De pie, tan cerca como le era posible del pequeño fuego que ardía en el centro de la tienda, Egwene tiritó mientras vertía agua caliente de un cazo en un barreño de franjas azules. Había bajado los laterales de la tienda, pero el frío se colaba entre las alfombras que cubrían el suelo, y todo el calor del fuego parecía escaparse por el agujero del humo que había en el centro del techo de la tienda, dejando únicamente el olor a excremento de vaca quemándose. Tuvo que apretar los dientes para que no le castañetearan.
De hecho, el vapor del agua empezaba a desaparecer; abrazó el saidar un momento y encauzó Fuego para calentarla más. Amys o Bair probablemente se habrían lavado con agua fría; en realidad, siempre tomaban baños de sudación. «Vale, no soy tan dura como ellas, ¿y qué? No crecí en el Yermo y no tengo por qué congelarme ni lavarme con agua fría si no quiero». Aun así no dejó de sentirse culpable mientras frotaba en un paño el jabón con olor a lavanda que había comprado a Hadnan Kadere. Las Sabias no le habían pedido que actuara de otro modo, pero no se libraba de la sensación de estar haciendo trampa.
Cortar el contacto con la Fuente Verdadera la hizo suspirar con remordimiento, pero a pesar de estar temblando por el frío se echó a reír bajito, burlándose de su necedad. La maravilla de estar llena con el Poder, la impetuosa oleada de vida y percepción, era el peligro intrínseco en ello. Cuanto más saidar se absorbía, más se deseaba, y si no se tenía una férrea disciplina se seguía absorbiendo hasta el punto en que no se podía controlar, de manera que el desenlace era la muerte o la propia neutralización. Y eso no era para tomárselo a risa.
«Ése es uno de tus mayores fallos —se reprendió severamente—. Siempre quieres hacer más de lo que se espera de ti. Deberías lavarte con agua fría; eso te enseñaría autodisciplina». El problema era que había tanto que aprender que a veces parecía que una vida entera no sería suficiente para asimilarlo. Sus maestras se mostraban siempre demasiado cautas, ya fueran las Sabias o las Aes Sedai en la Torre; era muy difícil contenerse cuando se sabía que, en muchos aspectos, ya las aventajaba. «No se dan cuenta de que puedo hacer más de lo que creen».
Una bocanada de aire frío la azotó y extendió el humo del fuego por la tienda.
—Si haces el favor… —dijo una voz de mujer.
Egwene dio un brinco y soltó un penetrante chillido antes de ser capaz de gritar:
—¡Cierra! —Se rodeó con los brazos para dejar de dar brincos—. ¡Entra o sal, pero cierra! —Tanto esfuerzo para tener un poco de calor, y ahora estaba con piel de gallina de la cabeza a los pies.
La mujer de blanco se deslizó en la tienda a gatas, y la solapa de la tienda se cerró tras ella. Mantenía los ojos bajos y las manos enlazadas humildemente; habría hecho lo mismo si Egwene la hubiera golpeado en vez de limitarse a gritarle.
—Si haces el favor —repitió con voz queda—, la Sabia Amys me envía para que te acompañe a la tienda de sudación.
Deseando poder ponerse sobre el fuego, Egwene gimió. «¡Así la Luz abrase a Bair y su obstinación!» Si no hubiera sido por la Sabia de cabello blanco, en esos momentos habrían estado en una casa de la ciudad, en lugar de vivir en tiendas en los límites de la urbe. «Dispondría de un cuarto con una chimenea como es debido. Y con puerta». Seguro que Rand no tenía que aguantar que la gente lo molestara cuando se le antojaba. «El maldito lord Dragón chasquea los dedos, y las Doncellas corren a servirlo como si fueran criadas. Apuesto a que le han buscado una cama de verdad en lugar de un catre en el suelo». Estaba segura de que Rand disfrutaba de un baño caliente todas las noches. «Seguramente las Doncellas suben cubos de agua caliente a sus aposentos. Apostaría a que incluso han encontrado una bañera para el gran señor».
Amys y Melaine se habían mostrado bien dispuestas a la sugerencia de Egwene, pero Bair se había plantado, sin querer dar el brazo a torcer, y las otras dos habían accedido a sus deseos como si fueran gai’shain. Egwene imaginaba que, con tantos cambios provocados por Rand, Bair quería aferrarse a las viejas costumbres todo lo posible, pero la joven habría deseado que la Sabia hubiese escogido otras tradiciones donde imponer su criterio de continuidad.
Ni siquiera se planteó rehusar; había prometido a las Sabias olvidar que era Aes Sedai —cosa fácil considerando que realmente no lo era— y hacer exactamente lo que le ordenaran. Y ésa era la parte difícil; había estado ausente de la Torre bastante tiempo para volver a ser dueña de sus actos. No obstante, Amys le había dicho tajantemente que caminar en los sueños era peligroso aun sabiendo lo que uno se traía entre manos, cuanto más cuando no lo sabía, y que, si no obedecía en el mundo de vigilia, no podrían fiarse de que obedeciera en el de los sueños, de modo que no aceptarían esa responsabilidad. En consecuencia, Egwene realizaba sus tareas junto con Aviendha, aceptaba las regañinas y los castigos tan pacientemente como le era posible y brincaba cada vez que Amys, Melaine o Bair decían «rana». Metafóricamente, se entiende. Ninguna de las Sabias había visto una rana en su vida. «No me llamarán para que les sirva el té». No, esa noche le tocaba a Aviendha esa tarea.
Se planteó ponerse las medias, pero finalmente se agachó para meterse sólo los zapatos. Era un calzado tosco, muy en consonancia con el Yermo; recordaba con añoranza los escarpines de seda que había desgastado en Tear.
—¿Cómo te llamas? —preguntó en un intento de mostrarse sociable.
—Cowinde —fue la dócil y escueta respuesta.
Egwene suspiró. Insistía en intentar entablar amistad con los gai’shain, pero sin resultado. No había tenido ocasión de acostumbrarse a los sirvientes, aunque en realidad los gai’shain no eran criados precisamente.
—¿Eras Doncella?
Un fugaz y feroz destello en los azules ojos de la otra mujer le reveló que su deducción era acertada; empero, los agachó de inmediato asumiendo de nuevo su actitud humilde.
—Soy gai’shain. Antes y después no es ahora, y sólo existe el presente.
—¿A qué septiar y clan perteneces? —Por lo general no era necesario preguntarlo, ni siquiera a un gai’shain.
—Sirvo a la Sabia Melaine, del septiar Jhirad, de los Goshien Aiel.
