2 Rhuidean

En la ciudad de Rhuidean, Rand al’Thor se asomó a una alta ventana; si en algún momento había tenido cristal hacía mucho que había desaparecido. Allá abajo, las sombras se inclinaban pronunciadamente hacia el este. Un arpa de bardo tocaba suavemente en la habitación, a su espalda. El sudor se evaporaba de su rostro casi en el momento de brotar; la chaqueta de seda roja, húmeda entre los hombros, le colgaba abierta esperando un soplo de aire inexistente, y su camisa estaba desanudada hasta la mitad del pecho. La noche en el Yermo de Aiel llevaría un frío gélido, pero, durante las horas diurnas, la esporádica brisa nunca era fresca.

Al tener las manos apoyadas en el pulido dintel de piedra, las mangas de la chaqueta caían de manera que dejaban ver parte de la figura enroscada alrededor de cada antebrazo: una criatura serpentina de dorada melena y ojos como el sol, cubierta de escamas escarlatas y oro, y con las patas rematadas por cinco garras, también doradas. No eran tatuajes, sino que formaban parte de su piel; brillaban como metal precioso y gemas talladas que, bajo la luz del avanzado atardecer, casi parecían tener vida.

Para las gentes a ese lado de la cordillera conocida como Pared del Dragón o Columna Vertebral de Mundo, esas figuras lo señalaban como El que Viene con el Alba. Del mismo modo, y de acuerdo con las Profecías, las garzas marcadas en las palmas de sus manos lo identificaban como el Dragón Renacido ante los ojos de los que estaban al otro lado de la cadena montañosa. En ambos casos se profetizaba que uniría, salvaría… y destruiría.

Eran nombres que habría eludido de poder hacerlo, pero ese tiempo había quedado atrás hacía mucho, si es que había existido alguna vez, y ya no pensaba en ello. O, si lo hacía en contadas ocasiones, era con el vago pesar del hombre que recuerda un necio sueño de su adolescencia. ¡Como si su adolescencia no estuviera tan reciente como para evocar cada minuto de ella! En cambio, procuraba pensar únicamente en lo que debía hacer. El destino y el deber lo apremiaban a seguir el camino como las riendas de un jinete; empero, había quien a menudo lo acusaba de obstinado. Sabía que tenía que llegar hasta el final de la senda marcada, pero si existía la posibilidad de alcanzar ese destino de otro modo quizá no tendría que ser el final. Una posibilidad remota y, casi seguro, inexistente. Las profecías exigían su sangre.

Rhuidean se extendía a sus pies, azotada por un sol todavía implacable a pesar de que ya descendía hacia las montañas rocosas, desoladas, sin apenas rastro de vegetación. Esa tierra accidentada y escabrosa, donde los hombres habían matado y muerto por un charco de agua que lograban encontrar, era el último lugar del mundo donde nadie esperaría encontrar una gran ciudad. Sus ancestrales constructores no habían terminado jamás su obra. Edificios increíblemente altos salpicaban la urbe, palacios escalonados y con los costados hechos de inmensas losas que a veces, tras ocho o diez pisos, acababan no en un techo sino con la irregular albañilería de otra planta a medio construir. Las torres se elevaban incluso más, pero la mitad de las veces se interrumpían bruscamente en una línea desigual, dentada. Una cuarta parte de las grandes estructuras, con sus descomunales columnas e inmensos ventanales de cristales multicolores, yacían esparcidas en escombros sobre amplias avenidas, por cuya parte central se extendían anchas franjas de tierra pelada, una tierra que nunca había sustentado los árboles para los que estaba destinada. Las maravillosas fuentes estaban secas, como lo habían estado cientos y cientos de años. Todo ese fútil trabajo para nada, ya que sus creadores acabaron muriendo sin concluir la obra; empero, a veces Rand pensaba que la ciudad había sido comenzada únicamente para que él pudiera encontrarla.

«Demasiada arrogancia —pensó—. Un hombre tendría que estar medio loco para ser tan soberbio». Soltó una seca risa sin poder evitarlo. Había Aes Sedai con los hombres y mujeres que habían llegado allí tanto tiempo atrás, y conocían El Ciclo Karaethon, las Profecías del Dragón. O puede que fueran ellos quienes habían escrito las Profecías. «El décuplo de la soberbia».

Directamente debajo de su posición se extendía una vasta plaza, medio cubierta por las alargadas sombras, que estaba repleta con un fárrago de estatuas y sillas de cristal, objetos raros y formas peculiares de metal, cristal o piedra, cosas que no sabía identificar y que se encontraban desperdigadas en confusos montones, como depositadas por un vendaval. Si en las zonas de sombras hacía fresco, era sólo en comparación con lo otro. Unos hombres con ropas burdas —no Aiel— sudaban para cargar las carretas con los objetos que elegía una mujer esbelta, de estatura baja, ataviada con un prístino vestido de seda azul, que se desplazaba de un lado a otro manteniendo recta la espalda, como si el calor no la afectara como a los demás. No obstante, llevaba un pañuelo húmedo ceñido a las sienes; la realidad era que no se permitía manifestar los efectos que tenía en ella el calor. Rand habría apostado que ni siquiera transpiraba.

El jefe de la cuadrilla era un hombre moreno y corpulento llamado Hadnan Kadere, un supuesto buhonero vestido con un traje de color crema, que estaba empapado de sudor. Se enjugaba el rostro de manera continua con un pañuelo grande mientras gritaba maldiciones a los hombres —sus carreteros y guardias—, pero se afanaba tanto como ellos en recoger lo que quiera que la esbelta mujer señalara, ya fuera grande o pequeño. Las Aes Sedai no paraban mientes en la envergadura de lo que requiriese su voluntad, pero Rand era de la opinión de que Moraine habría hecho lo mismo aunque nunca hubiera estado en la Torre Blanca.

Dos de los hombres estaban intentando mover lo que parecía ser un marco de puerta hecho de piedra roja, extrañamente retorcido; las esquinas parecían no encajar correctamente, y los ojos de cualquier observador esquivaban seguir la línea de las piezas rectas. Se mantenía erguido, girando libremente sobre sí pero rehusando inclinarse por mucho que lo manipularan de formas distintas. Entonces uno de los hombres resbaló y pasó a través del marco hasta la cintura. Rand se puso en tensión. Por un instante, el tipo pareció desaparecer de cintura para arriba mientras sus piernas pateaban frenéticamente, con pánico, hasta que Lan, un hombre alto vestido con un atuendo de tonalidades verdes, se acercó en dos zancadas y lo sacó tirando del cinturón. Lan era el Guardián de Moraine y estaba vinculado a ella de un modo que escapaba a la comprensión de Rand; era un hombre duro, que se movía como los Aiel, como un lobo al acecho; la espada que llevaba al costado parecía formar parte de su persona. Soltó al trabajador en las losas del suelo sobre sus posaderas y lo dejó allí; los gritos aterrados del tipo llegaron apagados hasta Rand, y éste observó que su compañero parecía a punto de echar a correr. Varios hombres de Kadere que habían estado lo bastante cerca para ver lo ocurrido se miraron entre sí y luego a las montañas que rodeaban la ciudad, obviamente sopesando las posibilidades de huida.

Moraine surgió en medio de ellos tan rápidamente que pareció hacerlo mediante el Poder y fue de un hombre a otro, sosegada. Por su actitud Rand casi adivinó las frías e imperiosas órdenes, pronunciadas con una certidumbre tal de que serían obedecidas que no hacerlo resultaría absurdo. A no tardar, Moraine había suprimido la resistencia, revocado las objeciones y azuzado a todos de vuelta al trabajo. Los dos que se ocupaban del marco enseguida estaban de nuevo forcejeando y empujando con tanto empeño como antes, aunque echaban frecuentes miradas de soslayo a Moraine cuando creían que ésta no los veía. A su modo, era más dura que el propio Lan.

