Egwene tiró de las riendas para guiar a Niebla alrededor de una herbosa colina y contempló las interminables columnas de Aiel que bajaban del paso de Jangai. La silla de montar le había subido la falda otra vez por encima de las rodillas, pero ahora apenas lo advirtió. No podía estar ocupándose de bajarla cada dos por tres. Además, llevaba medias, y no era como si fuera con las piernas desnudas.
Las hileras de Aiel pasaban ante ella al trote, agrupados por clanes, septiares y asociaciones. Miles y miles de ellos, con sus mulas y animales de carga, y los gai’shain que cuidarían de los campamentos mientras los demás combatían. La fila se extendía más de un kilómetro y medio a lo ancho, y aún quedaban muchos en el paso y muchos otros que ya habían salido de la garganta y se perdían de vista al frente. Incluso sin las familias, parecía una nación en marcha. Por allí había discurrido la Ruta de la Seda, una calzada de cincuenta pasos de anchura pavimentada con grandes piedras blancas, que se extendía recta como una flecha a través de las colinas, hendiendo éstas para mantener un nivel. Sólo de vez en cuando se la veía entre la masa de Aiel, aunque los caminantes parecían preferir avanzar por la hierba; sin embargo, muchas piedras del pavimento se habían levantado por una esquina o se habían hundido por un extremo. Hacía más de veinte años que esta calzada no soportaba más peso que el de los carros de los campesinos de la zona y un puñado de carretas.
Resultaba chocante volver a ver árboles, árboles de verdad; enormes robles y cedros agrupados en sotos en lugar de la forma retorcida de aislados árboles achaparrados, y hierba alta que se mecía con la brisa a través de las colinas. Había un bosque de verdad hacia el norte, y nubes en el cielo, finas y altas, pero nubes al fin y al cabo. Después del Yermo, el aire parecía agradablemente fresco y húmedo, aunque las hojas pardas y grandes franjas amarillentas en la hierba ponían de manifiesto que, en realidad, el tiempo debía de ser más caluroso y seco de lo habitual en esta época del año. Con todo, la campiña de Cairhien era un lujuriante paraíso comparada con lo que había al otro lado de la Pared del Dragón.
Un pequeño arroyo corría, sinuoso, al norte, por debajo de un puente casi plano; las márgenes flanqueadas por el barro denotaban que su cauce habitual era más ancho. El río Gaelin se encontraba a pocos kilómetros de distancia, en esa dirección. Egwene se preguntó qué pensarían los Aiel de aquel río, aunque ya había visto antes a otros Aiel ante una gran corriente. La somera franja de agua marcó una clara ruptura en el constante fluir de gente cuando hombres y Doncellas se detuvieron para contemplar con asombro la corriente antes de salvarla a saltos.
Las carretas de Kadere pasaron entre zarandeos y retumbos por la calzada; los largos tiros de mulas se esforzaron al máximo, pero aun así perdieron terreno con los Aiel. Les había costado cuatro días atravesar los giros y recovecos del paso, y por lo visto Rand se proponía adentrarse en Cairhien todo lo posible en las escasas horas de luz que quedaban. Moraine y Lan cabalgaban junto a las carretas; no a la cabeza de la caravana, ni siquiera con la pequeña casa sobre ruedas que era el carromato de Kadere, sino a la altura del segundo vehículo, donde la forma del marco del ter’angreal, que sobresalía por encima del resto de la carga, se marcaba bajo la lona que lo cubría. Parte de la carga iba cuidadosamente envuelta o empaquetada en cajas y barriles que Kadere había llevado al Yermo llenos con sus mercancías, y otra parte simplemente se había metido donde buenamente cabía: diferentes objetos extraños de metal y cristal; una silla de vidrio rojo; dos estatuas del tamaño de un niño que representaban a un hombre y una mujer desnudos; varitas de hueso, marfil y raros materiales negros, de diferentes longitudes y grosores. Había todo tipo de cosas, incluidas algunas que Egwene era incapaz de describir. Moraine había aprovechado hasta el último centímetro de espacio en todas las carretas.
