Los efectos del anillo ter’angreal ya no sobresaltaban a Nynaeve. Se encontraba en un lugar en el que estaba pensando cuando le llegó el sueño: la gran cámara en Tear llamada el Corazón de la Ciudadela, dentro de la gigantesca fortaleza. Las doradas lámparas de pie no estaban encendidas, pero una pálida luz parecía llegar de todas partes y de ninguna para cobrar vida en derredor de ella y disiparse paulatinamente en la distancia, perdiéndose en las sombras. Por lo menos no hacía calor; en el Tel’aran’rhiod nunca parecía hacer frío ni calor.
Inmensas columnas de piedra roja se extendían en todas direcciones, mientras que el alto techo abovedado quedaba medio oculto en las sombras, junto con otras lámparas doradas que colgaban de cadenas del mismo metal dorado. Las pálidas baldosas bajo los pies de la mujer estaban desgastadas; los Grandes Señores de Tear habían acudido a esta cámara —en el mundo de vigilia, por supuesto— sólo cuando lo exigían sus leyes y costumbres, pero se habían reunido aquí desde el Desmembramiento del Mundo. Bajo el punto central del abovedado techo se hallaba Callandor, en apariencia una brillante espada de cristal, hincada hasta la mitad de la hoja en el suelo de piedra. Como Rand la había dejado.
No se acercó a Callandor, Rand afirmaba haber tejido trampas a su alrededor con el saidin, unas trampas que ninguna mujer podía ver. Imaginaba que serían muy peligrosas, ya que el mejor de los hombres podía ser perverso cuando quería ser artero; peligrosas y tan dañinas para una mujer como para los hombres que intentaran apoderarse de ese sa’angreal. El joven lo había preparado pensando en protegerla tanto de quienes dirigían la Torre como de los Renegados. Aparte del propio Rand, quienquiera que tocara a Callandor se arriesgaba a morir o algo peor.
Eso era un hecho en el Tel’aran’rhiod; lo que era en el mundo de vigilia, también lo era aquí, aunque no siempre ocurría a la inversa. El Mundo de los Sueños, el Mundo Invisible, era reflejo del mundo de vigilia, bien que a veces de un modo extraño, y quizá de otros mundos también. Verin Sedai le había dicho a Egwene que existía un arquetipo de entramado de mundos, el de la realidad de aquí y otros, al igual que las vidas de las personas se entretejían en el Entramado de las Eras. El Tel’aran’rhiod estaba en contacto con todos ellos, si bien sólo podía entrarse en unos pocos salvo de manera accidental y durante unos instantes, inconscientemente, durante los sueños normales del mundo real. Eran unos instantes peligrosos para los soñadores, aunque jamás llegaban a saberlo a menos que fueran muy infortunados. Otro factor del Tel’aran’rhiod era que lo que le ocurriera al soñador aquí, también ocurría en el mundo de vigilia. Morir en el Mundo de los Sueños implicaba una muerte real.
Nynaeve tenía la sensación de que la vigilaban desde la penumbra que reinaba entre las columnas, pero no la inquietaba. No era Moghedien. «Son sólo imaginaciones; no hay nadie observando. Le dije a Elayne que no hiciera caso, y voy yo y me pongo a…» Moghedien no se habría limitado a observar. A pesar de todo, deseó estar lo bastante furiosa para poder encauzar. Y no es que se sintiera asustada, por supuesto. Pero no estaba furiosa. Y tampoco asustada, en absoluto.
El anillo de piedra pareció tornarse ligero, como si quisiera flotar y salirse por el escote de la camisola, lo que le recordó a la mujer que sólo llevaba puesta esa prenda. Tan pronto como pensó en ropa, se encontró con un vestido puesto. Era un truco del Tel’aran’rhiod que le encantaba; en ciertos aspectos no era preciso encauzar, porque aquí podía hacer cosas que dudaba que una Aes Sedai hubiera realizado jamás con el Poder. Empero, no era el vestido que esperaba; nada de una prenda de buena y fuerte lana de Dos Ríos. El cuello alto, orlado con encaje de Jaerecuz, le subía hasta la barbilla, pero el vestido de seda, amarillo pálido, le caía en pliegues que se ajustaban a sus formas de manera reveladora. ¿Cuántas veces había invocado atuendos tan indecentes como éste cuando los había llevado puestos en Tanchico para hacerse pasar por una mujer de allí? Por lo visto se había acostumbrado a ellos más de lo que pensaba.