Que Rand supiera, todos los objetos de allí abajo eran angreal o sa’angreal o ter’angreal creados antes del Desmembramiento del Mundo con el fin de incrementar el Poder Único o de ser utilizados de distintos modos. Indudablemente los habían creado mediante el Poder, aunque en la actualidad ni siquiera las Aes Sedai sabían cómo construir esa clase de objetos. Rand casi estaba seguro de saber la utilidad del marco de puerta retorcido: un umbral a otro mundo; pero en cuanto al resto, no tenía la menor idea. Nadie la tenía. Ésa era la razón de que Moraine estuviera trabajando con tanto afán, para enviar a la Torre para su estudio tantos como pudiera cargar en las carretas. Incluso allí, sólo se sabía la utilidad de algunos.

Lo que estaba en las carretas o tirado sobre el pavimento no le interesaba a Rand; ya había cogido lo que necesitaba de allí. En cierto sentido, había cogido más de lo que deseaba.

En el centro de la plaza, cerca de los restos calcinados de un gran árbol de decenas de metros de altura, se alzaba un pequeño bosque de columnas de cristal, todas ellas casi tal altas como el árbol y tan esbeltas que daba la impresión que cualquier ventarrón las echaría abajo, haciéndolas añicos. A pesar de que las sombras empezaban a tocarlas, las columnas reflejaban la luz del sol irradiándola en centelleos y titilaciones. Durante incontables años, hombres Aiel habían entrado en aquel bosque de cristal y habían salido marcados como Rand, pero sólo en un brazo, con la señal de jefes de clan. O salían con la marca o no volvían a ser vistos. También mujeres Aiel habían ido a la ciudad para convertirse en Sabias. Nadie más lo hacía, o no vivía para contarlo. «Un hombre puede ir a Rhuidean una vez, y una mujer, dos; más veces significa la muerte», es lo que habían dicho las Sabias, y entonces era verdad. Ahora todo el mundo podía entrar en Rhuidean.

Cientos de Aiel recorrían las calles y un número cada vez mayor de hecho vivía en los edificios; cada día más franjas de tierra a lo largo de las calles aparecían con plantas de judías, calabazas o zemai, arduamente regadas con recipientes de barro acarreados desde el enorme lago nuevo que llenaba el extremo sur del valle, la única extensión de agua de ese tamaño que había en todo el territorio. Millares levantaban campamentos en las montañas circundantes, incluso en la propia Chaendaer, donde antes sólo habían acudido con gran ceremonia para enviar a un solo hombre o mujer cada vez al interior de Rhuidean.

Dondequiera que fuera, Rand llevaba consigo cambios y destrucción. Esta vez confiaba, contra toda esperanza, que el cambio fuera para bien. Quizá fuera así. El árbol quemado parecía mofarse de él. Avendesora, el legendario Árbol de la Vida; los relatos nunca habían dicho dónde se hallaba, y resultó una sorpresa encontrarlo allí. Moraine decía que todavía estaba vivo, que volvería a echar brotes, pero hasta el momento Rand sólo veía corteza ennegrecida y ramas desnudas.

Con un suspiro, se volvió de la ventana hacia la gran estancia, aunque no la mayor de Rhuidean, con altos ventanales en dos lados y el abovedado techo de mosaico que representaba gentes aladas y animales. La mayoría de los muebles de la ciudad hacía tiempo que se había podrido a pesar de la sequedad del ambiente, y gran parte de lo poco que quedaba estaba carcomido por los insectos. Empero, en el otro extremo de la estancia había un sillón de respaldo alto, sólido y con el dorado bastante bien conservado, casi intacto, aunque no hacía juego con el escritorio, una pieza ancha con las patas y los bordes tallados profusamente con flores. Alguien lo había lustrado con cera hasta conseguir sacarle un brillo apagado a despecho de su antigüedad. Los Aiel habían encontrado ambas piezas para él, aunque sacudieron la cabeza al verlas; en el Yermo había pocos árboles que pudieran producir madera suficientemente recta y larga para hacer el sillón, y ninguno del que obtener el escritorio.

Ése era todo el mobiliario; o lo que Rand entendía como tal. Una fina alfombra illiana de seda, azul y dorada, botín de alguna antigua batalla, cubría el centro del suelo de baldosas rojas oscuras. Había cojines de seda y borlas de fuertes colores esparcidos por aquí y por allí. Eran lo que los Aiel utilizaban para sentarse, en lugar de sillas, cuando no se limitaban a ponerse en cuclillas tan cómodamente como él lo haría en un mullido sillón.

Había seis hombres reclinados en los cojines, sobre la alfombra. Eran seis jefes de clan que representaban a los clanes que habían acudido desde muy lejos para seguir a Rand. O, más bien, para seguir a El que Viene con el Alba. Y no con entusiasmo. Rand pensaba que Rhuarc, un hombre de ojos azules, anchos hombros y abundantes canas en su cabello rojizo oscuro, quizá sentía cierta amistad hacia él, pero no los demás. Sólo seis de doce.

Haciendo caso omiso de la silla, Rand se sentó cruzado de piernas, frente a los Aiel. Fuera de Rhuidean, las únicas sillas existentes en el Yermo eran las de los jefes, utilizadas únicamente por ellos y sólo por tres motivos: para ser aclamado como jefe de clan, para aceptar la sumisión honorable de un enemigo, o para fallar sentencia en un juicio. Tomar asiento en una silla estando presentes estos hombres implicaría que tenía intención de hacer una de esas tres cosas.

Vestían con el cadin’sor, chaquetas y polainas en tonalidades pardas que se confundían con el paisaje, y suaves botas atadas a la rodilla. Incluso allí, reunidos con el hombre al que habían proclamado el Car’a’carn, el jefe de jefes, todos ellos iban armados con un gran cuchillo al cinto y llevaban el pardo shoufa envuelto al cuello como un gran pañuelo; si cualquiera de ellos se cubría el rostro con el negro velo que era parte del shoufa, significaba que estaba dispuesto a matar. Y tal cosa no era una posibilidad remota. Estos hombres habían combatido entre sí en un interminable ciclo de ataques a clanes, batallas y enemistades heredadas. Lo observaban atentos, esperando que hablara, pero en los Aiel estar a la expectativa siempre implicaba disposición para moverse, repentina y violentamente.

Bael, el hombre más alto que Rand había visto en su vida, y Jheran, esbelto como una cuchilla y rápido como un látigo, estaban recostados con la mayor distancia posible entre sí sin salirse de la alfombra. Entre los Goshien de Bael y los Shaarad de Jheran existía un pleito de sangre, suspendido por El que Viene con el Alba, pero no olvidado. Y quizá la paz de Rhuidean todavía se respetaba a despecho de todo lo que había ocurrido. Aun así, las tranquilas notas del arpa contrastaban fuertemente con la obstinada y rotunda negativa de Bael y Jheran a mirarse. Se enfrentó a los seis pares de ojos, azules o verdes o grises, en rostros curtidos por el sol; los Aiel podían hacer parecer mansos a los halcones.

—¿Qué he de hacer para ganarme a los Reyn? —preguntó—. Tú estabas seguro de que vendrían, Rhuarc.

El jefe de los Taardad lo observó calmosamente; su semblante era tan impasible que podría haber estado tallado en piedra.

—Esperar, sólo eso. Dhearic los traerá. A la larga.