Egwene habría querido saber por qué la Aes Sedai se mostraba particularmente preocupada por esa carreta; quizá nadie más se había fijado en que Moraine le prestaba más atención a ésa que a todas las demás en conjunto, pero ella sí lo había advertido. Pero dudaba mucho que descubriera la razón a corto plazo. Su reciente igualdad con Moraine había resultado efímera, como había comprobado cuando le hizo esa pregunta a mitad de camino del paso, y le respondió que tenía mucha imaginación y que, si disponía de tiempo de sobra para observarla, a lo mejor debería hablar con las Sabias para que intensificaran su adiestramiento. Se había deshecho en disculpas, naturalmente, y sus palabras parecieron surtir efecto. Amys y las otras no ocuparon más horas de su tiempo por las noches de lo que habían hecho antes.
Alrededor de un centenar de Far Dareis Mai Taardad trotaban al mismo lado de la calzada que ella, sosteniendo el paso vivo con facilidad, con los velos sueltos sobre el pecho pero listos para cubrirse el rostro en cualquier momento. Las aljabas, repletas de flechas, colgaban de sus caderas; algunas llevaban los curvos arcos de hueso en la mano, con una flecha encajada, mientras que otras lo tenían guardado en el estuche colgado a la espalda, y movían rítmicamente las lanzas y las adargas al ritmo de la marcha. Detrás de ellas, una docena de gai’shain con sus túnicas blancas conducían a los animales de carga y se esforzaban por mantener el paso. Una de estas figuras vestía ropas negras, no blancas; Isendre era la que más afán tenía que poner para no quedarse atrás. Egwene localizó a Adelin y a otras dos o tres de las que montaban guardia en la tienda de Rand la noche del ataque. Cada una de ellas llevaba una muñeca además de sus armas; eran muñecas burdas, aunque vestidas con sus faldas y blusas blancas; las Doncellas tenían un aire aun más impertérrito de lo que les era habitual, debido a su afán por simular que no cargaban con semejante cosa.
La joven no tenía una idea clara de a qué venía todo esto. Las Doncellas que montaban guardia esa noche habían acudido en grupo para ver a Bair y a Amys cuando finalizó su turno, y habían pasado largo rato reunidas con las dos Sabias. A la mañana siguiente, mientras todavía se estaba levantando el campamento bajo la gris penumbra que precedía al alba, habían empezado a hacerse esas muñecas. Ni que decir tiene que no pudo hacer preguntas al respecto, pero lo comentó con una de ellas, una Tomanelle pelirroja, del septiar Serai, llamada Maira, quien le dijo que era para recordarle que ya no era una niña. Su tono dejó muy claro que no deseaba hablar del asunto. Una de las Doncellas que llevaba muñeca debía de tener poco más de dieciséis años, pero Maira era por lo menos de la misma edad que Adelin. Egwene no le encontraba mucho sentido a aquello, además de ser frustrante. Cada vez que la joven creía que, por fin, comprendía la idiosincrasia de los Aiel, ocurría algo que venía a demostrarle cuán equivocada estaba.
A despecho de sí misma, sus ojos fueron hacia la boca del paso. La hilera de estacas todavía era visible desde su posición, extendiéndose desde la escarpada ladera de una montaña a la escarpada ladera de la otra, salvo un tramo en el que los Aiel habían derribado algunas. Couladin había dejado otro mensaje, hombres y mujeres empalados a través de su camino, muertos desde hacía siete días. Las altas murallas grises de Selean se alzaban en las estribaciones a la derecha del paso y no se veía lo que había tras ellas. Moraine dijo que sólo guardaban lo que era la sombra de su pasada gloria, pero aun así había seguido siendo una ciudad de tamaño considerable, mucho mayor que Taien; empero, de ella ya no quedaba nada. Tampoco supervivientes —salvo los que se habían llevado los Shaido— aunque probablemente algunos habrían huido a sitios que creían seguros. En las estribaciones había habido granjas; gran parte del territorio oriental de Cairhien había quedado abandonado después de la Guerra de Aiel, pero una ciudad necesitaba granjas para abastecerse de alimentos. Ahora las chimeneas manchadas de hollín se erguían sobre las ennegrecidas paredes de piedra de las granjas; aquí, unos restos carbonizados de vigas aparecían suspendidos sobre un granero de piedra; allí, tanto la casa como el granero se habían desplomado por el efecto del fuego. La colina desde la que Egwene contemplaba el desolado panorama a lomos de Niebla había sido terreno de pastos; cerca de la valla del cercado, al pie del altozano, las moscas seguían zumbando sobre los despojos abandonados de la matanza. No quedaba ni un solo animal en los pastizales, ni tampoco se veía una sola gallina en los patios de los graneros. Los campos de cultivo habían sido pasto del fuego.