Propinó un seco tirón a la coleta por la indisciplina de su propia mente, pero dejó el vestido tal cual. Puede que no se ajustara a lo que quería, pero no era una muchacha timorata para ponerse a chillar con remilgo. «Un vestido es un vestido», pensó. Seguiría llevándolo cuando apareciera Egwene con cualquiera de las Sabias que la acompañara esta vez, y si alguna de ellas hacía algún comentario… «¡No he venido antes para ponerme a parlotear conmigo misma sobre vestidos!»
—Birgitte… —Sólo respondió el silencio, así que levantó la voz, aunque tal cosa era innecesaria en aquel lugar. Allí, esa mujer en particular oiría su propio nombre aunque se hubiera pronunciado en la otra punta del mundo—. ¡Birgitte!
Una mujer salió de entre las columnas; sus azules ojos rebosaban sosiego y una orgullosa confianza en sí misma, y llevaba el dorado cabello recogido en una trenza aun más elaborada que la de Nynaeve. La corta chaqueta, de color blanco, y los amplios pantalones, de seda amarilla, recogidos en los tobillos por encima de las botas bajas de tacón, eran prendas que se llevaban dos mil años atrás y por las que tenía preferencia. Las flechas de la aljaba, colgada a la cadera, parecían de plata, así como el arco que llevaba.
—¿Está Gaidal por aquí? —preguntó Nynaeve. El hombre solía estar cerca de Birgitte, y a la antigua Zahorí la ponía nerviosa con su empeño de no darse por enterado de su existencia, y frunciendo el ceño cuando Birgitte hablaba con ella. Al principio había sido un tanto sobrecogedor encontrarse con Gaidal Cain y con Birgitte —héroes muertos largo tiempo atrás y vinculados con tantas historias y leyendas— en el Tel’aran’rhiod. Pero, como la propia Birgitte había dicho, ¿qué mejor lugar que un sueño para que los héroes ligados a la Rueda del Tiempo aguardaran el renacimiento? Un sueño que existía desde que existía la Rueda. Ellos, Birgitte y Gaidal Cain y Rogosh Ojo de Águila y Artur Hawkwing y todos los demás, eran a los que emplazaría la llamada del Cuerno de Valere para que regresaran y combatieran en el Tarmon Gai’don.
La coleta de Birgitte se meció cuando la mujer sacudió la cabeza.
—Hace tiempo que no lo veo. Creo que la Rueda lo ha tejido en la vida otra vez. Siempre ocurre así. —En su rostro se reflejaban la expectación y la preocupación por igual.
Si Birgitte estaba en lo cierto, entonces, en algún lugar del mundo, un niño acababa de nacer, un lloroso bebé que no sabía quién era, pero aun así destinado a unas aventuras que darían vida a nuevas leyendas. La Rueda tejía a los héroes en el Entramado cuando y como los necesitaba, para dar forma a la Urdimbre, y cuando morían regresaban aquí para esperar de nuevo. Eso era lo que significaba estar ligado a la Rueda. Asimismo, otros héroes nuevos podían llegar a encontrarse también ligados a ella, hombres y mujeres cuya bravura y logros en la vida los situarían muy por encima de la gente corriente; pero, una vez que quedaran vinculados, sería para siempre.
—¿Cuánto tiempo te queda? —preguntó Nynaeve—. Años, sin duda.
Birgitte estaba unida a Gaidal siempre; lo había estado en historia tras historia, en Era tras Era, de aventura y amor que ni siquiera la Rueda del Tiempo rompía. Siempre nacía después que Gaidal; un año o cinco o diez, pero siempre después.
—No lo sé, Nynaeve. El tiempo aquí no es como en el mundo de vigilia. Para mí, me reuní contigo hace tres días y con Elayne, sólo un día antes. ¿Cuánto ha pasado para vosotras?
—Nueve y diez —musitó Nynaeve. Elayne y ella habían ido a hablar con Birgitte tan a menudo como podían, aunque con demasiada frecuencia no había sido posible con Thom y Juilin compartiendo el campamento y montando guardia de noche. De hecho, Birgitte recordaba la Guerra del Poder, o al menos durante el curso de una vida, y a los Renegados. Sus vidas pasadas eran como libros de mucho tiempo atrás recordados con cariño, más borrosos cuanto más lejanos, pero los Renegados permanecían indelebles en su memoria. En especial Moghedien.