El canoso Han, tendido junto a Rhuarc, retorció la boca como si fuera a escupir. Su rostro, curtido como un trozo de cuero, tenía la expresión agria que era habitual en él.

—Dhearic ha visto a muchos hombres y Doncellas permanecer sentados durante días mirando fijamente al vacío y después tirar sus lanzas. ¡Tirarlas!

—Y huir —añadió quedamente Bael—. Yo mismo he visto gente entre los Goshien, incluso entre los de mi propio septiar, salir corriendo. Y tú, Han, has visto lo mismo entre los Tomanelle. Todos lo hemos visto. No creo que sepan hacia dónde corren, sólo de qué huyen.

—Serpientes cobardes —espetó Jheran. Su cabello castaño claro estaba surcado por hebras grises; entre los jefes de clan no había hombres jóvenes—. Apestosos gusanos que se alejan retorciéndose de su propia sombra. —Un leve movimiento de sus azules ojos hacia el lado opuesto de la alfombra dejó claro que su descripción iba dirigida a los Goshien, no sólo a quienes habían tirado al suelo sus lanzas.

Bael hizo ademán de incorporarse, endureciendo aun más el gesto de su rostro si tal cosa era posible, pero el hombre que estaba a su lado le puso la mano en el brazo para calmarlo. Bruan, de los Nakai, era tan corpulento y fuerte como dos herreros juntos, pero tenía un carácter plácido que resultaba chocante en un Aiel.

—Todos nosotros hemos visto hombres y Doncellas echar a correr. —Su voz sonaba casi indolente, y también lo era la expresión de sus grises ojos, pero Rand sabía que era una falsa impresión; hasta Rhuarc consideraba a Bruan un guerrero mortífero y un estratega astuto. Ni siquiera Rhuarc tenía tanto peso para los planes de Rand como Bruan, pero, por suerte, había venido para seguir a El que Viene con el Alba; no conocía a Rand al’Thor—. Igual que tú, Jheran. Sabes muy bien lo duro que es para ellos lo que afrontan. Si no puedes llamar cobardes a quienes murieron por ser incapaces de afrontarlo, ¿cómo vas a tildar de cobardes a quienes huyeron por la misma razón?

—Nunca debieron descubrirlo —rezongó Han mientras abría y cerraba los dedos sobre su cojín azul como si fuera la garganta de un enemigo—. Ese conocimiento era sólo para quien era capaz de entrar en Rhuidean y salir con vida.

La frase no iba dirigida a nadie en particular, pero tenía que ir destinada a los oídos de Rand. Era él quien había revelado a todo el mundo lo que un hombre descubría en medio de las columnas de cristal de la plaza; o, al menos, había revelado lo suficiente para que los jefes y Sabias no pudieran negar el resto cuando les preguntaron. Si había un Aiel en todo el Yermo que no supiera la verdad a esas alturas, no era ninguno de aquellos con los que había hablado en el último mes.

Lejos del glorioso pasado guerrero en el que la mayoría creía, los Aiel habían empezado como indefensos refugiados a raíz del Desmembramiento del Mundo. Todos los que sobrevivieron al cataclismo lo eran, por supuesto, pero los Aiel nunca se habían considerado indefensos. Lo que era peor, habían sido seguidores de la Filosofía de la Hoja, una ética que rechazaba el uso de la violencia incluso en defensa de la propia vida. Aiel significaba «Dedicados» en la Antigua Lengua, y era a la paz a lo que estaban consagrados. Los que en la actualidad se llamaban a sí mismos Aiel eran los descendientes de aquellos que habían roto una promesa mantenida durante incontables generaciones. Sólo quedaba un vestigio de aquella creencia: un Aiel prefería morir antes que tocar una espada. Siempre habían considerado que ello era parte de su orgullosa ascendencia, de su disociación con quienes vivían fuera del Yermo.

Rand les había oído decir que habían cometido algún pecado por el que los habían llevado a vivir a esas desoladas tierras. Ahora sabían cuál era. Los hombres y mujeres que habían construido Rhuidean y muerto allí —los llamados Jenn Aiel, el clan que no lo era, en las contadas ocasiones en que se hablaba de ellos— eran los únicos que se habían mantenido fieles a las Aes Sedai desde los tiempos anteriores al Desmembramiento. Era muy duro afrontar el hecho de que aquello en lo que uno siempre había creído era una mentira.

—Había que decirlo —adujo Rand.

«Tenían derecho a saberlo —se dijo—. Un hombre no debería verse obligado a vivir una mentira. Además, sus propias profecías dicen que los destruiría. No podría haber actuado de otro modo». El pasado era pasado y había quedado atrás; debería preocuparse del futuro. «Algunos de estos hombres no me aprecian y algunos me odian por no haber nacido entre ellos, pero me siguen. Los necesito a todos».

—¿Y qué hay de los Miagoma? —preguntó.

Erim, recostado entre Rhuarc y Han, sacudió la cabeza. Su cabello, antaño de un fuerte tono pelirrojo, estaba ahora medio cano, pero en sus verdes ojos había tanta fuerza como en los de un joven. Sus grandes manos, anchas, largas y firmes, pregonaban la fortaleza de sus brazos.

—Timolan no deja que sus pies sepan hacia qué lado saltarán hasta que ha brincado.

—Cuando Timolan era un joven jefe —dijo Jheran—, intentó unir a los clanes y fracasó. No le sentará muy bien que haya alguien que ha tenido éxito en donde él falló.

—Vendrá —manifestó Rhuarc—. Timolan jamás se creyó a sí mismo El que Viene con el Alba. Y Janwin traerá a los Shiande. Pero esperarán. Antes tienen que asumir los acontecimientos en sus propias mentes.

—Lo que tienen que asumir es el hecho de que El que Viene con el Alba es un hombre de las tierras húmedas —espetó Han—. Sin ánimo de ofender, Car’a’carn. —En su voz no había servilismo; un jefe no era un rey, y tampoco lo era el jefe de jefes. En el mejor de los casos, se lo consideraba el primero entre iguales.

—También los Daryne y los Codarra acabarán viniendo, creo —dijo calmosamente Bruan. Y deprisa, no fuera a ser que el silencio se convirtiera en una razón para danzar las lanzas. El primero entre iguales en el mejor de los casos—. Han sido los clanes que han sufrido más bajas por el marasmo. —Así era como los Aiel habían dado en llamar al largo período de estupefacción y parálisis en que habían quedado sumidos antes de que alguien intentara escapar de ser Aiel—. Por el momento, Mandelain e Indirian están volcados en mantener unidos a sus clanes, y ambos querrán ver con sus propios ojos los dragones en tus brazos, pero vendrán.

Aquello dejaba sólo pendiente de discusión un clan, precisamente al que ninguno de los jefes deseaba mencionar.

—¿Qué noticias hay de Couladin y de los Shaido? —preguntó Rand.

Silencio por toda respuesta; un silencio roto únicamente por las suaves y serenas notas del arpa en segundo plano. Los hombres, en un estado de ánimo lo más parecido al desasosiego en unos Aiel, aguardaban a que fuera otro quien hablara. Jheran se examinaba fijamente, con el ceño fruncido, la uña del pulgar; Bruan jugueteaba con una de las borlas plateadas de su cojín verde, e incluso Rhuarc contemplaba atentamente la alfombra.

Los hombres y mujeres vestidos de blanco se afanaban en silencio escanciando vino en copas de plata que se iban colocando al lado de cada jefe, llevando bandejas con aceitunas, escasas en el Yermo, queso de oveja y los pálidos y arrugados frutos secos que los Aiel llamaban pecara. Los rostros Aiel que asomaban bajo las blancas capuchas mantenían los ojos fijos en el suelo y una inusitada expresión de mansedumbre.