Couladin y los Shaido eran Aiel, pero también lo eran Aviendha, Bair, Amys, Melaine y Rhuarc, quien solía decirle que le recordaba a una de sus hijas. Les habían asqueado los empalamientos, pero hasta ellos parecían pensar que era sólo un poco más de lo que merecían los Asesinos del Árbol. Quizás el único modo de conocer realmente a los Aiel era nacer Aiel.
Tras echar una última ojeada a la ciudad destruida, Egwene cabalgó despacio colina abajo hacia el tosco cercado y salió por el portón; se inclinó sobre la silla para cerrarlo con la correa de cuero sin curtir, por la fuerza de la costumbre. La ironía era que Moraine había dicho que Selean podría de hecho haber apoyado a Couladin. En las cambiantes corrientes del Da’es Daemar, si se ponía a un lado de la balanza a un invasor Aiel contra un hombre que había enviado tearianos a Cairhien, fuera por la razón que fuera, la decisión podría haberse decantado a cualquiera de los dos lados de haberles dado Couladin la oportunidad de elegir.
Cabalgó por la amplia calzada hasta alcanzar a Rand, hoy vestido con su chaqueta roja, y se reunió con Aviendha, Amys y otras treinta o más Sabias que apenas conocía aparte de las otras dos caminantes de sueños, que avanzaban a corta distancia de Rand. Mat, con su sombrero y su lanza de mango negro, y Jasin Natael, con el arpa guardaba en la bolsa de cuero colgada a la espalda y el estandarte carmesí ondeando en la brisa, iban montados, pero los Aiel, sosteniendo un rápido trote, sobrepasaban al grupo por ambos lados, ya que Rand iba a pie, conduciendo a su semental rodado por las riendas, y hablando con los jefes de clan. Con faldas o sin ellas, las Sabias habrían hecho un buen trabajo manteniendo el paso de las columnas en marcha de no haber estado pegadas a Rand como la resina al pino. Apenas dedicaron una ojeada a Egwene, ya que sus ojos y sus oídos estaban pendientes de él y de los seis jefes.
—… y a quienquiera que llegue después de Timolan —decía Rand en tono firme—, habrá de comunicársele lo mismo. —Los Soldados de Piedra que habían dejado de guardia en Taien habían llegado para informar que los Miagoma habían entrado en el paso al día siguiente—. He venido a impedir que Couladin destruya y despoje a esta tierra, no a saquearla.
—Un mensaje duro —adujo Bael—, también para nosotros si a lo que te refieres es a que no podemos tomar el quinto. —Han y los demás, incluido Rhuarc, asintieron.
—El quinto, os lo concedo. —Rand no alzó la voz, pero de repente sus palabras eran duras y punzantes—. Pero en ello no entra nada que sea alimentos. Viviremos de los animales salvajes que cacemos o de lo que compremos, si es que queda alguien que pueda vendernos comida, hasta que consiga que los tearianos incrementen lo que traen desde Tear. Si cualquier hombre toma una sola moneda más del quinto o una rebanada de pan sin pagarla, si prende fuego aunque sólo sea una choza porque le pertenece a un Asesino del Árbol o mata a un hombre que no ha intentado matarlo a él, ese hombre será ahorcado, sea quien sea.