—¿Lo ves, Nynaeve? Las variantes en el discurrir del tiempo en uno y otro mundo pueden ser incluso mayores. Pueden pasar meses antes de que vuelva a nacer o sólo unos días aquí, para mí. En el mundo real podrían pasar años antes de que se produzca mi nacimiento.
Nynaeve dominó su disgusto con un gran esfuerzo.
—Entonces, no debemos perder el tiempo que nos queda. ¿Has visto a algunos de ellos desde la última vez que nos reunimos? —No había necesidad de decir nombres.
—Demasiados. Lanfear está a menudo en el Tel’aran’rhiod, desde luego, pero he visto a Rahvin, a Sammael y a Graendal. También a Demandred. Y a Semirhage. —La voz de Birgitte se puso tensa al mencionar a esta última; ni siquiera Moghedien, que la odiaba, la asustaba de modo visible, pero con Semirhage era otra cosa.
Nynaeve también se estremeció —la mujer rubia le había contado muchas cosas sobre la Renegada— y de pronto advirtió que llevaba puesta una capa de gruesa lana, con la capucha bien calada sobre los ojos. Sonrojada, hizo que la prenda desapareciera.
—¿Y ninguno te vio a ti? —inquirió con ansiedad. En muchos sentidos, Birgitte era más vulnerable que ella, a pesar de sus conocimientos del Tel’aran’rhiod. Nunca había tenido el don de encauzar; cualquiera de los Renegados podía destruirla como quien aplasta una hormiga, sin alterar el paso. Y, si moría allí, ya no habría más renacimientos para ella.
—No soy tan inexperta, ni tan necia, como para permitir que pase eso. —Birgitte se apoyó en el arco de plata; la leyenda contaba que jamás fallaba con ese arco y con las flechas argénteas—. Están preocupados los unos por los otros, y por nadie más. He visto a Rahvin, a Sammael, a Graendal y a Lanfear acechándose entre sí a escondidas. Y a Demandred y Semirhage espiándolos a su vez. No se los ve mucho por aquí desde que están libres.
—Traman algo. —Nynaeve se mordió el labio inferior con frustración y rabia—. Pero ¿qué?
—Aún no lo sé, Nynaeve. En la Guerra de la Sombra, siempre estaban maquinando, la mitad de las veces los unos contra los otros, pero sus afanes nunca han sido de buen agüero para el mundo, ya sea éste o el de vigilia.
—Intenta descubrirlo, Birgitte, siempre que no te pongas en peligro, se entiende. No corras ningún riesgo. —La expresión de la otra mujer no cambió, pero a Nynaeve le pareció que sus palabras le habían hecho gracia; la muy necia le daba tan poca importancia al peligro como Lan. Habría querido poder preguntar por la Torre Blanca, sobre lo que Siuan se traía entre manos, pero Birgitte no veía el mundo real ni entraba en él a menos que la llamara el Cuerno. «¡Estás intentando eludir lo que realmente quieres preguntar!»—. ¿Has visto a Moghedien?
—No —musitó Birgitte—, y no porque no lo haya intentado. Habitualmente puedo encontrar a cualquiera que conozco y que se encuentre en el Mundo de los Sueños; es una sensación, como unas ondas que se expanden en el aire a partir de ellos. O quizá de su conciencia; realmente no lo sé. Soy una guerrera, no una erudita. O no ha entrado en el Tel’aran’rhiod desde que la derrotaste o… —Vaciló, y Nynaeve deseó impedirle que dijera lo que venía a continuación, pero Birgitte era demasiado fuerte para eludir las posibilidades desagradables—. O sabe que la he estado buscando. Ésa es una experta en esconderse. No se la conoce como la Araña por capricho. —Eso era una moghedien en la Era de Leyenda: una araña minúscula que tejía sus telas en lugares ocultos y cuya picadura inoculaba un veneno tan poderoso que causaba la muerte en cuestión de segundos.
De repente muy consciente de sentir unos ojos observándolas, Nynaeve sufrió un escalofrío. No era temblor, sólo un escalofrío. Con todo, tuvo que mantener firmemente el pensamiento en el insinuante vestido tarabonés, pues de otro modo se habría encontrado al punto luciendo una armadura. Bastante embarazoso resultaba ya que ocurriera algo así cuando se encontraba sola, cuanto más estando bajo la fría mirada azul de una mujer tan valerosa como para estar a la altura de Gaidal Cain.