Capturados, ya fuera en batalla o en un asalto a un dominio, los gai’shain juraban servir obedientemente durante un año y un día, sin tocar un arma, sin actuar con violencia, y al finalizar el plazo regresaban a su clan y a su septiar como si no hubiera ocurrido nada. Una curiosa reminiscencia de la Filosofía de la Hoja. El ji’e’toh, honor y obligación, lo exigía, y romper el ji’e’toh era casi lo peor que podía hacer un Aiel. Puede que lo peor. Cabía la posibilidad que alguno de esos hombres o mujeres estuvieran sirviendo en ese momento al jefe de su propio clan; pero, mientras durara el período de gai’shain, no darían señal alguna de reconocimiento, ni el más leve parpadeo, incluso en el caso de ser un hijo o una hija.

De repente se le ocurrió a Rand que tal era la razón de que algunos Aiel reaccionaran como lo habían hecho ante su revelación. Para ellos debía de haber sido como si sus antepasados hubieran prometido ser gai’shain de por vida, y no sólo para ellos, sino también para todas las generaciones venideras. Y esas generaciones —todas, desde el principio hasta el día de hoy— habían quebrantado el ji’e’toh al tomar la lanza. ¿Alguno de los jefes que tenía delante se habría planteado este punto de vista? El ji’e’toh era un asunto sumamente serio para cualquier Aiel.

Los gai’shain se marcharon sin que sus pasos levantaran el más leve rumor. Ninguno de los jefes tocó el vino ni la comida.

—¿Hay alguna esperanza, por remota que sea, de que Couladin se reúna conmigo? —Rand sabía que no la había; había dejado de enviar mensajes requiriendo una entrevista cuando se enteró de que Couladin desollaba vivos a los portadores. Empero, era un modo de hacer hablar a los otros.

—La única noticia que hemos tenido de él —contestó Han con un resoplido de desprecio— es que se propone despellejarte a ti cuando te ponga los ojos encima. ¿Te parece que eso apunta alguna intención de dialogar?

—¿Qué posibilidades tengo de apartar a los Shaido de él?

—Ellos lo siguen —repuso Rhuarc—. No es jefe, pero ellos creen que lo es. —Couladin no había entrado en aquellas columnas de cristal, por lo que tal vez todavía siguiera creyendo lo que proclamaba: que todo lo que Rand había dicho era mentira—. Afirma que él es el Car’a’carn, y ellos también lo creen. Las Doncellas Shaido que vinieron lo hicieron por su asociación, y ello porque las Far Dareis Mai son defensoras de tu honor. Ninguno más de ellos vendrá.

—Enviamos exploradores para vigilarlos —dijo Bruan—, y los Shaido los matan en cuanto tienen ocasión. Con ello, Couladin ha iniciado media docena de pleitos de sangre, pero hasta el momento no da señales de que vaya a atacarnos. Según me han contado dice que estamos profanando Rhuidean y que atacarnos aquí sólo sería agravar el sacrilegio.

Erim gruñó y rebulló en el cojín.

—Lo que quiere decir es que hay suficientes lanzas aquí para matar dos veces a los Shaido y todavía sobrarían. —Se metió un trozo del blanco queso en la boca y agregó—: Los Shaido fueron siempre cobardes y ladrones.

—Perros sin honor —manifestaron al unísono Bael y Jheran, que de inmediato se miraron de hito en hito como si cada cual pensara que el otro lo había inducido a ello con engaños.

—Con honor o sin él —adujo Bruan reposadamente—, el número de guerreros de Couladin está creciendo. —A pesar de lo tranquilo que parecía, tomó un buen trago de vino antes de continuar—: Todos sabéis a lo que me refiero. Algunos de los que huyeron después del marasmo no tiraron sus lanzas, sino que se unieron a sus asociaciones entre los Shaido.

—Ningún Tomanelle ha renegado de su clan —bramó Han.

Bruan miró por encima de Rhuarc y de Erim al jefe de los Tomanelle.

—Ha ocurrido en todos los clanes —dijo con deliberada calma, y, para dejar claro que no admitiría otro desafío contra su palabra, volvió a recostarse en el cojín—. No es renegar del clan. Sólo se han unido a sus asociaciones. Es lo mismo que han hecho las Doncellas Shaido que han venido a su Techo aquí.

Hubo unos cuantos murmullos, pero nadie le discutió esta vez. Las reglas que regían las asociaciones guerreras Aiel eran complejas, y en algunos aspectos sus miembros se sentían tan vinculados a su asociación como a su clan. Por ejemplo, los miembros de una misma asociación no lucharían entre sí aun cuando sus clanes tuvieran un pleito de sangre. Algunos hombres no se casaban con una mujer que fuera familiar cercano de un miembro de su asociación, como si ello la convirtiera en pariente allegada suya. Respecto a las costumbres de las Far Dareis Mai, las Doncellas Lanceras, Rand prefería no planteárselas siquiera.

—Necesito saber lo que se propone hacer Couladin —les dijo. El Shaido era como un toro con una avispa metida en la oreja; podía cargar en cualquier dirección. Rand vaciló antes de exponer su idea—. ¿Sería una violación del honor enviar gente a unirse a sus asociaciones entre los Shaido? —No fue preciso explicar con más detalle a lo que se refería. Como si fueran un solo hombre, los jefes se pusieron tensos, incluido Rhuarc, en cuyos ojos había una frialdad suficiente para acabar con el calor de la habitación.

—Espiar de ese modo —Erim torció la boca al pronunciar la palabra «espiar», como si tuviera un sabor amargo— sería como espiar en tu propio septiar. Nadie con honor haría algo así.

Rand contuvo las ganas de preguntarles si no podían encontrar a alguien menos puntilloso. El sentido del humor de los Aiel era muy raro, a menudo cruel, pero respecto a ciertos temas no tenían absolutamente ninguno.

—¿Hay alguna noticia del otro lado de la Pared del Dragón? —inquirió para cambiar de tema. Sabía la respuesta, ya que noticias así se propagaban rápidamente incluso entre tantos Aiel como los que había en Rhuidean.

—Nada que merezca la pena tenerse en cuenta —contestó Rhuarc—. Con los problemas existentes entre los Asesinos del Árbol, pocos buhoneros entran en la Tierra de los Tres Pliegues. —Tal era el nombre por el que los Aiel conocían al Yermo; un castigo por su pecado, un territorio duro para poner a prueba su valor, un yunque para moldearlos. Asesinos del Árbol era como llamaban a los cairhieninos—. El estandarte del Dragón sigue ondeando sobre la Ciudadela de Tear. Los tearianos se han movido hacia el norte y han entrado en Cairhien, como ordenaste, para distribuir comida entre los Asesinos del Árbol. No hay nada más.

—Debiste dejar que los Asesinos del Árbol se murieran de hambre —masculló Bael, y Jheran cerró la boca con un seco chasquido. Rand sospechó que había estado a punto de decir lo mismo.

—No valen para nada salvo para matarlos o venderlos como animales en Shara —dijo sombríamente Erim. Ésas eran dos de las cosas que los Aiel hacían con quienes entraban en el Yermo sin estar invitados; sólo los juglares, los buhoneros y los gitanos tenían paso libre, bien que los Aiel evitaban a estos últimos como si tuvieran la peste. Shara era el nombre de las tierras que había más allá del Yermo; ni siquiera los Aiel sabían gran cosa acerca de ellas.

