y no me atrevo a emborracharme. ¡Rayos, truenos y centellas!» Dejó de toquetear un corte que tenía la pechera de la chaqueta —por dos dedos aquella lanza no le había atravesado el corazón; ¡Luz, qué diestro había sido aquel hombre!— y desechó esa idea de su cabeza. No es que resultara fácil hacerlo con todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Por una vez, a los tearianos y los cairhieninos no parecía importarles ver tiendas Aiel por doquier. Había Aiel incluso en el campamento y, lo que era casi igualmente milagroso, los tearianos compartían con los cairhieninos las humeantes lumbres. Y no es que alguien estuviera comiendo; los cazos de calentar agua no se habían puesto sobre el fuego, aunque sí se olía carne asándose en alguna parte. Sin embargo, la mayoría estaban tan borrachos como habían podido conseguir a base de vino, brandy o el oosquai Aiel; todo eran risas y celebraciones. No muy lejos de donde se encontraba sentado él, una docena de Defensores de la Ciudadela, sudorosos y en mangas de camisa, bailaban acompañados por las palmas de un centenar o más de espectadores, cerca de un poste de tres metros de altura que estaba hincado en el suelo —Mat apartó rápidamente los ojos de él— donde otros tantos Aiel también brincaban y pateaban. Mat suponía que era alguna clase de danza; otro Aiel tocaba la zampoña para acompañarlos. Los bailarines saltaban tan alto como podían, levantaban más aun uno de los pies, y después caían sobre ese mismo pie para de inmediato saltar otra vez, más y más deprisa, a veces girando como trompos horizontales en la cúspide del salto o dando volantines o piruetas. Siete u ocho tearianos y cairhieninos estaban sentados tras haberse roto algún hueso por intentar emularlos, pero seguían jaleando y riendo como dementes mientras se iban pasando una escudilla de piedra con algún tipo de bebida. Había más grupos de hombres bailando y puede que cantando, pero con la algarabía reinante resultaba difícil asegurarlo. Desde su posición, sin girarse, podía contar diez zampoñas, por no mencionar el doble de silbatos metálicos, y un instrumento de viento que tenía un aspecto entre flauta y cuerno que un cairhienino delgaducho, vestido con una chaqueta andrajosa, soplaba con entusiasmo. Y los tambores eran incontables, aunque la mayoría no eran otra cosa que pucheros que golpeaban con cucharas.

A no tardar, el campamento era una casa de locos y los bailes se fusionaron en una sola celebración. A Mat le resultaba familiar, principalmente por los recuerdos que todavía podía asignar a otros hombres si se concentraba lo suficiente: era la celebración por seguir vivos. Una vez más se habían paseado ante las narices del Oscuro y habían sobrevivido para contarlo. Una vez más la danza al filo de la cuchilla había terminado. Casi muertos ayer, tal vez muertos mañana, pero vivos, gloriosamente vivos, hoy. A Mat no le parecía que hubiese nada que celebrar. ¿De qué servía estar vivo si ello significaba encontrarse encerrado en una jaula?

Sacudió la cabeza al ver pasar a Daerid, Estean y a un fornido y pelirrojo Aiel a quien no conocía tambaleándose y agarrándose unos a los otros. Apenas perceptible por el ensordecedor jolgorio, Mat oyó que Daerid y Estean intentaban enseñar al tipo más alto que iba entre los dos la letra de Bailar con la Dama de las Sombras:

Cantando toda la noche y todo el día bebiendo,

con las chicas guapas nuestra paga gastaremos,

y cuando hayamos gastado hasta el último céntimo

a bailar con la Dama de las Sombras nos iremos.

El atezado Aiel no mostraba interés alguno en aprender, por supuesto —y no lo haría a no ser que lo convencieran de que era un himno guerrero en toda regla—, pero escuchaba la letra, y no era el único. Para cuando los tres se hubieron perdido entre la muchedumbre, los seguían otros veinte hombres que llevaban el ritmo con las abolladas jarras de peltre o las deterioradas tazas de cuero, todos ellos berreando a voz en grito la canción.

Para mí es un placer tomar cerveza y vino,

y disfruto con las chicas de tobillo fino,

pero mi mayor deleite es y siempre ha sido

bailar con la Dama de las Sombras a capricho.

Mat hubiese querido no haberle enseñado la canción a ninguno de ellos. Sólo lo había hecho para tener la mente ocupada mientras Daerid le paraba la hemorragia que lo estaba desangrando; aquel ungüento escocía tanto como las propias heridas, y Daerid jamás se ganaría la vida como sastre considerando la «delicadeza» con que utilizaba la aguja y el hilo para coser. El problema era que la canción se había popularizado con la rapidez con que se propaga un incendio en la pradera. Tearianos y cairhieninos, de caballería o infantería, todos la cantaban cuando regresaron al amanecer.

Cuando regresaron. De vuelta al valle entre colinas donde habían empezado a luchar, al pie de la derruida torre de troncos, sin que le dieran la oportunidad de largarse. Se había ofrecido a cabalgar por delante de las tropas, y Talmanes y Nalesean casi habían llegado a las manos por ser el uno o el otro quien le proporcionara la escolta. No todos se habían convertido en amigos del alma. Lo único que le faltaba ahora era que Moraine apareciera para preguntarle dónde había estado y por qué, y que le diera la charla sobre ta’veren y el deber, sobre el Entramado y Tarmon Gai’don, hasta conseguir marearlo. A buen seguro estaría con Rand ahora, pero antes o después iría a buscarlo.