Egwene estaba intentando elegir entre dos capas, una marrón de burda lana y otra azul de seda acolchada que había comprado a Kadere —el buhonero había vendido todo lo que llevaba en las carretas para dejar espacio a la carga de Moraine, y a buen precio—, e hizo una pausa para mirar a la otra mujer con el entrecejo fruncido. Ésa no era la respuesta correcta. Había oído comentar que una variante del marasmo había afectado a algunos gai’shain; cuando su período de servidumbre de un año y un día terminaba, se negaban a quitarse la túnica blanca, simplemente.
—¿Cuándo finaliza tu plazo? —preguntó.
—Soy gai’shain —musitó Cowinde, que se encogió más, casi acurrucándose.
—Sí, lo sé, pero ¿cuándo podrás regresar a tu septiar, a tu propio dominio?
—Soy gai’shain —repitió la mujer con voz ronca, sin levantar la vista de las alfombras—. Si la respuesta te desagrada, castígame, pero no puedo dar otra.
—No seas absurda —replicó secamente Egwene—. Y ponte derecha. Eres una persona, no una rana.
La mujer de blanco obedeció de inmediato y se sentó sobre los talones, esperando sumisamente la siguiente orden. Era como si jamás hubiera alentado aquel fugaz destello de carácter en sus ojos.
Egwene respiró profundamente. Cowinde había asumido a su estilo los efectos del marasmo. Era un modo absurdo, pero ella no podía hacer nada para cambiarlo. En cualquier caso, se suponía que debía estar de camino hacia la tienda de sudación, no hablando con esta mujer.
Al recordar la corriente de aire frío, vaciló. La bocanada de viento gélido había hecho que se cerraran a medias dos grandes flores blancas que estaban en un cuenco somero. Procedían de la segade, una planta gruesa, sin hojas, de aspecto correoso y plagada de espinas. Había sorprendido a Aviendha con ellas en las manos, contemplándolas, esa misma mañana; la joven Aiel se había llevado un sobresalto al verla, y después se las entregó diciendo que las había cogido para ella. Egwene suponía que lo que todavía quedaba de Doncella en Aviendha no le permitía admitir que le gustaban las flores. Aunque, pensándolo bien, la había visto, siendo aún Far Dareis Mai, llevar de vez en cuando una en el cabello o en la chaqueta.
«Sólo estás intentado retrasar lo que tienes que hacer, Egwene al’Vere. ¡Deja de hacer el tonto! Estás comportándote de un modo tan absurdo como Cowinde».
—Salgamos —dijo, y tuvo el tiempo justo de cubrir su desnudez con la capa antes de que la gai’shain levantara la solapa de la tienda para dejar paso al gélido aire de la noche.
Allá arriba las estrellas eran puntos chispeantes en medio de la oscuridad, y la luna lucía en su tercer cuarto creciente. El campamento de las Sabias lo formaban dos docenas de tiendas situadas a menos de cien pasos de donde terminaba el resquebrajado pavimento de una de las calles de Rhuidean. El juego de luces y sombras de la luna daba a la ciudad la apariencia de extraños riscos y quebradas. Todas las tiendas tenían bajada la solapa de entrada, y los olores de las lumbres y las comidas se mezclaban en el aire.
Las otras Sabias acudían allí casi a diario para asistir a reuniones, pero pasaban las noches con sus propios septiares. Algunas incluso dormían en Rhuidean. Pero Bair no. Esto era lo más cerca de la ciudad que la Sabia había aceptado instalarse; si Rand no hubiera estado allí, sin duda habría insistido en levantar el campamento en las montañas.
Egwene mantuvo cerrada la capa con las dos manos mientras caminaba tan deprisa como podía. El frío se colaba por debajo del repulgo de la prenda y se metía por delante cada vez que las piernas desnudas de la joven daban un paso. Cowinde tuvo que remangarse las faldas de la túnica blanca a la altura de las rodillas para apretar el paso a fin de situarse delante de Egwene; la joven no necesitaba que la gai’shain la guiara, pero, puesto que la habían enviado a buscarla, se sentiría avergonzada y puede que ofendida si no le permitía hacerlo. Mientras apretaba los dientes para que no le castañetearan, Egwene deseó que la otra mujer fuera corriendo en lugar de caminar deprisa.
La tienda de sudación tenía el mismo aspecto que las demás, baja y ancha, con los laterales bajados completamente, salvo porque el agujero del humo estaba tapado. Cerca, un fuego había ardido hasta reducirse a rojas brasas esparcidas sobre unas cuantas piedras del tamaño de la cabeza de un hombre. No había luz suficiente para distinguir el bulto que había junto a la entrada de la tienda, pero Egwene sabía que eran ropas de mujeres cuidadosamente dobladas.
Tras inhalar profundamente el gélido aire, se descalzó, dejó caer la capa y casi se zambulló de cabeza dentro de la tienda. Un instante de estremecedor frío antes de que la solapa se cerrara detrás de ella, y de inmediato la asaltó el húmedo calor que hizo brotar una película de sudor en todo su cuerpo cuando todavía tiritaba.
Las tres Sabias que le estaban enseñando a caminar en los sueños se encontraban sentadas despreocupadamente, sudando, con el largo cabello cayéndoles, empapado, hasta la cintura. Bair hablaba con Melaine, la Sabia de cabello rubio y ojos verdes, cuya belleza contrastaba marcadamente con el rostro apergaminado y el blanco cabello de la otra mujer. Amys también tenía el pelo blanco —o quizás era de un color rubio tan pálido que daba esa impresión—, pero no tenía aspecto de ser mayor. Melaine y ella podían encauzar —cosa poco frecuente entre las Sabias—, de modo que poseía algo del aire intemporal de las Aes Sedai. Moraine, que junto a las otras parecía delgada y pequeña, exhibía un gesto imperturbable con el que parecía negar su desnudez, aunque el sudor le corría por el desnudo cuerpo y tenía el cabello pegado al cráneo. La Sabias utilizaban unas piezas de bronce, finas y curvas, llamadas staera, para rascar la piel húmeda y así arrastrar el sudor y el polvo del día.
Aviendha estaba en cuclillas, sudorosa, junto a la negra olla con piedras calientes y tiznadas que había en el centro de la tienda, y utilizaba cuidadosamente una tenaza para pasar la última piedra de una olla más pequeña a la grande. Hecho esto, roció sobre ellas agua de una calabaza para aumentar el vapor. Si dejaba que el vaho disminuyera en exceso, como poco se ganaría una regañina. La próxima vez que las Sabias se reunieran en la tienda de sudación, le tocaría a Egwene encargarse de esta tarea.
La joven se sentó con las piernas cruzadas al lado de Bair —allí no había alfombras, sólo el rocoso suelo desnudo, desagradablemente caliente, húmedo e irregular— y advirtió con un sobresalto que Aviendha había sido azotada, y recientemente. Cuando la joven Aiel tomó asiento cautelosamente al lado de Egwene, lo hizo con un gesto tan pétreo como el propio suelo, pero a pesar de ello no pudo evitar un fugaz gesto de dolor.