Por el rabillo del ojo, Rand vio dos mujeres paradas debajo de la alta entrada en arco. Alguien había colgado sartas de cuentas rojas y azules en el hueco para sustituir las puertas que faltaban. Una de las mujeres era Moraine. Por un instante consideró dejarlas aguardando; Moraine tenía esa irritante expresión de autoridad y saltaba a la vista que esperaba que interrumpieran lo que quiera que estuvieran haciendo para atenderla a ella. El problema era que no quedaba nada más de lo que hablar, y Rand veía claramente en los ojos de los hombres que no sentían ningún deseo de conversar. En especial cuando acababan de hablar del marasmo y de los Shaido.

Suspirando, se puso de pie y los jefes de clan lo imitaron. Todos excepto Han eran tan altos como él o más. Donde Rand se había criado, a Han se lo consideraría de estatura regular; entre los Aiel, era un hombre bajo.

—Sabéis lo que hay que hacer: atraer al resto de los clanes y tener vigilados a los Shaido. —Calló un momento y luego añadió—: Haré cuanto pueda para que todo acabe lo mejor posible para los Aiel.

—La profecía dice que nos destruirás —adujo amargamente Han—, y no has empezado mal. Pero te seguiremos. Hasta que no queden sombras —recitó—, hasta que no quede agua, hacia la Sombra enseñando los dientes, gritando desafiantes con el último aliento, para escupir al ojo del Cegador de la Vista en el Último Día.

El Cegador de la Vista era uno de los nombres Aiel para designar al Oscuro. Rand sólo podía contestar con la respuesta adecuada, la que en otros tiempos no conocía:

—Por mi honor y por la Luz, mi vida será una daga en el corazón del Cegador de la Vista.

—Hasta el Último Día —terminaron los Aiel—, en el mismísimo Shayol Ghul.

El arpista continuaba tocando sosegadamente. Los jefes salieron junto a las mujeres que aguardaban, mirando respetuosamente a Moraine. No había en ellos temor alguno, y Rand deseó poder sentirse tan seguro de sí mismo. La Aes Sedai albergaba demasiados planes para él, tenía demasiados modos de tirar de cuerdas que él ignoraba que le había atado.

Las dos mujeres entraron tan pronto como los jefes se hubieron marchado, Moraine con la fría elegancia de siempre. Era una mujer pequeña y bonita, con aquellos rasgos de Aes Sedai a los que Rand jamás sabría poner una edad, o sin ellos; se había quitado el pañuelo húmedo anudado a las sienes y, en su lugar, una pequeña gema azul colgaba sobre su frente desde una fina cadena de oro ceñida al oscuro cabello. Habría dado igual si se hubiera dejado el pañuelo; nada menguaba su porte regio. Normalmente daba la impresión de medir un palmo más de su verdadera altura, y sus ojos irradiaban seguridad y autoridad.

La otra mujer era más alta, aunque sólo le llegaba al hombro a Rand, y joven, no intemporal: Egwene, a la que conocía desde que eran niños. Ahora, salvo por sus brillantes ojos oscuros, casi habría pasado por una Aiel, y no sólo debido al tono tostado de su rostro y sus manos. Vestía una falda Aiel de lana marrón y una blusa suelta de tejido blanco que se obtenía de una fibra llamada algode. El algode era más suave que la más fina lana; sería un excelente producto para el comercio si conseguía convencer a los Aiel. Un chal gris rodeaba los hombros de Egwene, y un pañuelo del mismo color, doblado, hacía las veces de cinta alrededor de la frente para sujetarle el cabello. A diferencia de la mayoría de las mujeres Aiel, lucía un único brazalete, un aro de marfil tallado de modo que semejaba un círculo de llamas, y un solo collar de oro y cuentas de ébano. Y otra cosa más: un anillo de la Gran Serpiente en la mano izquierda.

Egwene había estado estudiando con algunas Sabias Aiel —Rand ignoraba exactamente qué, aunque suponía con bastante certeza que tenía que ver con los sueños; tanto Egwene como las Sabias mantenían la más estricta reserva al respecto— pero también había estudiado en la Torre Blanca. Era una Aceptada, en camino de convertirse en Aes Sedai. Y, al menos allí y en Tear, ya se hacía pasar por Aes Sedai. A veces Rand le tomaba el pelo por ello, aunque la joven no recibía bien sus chanzas.

—Las carretas estarán listas para partir hacia Tar Valon pronto —anunció Moraine. Tenía una voz musical, cristalina.

—Envíalas con una guardia nutrida —dijo Rand—, o puede que Kadere no las lleve donde quieres. —Se volvió hacia la ventana de nuevo, deseoso de mirar el exterior y pensar sobre el buhonero—. Antes no me necesitabas nunca para agarrarte de la mano ni para darte permiso.

De repente algo pareció golpearlo en los hombros, como si le hubieran dado con una vara; la sensación de que se le ponía la piel de gallina, cosa harto difícil con este calor, fue lo único que lo puso sobre aviso de que una de las mujeres había encauzado.

Girando sobre sí mismo para tenerlas de frente, entró en contacto con el saidin y se llenó del Poder Único. Era como si la vida misma entrara a raudales en él, como si estuviera diez, cien veces más vivo que antes; también lo llenó la infección del Oscuro, muerte y corrupción, como gusanos reptando en su boca. Era un torrente que amenazaba con arrastrarlo, una violenta riada contra la que tenía que luchar cada instante. Casi se había acostumbrado a ella ahora y, al mismo tiempo, jamás se acostumbraría. Deseaba retener para siempre la dulzura del saidin y deseaba vomitar. Y, mientras tanto, el impetuoso caudal intentaba arrancarle la carne hasta dejarle los huesos pelados para después reducir éstos a cenizas.

Con el tiempo, la infección lo volvería loco, si es que antes no lo mataba el Poder; era una carrera hacia uno u otro destino. La locura era la suerte que aguardaba a todos los hombres con capacidad de encauzar desde que había empezado el Desmembramiento del Mundo, desde el día en que Lews Therin Telamon, el Dragón, y sus Cien Compañeros habían encerrado al Oscuro en la prisión de Shayol Ghul. La onda expansiva producida por el último estallido al sellar esa prisión tuvo por consecuencia la contaminación de la mitad masculina de la Fuente Verdadera, y los hombres que podían encauzar, dementes que podían encauzar, habían hecho pedazos el mundo.

Se hinchió de Poder… Y no supo discernir cuál de las dos mujeres lo había hecho. Ambas lo miraban como unas mosquitas muertas, las dos con una ceja enarcada en un gesto interrogante casi idéntico y levemente divertido. Una o las dos a la vez podían estar en contacto con la mitad femenina de la Fuente en ese mismo instante, y él jamás lo percibiría.

Claro que un varazo en los hombros no era el estilo de Moraine; ella tenía otros medios para castigar, más sutiles pero, al final, más dolorosos. Empero, y aunque tenía la certeza de que había sido Egwene, no hizo nada. «Pruebas». La idea se deslizó por el borde del vacío en el que flotaba, envuelto en la nada, lejos de pensamientos, emociones e incluso de la rabia. «No haré nada sin tener pruebas. Esta vez no saltaré aunque me pinchen». Ya no era la Egwene con la que había crecido; se había convertido en parte de la Torre desde que Moraine la había enviado allí. De nuevo Moraine. Siempre Moraine. A veces desearía poder librarse de ella. «¿Sólo a veces?» Rand se concentró en la Aes Sedai.