—¿Puedes encontrarla aun cuando quiere permanecer oculta, Birgitte? —Era mucho pedir si Moghedien sabía que estaban buscándola; como rastrear un león entre hierba alta yendo armada con un simple palo.
Empero, la otra mujer no vaciló.
—Tal vez. Lo intentaré. —Aferró el arco y añadió—: He de marcharme ahora. No quiero correr el riesgo de que me vean las otras cuando lleguen.
Nynaeve la detuvo poniendo la mano en su brazo.
—Sería una ayuda si me dejas que se lo cuente. Eso me permitiría compartir lo que me has dicho sobre los Renegados con Egwene y las Sabias, y ellas a su vez le informarían a Rand. Birgitte, Rand necesita saber…
—Lo prometiste, Nynaeve. —Aquellos brillantes ojos azules eran tan inflexibles como un pedazo de hielo—. Los preceptos establecen que no debemos dejar que nadie sepa que residimos en el Tel’aran’rhiod. He incumplido muchos al hablar contigo, y muchos más al ayudarte, porque soy incapaz de ver cómo lucháis contra la Sombra y mantenerme al margen. He luchado esa batalla en más vidas de las que puedo recordar. Sin embargo, tengo intención de guardar todos los preceptos que me sea posible. Tienes que mantener tu promesa.
—Pues claro que la mantendré —repuso, indignada—, a menos que tú me liberes de ella. Y eso es lo que te pido, por favor…
—No.
Y Birgitte desapareció en un visto y no visto; en cierto momento, Nynaeve tenía la mano sobre la manga de una chaqueta blanca y, al siguiente, estaba suspendida en el aire. Para sus adentros, repitió todo el repertorio de imprecaciones que había escuchado mascullar a Thom y a Juilin sin que ellos lo supieran; la clase de palabrotas por las que habría reprendido a Elayne por escucharlas, cuanto más por decirlas. No tenía sentido llamar de nuevo a Birgitte, porque seguramente no vendría. Nynaeve confiaba en que acudiría la próxima vez que Elayne o ella la llamaran.
—¡Birgitte! ¡Mantendré mi promesa, Birgitte!
Eso lo habría oído. Tal vez en su próximo encuentro la mujer ya sabría algo sobre las actividades de Moghedien. Nynaeve casi deseó que no fuera así porque, en tal caso, significaría que la Araña estaba realmente acechando en el Tel’aran’rhiod.
«¡Necia! Si no buscas rastros de serpientes, no te quejes cuando te muerda una, como dice Lini». Verdaderamente, algún día tenía que conocer a la antigua nodriza de Elayne.
La soledad de la inmensa cámara la oprimía; todas aquellas enormes columnas, y esa sensación de que la estaban vigilando desde la penumbra que las envolvía. «Si realmente hubiera alguien aquí, Birgitte lo habría sabido».
Reparó en que estaba alisándose el vestido de seda sobre las caderas, y, para quitarse de la cabeza la idea de unos ojos acechantes que no existían, se concentró en el atuendo. Había sido con ropas de buena lana de Dos Ríos como Lan la había conocido, y llevaba un vestido con sencillos bordados cuando le había confesado su amor, pero deseaba que la viera con atuendos como éste. No resultaría indecente si fuera él quien la veía.
Apareció un espejo de cuerpo entero que reflejó su imagen mientras se volvía hacia uno y otro lado, incluso mirándose por detrás girando la cabeza sobre el hombro. El tejido amarillo se le ajustaba al cuerpo sugiriendo todo aquello que ocultaba. El Círculo de Mujeres de Campo de Emond la habría llevado a rastras para mantener con ella una conversación en privado, ni que fuera Zahorí ni que no. Sin embargo, era precioso. Aquí, a solas, podía admitir que se había acostumbrado más que de sobra a vestir así en público. «Y te gustaba —se reprendió—. ¡Buena maula estás hecha! ¡Tan maula como parece que se está volviendo Elayne!» Pero era precioso. Y quizá no tan inmodesto como siempre había dicho ella. Nada de un escote por el ombligo, como el de la Principal de Mayene, por ejemplo. Bueno, tal vez el escote de Berelain no era tan bajo, pero aun así seguía sobrepasando los límites que exigía la respetabilidad.