Esto era algo totalmente inesperado para Egwene. Las Sabias imponían una férrea disciplina —más dura que la de la Torre, que ya era decir— pero Aviendha trabajaba en aprender a encauzar con inflexible determinación. No podía caminar en los sueños, pero desde luego se esforzaba al máximo para asimilar cualquiera de las otras artes de una Sabia con tanto empeño como cuando había aprendido a manejar las armas como una Doncella. Por supuesto, cuando confesó que por su culpa Rand se había enterado que las Sabias le espiaban los sueños, la habían hecho pasar tres días cavando agujeros hasta la altura del hombro para después volver a taparlos, pero ése fue uno de los contados pasos en falso dados por la joven Aiel. Amys y las otras dos se la habían puesto como ejemplo de humilde obediencia y adecuada fortaleza tan a menudo que a veces a Egwene le entraban ganas de chillar, aunque Aviendha fuera amiga suya.
—Has tardado mucho en venir —dijo Bair en tono gruñón mientras Egwene seguía intentando encontrar una postura donde no se le clavaran las irregularidades del suelo. La anciana Sabia tenía una voz fina y aguda, pero con la dureza del hierro. Siguió rascándose los brazos con una staera.
—Lo siento —se disculpó Egwene. Eso debía de ser suficientemente humilde.
Bair aspiró por la nariz con desdén.
—Eres Aes Sedai al otro lado de la Pared del Dragón, pero aquí sigues siendo una alumna, y una alumna no se retrasa. Cuando mando llamar a Aviendha y le encargo algo, obedece corriendo, aunque sólo le haya pedido un alfiler. No te vendría mal tomarla como ejemplo.
Egwene enrojeció y procuró dar a su voz una entonación sumisa:
—Lo intentaré, Bair. —Era la primera vez que una Sabia las comparaba estando presentes las dos. Lanzó una mirada de reojo a Aviendha y se sorprendió al verla absorta en sus pensamientos. A veces deseaba que su «medio hermana» no fuera siempre un ejemplo tan bueno.
—La chica aprenderá o no aprenderá, Bair —dijo Melaine con irritación—. Enséñale a obedecer con prontitud después, si es que todavía le hace falta. —Debía de tener diez o doce años más que Aviendha, pero siempre hablaba como si debajo de la falda llevara clavado un cardo. A lo mejor estaba sentada sobre una piedra picuda, aunque si lo estaba no se movería; esperaría a que lo hiciera la piedra—. Os lo repito, Moraine Sedai, los Aiel siguen a El que Viene con el Alba, no a la Torre Blanca.
Obviamente, Egwene tendría que seguir la conversación a partir de este momento, deduciendo lo que habían hablado antes.
—Tal vez los Aiel vuelvan a servir a las Aes Sedai, pero todavía no ha llegado ese momento, Moraine Sedai —manifestó Amys con voz sosegada, sin dejar de pasarse el rascador por la piel mientras observaba a Moraine tranquilamente.
Egwene sabía que llegaría, ahora que Moraine había descubierto que algunas Sabias podían encauzar. Las Aes Sedai vendrían al Yermo para encontrar chicas a las que enseñar, y casi con toda seguridad también tratarían de llevar a la Torre a todas las Sabias dotadas con esa habilidad. Hubo un tiempo en que le había preocupado que las Sabias fueran sometidas y obligadas a marcharse a la fuerza, quisieran o no; las Aes Sedai jamás dejaban que ninguna mujer capaz de encauzar escapara al control de la Torre. Pero ya había dejado de preocuparle, aunque a las Sabias pareciera que sí. Amys y Melaine igualaban a cualquier Aes Sedai en cuanto a imponer su voluntad, y así lo demostraban a diario con Moraine.
A decir verdad, Bair no era la Sabia más voluntariosa. Tal honor le correspondía a una mujer aun más vieja, Sorilea, de los Chareen del septiar Jarra. La Sabia del dominio Shende encauzaba incluso menos que la mayoría de las novicias de la Torre, pero era muy capaz de mandar a otra Sabia con cualquier encargo como si fuera una gai’shain. E iba. En fin, que no había razón para angustiarse por el temor de que a las Sabias las mangoneara nadie.
—Es comprensible que deseéis proteger vuestras tierras —intervino Bair—, pero es obvio que Rand al’Thor no se propone dirigirnos a una campaña de castigo. Nadie que se someta a El que Viene con el Alba sufrirá daño alguno.
Así que de eso se trataba. Por supuesto.
—No es evitar muertes ni la destrucción de países lo único que me preocupa. —Moraine convirtió en algo regio el simple gesto de limpiarse el sudor de la frente con un dedo, pero su tono era casi tan tenso como el de Melaine—. Si permitís esto, será desastroso. El trabajo de años elaborando planes empieza a dar frutos, y él lo va a echar todo a rodar.
—Planes de la Torre Blanca —dijo Amys en un tono tan suave que habríase dicho que estaba de acuerdo—. No nos incumben. Nosotras, y las otras Sabias, debemos considerar lo que es conveniente para nuestro pueblo. Y nos ocuparemos de que los Aiel hagan lo que es mejor para los Aiel.
Egwene se preguntó qué tendrían que decir al respecto los jefes de clan. Claro que con frecuencia protestaban porque las Sabias se entrometían en asuntos que no eran de su incumbencia, así que tal vez no los cogería de sorpresa. Todos los jefes parecían ser hombres inteligentes y voluntariosos, pero Egwene era de la opinión que tenían tan poco que hacer contra el colectivo de las Sabias como el Consejo del Pueblo de su tierra contra el Círculo de Mujeres.
Empero, esta vez Moraine tenía razón.
—Si Rand… —empezó, pero Bair la atajó firmemente:
—Oiremos lo que tengas que decir después, muchacha. Tus conocimientos sobre Rand al’Thor son valiosos, pero ahora guardarás silencio y escucharás hasta que tengas permiso para hablar. Y no te pongas mohína o te haré tomar una dosis de infusión de espino azul.
Egwene se encogió. El respeto hacia Moraine, aunque fuera de igual a igual, no contaba para nada con la alumna a pesar de que creían que también era Aes Sedai. De todos modos, se guardó mucho de hablar. Bair era capaz de mandarla a buscar su bolsa de hierbas y ordenarle que preparara ella misma la increíblemente amarga infusión; no tenía utilidad terapéutica excepto poner remedio al malhumor o las rabietas o lo que quiera que una Sabia considerara motivo de desaprobación, y lo conseguía simplemente con su repugnante sabor. Aviendha le dio una palmadita de consuelo en el brazo.
—¿Es que no creéis que también sea una catástrofe para los Aiel? —Debía de resultar muy difícil mantener una actitud tan fría como un arroyo invernal cuando a uno lo cubría una película de vapor condensado y de sudor, pero a Moraine no parecía costarle ningún trabajo—. Será una repetición de la Guerra de Aiel. Mataréis, incendiaréis y saquearéis ciudades como hicisteis entonces hasta que tengáis a todo hombre y toda mujer en contra vuestra.