—¿Qué quieres de mí? —Incluso a sus oídos su voz sonó fría e impasible. El Poder rugía dentro de él. Egwene le había explicado que, para una mujer, entrar en contacto con la Fuente era como un abrazo; para un hombre era siempre una guerra a muerte—. Y no vuelvas a hablar de las carretas, hermanita. Generalmente descubro lo que te propones hacer mucho después de que ya está hecho.

La Aes Sedai lo miró con el entrecejo fruncido, y no era de extrañar. Evidentemente, no estaba acostumbrada a que ningún hombre la tratara así, ni siquiera el Dragón Renacido. Ni siquiera él entendía de dónde había salido lo de «hermanita» ni por qué la tuteaba ahora; últimamente parecía que las palabras surgían repentinamente en su cabeza. Tal vez el primer atisbo de locura. Algunas noches yacía despierto hasta altas horas, preocupado por eso. Dentro del vacío tenía la sensación de que era una preocupación que no le atañía a él.

—Deberíamos hablar a solas —dijo Moraine, asestando una fría mirada al arpista.

Jasin Natael, el nombre por el que se lo conocía allí, estaba medio tumbado sobre cojines, recostado en una de las paredes sin ventanas, tocando suavemente el arpa apoyada sobre una rodilla; la parte superior del instrumento musical estaba tallada y dorada a semejanza de las criaturas que Rand tenía en los antebrazos, a las que los Aiel llamaban dragones. Rand sólo tenía cierta sospecha respecto a dónde había conseguido Natael el arpa. Era un hombre de cabello oscuro, de mediana edad, al que habrían considerado más alto que la mayoría en cualquier otro lugar que no fuera el Yermo. La chaqueta y los calzones eran de seda azul oscuro, apropiados para una corte real, con recargados bordados de oro en el cuello y los puños, y llevaba todas las prendas completamente abotonadas y atadas a despecho del calor reinante. Las finas ropas no encajaban con la capa de juglar que tenía extendida junto a él: una prenda de buena calidad, pero cubierta completamente con centenares de parches de colores casi igualmente numerosos, todos ellos cosidos de manera que se agitaran con el menor soplo de brisa, y que señalaba a un artista provinciano, un juglar y titiritero, músico y contador de cuentos que viajaba de pueblo en pueblo. Nada que ver con un hombre que vestía ropas de sedas; en fin, que tenía ciertas debilidades. Aparentemente estaba absorto en la música.

—Puedes decir lo que quieras delante de Natael —manifestó Rand—. Al fin y al cabo, es el juglar del Dragón Renacido. —Si mantener en secreto el asunto que quería tratar era tan importante, Moraine insistiría, y entonces Rand mandaría salir a Natael, aunque no le gustaba perder de vista al hombre.

Egwene resopló con desdén y ajustó el chal a sus hombros.

—La soberbia se te ha subido a la cabeza, Rand al’Thor. —Lo dijo categóricamente, como manifestando un hecho.

La rabia hirvió en el exterior del vacío, aunque no a causa de lo que la joven había dicho; siempre había tenido por costumbre intentar rebajarlo desde que eran niños, generalmente tanto si lo merecía como si no. Pero últimamente Rand tenía la impresión de que trabajaba en connivencia con Moraine, tratando de desconcertarlo para que la Aes Sedai pudiera llevarlo al terreno que quería. Cuando eran más jóvenes, antes de que ambos descubrieran lo que era, Egwene y él habían creído que se casarían algún día. Y ahora hacía causa común con Moraine contra él.

Adoptando una expresión severa, habló con más dureza de lo que era su intención:

—Dime qué quieres, Moraine. Dímelo ya o tendrá que esperar hasta que disponga de un rato para atenderte. Estoy muy ocupado. —Aquello era totalmente falso. La mayoría del tiempo lo ocupaba practicando esgrima con Lan o el manejo de la lanza con Rhuarc o aprendiendo a luchar con manos y pies con cualquiera de los dos. Pero, si alguien tenía que intimidar allí ese día, sería él. Natael podía oírlo todo. O casi todo. Siempre y cuando Rand supiera dónde se encontraba en todo momento.

Las dos mujeres pusieron ceño, pero al menos la verdadera Aes Sedai pareció darse cuenta de que esta vez no daría el brazo a torcer. Moraine echó una ojeada a Natael —que aparentemente seguía absorto en la música—, apretó los labios y finalmente sacó un envoltorio de seda gris de su bolsillo.

Lo desenvolvió y dejó sobre la mesa lo que contenía, un disco del tamaño de la mano de un hombre, la mitad negro y la otra mitad blanco; ambos colores confluían en una línea sinuosa con la que se formaban dos lágrimas unidas. Ése había sido el símbolo de los Aes Sedai antes del Desmembramiento, pero el disco era algo más. Se habían creado sólo siete como éste, y servían como sellos de la prisión del Oscuro. O, más específicamente, cada uno de ellos era el foco de uno de los verdaderos sellos. Moraine sacó del cinturón la daga, cuya empuñadura estaba forrada con alambre plateado, y rascó suavemente el borde del disco. De la mitad negra se desprendió una minúscula esquirla.

Aun estando sumergido en el vacío, Rand dio un respingo; por un instante el Poder pareció a punto de arrollarlo y hasta el propio vacío se estremeció.

—¿Es una copia? ¿Una falsificación?

—Lo encontré aquí abajo, en la plaza —informó Moraine—. Pero es un original. El que traje conmigo de Tear es igual. —Habló como si estuviera comentando que quería crema de guisantes para comer.

Por su parte, Egwene se arrebujó en el chal como si tuviera frío. Rand notó el miedo tratando de alcanzarlo a través del vacío. Le costó un arduo esfuerzo cortar el contacto con el saidin, pero se obligó a hacerlo. Si perdía la concentración, el Poder lo destruiría allí mismo, y ahora quería poner toda su atención en el asunto que tenían entre manos. A pesar de todo, a pesar de la infección, fue una dura renuncia.

Miró la esquirla caída sobre la mesa sin dar crédito a sus ojos. Los discos estaban hechos con cuendillar, la piedra del corazón, y nada hecho con ella podía romperse, ni siquiera con el Poder Único. Cualquier fuerza utilizada contra ella sólo la volvía más resistente. El proceso para hacer la piedra del corazón se había perdido con el Desmembramiento del Mundo, pero todo cuanto se había fabricado con ella durante la Era de Leyenda todavía existía, hasta el jarrón más frágil, aunque el propio Desmembramiento lo hubiera hundido en el fondo del océano o enterrado bajo una montaña. Claro que ya se habían roto tres de los siete discos, pero había hecho falta algo más que la punta de una daga.

Aunque, pensándolo bien, no sabía exactamente cómo se habían roto aquellos tres discos. Si ninguna fuerza menor que el propio Creador podía romper el cuendillar, entonces ¿cuál era la causa?

—¿Cómo? —preguntó, sorprendido de que su voz siguiera sonando tan impasible como cuando lo envolvía el vacío.

—Lo ignoro —contestó Moraine, en apariencia con tanta calma como él—. Sin embargo, ¿comprendes el problema? Esto se rompería con caerse de la mesa. Si los demás, dondequiera que estén, se encuentran en el mismo estado, cuatro hombres con martillos serían capaces de abrir de nuevo ese agujero en la prisión del Oscuro. Además, ¿quién sabe hasta qué punto son efectivos en estas condiciones?

Sí, Rand se daba cuenta. «Aún no estoy preparado». Ni siquiera sabía si llegaría a estarlo en algún momento, pero ahora, desde luego, no lo estaba. El aspecto de Egwene era como si estuviera contemplando su propia tumba abierta. Moraine envolvió de nuevo el disco y lo guardó en el bolsillo.