Había oído hablar de lo que las domani solían llevar puesto; hasta los taraboneses consideraban aquello indecente, Al mismo tiempo que la idea acudió a su mente, la prenda de seda amarilla se convirtió en ondulantes plisados sujetos por un estrecho cinturón de oro tejido. Y vaporosos. Sus mejillas enrojecieron. Demasiado vaporosos. De hecho, casi traslúcidos. El vestido hacía algo más que insinuar. Si Lan la viera así, dejaría de farfullar que su amor era imposible y que no le daría como presente de bodas las ropas de luto. Una ojeada, y su sangre ardería. Se…
—¿Pero qué demonios llevas puesto, Nynaeve? —dijo Egwene con tono escandalizado.
La antigua Zahorí dio un brinco y giró al mismo tiempo, y cuando estuvo de frente a Egwene y a Melaine —tenía que ser Melaine precisamente, aunque ninguna de las otras Sabias habría sido mejor— el espejo había desaparecido y ella se cubría con un oscuro vestido de lana de Dos Ríos, el paño lo bastante grueso para pleno invierno. Mortificada tanto por haberse sobresaltado como por lo demás —en especial por haberse sobresaltado— cambió de vestido al punto, sin pensar, volviendo de nuevo a la gasa domani e igualmente rápido al tarabonés de seda amarilla.
La cara le ardía. Seguramente la tomaban por una completa idiota. Y encima, delante de Melaine. La Sabia era hermosa, con el largo cabello rubio rojizo y los ojos de un tono verde claro. Y no es que le importara un pimiento la apariencia de la Aiel. Pero Melaine había estado presente en el último encuentro que había tenido con Egwene, y le había tirado puntadas sobre Lan. Nynaeve se había puesto furiosa, a pesar de que Egwene afirmaba que no eran indirectas malintencionadas, no entre las Aiel, pero Melaine había hecho cumplidos sobre los hombros de Lan, y sus manos, y sus ojos. ¿Qué derecho tenía esa gata de ojos verdes de mirar los hombros de Lan? Y no es que albergara dudas sobre su fidelidad. Pero al fin y al cabo era un hombre, y estaba lejos de ella, y Melaine sí estaba allí, y… Firmemente, interrumpió el derrotero de sus pensamientos.
—¿Está Lan…? —Creyó que la cara le iba a arder. «¿Es que eres incapaz de controlar tu lengua, mujer?» Pero ya no podía, no quería, echar marcha atrás, y menos estando presente Melaine. Ya tenía bastante con la sonrisa socarrona de Egwene, aunque la Sabia tuvo buen cuidado en adoptar una expresión comprensiva—. ¿Se encuentra bien? —Procuró recobrar la compostura, pero su voz sonó tensa.
—Sí —contestó Egwene—. Y preocupado por tu seguridad.
Nynaeve soltó la respiración que había estado conteniendo sin darse cuenta. El Yermo era un lugar peligroso aunque no existieran gentes como Couladin y los Shaido, y Lan desconocía lo que significaba tener precaución. ¿Que estaba preocupado por su seguridad? ¿Es que ese estúpido hombre pensaba que no sabía cuidar de sí misma?
—Por fin hemos llegado a Amadicia —se apresuró a decir, confiando en disimular sus sentimientos. «¡Primero, una lengua demasiado suelta, y después suspiros! ¡Ese hombre me ha sorbido el seso!» Imposible saber por las expresiones de las otras mujeres si estaba teniendo éxito con su actuación—. Estamos en una villa llamada Sienda, al este de Amador. Hay Capas Blancas por todas partes, pero no hemos despertado su interés. Es de otros de quienes tenemos que preocuparnos. —Delante de Melaine tenía que andarse con cuidado, disfrazar un poco la verdad, dándole un toque aquí y allí, pero les habló de Ronda Macura y su extraño mensaje, así como de su intento de drogarlas. Dijo intento, porque fue incapaz de admitir ante Melaine que la mujer había tenido éxito. «Luz, ¿qué estoy haciendo? Jamás, en toda mi vida, le he mentido a Egwene!»
La supuesta razón —el llevar de vuelta a la fuerza a una Aceptada que había escapado— ciertamente no podía mencionarla estando presente una de las Sabias, porque las Aiel creían que tanto Elayne como ella eran Aes Sedai. Empero, tenía que hacer saber a Egwene esta circunstancia de un modo u otro.