—El quinto es nuestro tributo, Aes Sedai —dijo Melaine mientras se retiraba el pelo hacia atrás para pasar la staera sobre el suave hombro. A pesar de estar apelmazado y húmedo por el vapor, el cabello le brillaba como seda—. Ni siquiera cogimos más de los Asesinos del Árbol. —La mirada que dirigió a Moraine era demasiado afable para no llevar segunda intención; sabían que la Aes Sedai era cairhienina—. Vuestros reyes y reinas toman un montante igual con sus impuestos.
—¿Y cuando las naciones se vuelvan contra vosotros? —insistió Moraine—. En la Guerra de Aiel los países unidos os rechazaron. Lo mismo puede y volverá a suceder, con grandes pérdidas en vidas para ambos bandos.
—Ninguno de nosotros teme la muerte, Aes Sedai —le dijo Amys, que sonreía suavemente, como quien explica algo a un niño—. La vida es un sueño del que todos hemos de despertar antes de poder dormir otra vez. Además, sólo fueron cuatro clanes los que cruzaron la Pared del Dragón al mando de Janduin. Aquí ya hay seis, y vos misma habéis dicho que Rand al’Thor se propone llevar a todos los clanes.
—La Profecía de Rhuidean vaticina que nos destruirá. —El brillo en los verdes ojos de Melaine pudo ser a causa de Moraine o porque en realidad no estaba tan resignada como aparentaba—. ¿Qué importa si lo hace aquí o al otro lado de la Pared del Dragón?
—Haréis que pierda el apoyo de todas las naciones al oeste de la Pared del Dragón —adujo Moraine. Su actitud era tan sosegada como siempre, pero en su voz había un tono cortante que denunciaba la cólera contenida—. ¡Debe tener su respaldo!
—Tiene el del pueblo Aiel —replicó Bair con aquella frágil pero inflexible voz; gesticuló con el fino rascador metálico para recalcar sus palabras—. Los clanes jamás hemos sido una nación, pero ahora nos ha convertido en una.
—No os ayudaremos en esto Aes Sedai. No le daremos la espalda —agregó Amys con idéntica firmeza.
—Ahora podéis dejarnos, Aes Sedai, si hacéis el favor —dijo Bair—. Hemos hablado de lo que queríais discutir tanto como estamos dispuestas a hacerlo esta noche. —Amable, pero, al fin y a la postre, era una orden velada de que se marchara.
—Os dejaré solas —respondió Moraine, de nuevo la viva imagen de la serenidad. Lo dijo como si la sugerencia fuera suya, su decisión. A estas alturas ya se había acostumbrado a que las Sabias dejaran muy claro que no estaban bajo la autoridad de la Torre—. Tengo que ocuparme de otros asuntos.
Eso, desde luego, sí debía de ser cierto. Probablemente algo relacionado con Rand, pero Egwene sabía a qué atenerse y no le hizo preguntas; si Moraine quería que lo supiera, se lo contaría, y si no… Si no, obtendría alguna de las verdades a medias que utilizaban las Aes Sedai cuando deseaban evitar ser sinceras, o una seca respuesta indicándole que no era de su incumbencia. Moraine sabía que «Egwene Sedai del Ajah Verde» era un fraude. Toleraba el embuste en público, pero por lo demás dejaba bien claro a la joven cuál era su sitio cada vez que le venía en gana.
—Aviendha, sirve el té —ordenó Amys tan pronto como Moraine se hubo marchado, en medio de una bocanada de aire gélido.
La joven Aiel sufrió un sobresalto y abrió dos veces la boca antes de responder débilmente:
—Todavía no lo he preparado. —Sin más, se escabulló rápidamente de la tienda andando a gatas. La segunda bocanada de aire frío casi acabó con el vapor.
Las Sabias intercambiaron miradas que eran casi tan sorprendidas como la de Egwene; Aviendha realizaba hasta las tareas más onerosas con eficiencia, ya que no siempre con buen agrado. Algo debía de estar preocupándole mucho para que olvidara algo tan simple como preparar el té. Las Sabias siempre pedían la infusión.
—Más vapor, muchacha —instó Melaine.
Se lo decía a ella, comprendió Egwene, ya que Aviendha se había marchado. Se apresuró a rociar más agua sobre las piedras, y encauzó para calentarlas más, así como la olla, hasta que oyó el chasquido de las piedras y sintió el calor irradiando de la propia olla como si ésta fuera un horno. Las Aiel podían estar acostumbradas a pasar de golpe de estar asándose en sus propios jugos a estar congelándose, pero ella no. Unas densas volutas de vaho se alzaron de las piedras y llenaron la tienda. Amys asintió aprobadoramente; ella y Melaine podían ver el halo del saidar rodeándola, naturalmente, aunque ella misma no lo viera. Melaine se limitó a seguir rascándose con su staera.
Cortó el contacto con la Fuente Verdadera, volvió a tomar asiento cerca de Bair y susurró:
—¿Aviendha ha hecho algo muy mal? —Ignoraba cómo se sentía la joven Aiel al respecto, pero no veía motivo para avergonzarla ni siquiera a su espalda.
Por su parte, Bair no tenía tantos escrúpulos.
—¿Lo dices por los verdugones? —preguntó en un tono normal—. Vino y me confesó que había mentido dos veces hoy, aunque no quiso decir a quién ni sobre qué. Era asunto suyo, claro, mientras no hubiera mentido a una Sabia, pero argumentó que su honor requería una satisfacción del toh.
—Ella misma os pidió que la… —Egwene dio un respingo y no finalizó la pregunta.
Bair asintió como si aquello fuera lo más normal del mundo.
—Le propiné unos pocos golpes más por molestarme con algo así. Si el ji estaba involucrado, su obligación no era hacia mí. Probablemente sus, así denominadas, mentiras eran sobre algún asunto que a nadie le preocuparía salvo a una Far Dareis Mai. Las Doncellas, incluso las que han dejado de serlo, a veces son tan aspaventeras como los hombres.
Amys le asestó una mirada cortante que resultó obvia incluso a través del vapor. Como Aviendha, también ella había sido una Far Dareis Mai antes de convertirse en Sabia.
Egwene no conocía a ningún Aiel que no fuera exagerado respecto al ji’e’toh, a su modo de entender. ¡Pero esto! Los Aiel estaban chiflados.
Al parecer, Bair se había olvidado ya del asunto.
—Hay más Errantes en la Tierra de los Tres Pliegues que nunca —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Así era como los Aiel llamaban a los gitanos, los Tuatha’an.
—Huyen de los conflictos desatados al otro lado de la Pared del Dragón. —El desdén en la voz de Melaine era evidente.