Alzó la vista hacia la cumbre de la colina y al amasijo de troncos astillados entre árboles rotos. Ese tipo cairhienino que había construido los visores de lentes para Rand estaba allí arriba con sus aprendices, revolviendo entre los restos de la destrozada torre. Los Aiel se habían mostrado muy ufanos de lo ocurrido allí. Definitivamente había llegado de sobra el momento de marcharse. El medallón de la cabeza de zorro lo protegía de mujeres que encauzaban, pero había visto y oído a Rand lo suficiente para comprender que el encauzamiento de un hombre era diferente, y no tenía el menor interés en descubrir si el colgante lo protegía también de Sammael y los de su clase.

Torciendo el gesto por las dolorosas punzadas de las heridas, se valió de la lanza de mango negro para ponerse de pie. A su alrededor la celebración continuaba; si se dirigía como quien no quiere la cosa hacia donde los caballos estaban atados en hileras… La verdad era que no tenía pizca de ganas de ponerse a ensillar a Puntos.

—El héroe no debería estar sin beber.

Giró rápidamente sobre sus talones, sobresaltado, gruñendo por las punzadas de las heridas, y se encontró con Melindhra. La mujer tenía una enorme jarra de loza en la mano, no llevaba lanzas y su rostro no estaba velado, pero sus ojos parecían estar sopesándolo.

—Escucha, Melindhra, puedo explicarlo todo.

—¿Qué hay que explicar? —preguntó mientras le echaba el brazo libre por los hombros. A pesar del intenso dolor que le causaba hacerlo, Mat se irguió cuanto pudo; no estaba acostumbrado a tener que levantar los ojos para mirar a una mujer—. Sabía que buscarías tu propio honor. El Car’a’carn arroja una gran sombra, pero ningún hombre querría pasarse la vida bajo ella.

Tragándose lo que iba a decir, Mat cerró la boca de golpe.

—Claro —logró farfullar. La mujer no iba a intentar matarlo—. Eso es exactamente. —Tan grande era su alivio que cogió la jarra a la Aiel, pero el trago que se echó a la boca salió despedido violentamente. Era el brandy más fuerte y abrasador que había probado en toda su vida.

Melindhra recuperó la jarra para dar un sorbo, después suspiró con deleite y se la devolvió a Mat.

—Era un hombre de mucho honor, Mat Cauthon. Habría sido mejor que lo hubieses capturado, pero incluso matarlo te ha proporcionado mucho ji. Estuviste acertado al buscarlo.

A despecho de sí mismo, los ojos de Mat se dirigieron hacia aquello que había estado intentando no mirar. Una correa de cuero atada en el corto cabello pelirrojo sostenía la cabeza de Couladin en lo alto del poste de tres metros, cerca de donde danzaban los Aiel. El despojo parecía estar sonriendo. Sonriéndole a él.

¿Buscar a Couladin? ¡Pero si había hecho todo lo posible para poner cuantas más picas mejor entre él y cualquier Shaido! Sin embargo, aquella flecha le había abierto un corte a un lado de la cabeza, y antes de que supiera lo que pasaba estaba tendido en el suelo y esforzándose para ponerse de pie, con lo más encarnizado de la lucha a su alrededor, moviendo la lanza con la marca de los cuervos a uno y otro lado mientras procuraba regresar donde estaba Puntos. Y entonces Couladin había aparecido como materializándose en el aire, con el rostro velado para matar; pero los brazos desnudos borraron toda duda sobre su identidad, con aquellos relucientes dragones dorados y rojos como enroscados en ellos. El hombre se había abierto paso entre los piqueros con sus lanzas como hace un segador en el trigo, y mientras tanto no dejaba de gritar que Rand diera la cara y que el Car’a’carn era él. Quizás a esas alturas ya se lo creía realmente. Mat no sabía si Couladin lo había reconocido o no, pero tampoco importaba gran cosa ese detalle cuando el tipo estaba decidido incluso a abrir un agujero a través de él con tal de llegar hasta Rand. Y tampoco sabía quién le había cortado la cabeza a Couladin posteriormente.

«Estaba demasiado ocupado en seguir con vida para fijarme», pensó con acritud. Y en no desangrarse hasta morir. Allá, en Dos Ríos, había sido tan bueno como cualquiera con la vara de combate, y ese tipo de arma no era tan diferente de la lanza que manejaba ahora, pero podía decirse que Couladin había nacido con ellas en las manos. Claro que toda esa destreza no le había servido de mucho al final. «A lo mejor todavía me queda un poquito de suerte. ¡Luz, por favor, que se me muestre propicia ahora!»

Estaba pensando cómo librarse de Melindhra para ponerse a ensillar a Puntos cuando Talmanes se presentó e hizo una reverencia ceremoniosa, con la mano sobre el corazón, al estilo de Cairhien.

—La gracia te sea propicia, Mat.

—Y a ti —respondió el joven con aire ausente. La Aiel no se iba a marchar porque se lo pidiera él. Y pedírselo sería como meter un zorro en un gallinero. A lo mejor podía decirle que le apetecía cabalgar un rato. Claro que los Aiel eran capaces de aguantar corriendo más que un caballo.