—Quizá se me ocurra alguna posibilidad antes de que lleve esto a Tar Valon. Si descubrimos el porqué, tal vez estemos en condiciones de hacer algo al respecto.

Rand imaginó al Oscuro alargando de nuevo sus manos desde Shayol Ghul, logrando por fin liberarse completamente; el fuego y la oscuridad cubrieron el mundo en su mente, llamas que consumían pero no daban luz, tinieblas sólidas como piedra estrujando el aire. Con aquella imagen llenando su cerebro, tardó unos segundos en asimilar lo último que había dicho Moraine.

—¿Tienes intención de ir en persona? —Creía que la Aes Sedai pensaba pegarse a él como el musgo a la piedra. «¿Y no es precisamente eso lo que quieres, que te deje en paz?»

—Finalmente tendré que… dejarte, después de todo —repuso Moraine en voz queda—. Lo que haya de ser, será. —Rand creyó verla estremecerse, pero, tan fugazmente, que bien podría haber pasado por ser producto de su imaginación, y al cabo de un instante la mujer había recuperado la compostura, el dominio de sí misma—. Tienes que estar preparado. —A Rand no le sentó bien este recordatorio de sus propias dudas—. Deberíamos discutir tus planes. No puedes quedarte aquí parado mucho más tiempo. Aun en el caso de que los Renegados no se hayan planteado atacarte, están ahí fuera, extendiendo su poder. Reunir a los Aiel no te servirá de mucho si te encuentras con que tienen bajo su dominio todo cuanto hay al otro lado de la Columna Vertebral del Mundo.

Soltando una queda risita, Rand se recostó contra la mesa. Así que sólo se trataba de otra estratagema; si tan nervioso lo ponía su marcha, quizá debería mostrarse más inclinado a escuchar sus consejos, más dócil a dejarse guiar. Naturalmente, Moraine no podía mentir, no directamente. Uno de los tan cacareados Tres Juramentos se ocupaba de ello: no decir nada que no fuera cierto. Rand había descubierto que eso dejaba un amplio margen para maniobrar. Al fin tendría que dejarlo solo. Después de que estuviera muerto, sin duda.

—Así que quieres discutir sobre mis planes —dijo, cortante. Sacó una pipa de caña corta y una bolsa de tabaco del bolsillo de la chaqueta, llenó la cazoleta, apretó el tabaco con el pulgar, y tocó fugazmente el saidin para encauzar una llamita que titiló sobre la pipa—. ¿Por qué? Son míos. —Chupó lentamente mientras esperaba, pasando por alto la mirada feroz de Egwene.

La expresión de la Aes Sedai no se alteró, pero sus grandes y oscuros ojos parecieron arder.

—¿Qué hiciste cuando te negaste a dejarte guiar por mí? —Su voz era tan fría como sus rasgos, pero las palabras parecieron salir de su boca como trallazos—. Allí por donde has pasado, has dejado tras de ti muerte, destrucción y guerra.

—En Tear no —replicó con excesiva premura. Y demasiado a la defensiva. No debía dejarla que lo alterara. Se puso a dar largas chupadas a la pipa, con deliberada lentitud.

—No —convino ella—, en Tear no. Por una vez tuviste una nación respaldándote, un pueblo, ¿y qué hiciste con ellos? Implantar justicia en Tear era loable. Establecer el orden en Cairhien, alimentar a los hambrientos, es digno de encomio. En otro momento te habría elogiado por ello. —Ella era cairhienina—. Pero eso no te ayuda para el día que has de afrontar el Tarmon Gai’don. —Una mujer de ideas fijas, fría en cuanto atañía a todo lo demás, incluso su propio país. Mas ¿no debería ser él igual, tener un único propósito?

—¿Y qué habrías querido que hiciera? ¿Rastrear y dar caza a los Renegados, uno por uno? —De nuevo se obligó a chupar lentamente la pipa; fue un arduo esfuerzo—. ¿Sabes siquiera dónde están? Oh, sí, Sammael se encuentra en Illian, ambos estamos informados de ello, pero ¿y los demás? ¿Y si voy por Sammael como querías y me encuentro con dos, tres o cuatro de ellos?, ¿o con todos?

—Podrías haberte enfrentado a tres o a cuatro, puede que a los nueve que sobreviven, si no te hubieras dejado a Callandor en Tear —adujo con un timbre gélido—. La verdad es que estás huyendo. En realidad no tienes ningún plan, ninguno que te prepare para la Última Batalla. Corres de un sitio a otro con la esperanza de que de algún modo todo se resuelva por sí mismo. Esperando, porque no sabes qué otra cosa hacer. Si aceptaras mi consejo, al menos…

Él la hizo callar con un brusco ademán, sin importarle ni poco ni mucho las miradas furibundas que le asestaban las dos mujeres.

—Tengo un plan. —Si tanto interés tenían, que lo supieran, y así la Luz lo abrasara si cambiaba ni un punto ni una coma—. En primer lugar, tengo intención de acabar con las guerras y con las matanzas, las haya empezado yo o no. Si los hombres tienen que matar, que maten trollocs, no los unos a los otros. En la Guerra de Aiel cuatro clanes cruzaron la Pared del Dragón e impusieron su voluntad durante dos largos años. Saquearon y arrasaron Cairhien, derrotando a todos los ejércitos que lanzaron contra ellos. Podrían haber tomado Tar Valon si hubiesen querido. La Torre no habría podido pararlos entonces a causa de vuestros Tres Juramentos. —No utilizar el Poder como arma excepto contra los Engendros de la Sombra o Amigos Siniestros o en defensa de sus propias vidas era otro de los Juramentos, y los Aiel no habían amenazado a la propia Torre. La cólera se había apoderado de él ahora. Así que huyendo y esperando ¿no?—. Y eso lo consiguieron entre cuatro clanes. ¿Qué ocurrirá cuando conduzca a once a través de la Columna Vertebral del Mundo? —Tenían que ser sólo once; contar con los Shaido quedaba descartado—. Para cuando a las naciones se les ocurra la idea de unirse, ya será demasiado tarde. Aceptarán mi paz o seré enterrado en Can Breat.

Una nota desafinada se alzó en el arpa, y Natael se inclinó sobre el instrumento mientras sacudía la cabeza. Al cabo de un instante la armoniosa melodía sonó de nuevo.

—Un melón pasado no se hincharía lo bastante para confundirse con tu cabeza —masculló Egwene, cruzándose de brazos—. ¡Y una piedra no sería más obstinada! Moraine sólo intenta ayudarte. ¿Por qué eres tan ciego?

La Aes Sedai se alisaba los pliegues de la falda de seda a pesar de que no era necesario.

—Llevar a los Aiel a través de la Pared del Dragón tal vez sea el mayor error que podrías cometer. —En su voz había un timbre de rabia y frustración. Por lo menos Rand estaba dejándole muy claro que no era la marioneta de nadie—. A estas alturas, la Sede Amyrlin estará poniéndose en contacto con los dirigentes de todas las naciones que todavía tengan quienes las dirijan, exponiendo las pruebas de que eres el Dragón Renacido. Conocen las Profecías; saben para lo que has nacido. Una vez que se hayan convencido de quién y qué eres, te aceptarán porque tienen que hacerlo. La Última Batalla se aproxima, y tú eres su única esperanza, la única esperanza de la humanidad.

Rand estalló en carcajadas. Era una risa amarga. Sujetando la pipa entre los dientes, se aupó a la mesa y se sentó cruzado de piernas, mirándolas.

—Así que tú y Siuan Sanche todavía creéis que sabéis cuanto hay que saber. —Así lo quisiera la Luz, no sabían, ni de cerca, todo sobre él y jamás lo descubrirían—. Sois unas necias las dos.