—Me han contado —intervino lentamente Amys— que algunos de los que huyeron tras el marasmo han buscado a los Errantes y les han pedido que los acepten entre ellos.
Se hizo un prolongado silencio. Ahora sabían que los Tuatha’an tenían los mismos antepasados que ellos, que se habían separado antes de que los Aiel cruzaran la Columna Vertebral del Mundo y entraran en el Yermo, pero, en todo caso, ese conocimiento sólo había ahondado su aversión hacia ellos.
—Trae cambios —susurró roncamente Melaine.
—Pensé que estabais resignadas a los cambios que traía —adujo Egwene en un tono cargado de compasión. Tenía que ser muy duro afrontar que toda la vida y las costumbres de uno se habían ido a pique. Casi esperaba que le ordenaran callarse de nuevo, pero nadie lo hizo.
—Resignadas —repitió Bair, como si saboreara la palabra—. Más acertado sería decir que lo soportamos lo mejor que podemos.
—Lo transforma todo. —Amys parecía preocupada—. Rhuidean. Los Errantes. El marasmo y la revelación de lo que jamás debió salir a la luz. —A las Sabias, en realidad a todos los Aiel, todavía les costaba hablar de ello.
—Las Doncellas se apiñan a su alrededor como si le debieran más que a sus propios clanes —añadió Bair—. Por primera vez en toda nuestra historia han permitido que un hombre viva bajo el Techo de las Doncellas.
Por un momento pareció que Amys iba a decir algo, pero lo que quiera que supiera sobre las interioridades de las Far Dareis Mai no lo compartía con nadie excepto quienes eran o habían sido Doncellas Lanceras.
—Los jefes ya no nos escuchan —rezongó Melaine—. Oh, sí, nos piden consejo como siempre, ya que no se han vuelto completamente idiotas, pero Bael ha dejado de contarme lo que le ha dicho a Rand al’Thor o lo que éste le ha dicho a él. Cuando le pregunto me contesta que me dirija a Rand al’Thor, quien me dice que pregunte a Bael. Con el Car’a’carn no puedo hacer nada al respecto, pero con Bael… Siempre ha sido un hombre obstinado, irritante, sin embargo ahora se pasa de la raya. A veces me dan ganas de atizarle con un palo en la cabeza.
Amys y Bair rieron bajito como si fuera algo muy divertido. O tal vez reían para olvidar los cambios durante un momento.
—Sólo hay tres cosas que puedas hacer con un hombre así —manifestó con guasa Bair—. Mantenerte alejada de él, matarlo o casarte con él.
Melaine se puso muy tiesa y su tostado rostro enrojeció. Egwene temió que la Sabia rubia iba a soltar unas cuantas palabras más abrasadoras que la rojez de su cara, pero en ese momento una bocanada de aire helado anunció el regreso de Aviendha, que traía una bandeja de plata con una tetera amarilla, delicadas copas de dorada porcelana de los Marinos y un tarro de piedra con miel.
Temblaba mientras servía el té, ya que sin duda no se había molestado en ponerse algo encima mientras había estado fuera, y a continuación fue pasando las tazas y la miel. No sirvió tazas para Egwene y para ella hasta que Amys le dijo que lo hiciera.
—Más vapor —pidió Melaine; el aire frío parecía haber aplacado su mal genio.
Aviendha soltó su taza, sin haber probado todavía la infusión, y se acercó presurosa a la calabaza; saltaba a la vista que estaba deseosa de compensar su olvido con el té.
—Egwene —dijo Amys entre sorbo y sorbo—, ¿cómo reaccionaría Rand al’Thor si Aviendha le pidiera dormir en su cuarto?
Aviendha se quedó paralizada con la calabaza en las manos.
—¿En su…? —Egwene soltó una exclamación ahogada—. ¡No podéis pedir a Aviendha semejante cosa! ¡No podéis!
—Muchacha necia —rezongó Bair—. No le pedimos que comparta sus mantas, pero ¿creerá él que es eso lo que intenta? Y, aun así ¿se lo permitiría? Los hombres son criaturas extrañas en el mejor de los casos, y no se crió entre nosotros, de modo que sigue siendo un forastero.
—Por supuesto que no pensaría tal cosa —barbotó Egwene, que añadió más lentamente—: No creo que lo pensara. Pero no es correcto, ¡De ningún modo!
—Os suplico que no me pidáis eso —intervino Aviendha en un tono más humilde de lo que Egwene habría esperado nunca de ella. Estaba esparciendo agua con movimientos bruscos, incrementando las volutas de vapor—. He aprendido mucho durante estos últimos días al no tener que dedicarle mi tiempo. Puesto que habéis permitido a Egwene y a Moraine Sedai que me ayuden con el encauzamiento, aprendo incluso más deprisa. Y con ello no quiero decir que enseñen mejor que vosotras, por supuesto —se apresuró a añadir—, pero deseo mucho aprender.
—Y seguirás haciéndolo —le dijo Melaine—. No tendrás que estar a todas horas con él. Si te aplicas, tus lecciones no se retrasarán. No estudias mientras estás durmiendo.
—No puedo —masculló Aviendha, que había agachado la cabeza y miraba fijamente la calabaza. Luego, en tono más alto y firme, agregó—: No lo haré. —Alzó la cabeza y sus verdes ojos centellearon—. ¡No pienso estar allí cuando vuelva a emplazar a esa descocada Isendre a sus mantas!
—¡Isendre! —Egwene la miraba boquiabierta. Había visto, y había desaprobado de plano, el modo escandaloso en que las Doncellas la obligaban a ir desnuda, ¡pero esto!—. No dirás en serio que él…
—¡Silencio! —espetó Bair, como un latigazo. Sus azules ojos podrían haber desmenuzado piedras—. ¡Las dos! Sois jóvenes, pero incluso las Doncellas deberían saber que los hombres pueden ser unos estúpidos, sobre todo cuando no están unidos a una mujer que los guíe.
—Me alegra ver que ya no mantienes tus emociones bajo un control tan rígido, Aviendha —dijo Amys con sequedad—. Las Doncellas son tan estúpidas como los hombres cuando se trata de eso; lo recuerdo bien y todavía me causa empacho. Dar rienda suelta a las emociones nubla el buen juicio un instante, pero contenerlas en exceso lo nubla siempre. Lo único que has de hacer es asegurarte que no las dejas salir demasiado a menudo o cuando es más aconsejable controlarlas.
Melaine se echó hacia adelante, apoyándose sobre las manos, hasta que dio la impresión de que el sudor que le goteaba del rostro caería sobre la ardiente olla.
—Sabes cuál es tu destino, Aviendha. Serás una Sabia de gran poder y autoridad, y algo más. Ya hay en ti parte de esa fortaleza. Me ocupé de que pasaras tu primera prueba, y me ocuparé de que superes ésta.