—Anoche vino una delegación de la ciudad, y habrá un desfile triunfal para el lord Dragón como agradecimiento de Cairhien.

—No me digas. —Melindhra debía de tener servicios asignados como las demás Doncellas, que siempre andaban apiñadas alrededor de Rand; quizá tuviera que irse para hacer su turno. No obstante, tras echarle una ojeada a la mujer, Mat pensó que lo mejor era no hacerse ilusiones al respecto. Su amplia sonrisa traslucía… un aire posesivo.

—La delegación la envió el Gran Señor Meilan —informó Nalesean, que se reunió con ellos. Su reverencia fue tan formal con la del cairhienino, pero más precipitada—. Es él quien ofrece el desfile al lord Dragón.

—Lord Dobraine, lord Maringil y lady Colavaere, entre otros, también se presentaron ante el lord Dragón.

Mat se obligó a prestar atención al momento presente. Estos dos estaban intentando hacer como si el otro no existiera —ambos mirándolo directamente sin dirigirse entre sí ni un vistazo de reojo— pero el gesto de sus semblantes era tenso como sus palabras por el esfuerzo de disimular, y sus nudillos estaban blancos de tanto apretar las manos sobre las empuñaduras de las espadas. Sólo faltaba que estos dos llegaran a las manos para poner la guinda en el pastel y que él acabara atravesado accidentalmente por la espada de cualquiera de ellos mientras intentaba quitarse de en medio renqueando.

—¿Y qué importancia tiene quién envió la delegación mientras que Rand tenga su desfile?

—La importancia de que debes pedirle que, por derecho, hemos de ser nosotros quienes lo encabecemos —se apresuró a responder Talmanes—. Mataste a Couladin y ello nos otorga ese derecho.

Nalesean cerró la boca y frunció el ceño; evidentemente, había estado a punto de decir lo mismo.

—Pedídselo vosotros —repuso Mat—. A mí no me concierne. —Sintió que la mano de Melindhra se tensaba sobre la parte posterior de su cuello, pero no le importó. A buen seguro, Moraine no estaría lejos de Rand, y no estaba dispuesto a meter la cabeza en un segundo cepo cuando todavía intentaba encontrar el modo de escaparse del primero.

Talmanes y Nalesean lo miraron boquiabiertos, como si se hubiese vuelto loco.

—Eres nuestro cabecilla de la batalla —protestó Nalesean—. Nuestro general.

—Mi asistente te limpiará las botas —intervino Talmanes con una sonrisilla que puso buen cuidado en no dirigir al irritado teariano—, y te cepillará y remendará las ropas. Ofrecerás tu mejor aspecto.

Nalesean se dio un tirón de la puntiaguda barba; sus ojos se desviaron fugazmente hacia el otro hombre antes de que pudiera contener el gesto.

—Si me lo permites, te ofrezco una buena chaqueta que creo que es de tu talla. Es de satén dorado y carmesí.

Ahora le tocó al cairhienino torcer el gesto.

—¡General! —exclamó Mat, ayudándose de la lanza para erguirse—. ¡Yo no soy ningún jodido…! Quiero decir, que no deseo usurpar el puesto que le corresponde a otro. —Que dilucidaran ellos a cuál de los dos se refería.

—Así se abrase mi alma —dijo Nalesean—, fue tu diestra dirección en la batalla la que nos hizo vencer y nos mantuvo con vida. Por no mencionar tu suerte. Me he enterado de que siempre sacas la mejor carta, pero es algo más que eso. Te seguiría aunque no conocieses al lord Dragón.

—Eres nuestro líder —se apresuró a intervenir Talmanes con un tono de voz más sobrio aunque igualmente convencido—. Hasta ayer seguí a hombres de otras tierras porque debía hacerlo. A ti te seguiré porque quiero. Puede que no seas un lord en Andor, pero aquí, yo afirmo que lo eres y me tienes a tus órdenes.

Cairhienino y teariano se contemplaron como sorprendidos de haber manifestado en voz alta el mismo sentimiento, y luego, lentamente y de mala gana, intercambiaron unos breves cabeceos de conformidad. Aunque no se tragaran —y de eso se daba cuenta hasta el más necio— en esto estaban de acuerdo. Hasta cierto punto.

—Te enviaré a mi mozo de cuadra para que almohace tu caballo para el desfile —dijo Talmanes y apenas frunció el ceño cuando Nalesean añadió:

—El mío compartirá esa tarea. Tu montura debe tener un aspecto que nos haga enorgullecernos. Y, así me abrase, necesitamos un estandarte. Tu estandarte.

El cairhienino mostró su conformidad a esto último con un rotundo cabeceo.