—Podía estar relacionado con algún complot con respecto a Andor, pero Elayne, tú y yo tenemos cosas en común, Egwene, y creo que deberíamos ser tan precavidas como Elayne. —La muchacha asintió lentamente; parecía estupefacta, y con razón, pero aparentemente había comprendido el mensaje—. Menos mal que el sabor de la infusión despertó mis sospechas. ¿Te imaginas, intentar hacer tomar horcaria a alguien que conoce las hierbas como yo?
—Intrigas dentro de intrigas —rezongó Melaine—. La Gran Serpiente es un símbolo adecuado para vosotras, las Aes Sedai. Algún día podríais engulliros a vosotras mismas por accidente.
—También nosotras tenemos noticias —intervino Egwene.
Nynaeve no veía motivo para la precipitación de la muchacha. «No pienso permitir que esa mujer me saque de mis casillas. Y ciertamente no voy a enfurecerme porque insulte a la Torre». Apartó la mano de la coleta, por si acaso. No obstante, lo que Egwene tenía que contarle acabó con su genio.
El hecho de que Couladin cruzara la Columna Vertebral del Mundo sin duda era grave, y no lo era menos que Rand le siguiera los pasos; avanzaba a marchas forzadas hacia el paso de Jangai, iniciando la andadura con las primeras luces del día y no parando hasta después de anochecer. Según Melaine, llegarían pronto a él. Las condiciones en Cairhien ya eran bastante duras de por sí para que se agravaran con una guerra entre Aiel en su territorio. Y se avecinaba otra Guerra de Aiel si llevaba adelante su absurdo plan. Absurdo, no demente. Todavía no; tenía que aferrarse a la cordura de algún modo.
«¿Cuánto hace que me preocupaba la idea de protegerlo? —pensó con amargura—. Y ahora sólo quiero que siga cuerdo para que libre la Última Batalla. —No sólo por esa razón, pero también por ella. Rand era lo que era—. ¡La Luz me abrase, no soy mejor que Siuan Sanche o cualquiera de ellas!»
Con todo, lo que le causó más conmoción fue lo que Egwene le contó sobre Moraine.
—¿Que ella le obedece? —preguntó con incredulidad.
Egwene asintió con un vigoroso cabeceo que zarandeó aquel ridículo pañuelo Aiel que llevaba.
—Anoche tuvieron una discusión, ya que ella sigue intentando convencerlo de que no cruce la Pared del Dragón, y finalmente él le dijo que saliera fuera hasta que se calmara; Moraine parecía estar a punto de tragarse la lengua, pero se marchó de la tienda, y se quedó fuera, en la noche, durante una hora.
—No es correcto —adujo Melaine mientras se ajustaba el chal con gestos bruscos—. Los hombres tienen tan poco derecho a dar órdenes a las Aes Sedai como a las Sabias. Incluso el Car’a’carn.
—Desde luego —convino Nynaeve, y después cerró bruscamente la boca, sorprendida consigo misma. «¿Y a mí qué me importa si la hace bailar al son que toca él? Moraine nos ha hecho bailar a todos con demasiada frecuencia. —Pero no era correcto—. No quiero ser Aes Sedai, sólo aprender la Curación. Quiero seguir siendo yo misma. ¡Anda y que Rand le ordene!» Aun así, seguía sin ser correcto.
—Por lo menos ahora habla con ella —dijo Egwene—. Antes, se volvía más amargo que la hiel cuando Moraine se acercaba a diez pasos de él. Nynaeve, cada día es más engreído.
—Eso me recuerda los días en que pensaba que me sucederías en el cargo de Zahorí —le replicó irónicamente Nynaeve—. Te enseñé a bajar los humos. Lo mejor para él sería que hicieses lo mismo, aunque se haya convertido en un gallito de corral. O más bien precisamente por eso. A mi modo de entender, los reyes, reinas y dirigentes en general pueden ser unos necios cuando olvidan lo que son y actúan como quienes son, pero todavía es peor cuando sólo recuerdan lo que son y olvidan quiénes son. A la mayoría no les vendría mal tener a alguien cuya única misión fuera recordarles que comen, sudan y lloran igual que cualquier campesino.