—Mi honor —empezó la joven Aiel con voz ronca, pero tragó saliva, incapaz de continuar, y se quedó encogida, apretando contra sí la calabaza como si en ella estuviera el honor que deseaba proteger.
—El Entramado no contempla el ji’e’toh —le dijo Bair con un leve atisbo de compasión, si es que lo había—. Sólo lo que debe ser y lo que será. Los hombres y las Doncellas luchan contra el destino aun cuando es evidente que el Entramado teje a pesar de sus afanes, pero ya no eres Far Dareis Mai. Tienes que aprender a dejarte llevar por el destino. Sólo rindiéndote al Entramado podrás empezar a tener cierto control sobre el curso de tu propia vida. Si te resistes, el Entramado seguirá obligándote y sólo encontrarás pesar donde en cambio podrías hallar alegría.
A Egwene aquello le sonaba muy parecido a lo que le habían enseñado respecto al Poder Único. Para controlar el saidar primero había que rendirse a él. Si uno se resistía, éste llegaba violentamente o lo superaba; rendirse y dirigirlo suavemente, y así hacía lo que uno deseaba. Pero eso no explicaba por qué querían que Aviendha propusiera a Rand algo tan absurdo, de modo que lo preguntó y volvió a añadir:
—No es correcto.
—¿Se negará Rand al’Thor a permitírselo? —inquirió Amys en lugar de responderle—. No podemos obligarlo.
Bair y Melaine observaban a Egwene con tanta intensidad como Amys. No iban a decirle el motivo. Más fácil sería conseguir que una piedra hablara que sacar algo a una Sabia en contra de su voluntad. Aviendha tenía la vista clavada en el suelo, con mohína resignación; sabía que las Sabias conseguirían lo que se proponían, de un modo u otro.
—Lo ignoro —contestó lentamente Egwene—. Ya no lo conozco tan bien como antes. —Lo lamentaba, pero habían ocurrido muchas cosas; una de ellas, darse cuenta de que lo quería sólo como a un hermano. Su aprendizaje, tanto en la Torre como aquí, había influido en este cambio quizá tanto como que Rand se hubiera convertido en lo que era—. Si le dais una buena razón, quizá. Creo que aprecia a Aviendha.
La joven Aiel soltó un hondo suspiro, pero no levantó la cabeza.
—Una buena razón —resopló Bair con desdén—. Cuando yo era una muchacha, cualquier hombre habría estado contentísimo de que una joven demostrara tanto interés en él. Habría ido en persona a recoger las flores para hacer la guirnalda de bodas. —Aviendha dio un respingo y miró a las Sabias con algo de su antiguo espíritu—. En fin, encontraremos una razón que hasta alguien criado en las tierras húmedas pueda aceptar.
—Faltan unas cuantas noches para el encuentro acordado en el Tel’aran’rhiod —dijo Amys—. Esta vez, con Nynaeve.
—Ésa podría aprender mucho —intervino Bair—, si no fuera tan testaruda.
—Hasta entonces, tienes libres las noches —anunció Melaine—. Es decir, a menos que hayas estado entrando en el Tel’aran’rhiod sin nosotras.
—Por supuesto que no —contestó Egwene, que sospechaba lo que vendría a continuación. Sólo había sido un poco, porque hacerlo más significaría que las Sabias lo descubrirían, sin lugar a dudas.
—¿Has tenido éxito en encontrar los sueños de Nynaeve o de Elayne? —preguntó Amys en actitud coloquial, como si hablara del tiempo.
—No, Amys.
Encontrar los sueños de una persona era mucho más difícil que entrar en el Tel’aran’rhiod, el Mundo de los Sueños, sobre todo si esa persona estaba lejos. Resultaba más sencillo cuanto más cerca estuviera y más se la conociera. Las Sabias seguían exigiendo que no entrara al Tel’aran’rhiod sin que al menos una de ellas la acompañara, pero el sueño de otra persona era quizás igualmente peligroso a su modo. En el Tel’aran’rhiod tenía control sobre sí misma y sobre las cosas que la rodeaban hasta un grado considerable, a menos que las Sabias decidieran tomar cartas en el asunto; su dominio del Tel’aran’rhiod seguía aumentando, pero todavía no podía igualar a ninguna de ellas, con su extensa experiencia. En el sueño de otro, sin embargo, uno era parte de ese sueño; había que hacer un tremendo esfuerzo para no actuar como deseaba el soñador, y aun así en ocasiones no se conseguía. Las Sabias habían sido muy prudentes cuando vigilaban los sueños de Rand y nunca habían entrado del todo en ellos. Con todo, insistían en que aprendiera. Si iban a enseñarle a caminar en los sueños, tenían intención de enseñarle todo lo que sabían sobre ello.
No es que fuera reacia, pero las pocas veces que la habían dejado practicar, consigo mismas o con Rhuarc, habían sido unas experiencias mortificantes. Las Sabias poseían un dominio considerable sobre sus propios sueños, de modo que lo ocurrido allí —para mostrarle los peligros, adujeron— había sido obra de ellas, pero sufrió una impresión al descubrir que Rhuarc la consideraba como poco más que una niña, como su hija más pequeña. Y su propio control vaciló durante un momento, tras lo cual había sido en efecto poco más que una niña; todavía era incapaz de mirar al hombre sin recordar que le había regalado una muñeca por estudiar con tanto ahínco. Y que le había gustado el regalo tanto como la aprobación de Rhuarc. Amys había tenido que entrar y sacarla de donde jugaba con la muñeca, tan feliz. Que Amys lo supiera ya era bastante malo, pero Egwene sospechaba que Rhuarc también recordaba parte del sueño.
—Debes seguir intentándolo —dijo Amys—. Tienes la fuerza para llegar a ellas, a pesar de lo lejos que están. Y no te vendrá mal descubrir cómo te ven.
Egwene no estaba tan segura de eso. Elayne era una amiga, pero Nynaeve había sido la Zahorí de Campo de Emond durante casi toda su infancia y adolescencia, de modo que sospechaba que los sueños de Nynaeve serían aun peor que el de Rhuarc.
—Esta noche dormiré fuera de las tiendas —continuó Amys—. No muy lejos. Debería serte fácil encontrarme si lo intentas. Si no sueño contigo, hablaremos de ello por la mañana.
Egwene contuvo un gemido. Amys la había guiado a los sueños de Rhuarc —permaneció sólo un instante en ellos, apenas lo suficiente para revelar que Rhuarc seguía viéndola igual, como la joven con quien se había casado—, y hasta ahora las Sabias habían estado siempre en la misma tienda antes de que lo intentara.
—Bien —dijo Bair mientras se frotaba las manos—, ya hemos oído lo que necesitábamos oír. Las demás podéis quedaros si gustáis, pero yo me siento bastante limpia para ir a mis mantas. No soy tan joven como vosotras.