Mat no sabía si reírse como un loco o sentarse y ponerse a llorar. Aquellos malditos recuerdos. De no ser por ellos, habría seguido su camino, como estaba planeado. De no ser por Rand, nunca habrían entrado en su cabeza. Podía seguirlos paso a paso, cada uno necesario en ese preciso momento y con un propósito en sí mismo, todos ellos conduciendo, inevitablemente, al siguiente. Al principio de todo ello estaba Rand. Y los puñeteros ta’veren. No lograba entender cómo el hecho de hacer algo que parecía absolutamente necesario y poniendo el máximo empeño para que resultara casi inofensivo siempre parecía conducirlo más dentro del cenagal. Melindhra había empezado a acariciarle la nuca en lugar de apretársela. Sólo le faltaba que…

Alzó la vista a la colina y allí estaba. Moraine, en su montura de elegante paso, con Lan a su lado, empequeñeciéndola sobre su negro corcel. El Guardián se inclinó hacia ella como para escuchar y pareció que surgía una pequeña discusión entre ambos, una protesta violenta por parte de él, pero al cabo de un momento la Aes Sedai hizo que Aldieb volviera grupas y se perdió de vista por la otra ladera. Lan se quedó donde estaba, sobre Mandarb, observando el campamento que había al pie de la colina. Vigilando a Mat.

El joven se estremeció. De verdad que la cabeza de Couladin parecía estar sonriéndole directamente a él. Casi podía oír hablar al hombre. Me habrás matado, pero has metido el pie justo en el cepo. Yo estoy muerto, pero tú nunca estarás libre.

—Genial. Condenadamente genial —rezongó, y echó un trago del fuerte brandy que le cortó la respiración. Talmanes y Nalesean parecían creer que lo había dicho en serio, y Melindhra rió con complacencia.

Se habían reunido unos cincuenta tearianos y cairhieninos para presenciar la conversación entre los dos lores y él, y su gesto de beber fue como una señal para que empezaran a darle una serenata con una estrofa de su propia cosecha:

Tiraremos los dados y que caigan como caigan,

achucharemos a las chicas ya sean bajas o altas,

y luego seguiremos al joven Mat, vaya donde vaya,

a bailar con la Dama de las Sombras que nos aguarda.

Con una risa resollante e incontenible, Mat se volvió a sentar en el peñasco y se dispuso a vaciar la jarra. Tenía que haber algún modo de escapar de esto. Tenía que haberlo.


Rand abrió los ojos muy despacio y contempló el techo de su tienda. Estaba desnudo bajo la manta. La ausencia de dolor casi fue alarmante, pero se sentía más cansado de lo que recordaba haberlo estado jamás. Y recordaba. Había dicho cosas, pensado cosas que… Se quedó helado. «No puedo dejar que él tome el control. ¡Yo soy yo! ¡Yo!» Tanteó torpemente debajo de la manta y encontró la suave cicatriz redonda en su costado, todavía tierna pero cerrada.

—Moraine Sedai te curó —dijo Aviendha, y Rand se llevó un buen susto.

No la había visto, sentada con las piernas cruzadas sobre las alfombrillas que había junto al hoyo de la lumbre, bebiendo en una copa de plata con leopardos cincelados. Asmodean estaba tendido boca abajo en los cojines, con la barbilla apoyada en los brazos. Ninguno de los dos parecía haber dormido, pues tenían marcadas unas oscuras ojeras.

—No habría tenido que hacerlo —continuó Aviendha con tono frío. Cansada o no, estaba perfectamente peinada y sus ropas aseadas marcaban un brusco contraste con el arrugado atuendo de oscuro terciopelo de Asmodean. De vez en cuando la Aiel daba vueltas al brazalete de marfil con las rosas y espinas talladas que él le había regalado, como si no se diera cuenta de lo que hacía. También lucía el collar de plata de copos de nieve; todavía no le había dicho quién se lo había dado, y cuando comprendió que realmente él quería saberlo pareció hacerle gracia. Desde luego, su expresión ahora no era nada divertida—. Moraine Sedai estaba casi agotada por el esfuerzo de curar a los heridos. Aan’allein tuvo que llevarla en brazos a su tienda. Y todo por tu culpa Rand al’Thor, porque curarte acabó con la escasa energía que le quedaba y se desplomó.

—La Aes Sedai ya está de pie —intervino Asmodean mientras reprimía un bostezo. Hizo caso omiso de la acerada mirada que le dirigió la joven Aiel—. Ha venido dos veces desde que salió el sol, aunque dijo que te recuperarías. Me parece que no lo tenía tan claro anoche. Y tampoco yo. —Cogió el arpa y la puso ante sí, pulsó ociosamente las cuerdas y habló con tono indiferente—. Hice cuanto pude por ti, desde luego, ya que mi vida y mi fortuna van unidas a tu persona, pero mis talentos no tienen nada que ver con la Curación, ya me entiendes. —Pulsó unas notas como para ratificar su afirmación—. Tengo entendido que un hombre puede matarse o amansarse haciendo lo que hiciste tú. Ser fuerte en el Poder no sirve de nada si el cuerpo está agotado, y el saidin puede matar fácilmente cuando se está en esas condiciones físicas. O eso es lo que tengo entendido.

—¿Has acabado de compartir tus conocimientos, Jasin Natael? —El tono de Aviendha era aun más frío que antes, y la joven no esperó repuesta antes de volver aquella gélida mirada azul hacia Rand. Por lo visto, la interrupción era también culpa suya—. Un hombre puede actuar como un necio a veces, pero cuanto menos, mejor, y un jefe debe hacerlo incluso menos que un hombre corriente, y un jefe de jefes, menos todavía. No tenías derecho a forzar tu resistencia hasta el borde de la muerte. Egwene y yo intentamos hacer que regresaras con nosotras cuando nos sentimos demasiado exhaustas para continuar, pero no quisiste atender a razones. Puede que seas más fuerte que las dos como Egwene afirma, pero aun así eres de carne y hueso. Y eres el Car’a’carn, no un nuevo Seia Doon que busca el honor. Tienes toh, un deber, para con los Aiel, Rand al’Thor, y no podrás cumplirlo si mueres. No puedes hacerlo todo tú solo.