Melaine se ajustó el chal en torno a los hombros, aparentemente sin saber si convenir o no con esta opinión.
—Lo intentaré —dijo, sin embargo, Egwene—, pero a veces ni siquiera parece él; e, incluso cuando lo es, su arrogancia suele ser una burbuja demasiado gruesa para pincharla.
—Pon todo tu empeño en ello. Ayudarlo a aferrarse a sí mismo quizá sea lo mejor que uno puede hacer. Por él y por el resto del mundo.
Estas palabras provocaron un silencio. Ciertamente, a Egwene y a ella no les gustaba hablar de que, a la larga, Rand se volvería loco, y a Melaine debía de ocurrirle otro tanto.
—Tengo otra información importante que darte —continuó al cabo de un momento—. Creo que los Renegados están planeando algo. —No era lo mismo que hablarles de Birgitte. Dio a entender que había sido ella misma la que había visto a Lanfear y a los demás. En realidad, Moghedien era la única a quien podía reconocer de vista, y tal vez a Asmodean, aunque sólo lo había atisbado una vez, y a distancia. Confió en que ninguna de las dos mujeres le preguntara cómo sabía quién era quién o por qué suponía que Moghedien estaba al acecho. De hecho, al final el problema no surgió por esto.
—¿Habéis estado deambulando por el Mundo de los Sueños? —Los ojos de Melaine eran como un pedazo de hielo verde.
Nynaeve le sostuvo la mirada con igual impasibilidad, de igual a igual, a pesar del lastimoso gesto de Egwene sacudiendo la cabeza.
—Difícilmente podría ver a Rahvin y a los demás si no lo hubiera hecho, ¿verdad?
—Aes Sedai, sabéis poco e intentáis demasiado. No habría que haberos enseñado las pocas cosas sueltas que conocéis. En lo que a mí respecta, a veces lamento haber aceptado incluso acudir a estos encuentros. A las mujeres sin preparación no se les debería permitir entrar en el Tel’aran’rhiod.
—He sido mi propia maestra en más cosas de las que vosotras me habéis enseñado. —Nynaeve mantenía el tono sosegado sólo gracias a un arduo esfuerzo—. Aprendí a encauzar por mí misma, y no veo por qué tiene que ser diferente el Tel’aran’rhiod. —Sólo su obstinación y su rabia la hacían decir esas cosas. Había aprendido a encauzar ella sola, cierto, pero sin saber lo que estaba haciendo y sólo hasta cierto punto. Antes de ir a la Torre Blanca, había Curado en ocasiones, pero sin ser consciente de ello, hasta que Moraine se lo hizo ver. Sus maestras en la Torre habían dicho que ésa era la razón de que necesitara estar furiosa para poder encauzar; se había ocultado a sí misma su habilidad porque sentía miedo de ella, y sólo la rabia podía superar aquel temor enterrado de antiguo en lo más hondo de su ser.
—Así que sois una de esas a las que las Aes Sedai llaman espontáneas. —El modo en que pronunció esta última palabra apuntaba algo, pero si era desdén o pena Nynaeve no supo descifrarlo. En la Torre, dicho término no solía tener connotaciones halagüeñas. Además, entre las Aiel no había espontáneas. Las Sabias capaces de encauzar encontraban a todas las chicas que tenían el don de modo innato, a las que desarrollarían la habilidad de encauzar antes o después aunque no quisieran aprender. Afirmaban que también localizaban a todas las jóvenes a las que se podía instruir, aunque no poseyeran el don innato. Ninguna muchacha Aiel moría intentando aprender por sí misma—. Sabéis los peligros que entraña manejar el Poder sin una guía, Aes Sedai. No os equivoquéis pensando que los peligros que entraña caminar por los sueños son menores. Son igualmente grandes, quizá más para quienes se aventuran en este mundo sin conocimientos.
—Tengo cuidado —se defendió Nynaeve con voz tirante. No había acudido allí para aguantar reprimendas de esta arpía rubia—. Sé lo que estoy haciendo, Melaine.
—No sabéis nada. Sois tan testaruda como era Egwene cuando vino a nosotras. —La Sabia dedicó una sonrisa a la joven que, de hecho, parecía afectuosa—. Domamos su excesivo ímpetu y ahora aprende con rapidez. Aunque todavía tiene muchas faltas. —La sonrisa complacida de Egwene se borró; Nynaeve sospechó que esa mueca era la razón de que Melaine hubiera añadido este último comentario—. Si deseáis caminar por los sueños —continuó la Aiel—, acudid a nosotras. Domaremos también vuestro exagerado celo y os enseñaremos.