Joven o no, seguramente era capaz de resistir corriendo más que cualquiera de ellas y después llevarla cargada el resto del camino. Mientras Bair se ponía de pie, Melaine habló y, cosa rara en ella, lo hizo vacilante:
—Necesito… He de pedirte ayuda, Bair. Y a ti, Amys. —La mujer mayor volvió a sentarse y tanto ella como Amys miraron a Melaine con expectación—. Yo… querría pediros que hablaseis a Dorindha por mí. —Las últimas palabras salieron precipitadamente de su boca. Amys sonrió de oreja a oreja, y Bair soltó una carcajada. Aviendha pareció entender también a qué se refería y dio un respingo, pero Egwene estaba completamente perdida.
—Siempre dijiste que no necesitabas un esposo y que no lo querías —dijo, regocijada, Bair—. Yo he enterrado a tres y no me importaría tener otro. Son muy útiles cuando la noche es fría.
—Una mujer puede cambiar de opinión. —La voz de Melaine sonaba bastante firme, pero contrastaba con el rubor de sus mejillas—. No puedo mantenerme alejada de Bael y tampoco puedo matarlo. Si Dorindha acepta ser mi hermana conyugal, haré mi guirnalda de boda y la pondré a los pies de Bael.
—¿Y si la pisa, en lugar de recogerla? —quiso saber Bair.
Amys prorrumpió en carcajadas y se echó hacia atrás mientras se daba palmadas en los muslos. Egwene no creía que hubiera peligro de que ocurriera tal cosa considerando las costumbres Aiel. Si Dorindha decidía que quería a Melaine como hermana conyugal, Bael no tendría mucho que opinar al respecto. Ya no la escandalizaba, precisamente, que un hombre tuviera dos esposas. Exactamente, no. «Países distintos implican costumbres distintas», se recordó firmemente. Nunca había tenido valor para preguntarlo, pero no le habría extrañado saber que podría haber mujeres Aiel con dos esposos. Eran gente muy extraña.
—Os pido que actuéis como mis hermanas primeras en esto. Creo que Dorindha me aprecia bastante.
Tan pronto como Melaine pronunció estas palabras, la hilaridad de las otras mujeres cambió. Seguían riendo, pero la abrazaron y le dijeron lo felices que se sentían por ella y lo bien que le iría con Bael. Amys y Bair, al menos, daban por sentada la aquiescencia de Dorindha. Las tres se marcharon del brazo, todavía riendo como chiquillas, aunque no antes de ordenar a Egwene y Aviendha que arreglaran la tienda.
—Egwene, ¿una mujer de tu tierra aceptaría una hermana conyugal? —preguntó Aviendha mientras utilizaba un palo para abrir el agujero del humo.
Egwene habría querido que hubiera dejado esa tarea para el final; el calor empezó a disiparse de inmediato.
—No lo sé —contestó al tiempo que recogía rápidamente las tazas y el tarro de miel. Las staera fueron a parar también a la bandeja—. Creo que no. Quizá sí si fuera una amiga íntima —agregó con premura; no tenía objeto dar la impresión de denigrar las costumbres Aiel.
Aviendha se limitó a gruñir y empezó a levantar los costados de la tienda.
Con los dientes castañeteando tan fuerte como el tintineo de las copas y las piezas de bronce sobre la bandeja, Egwene salió al exterior. Las Sabias se estaban vistiendo sin prisa, como si hiciera una cálida noche y se encontraran en los dormitorios de un dominio. Una figura vestida de blanco, pálida a la luz de la luna, le cogió la bandeja de las manos, y entonces Egwene empezó a buscar rápidamente su capa y sus zapatos. No se encontraban entre las ropas que quedaban amontonadas en el suelo.
—He mandado que lleven tus cosas a tu tienda —dijo Bair, que se ataba los lazos de la blusa—. Todavía no las necesitas.
A Egwene se le cayó el alma a los pies. Empezó a brincar y a sacudir los brazos en un fútil intento de entrar en calor; por lo menos no le dijeron que parara. De repente se dio cuenta de que la figura de blanco que había cogido la bandeja era demasiado alta incluso para corresponder a una mujer Aiel. Apretó los dientes y asestó una mirada furibunda a las Sabias, a quienes parecía importar poco si se congelaba dando brincos hasta morir. Para las Aiel no tendría ninguna importancia que un hombre las viera totalmente desnudas, al menos si se trataba de un gai’shain, ¡pero para ella sí!
Un instante después Aviendha se reunía con ellas y, al verla dar saltos, se limitó a quedarse plantada en el sitio sin molestarse en buscar sus ropas. Aparentemente, el frío la afectaba tan poco como a las Sabias.
—Bien —dijo Bair mientras se ajustaba el chal a los hombros—, tú, Aviendha, no sólo eres obstinada como un hombre sino que además eres incapaz de acordarte de una simple tarea que has hecho en otras ocasiones. Y tú, Egwene, eres igualmente testaruda, y también piensas que puedes remolonear en tu tienda cuando se te ha mandado llamar. Esperemos que correr cincuenta vueltas alrededor del campamento temple vuestra tozudez, aclare vuestras mentes y os recuerde cómo responder a una llamada o hacer una tarea. Podéis empezar.
Sin pronunciar una palabra, Aviendha se alejó trotando de inmediato hacia el borde del campamento, esquivando con destreza las cuerdas de las tiendas disimuladas por la oscuridad. Egwene vaciló sólo un instante antes de seguirla. La joven Aiel mantenía un trote lento para que pudiera alcanzarla. El aire nocturno la helaba hasta los huesos, y la agrietada y dura arcilla del suelo estaba igualmente gélida, además de amenazar con atraparle los dedos de los pies entre sus fisuras. Aviendha corría con envidiable facilidad.
Cuando llegaron a la última tienda y giraron hacia el sur, Aviendha dijo:
—¿Sabes por qué razón estudio con tanto afán? —Ni el frío ni el trote afectaban su voz.
—No. ¿Por qué? —Egwene tiritaba tan violentamente que apenas podía hablar.
—Porque Bair y las otras siempre te ponen como ejemplo y me cuentan la facilidad con que aprendes y que nunca te tienen que explicar lo mismo dos veces. Me dicen que debería intentar parecerme a ti. —Miró a Egwene de reojo, y las dos jóvenes compartieron una risita divertida mientras corrían—. Ésa es parte de la razón. Las cosas que estoy aprendiendo a hacer… —Aviendha sacudió la cabeza, y bajo la luz de la luna su expresión maravillada fue patente—. Y el propio Poder. Nunca me había sentido así. Tan viva. Percibo el más tenue olor, siento la más leve agitación del aire.