Durante unos instantes sólo fue capaz de mirarla boquiabierto. ¡Pero si apenas había hecho nada, si había dejado la batalla en manos de otros a todos los efectos mientras que él iba de aquí para allí tratando de ser útil en algo! Ni siquiera había sido capaz de impedir que Sammael atacara donde y como le dio la gana. ¿Y ahora le echaba un rapapolvo porque había hecho demasiado?

—Intentaré recordarlo —dijo al cabo. Aun así, la joven parecía dispuesta a proseguir con la regañina—. ¿Qué noticias hay de los Miagoma y los otros tres clanes? —preguntó, tanto para distraerla hacia otros asuntos como porque tenía interés en saberlo. Rara vez las mujeres se mostraban dispuestas a dejar de machacarlo a uno hasta que lo tenían clavado en el suelo, a no ser que se las distrajera.

Funcionó. Aviendha siempre presumía de lo que sabía, naturalmente, y ponía tanto entusiasmo en instruir como en reprender. La suave melodía de Asmodean —para variar algo agradable, incluso bucólico— puso un extraño fondo a sus palabras.

Los Miagoma, los Shiande, los Daryne y los Codarra estaban acampados a la vista unos de los otros, a unos cuantos kilómetros al este. Había un continuo reguero de hombres y Doncellas yendo y viniendo entre los distintos campamentos, incluido el de Rand, pero sólo entre sociedades, e Indirian y los otros jefes no se movían. Sin duda al final se unirían a Rand, pero no hasta que las Sabias hubieran acabado sus conversaciones.

—¿Todavía están hablando? —preguntó Rand—. En nombre de la Luz, ¿qué es lo que tienen que discutir para que les lleve tanto tiempo? Los jefes vienen para seguirme a mí, no a ellas.

La joven le lanzó una de aquellas miradas impasibles que no tenían nada que envidiar a las de Moraine.

—Lo que hablen las Sabias sólo les incumbe a ellas, Rand al’Thor. —Como si hiciera una concesión añadió, vacilante—: Egwene podría contarte algo, pero cuando hayan terminado. —Su tono daba a entender que Egwene muy bien podría no decírselo tampoco.

Se resistió a los intentos de Rand de que le contara algo más y él acabó dándose por vencido. Había tantas posibilidades de que lo descubriera antes de que lo mordiera como que no, pero en cualquier caso no iba a sacarle una sola palabra que ella no quisiera decir. Las Sabias no se quedaban atrás con respecto a las Aes Sedai en cuanto a guardar secretos y rodearse de misterio. Aviendha estaba aprendiendo muy bien esa lección en particular.

La presencia de Egwene en la reunión de las Sabias lo sorprendió, como también la ausencia de Moraine —Rand habría esperado que la Aes Sedai estuviera metida en el ajo, tirando de las cuerdas a favor de sus planes—, pero resultó que lo uno estaba relacionado con lo otro. Las Sabias recién llegadas habían querido hablar con una de las Aes Sedai que seguían al Car’a’carn, y aunque Moraine ya estaba en pie y recuperada de la Curación que le había practicado, adujo que no disponía de tiempo, de modo que habían sacado de sus mantas a Egwene para que la reemplazara.

Aquello hizo que Aviendha se riera. La joven Aiel estaba fuera cuando Sorilea y Bair sacaron prácticamente a rastras a Egwene de la tienda, intentando vestirla mientras la llevaban casi en volandas.

—Le grité que esta vez tendría que excavar agujeros con los dientes si la habían pillado en algún renuncio, y estaba tan adormilada que me creyó. Empezó a protestar con tanto ardor que no pensaba hacerlo que Sorilea empezó a preguntarle qué era lo que había hecho para pensar que merecía el castigo. Tendrías que haber visto la cara de Egwene. —Se echó a reír con tantas ganas que casi se cae.

De hecho, Asmodean la miró con prevención aunque, considerando quién y qué era él, Rand no entendía por qué lo hacía; sin embargo, Rand se limitó a esperar a que remitiera su estallido de jolgorio y recobrara el aliento. Teniendo en cuenta el humor Aiel, no era una broma pesada. Más bien era de la clase que podría esperarse de Mat, no de una mujer; pero, aun así, seguía siendo ligera. Cuando por fin la muchacha se irguió, enjugándose los ojos, Rand preguntó:

—¿Qué pasa con los Shaido? ¿O también están sus Sabias en el cónclave?

Aviendha le contestó todavía entre risitas contenidas y sorbiendo vino; consideraba acabados a los Shaido, ni siquiera merecedores de ser tenidos en cuenta. Se habían hecho miles de prisioneros, y aún seguían llegando más en número reducido; la batalla había cesado excepto en alguna pequeña escaramuza que otra. Empero, cuanta más información le daba, menos le parecía a Rand que el clan estuviera acabado. Debido a que los otros cuatro clanes habían tenido ocupado a Han, el grueso de las fuerzas de Couladin había cruzado el Gaelin de manera ordenada, incluso llevándose consigo a los prisioneros cairhieninos que habían capturado. Y, lo que era peor, habían destruido los puentes de piedra una vez que los cruzaron.