—Eso no es fácil de decir a los clanes —replicó Dhearic, casi con tanta dureza—. Vine para seguir a El que Viene con el Alba, no para mimar a unos quebrantadores de juramentos.
Bael y Jhera abrieron la boca como para convenir con él; pero, al fijarse el uno en el otro, las cerraron bruscamente.
—Toma buena nota de lo que voy a decirte, Dhearic —contestó Rand—. Vine para salvar a esta tierra, no para arruinarla todavía más. Lo que digo vale para todos los clanes, incluidos el Miagoma y cualquier otro que nos siga. Para todos los clanes. ¿He hablado lo bastante claro?
Esta vez nadie dijo una palabra, y Rand montó a Jeade’en, al que condujo al paso entre los jefes. Aquellos semblantes Aiel no denotaban expresión alguna.
Egwene respiró hondo. Aquellos hombres eran todos lo bastante mayores para ser su padre y más, líderes de su pueblo como reyes, por mucho que dijeran en contra de ello, cabecillas endurecidos en batallas. Y parecía que sólo había sido ayer cuando Rand era un muchacho y no sólo por su edad, un joven que pedía y confiaba en que atendieran su sugerencia en lugar de ordenar y esperar ser obedecido. Estaba cambiando más deprisa de lo que ella era capaz de asimilar. Sería bueno si impedía que estos hombres hicieran en otras ciudades lo que Couladin había hecho con Taien y con Selean. Se lo repitió para sus adentros. Sólo que habría querido que lo hubiera hecho sin demostrar más arrogancia cada día que pasaba. ¿Cuánto faltaba para que esperara que también ella le obedeciera como hacía Moraine? ¿O que lo obedecieran todas las Aes Sedai? Confiaba en que sólo fuera arrogancia.
Deseosa de hablar del asunto, sacó el pie de un estribo y tendió la mano a Aviendha para que subiera a la grupa, pero la joven Aiel sacudió la cabeza. Realmente no le gustaba ir a caballo, y quizás el que hubiera todas esas Sabias a su alrededor también influía en su negativa. Algunas de ellas no habrían subido a un caballo ni aunque tuvieran rotas las dos piernas. Con un suspiro, Egwene desmontó y condujo a Niebla por las riendas mientras se arreglaba las faldas con cierto malhumor. Las suaves botas Aiel, altas hasta las rodillas, que llevaba puestas tenían aspecto de ser cómodas y, efectivamente, lo eran, pero no para caminar durante un largo trecho sobre aquel duro e irregular pavimento.
—Verdaderamente se ha puesto al mando —dijo.
Aviendha apenas si apartó un instante los ojos de la espalda de Rand.
—No lo conozco. No puedo conocerlo. Fíjate en esa cosa que lleva.
Se refería a la espada, por supuesto. No es que Rand la llevara, precisamente; el arma colgaba de la perilla de la silla de montar, enfundada en una vaina corriente de piel de jabalí, con la larga empuñadura, forrada con tiras del mismo cuero, subiendo a la altura de su cintura. Había encargado a un hombre de Taien que le hiciera esa empuñadura y la vaina durante el viaje a través del paso. Egwene se preguntaba por qué, siendo como era capaz de encauzar una espada de fuego o hacer otras cosas que convertían a las espadas normales en simples juguetes.
—Se la regalaste tú, Aviendha.
Su amiga se puso ceñuda.
—Intenta hacerme que acepte también la empuñadura. La utilizó, así que es suya. La usó delante de mí, como para hacerme burla con una espada empuñada en su mano.
—No estás enfadada por la espada. —No creía que fuera por eso; Aviendha no la había mencionado una sola vez aquella noche, cuando se hallaban en la tienda de Rand—. Todavía estás molesta por el modo en que te habló, y lo comprendo. Sé que lo lamenta. A veces habla sin pensar, pero si le dejaras que se disculpara…
—No quiero sus disculpas —masculló Aviendha—. No quiero… No puedo soportar más tiempo esto. Me es imposible seguir durmiendo en su tienda. —De repente cogió a Egwene del brazo, y si ésta no la hubiera conocido tan bien habría pensado que estaba al borde de las lágrimas—. Tienes que interceder ante ellas por mí. Habla con Amys, Bair y Melaine. A ti te escucharán. Eres Aes Sedai. Tienen que dejarme que vuelva a sus tiendas. ¡Tienen que hacerlo!