—¡Muestra más respeto! —gruñó Egwene, pero Rand al’Thor pasó por alto su protesta.

—Los Grandes Señores tearianos conocían las Profecías también, y me reconocieron una vez que vieron a Callandor aferrada en mi mano. La mitad de ellos esperaban que les proporcionara poder o gloria o ambas cosas. La otra mitad estaba dispuesta a clavarme un cuchillo en la espalda en cuanto se le presentara la ocasión e intentar olvidar que el Dragón Renacido había pisado Tear alguna vez. Así es como las naciones recibirán al Dragón Renacido. A menos que antes las someta, como hice con Tear. ¿Sabes por qué deje a Callandor? Para que no se olvidaran de mí. Saben que está allí, hincada en el Corazón de la Ciudadela, y saben que regresaré por ella. Eso es lo que los mantiene sujetos a mí. —Aquélla era una de las razones de que hubiera dejado La Espada que no es una Espada. No quería pensar siquiera en la otra.

—Ten mucho cuidado —dijo Moraine al cabo de un momento. Sólo eso, y con una voz que rebosaba una fría calma. Rand captó una seria amenaza en sus palabras. Una vez la había oído decir con el mismo tono que antes lo vería muerto que permitir que la Sombra se apoderara de él. Una mujer dura.

Lo estuvo observando fijamente unos instantes, sus oscuros ojos cual estanques profundos que amenazaban con engullirlo. Después hizo una impecable reverencia.

—Con tu permiso, mi señor Dragón, iré a informar a maese Kadere del lugar donde quiero que trabajen mañana.

Nadie habría visto o advertido la más leve burla en su gesto o sus palabras, pero Rand lo percibió. Recurría a cualquier cosa que sirviera para alterarlo, para hacerlo más sumiso por el sentido de la culpabilidad, la vergüenza, la incertidumbre o lo que fuera. Lo intentaría todo. La siguió con la mirada hasta que la cortina de cuentas se cerró, tintineando, tras ella.

—No tienes por qué fruncir el ceño así, Rand al’Thor. —Egwene hablaba despacio; sus ojos estaban iracundos y sujetaba el chal como si deseara estrangularlo con él—. ¡Menudo lord Dragón estás hecho! Seas lo que seas, en el fondo no eres más que un palurdo grosero y sin modales. ¡No creo que te matara el esfuerzo de mostrar un poco de educación! Te merecerías más de lo que ya has recibido.

—Así que fuiste tú —espetó, pero, para su sorpresa, la joven empezó a sacudir la cabeza negando antes de contenerse. De modo que había sido Moraine, después de todo. Si la Aes Sedai estaba dando rienda suelta a semejante genio, algo debía de estar llevándola al límite de su paciencia. Él, sin duda. Quizá debería disculparse. «Supongo que ser educado no me perjudicaría». Aunque no alcanzaba a entender por qué tenía que ser cortés con la Aes Sedai mientras que ella intentaba llevarlo sujeto por una correa.

Empero, si él se estaba planteando ser amable, no era el caso de Egwene. Si las ascuas ardientes hubieran sido marrón oscuro, no se habrían diferenciado en nada de sus ojos.

—Eres un necio con paja en la cabeza en vez de cerebro, Rand al’Thor, y jamás debí decirle a Elayne que eras lo bastante bueno para ella. ¡Ni siquiera eres bueno para una comadreja! No tengas tantos humos, porque todavía te recuerdo pasándolas moradas para salir de alguna situación apurada en la que te había metido Mat. Aún recuerdo a Nynaeve azotándote hasta que chillabas como un cochino y que después necesitabas un cojín para poder sentarte el resto del día. Tampoco hace tantos años de eso. Habré de decirle a Elayne que te olvide. Si supiera en lo que te has convertido…

Rand se quedó mirándola, boquiabierto, mientras ella soltaba la parrafada, más furiosa de lo que había estado en ningún momento desde que había entrado por la puerta. Entonces lo comprendió. Todo venía por la leve sacudida de cabeza que no había tenido intención de hacer, con la que había descubierto que había sido Moraine quien lo había golpeado con el Poder. Egwene se esforzaba al máximo para realizar de manera apropiada lo que quiera que se trajera entre manos. Al estudiar con la Sabias, vestía ropas Aiel; conociéndola como la conocía, tal vez hasta estaba intentando adoptar costumbres Aiel. Pero siempre se esforzaba al máximo para ser una Aes Sedai adecuada, aun cuando sólo fuera una Aceptada. Por lo general, las Aes Sedai mantenían controlado el genio, pero nunca jamás demostraban algo que quisieran ocultar.

«Ilyena jamás descargó su mal genio conmigo cuando estaba furiosa consigo misma. Las veces que mostraba su lado mordaz era porque…» Su mente se quedó paralizada momentáneamente. Él nunca había conocido a una mujer llamada Ilyena. Sin embargo, evocaba un rostro con ese nombre, una imagen borrosa; una cara bonita, piel cremosa, cabello dorado igual al de Elayne. Esto tenía que ser la locura. Mira que recordar una mujer imaginaria… A lo mejor algún día se ponía a hablar con personas que no existían.

La diatriba de Egwene cesó bruscamente, dando paso a una expresión preocupada.

—¿Te encuentras bien, Rand? —La rabia había desaparecido de su voz como si nunca hubiera estado allí—. ¿Ocurre algo? ¿Voy a buscar a Moraine para que…?

—¡No! —gritó, y enseguida suavizó el tono—. No puede Curar… —Ni siquiera una Aes Sedai podía sanar la locura; ninguna de ellas podía Curar sus padecimientos—. ¿Está bien Elayne?

—Está bien, sí. —A despecho de lo que había dicho, en la voz de Egwene había un atisbo de compasión. Eso era todo lo que realmente esperaba. Aparte de saber que Elayne se marchaba de Tear, el resto eran asuntos de Aes Sedai, nada que le concerniera a él; así se lo había dicho Egwene en más de una ocasión y Moraine se había hecho eco de sus palabras. Las tres Sabias que caminaban por los sueños, con las que Egwene estaba estudiando, habían sido aun menos comunicativas; tenían sus propias razones para no estar contentas con él.

—Será mejor que me marche —siguió Egwene, colocándose bien el chal sobre los hombros—. Estás cansado. —Arrugó ligeramente el entrecejo—. Rand, ¿qué significa ser enterrado en el Can Breat?

Iba a preguntarle de qué demonios hablaba cuando recordó haber utilizado esa frase.

—Sólo es algo que oí una vez —mintió. No tenía la más ligera idea de lo que significaba ni de dónde lo había sacado.

—Descansa, Rand —dijo como si fuera veinte años mayor que él en lugar de ser tres más joven—. Prométeme que lo harás. Lo necesitas.

Él asintió. Egwene lo observó atentamente como buscando la verdad en su rostro y después se encaminó hacia la puerta.

La copa de vino de Rand flotó de la alfombra hacia donde estaba él; se apresuró a cogerla en el aire justo antes de que Egwene volviera la cabeza para mirarlo por encima del hombro.

—Quizá no debería contarte esto —empezó—. Elayne no me lo dijo como un mensaje para ti, pero… Me confesó que te amaba. Quizá lo sabes ya; pero, si no es así, deberías pensar en ello.

Sin más, Egwene salió de la estancia, y las sartas de cuentas tintinearon al cerrarse tras ella.

Bajando de un salto de la mesa, Rand arrojó la copa lejos, salpicando con el vino las baldosas del suelo, y se giró violentamente hacia Jasin Natael, furioso.

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