Aquello no le concernía a Aviendha, pero sí a él. Diez mil Shaido al norte del río, sin modo de llegar a ellos hasta que se reemplazaran los puentes, e incluso construir unas pasarelas de madera llevaría bastante tiempo. Un tiempo del que no disponía.

Al final, cuando parecía que ya estaba dicho todo sobre los Shaido, la Aiel le habló de algo que le hizo olvidar sus preocupaciones por este clan y los problemas que pudiera ocasionar. Aviendha lo dejó caer, como si se hubiese olvidado de mencionarlo.

—¿Que Mat mató a Couladin? —repitió Rand con incredulidad—. ¿Mat?

—¿No es lo que acabo de decirte? —Su tono era cortante, pero falto de entusiasmo. Por su forma de mirarlo por encima del borde de la copa habríase dicho que estaba más interesada en cómo tomaría él la noticia que en si ponía en duda sus palabras.

Asmodean tocó unas cuantas notas marciales; el arpa parecía el eco de tambores y trompetas.

—En ciertos aspectos, es un joven que guarda tantas sorpresas como tú —comentó—. De verdad que estoy deseando conocer al tercero del grupo, al tal Perrin.

Rand sacudió la cabeza. Así que Mat no había escapado del tirón de ta’veren a ta’veren después de todo. O quizás era que el Entramado lo había atrapado en sus hilos por ser él mismo ta’veren. Se debiera a lo uno o a lo otro, Rand sospechaba que su amigo no debía de sentirse muy feliz en este momento. Mat no había aprendido la lección que él sabía tan bien: intenta huir, y el Entramado te hará volver, a menudo con pocas contemplaciones; muévete en la dirección en que la Rueda te teje, y a veces te las arreglas para tener un poco de control sobre tu propia vida. A veces. Con suerte, tal vez más de las que nadie esperaría, al menos en lo referente a largo trecho. Empero había cosas más urgentes de las que ocuparse que Mat o los Shaido.

Una ojeada a la entrada le mostró que el sol había salido hacía muchas horas, aunque lo único que alcanzaba a ver eran dos Doncellas sentadas en cuclillas, con las lanzas cruzadas sobre las rodillas. Había estado inconsciente toda una noche y gran parte de la mañana, pero o Sammael no había intentado encontrarlo o había fracasado en su propósito.

Debía tener cuidado con utilizar ese nombre, incluso para sus adentros, aunque ahora había otro que flotaba en el límite de su mente: Tel Janin Aellinsar. Ningún relato de la historia mencionaba ese nombre ni había referencia en la biblioteca de Tar Valon; Moraine le había contado todo lo que las Aes Sedai sabían sobre los Renegados, y era poco más que lo que se relataba en los cuentos de los pueblos. Incluso Asmodean le había llamado siempre Sammael, aunque por razones diferentes. Mucho antes de que acabara la Guerra de la Sombra, los Renegados habían adoptado los nombres que los hombres les habían puesto, como símbolos de su renacimiento en la Sombra. El verdadero de Asmodean —Joar Addam Nessosin— hacía que el hombre se encogiera, y afirmaba que había olvidado los de los otros en el transcurso de tres milenios.

Quizá no había una verdadera razón para ocultar lo que rumiaba para sus adentros —tal vez no era más que un deseo de no querer ver la realidad— pero Sammael, el hombre, permanecería. Y como Sammael pagaría con creces por cada Doncella que había matado. Las que él había sido incapaz de mantener a salvo.

Incluso cuando todavía tomaba esta resolución, hizo una mueca. Él había dado pie a aquello al enviar a Weiramon de regreso a Tear —hasta el momento, sólo Weiramon y él, la Luz lo quisiera, sabían la importancia de esta decisión—, pero no podía perseguir a Sammael por mucho que lo deseara y a pesar de lo que jurase. Todavía no. Había asuntos de los que ocuparse primero aquí, en Cairhien. Puede que Aviendha creyese que él no entendía de ji’e’toh, y tal vez tuviera razón, pero sí entendía de deber y tenía uno con Cairhien. Además, había formas de ir tras Weiramon para reforzar su misión.

Se sentó, procurando no poner de manifiesto lo mucho que le costaba, se tapó tan decentemente como se lo permitía la manta y se preguntó dónde estarían sus ropas; sólo veía las botas, detrás de Aviendha. Probablemente ella lo sabía. Posiblemente habían sido gai’shain quienes lo habían desnudado, pero también podía haberlo hecho ella misma.

—Tengo que ir a la ciudad. Natael, haz que ensillen a Jeade’en y lo traigan aquí.

—Quizá mañana —le dijo firmemente Aviendha mientras agarraba a Asmodean por la manga cuando éste empezaba a levantarse—. Moraine Sedai dijo que te hacía falta descansar durante…

—Hoy, Aviendha. Ahora. Ignoro por qué no está Meilan aquí, si es que sigue vivo, pero me propongo averiguarlo. Natael, mi caballo.