—Es peligroso mantener el contacto demasiado tiempo o absorber demasiado —dijo Egwene. Correr la estaba haciendo entrar un poco en calor, aunque de vez en cuando la sacudía un escalofrío—. Ya te lo he dicho antes y sé que también lo han hecho las Sabias.
—¿Crees que iba a atravesarme mi propio pie con una lanza? —resopló la joven Aiel.
Estuvieron corriendo un rato en silencio.
—¿De verdad Rand…? —no pudo por menos que preguntar finalmente Egwene. El frío no tenía nada que ver con su dificultad en pronunciar las palabras; de hecho, empezaba a sudar otra vez—. Me refiero a Isendre. —Era incapaz de decirlo con más claridad.
—No creo que lo hiciera. —Dijo al cabo Aviendha, lentamente. Parecía furiosa—. Pero ¿por qué iba a pasar por alto los azotes esa mujer si él no le ha demostrado interés? Es una mañosa mujer de las tierras húmedas que espera que los hombres se le rindan. He visto cómo la miraba él, aunque intentó disimularlo. Le gustaba lo que veía.
Egwene se preguntó si la joven Aiel pensaba alguna vez en ella como una mañosa mujer de las tierras húmedas. Seguramente no o, de otro modo, no serían amigas. Pero Aviendha no aprendía nunca a plantearse, antes de hablar, si sus palabras podrían herir a alguien; sin duda se sorprendería si supiera que a ella se le había pasado siquiera por la cabeza la idea de sentirse herida.
—Del modo en que las Doncellas la hacen ir por ahí, cualquier hombre la miraría —admitió Egwene a regañadientes. Lo que le recordó que ella estaba al aire libre sin llevar puesto nada encima, y tropezó y casi se fue de bruces al suelo cuando miró con nerviosismo en derredor. Hasta donde alcanzaba a ver, la noche estaba desierta. Incluso las Sabias habían regresado a sus tiendas. Calentitas entre las mantas. Estaba transpirando, pero las gotitas de sudor parecían querer congelarse nada más brotar.
—Le pertenece a Elayne —dijo ferozmente Aviendha.
—Admito que nunca he comprendido del todo vuestras singulares costumbres, sin embargo, las nuestras no son iguales. Rand al’Thor no está comprometido con Elayne. —«¿Por qué razón le defiendo? ¡A él sería a quien habría que azotar!» Pero la honradez la obligó a continuar—: Hasta vuestros hombres están en su derecho a decir no, si les preguntan.
—Las dos sois medio hermanas, como tú y yo —protestó Aviendha, aminorando el ritmo que llevaba un par de pasos antes de reanudar el de antes—. ¿Acaso no fuiste tú quien me pidió que lo vigilara en su nombre? ¿No quieres que sea para ella?
—Por supuesto que sí. Pero sólo si él la quiere. —Eso no era exactamente cierto. Deseaba para Elayne toda la felicidad posible teniendo en cuenta que estaba enamorada del Dragón Renacido, y haría cualquier cosa, menos atar a Rand de pies y manos, para asegurarse de que Elayne consiguiera lo que deseaba. Quizá llegaría incluso a eso si fuera necesario. Pero admitirlo era algo muy distinto. Las Aiel eran mucho más lanzadas de lo que ella sería capaz de ser nunca—. De otro modo, no sería justo.
—Le pertenece —repitió Aviendha con determinación.
Egwene suspiró. Simplemente, Aviendha se negaba a entender otras costumbres que no fueran las suyas. La Aiel todavía estaba escandalizada de que Elayne no pidiera a Rand que se casara con ella, que fuera el hombre el que hiciera la propuesta.
—Estoy segura de que las Sabias atenderán a razones mañana. No pueden hacerte dormir en el cuarto de un hombre.
La otra joven la miró con evidente sorpresa. Por un instante perdió su agilidad y se golpeó un dedo del pie en el irregular suelo; el desliz la hizo mascullar unas maldiciones que hasta los carreteros de Kadere habrían escuchado con interés —y que a Bair la habrían puesto a preparar una infusión de espino azul— pero no dejó de correr.
—No entiendo por qué te incomoda eso —dijo Aviendha cuando finalmente se terminaron sus juramentos—. He dormido cerca de un hombre muchísimas veces durante los asaltos, e incluso he compartido las mantas para poder entrar en calor si la noche resultaba ser muy fría; sin embargo, te altera el hecho de que duerma a diez pasos de él. ¿Es eso parte de vuestras costumbres? He advertido que nunca tomas baños de vapor con hombres. ¿No confías en Rand al’Thor? ¿O acaso es de mí de quien no te fías? —Su voz se había reducido a un susurro preocupado al final.
—Por supuesto que confío en ti —protestó acaloradamente Egwene—. Y en él. Es sólo que… —Se quedó en suspenso, sin saber cómo continuar. El concepto de propiedad de los Aiel era a veces más estricto que donde se había criado ella; pero, respecto a otras cosas, el Círculo de Mujeres no habría sabido si desmayarse o coger una buena vara—. Aviendha, si tu honor está involucrado de algún modo… —Era un terreno resbaladizo—. Seguro que si se lo explicas a las Sabias, no te obligarán a ir en contra de tu honor.
—No tengo nada que explicar —manifestó firmemente la otra joven.
—Aviendha, sé que no entiendo el ji’e’toh… —empezó Egwene, y Aviendha se echó a reír.
—Dices que no lo entiendes, Aes Sedai, y sin embargo demuestras que vives regida por él. —Egwene lamentaba mantener ese engaño con Aviendha; le había costado mucho trabajo que la joven Aiel la llamara sólo por su nombre, y aún a veces volvía al tratamiento. No obstante, tenía que serlo para todo el mundo si quería que lo fuera para la mayoría—. Eres Aes Sedai, y muy fuerte con el Poder para superar a Amys y a Melaine juntas —continuó Aviendha—, pero dices que obedecerás, así que friegas ollas cuando te dicen que las friegues, y corres cuando te mandan que corras. Puede que no conozcas el ji’e’toh, pero lo sigues.
No era ni mucho menos lo mismo, claro está. Apretaba los dientes y hacía lo que le mandaban porque era la única forma de aprender a caminar en los sueños, y deseaba aprender, saberlo todo, más que ninguna otra cosa. Pensar siquiera que podría vivir conforme a este estúpido ji’e’toh era sencillamente absurdo. Hacía lo que tenía que hacer, y sólo cuando y porque tenía que hacerlo.
Estaban llegando al punto donde habían empezado. Cuando puso el pie en el sitio, Egwene dijo:
—Llevamos una —y siguió corriendo en medio de la oscuridad sin que la viera nadie más que Aviendha, sin que hubiera nadie que supiera si continuaba o si volvía a su tienda en ese mismo momento. Aviendha no la delataría, pero a Egwene ni siquiera se le pasó por la cabeza parar antes de haber dado las cincuenta vueltas.