—Yo no necesito que me dome nadie, muchas gracias —repuso con una cortés sonrisa.
—Aan’allein morirá el día que sepa que habéis muerto.
Nynaeve sintió como si le hubieran hincado una aguja de hielo en el corazón. Aan’allein era como los Aiel llamaban a Lan. Un Hombre, significaba en la Antigua Lengua, u Hombre Solo o El Hombre que es Todo un Pueblo; traducir la Antigua Lengua con exactitud resultaba a menudo difícil. Los Aiel sentían un gran respeto por Lan, el hombre que no renunciaría a su lucha contra la Sombra, el enemigo que había destruido su país.
—No lucháis limpio —masculló.
—¿Es que estamos luchando? —Melaine enarcó una ceja—. En tal caso, tened en cuenta que en la batalla sólo hay dos posibilidades: ganar o perder. No vale el juego limpio. Quiero vuestra promesa de que no haréis nada en los sueños sin antes preguntarle a una de nosotras. Sé que las Aes Sedai no pueden mentir, así que quiero oíros decirlo.
Nynaeve rechinó los dientes. Pronunciar las palabras sería fácil; no tendría que cumplirlo porque no estaba sujeta a los Tres Juramentos. Pero hacerlo significaría admitir que Melaine tenía razón, y, como no creía que fuera así, no estaba dispuesta a complacerla.
—No lo prometerá, Melaine —dijo finalmente Egwene—. Cuando tiene esa expresión terca, no saldría de una casa aunque le demostraras que el techo está en llamas.
Nynaeve le asestó una mirada cortante. ¡Conque era terca! Todo porque no permitía que nadie la zarandeara como a una muñeca de trapo.
—Muy bien —suspiró Melaine al cabo de unos largos instantes—. Pero no os vendría mal recordar, Aes Sedai, que sois como una niñita en el Tel’aran’rhiod. Vamos, Egwene, debemos irnos.
Una mueca divertida asomó al rostro de la muchacha en el momento en que las dos se desvanecían.
De repente, Nynaeve se dio cuenta de que su ropa había cambiado. Las Sabias tenían suficientes conocimientos del Tel’aran’rhiod para cambiar cosas de otros con igual facilidad como consigo mismas. Ahora vestía una blusa blanca y una falda oscura; pero, a diferencia de las que llevaban las dos mujeres que acababan de desaparecer, ésta terminaba más arriba de las rodillas. No llevaba zapatos ni medias, y sus cabellos estaban partidos en dos coletas que le tapaban las orejas y que iban trenzadas con cintas amarillas. Una muñeca de trapo, con la cara de madera pintada, descansaba junto a sus pies. Oyó cómo rechinaban sus dientes. Esto ya había ocurrido antes, y había conseguido sonsacar a Egwene que así era como vestían las niñas Aiel.
Hecha una furia, cambió de nuevo al vestido de seda tarabonés —en esta ocasión aun más ajustado a su cuerpo— y propinó una patada a la muñeca, que salió volando por el aire y desapareció de repente. Esa Melaine probablemente le había echado el ojo a Lan; todos los Aiel parecían considerarlo como una especie de héroe. El cuello alto se convirtió en otro de encaje, y la profunda abertura del escote dejó al descubierto el nacimiento de sus senos. Si a esa mujer se le ocurría siquiera sonreírle… ¡Si se atrevía a…! De repente reparó en que el escote descendía a una velocidad vertiginosa al tiempo que se ampliaba hacia los hombros, y lo hizo subir de nuevo; no del todo, pero sí lo suficiente para que no le causara sonrojo. El vestido se había vuelto tan ajustado que la mujer no podía moverse, así que también rectificó aquello.
De modo que se suponía que debía pedir permiso, ¿no? Que tenía que suplicar a la Sabias antes de poder hacer algo, ¿verdad? ¿Acaso no había derrotado a Moghedien? Se habían mostrado adecuadamente impresionadas cuando lo supieron, pero parecían haberlo olvidado ya.
Si no podía recurrir a Birgitte para descubrir qué estaba ocurriendo en la Torre, puede que hubiera un modo de averiguarlo por sí misma.