La joven adoptó una expresión obstinada, pero Asmodean se soltó de un tirón.

—Meilan estuvo aquí —informó mientras se alisaba la manga de terciopelo—, con otros.

—No había que contarle que… —empezó, furiosa, Aviendha, que luego apretó los labios antes de acabar—. Necesita descansar.

Así que las Sabias pensaban que podían ocultarle ciertas cosas. Bueno, pues no estaba tan débil como se imaginaban. Intentó ponerse de pie, manteniendo ceñida la manta, pero en lugar de ello rebulló en el sitio cuando las piernas se negaron a obedecerlo. Quizá sí que estaba tan débil como pensaban. Pero no iba a permitir que tal cosa lo detuviera.

—Ya descansaré cuando esté muerto —manifestó, y al momento deseó no haberlo dicho cuando la vio encogerse como si la hubiese abofeteado. No, Aviendha no se habría encogido por un golpe. El que conservara la vida era importante para ella por el bien de los Aiel, y cualquier cosa que significara una amenaza para tal fin le haría más daño que un puñetazo—. Cuéntame qué quería Meilan, Natael.

Aviendha se sumió en un obstinado silencio, aunque, si las miradas surtieran efecto, Asmodean se habría quedado mudo.

Un jinete había llegado durante la noche, enviado por Meilan como portador de alabanzas y afirmaciones de eterna lealtad. Al amanecer, el propio Meilan apareció en el campamento con otros seis Grandes Señores de Tear que estaban en la ciudad, así como una pequeña hueste de soldados tearianos que toqueteaban las empuñaduras de sus espadas y aferraban las astas de sus lanzas como si esperaran tener que luchar en cualquier momento contra los Aiel que habían presenciado en silencio su entrada en el campamento.

—Y faltó poco —comentó Asmodean—. El tal Meilan no es de los que admiten bien que se les lleve la contraria, a mi modo de ver, y los otros no le andan muy a la zaga. En especial el de facciones toscas como un terrón reseco… ¿Torean? y el tal Simaan. Ése tiene unos ojos tan afilados como su nariz. Sabes que estoy acostumbrado a compañías peligrosas, pero, a su modo, estos hombres lo son tanto como cualquiera de los que conozco.

Aviendha aspiró ruidosamente el aire por la nariz.

—Estén acostumbrados a lo que estén, no tenían la menor oportunidad con Sorilea, Amys, Bair y Melaine por un lado, y Sulin con un millar de Far Dareis Mai por el otro. Y también había algunos Soldados de Piedra —admitió—, y unos cuantos Buscadores de Agua y también unos pocos Escudos Rojos. Si de verdad sirves al Car’a’carn como afirmas, Jasin Natael, deberías velar por su descanso como lo hacen ellos.

—Es al Dragón Renacido a quien sirvo, jovencita. El Car’a’carn os lo dejo a vosotros.

—Vamos, Natael, continúa —instó Rand con impaciencia, por lo que se ganó otro resoplido de la Aiel.

Aviendha estaba en lo cierto en cuanto a que los tearianos no habrían tenido la menor oportunidad en un enfrentamiento con los Aiel, aunque probablemente el que las Doncellas y otros toquetearan sus velos debió de impresionarlos más que la presencia de las Sabias. Sea como fuere, incluso Aracome, un hombre canoso y esbelto con un temperamento flemático, estaba a punto de estallar en cólera cuando hicieron volver grupas a sus corceles, y Gueyam, calvo como un canto de río y corpulento como un herrero, estaba lívido de rabia. Asmodean no sabía de seguro si había sido la certeza de saberse superados por los Aiel lo que los había hecho desistir de desenvainar las espadas o el ser conscientes de que, si de algún modo conseguían abrirse paso hasta Rand, era improbable que éste les diera la bienvenida llevando las armas tintas con la sangre de sus aliados.

—A Meilan los ojos se le salían de las órbitas —terminó Asmodean—. Pero antes de marcharse manifestó a voz en grito su lealtad y fidelidad hacia ti. Tal vez pensó que podrías oírlo. Los otros se hicieron eco de sus palabras de inmediato, aunque Meilan añadió algo que hizo que lo miraran de hito en hito: «Entrego Cairhien al lord Dragón como un presente», manifestó. Luego anunció que prepararía una ceremonia triunfal para cuando estuvieses en condiciones de entrar en la ciudad.

—Hay un dicho en Dos Ríos —comentó secamente Rand—: «Cuanto más alta sea la voz de un hombre proclamando su honradez, más fuerte debes sujetar tu bolsa de dinero». Y hay otro que dice: «A menudo el zorro ofrece darles a los patos su propio estanque». —Cairhien era suyo sin que Meilan se lo regalara.

Sabía muy bien hasta dónde llegaba la lealtad del hombre: duraría mientras Meilan creyera que pagaría las consecuencias si lo sorprendían traicionándolo. Si lo sorprendían; ése era el quid. Aquellos siete Grandes Señores que estaban en Cairhien habían sido los que con más asiduidad habían intentado asesinarlo en Tear. Tal era la razón por la que los había enviado allí. Si hubiese ejecutado a todos los nobles tearianos que conspiraban contra él, probablemente no habría quedado ninguno vivo. En aquel momento, encomendarles la tarea de ocuparse de la anarquía, la hambruna y una guerra civil localizadas a mil quinientos kilómetros de Tear le pareció un buen modo de poner trabas a sus intrigas al tiempo que llevaban a cabo algo positivo allí donde hacía falta. Claro que por aquel entonces ignoraba la existencia de Couladin y que éste lo conduciría a Cairhien.