—¿Quién tiene que hacer qué? —quiso saber Sorilea, que se retrasó del grupo para ponerse a la altura de las dos muchachas. La Sabia del dominio Shende tenía el cabello fino y blanco, y la piel como cuero tensado sobre la estructura ósea del rostro. Y también unos ojos, verde claro, capaces de derribar a un caballo a diez pasos de distancia. Así era como solía mirar a todo el mundo. Cuando Sorilea estaba furiosa, otras Sabias permanecían calladas y los jefes de clan ponían excusas para marcharse.
Melaine y otra Sabia, una canosa Nakai de los Agua Negra, hicieron intención de unirse también a ellas hasta que Sorilea volvió aquellos ojos hacia ellas.
—Si no estuvieras tan ocupada pensando en ese nuevo marido tuyo, Melaine, te habrías dado cuenta de que Amys quiere hablar contigo. Ve. Y lo mismo reza para ti, Aerin. —Melaine se puso roja como la grana y se escabulló de vuelta con el resto del grupo, pero la mujer de más edad lo hizo con más presteza que ella. Sorilea las observó mientras se adelantaban y después puso toda su atención en Aviendha—. Ahora podemos sostener una tranquila charla. Así que no quieres hacer algo. Algo que te mandaron hacer, por supuesto. Y crees que esta niña Aes Sedai puede conseguir librarte de ello.
—Sorilea, yo… —Aviendha no pasó de ahí.
—En mis tiempos, las chicas saltaban cuando una Sabia decía que saltaran, y seguían brincando hasta que les ordenaban que pararan. Como todavía sigo viva, aún nos encontramos en mis tiempos. ¿Hace falta que te lo explique con más claridad?
Aviendha inhaló profundamente.
—No, Sorilea —respondió con mansedumbre.
Los ojos de la Sabia se posaron en Egwene.
—¿Y tú? ¿Crees que porque lo pidas conseguirás librarla de su tarea?
—No, Sorilea. —Egwene tenía la sensación de que debía hacer una reverencia.
—Bien —dijo la Sabia, aunque sin demostrar satisfacción, como si ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza que el resultado sería otro. Y seguramente era así—. Ahora puedo hablarte de lo que realmente me interesa. He oído comentar que el Car’a’carn te ha hecho un regalo extraordinario, rubíes y también gotas de luna.
Aviendha dio un brinco, como si un ratón estuviera corriendo por su pierna. Bueno, seguramente no habría reaccionado de ese modo, como habría hecho Egwene de darse esa circunstancia. La joven Aiel explicó lo de la espada de Laman y lo de la vaina con tanta precipitación que las palabras se atropellaban en su boca. Sorilea se ajustó el chal mientras rezongaba sobre chicas que tocaban espadas, aunque estuvieran envueltas en mantas, y sobre una pequeña charla que tendría con la «joven Bair».
—De modo que no ha conseguido despertar tu interés. Una lástima. Eso lo habría vinculado a nosotros; ahora considera como suyas a muchas gentes. —Observó a Aviendha de arriba abajo un momento—. Haré que Feran se fije en ti. Su abuelo es hijo de mi hermana. Tienes otras obligaciones para con tu pueblo aparte de aprender a ser Sabia. Esas caderas están hechas para tener niños.
Aviendha tropezó con una piedra levantada del pavimento y estuvo a punto de irse de bruces al suelo.
—Yo… pensaré en él cuando llegue el momento —dijo, falta de aliento—. Todavía me queda mucho que aprender, y aún falta mucho para que sea Sabia. Feran es Seia Doon, y los Ojos Negros han jurado no dormir bajo techo o en tienda hasta que Couladin haya muerto.
Couladin era Seia Doon. La Sabia de piel curtida asintió como si el asunto hubiese quedado resuelto y acordado.