«Esto sería más fácil si fuese un relato épico», pensó. En los relatos sólo había tantos imprevistos cuando el héroe sabía cuanto era necesario; él, por el contrario, únicamente parecía saber una cuarta parte de todo.

Asmodean vaciló —el viejo dicho de hombres clamando a voces su lealtad podía aplicársele a él también, y sin duda era consciente de ello— pero, al ver que Rand no decía nada, añadió:

—Creo que desea proclamarse rey de Cairhien. Supeditado a ti, por supuesto.

—Y preferiblemente teniéndome muy lejos. —A buen seguro que Meilan esperaba que él regresase a Tear, y a Callandor. Ciertamente al Gran Señor no le asustaría nunca tener mucho poder.

—En efecto. —El tono de Asmodean sonó incluso más seco que el de Rand—. Hubo otra visita entre esas dos. —Había acudido una docena de lores y ladis cairhieninos, sin escoltas, cubiertos con capas y embozos a pesar del calor reinante. Saltaba a la vista que sabían que los Aiel despreciaban a Cairhien, sentimiento que era correspondido al ciento por ciento, pero los ponía tan nerviosos el que Meilan descubriese que habían venido como que los Aiel decidiesen matarlos—. Cuando me vieron —dijo, torciendo el gesto—, la mitad de ellos parecieron dispuestos a matarme por miedo de que fuese teariano. Tienes que agradecer a las Far Dareis Mai el que todavía cuentes con un bardo.

A pesar de los pocos que eran, había costado más trabajo hacerles dar media vuelta a los cairhieninos que a Meilan; y, aunque sudaban más copiosamente y se ponían más lívidos de minuto en minuto, insistieron obstinadamente en que querían ver al lord Dragón. La medida de su ansiedad la dieron cuando finalmente se rebajaron a suplicar sin rebozo. Asmodean podría pensar que los Aiel tenían un sentido del humor extraño o rudo, pero no pudo evitar reírse a costa de los nobles, con sus chaquetas de seda y sus vestidos de amazonas intentando pasar inadvertidos mientras se arrodillaban para coger las faldas de lana de las Sabias.

—Sorilea los amenazó con hacerlos regresar a la ciudad desnudos y azotados. —Su queda risita se tornó en un gesto de incredulidad—. Incluso lo discutieron entre ellos. Creo que si tal cosa hubiese sido la condición para poder llegar hasta ti, algunos lo habrían aceptado.

—Sorilea tendría que haberlo hecho —convino sorprendentemente Aviendha—. Los quebrantadores de juramentos no tienen honor. Al menos Melaine y las Doncellas los echaron en las sillas de los caballos como si fueran sacos y azuzaron a los animales, que salieron a galope del campamento, con los quebrantadores de juramentos sujetándose como buenamente podían.

—Sí —asintió Asmodean—. Pero, antes, dos de ellos, lord Dobraine y lady Colavaere, hablaron conmigo una vez que estuvieron seguros de que no era un espía teariano. Disimularon el sentido de sus palabras bajo tantas insinuaciones e indirectas que no estoy seguro de lo que querían exactamente, pero no me sorprendería que su intención fuese ofrecerte el Trono del Sol. Son tan sibilinos que podrían sostener una conversación con… ciertas personas con las que solía relacionarme.

Rand soltó una risotada.

—Y tal vez lo hagan, si ven posibilidad de alcanzar el trato en los mismos términos que Meilan. —No era necesario que Moraine le dijese que los cairhieninos practicaban el Juego de las Casas hasta en sueños ni que Asmodean apuntara que lo intentarían con los Renegados. Los Grandes Señores a la izquierda y los cairhieninos a la derecha. Una batalla recién terminada y otra, de un tipo diferente pero no por ello menos peligrosa, que empezaba.

»En cualquier caso, tengo intención de poner en el Trono del Sol a alguien que tenga derecho a él. —Pasó por alto la expresión especulativa que traslucía el semblante de Asmodean; a lo mejor el hombre lo había ayudado anoche y a lo mejor, no, pero no se fiaba de él lo bastante para hacerlo partícipe de sus planes. Por mucho que el futuro de Asmodean estuviese unido al suyo, su lealtad estaba basada en una necesidad perentoria, y seguía siendo el mismo hombre que antaño había elegido entregar su alma a la Sombra.

»Así que Meilan se propone ofrecerme una entrada triunfal cuando esté listo, ¿no? Entonces tanto mejor si me presento allí antes de lo que espera para descubrir cómo están las cosas realmente. —De pronto se le ocurrió la razón de que Aviendha se estuviese mostrando tan agradable y tan bien dispuesta a ayudar a que la conversación prosiguiera. Mientras continuara allí, sentado y hablando, estaba haciendo exactamente lo que ella pretendía—. ¿Vas a buscarme el caballo, Natael, o tendré que ir yo personalmente?

La reverencia de Asmodean fue marcada, ceremoniosa y, en apariencia al menos, sincera.

—Estoy al servicio del lord Dragón.

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