—Y tú, joven Aes Sedai. Conoces bien al Car’a’carn, según dicen. ¿Llevaría a cabo su amenaza? ¿Haría ahorcar incluso a un jefe de clan?
—Creo que… quizá… lo haría. —Egwene añadió con más firmeza—: Pero estoy segura de que se le puede hacer entrar en razón.
No estaba en absoluto segura de eso ni de que hubiera motivo para hacerlo; lo que Rand había dicho parecía justo, pero ser justo no le haría ningún bien si con ello se encontraba con que los demás se ponían en su contra, como los Shaido.
Sorilea la miró con sorpresa y luego volvió la vista hacia los jefes que rodeaban el caballo de Rand; la mirada que les asestó debería haberlos derribado a todos.
—No me has entendido. Tiene que demostrar a esa manada de lobos sarnosos que él es el lobo dominante. Un jefe debe ser más duro que los otros hombres, joven Aes Sedai, y el Car’a’carn ha de serlo más que los otros jefes. Cada día que pasa, otros pocos hombres, e incluso Doncellas, sucumben al marasmo, pero ésos sólo son la corteza blanda exterior de la dura madera del carpe. Los restantes son el núcleo duro del árbol, y él ha de ser fuerte para dirigirlos.
A Egwene no le pasó inadvertido que no se incluyera a sí misma o a las otras Sabias entre quienes debían ser dirigidos. Mascullando entre dientes sobre «lobos sarnosos», Sorilea se adelantó y poco después tenía a todas las Sabias escuchando sus palabras mientras caminaban. No alcanzó a escuchar lo que quiera que les estaba diciendo.
—¿Quién es Feran? —preguntó—. Nunca te he oído hablar de él. ¿Qué aspecto tiene?
Sin quitar la ceñuda mirada de la espalda de Sorilea, medio oculta entre las mujeres agrupadas a su alrededor, Aviendha contestó con expresión ausente:
—Se parece mucho a Rhuarc, sólo que es más joven, más alto y más apuesto, con el cabello mucho más rojo. Hace más de un año que intenta despertar el interés de Enaila, pero creo que ella le enseñará a cantar antes que renunciar a la lanza.
—No lo entiendo. ¿Tienes intención de compartirlo con Enaila? —Todavía le resultaba raro hablar con tanta naturalidad de aquello.
Aviendha volvió a tropezar y la miró de hito en hito.
—¿Compartirlo? No lo quiero ni entero ni en parte. Tiene un rostro hermoso, pero su risa parece el relincho de una mula y se hurga las orejas.
—Pero, por el modo en que hablaste con Sorilea, pensé que… te gustaba. ¿Por qué no le dijiste lo que me acabas de decir a mí?
La risa queda de la otra joven sonó dolida.
—Egwene, si Sorilea hubiese pensado que estaba intentando resistirme a su propuesta, habría tejido ella misma la guirnalda de esponsales y nos habría arrastrado a Feran y a mí por el cuello para que nos casaran. ¿Alguna vez has visto a alguien decirle «no» a Sorilea?
Egwene abrió la boca para afirmar que ella lo haría, pero la cerró de inmediato. Conseguir que Nynaeve diera marcha atrás era una cosa, e intentar lo mismo con Sorilea, otra muy distinta. Habría sido como plantarse en el camino de un desprendimiento de tierra y ordenarle que se detuviera.
—Hablaré con Amys y las otras en tu favor —dijo, para cambiar de tema. No es que creyera que su intervención serviría de mucho. Lo mejor habría sido impedirlo antes de que ocurriera. Por lo menos, Aviendha comprendía lo impropio de la situación finalmente. Quizás…—. Si vamos las dos a hablarles, estoy segura de que nos escucharán.
—No, Egwene. Yo he de obedecer a las Sabias. Me obliga el ji’e’toh. —Así, como si un momento antes no le hubiera pedido que intercediera por ella. Como si en ningún momento hubiera suplicado a las Sabias que no la hicieran dormir en la tienda de Rand—. Pero ¿por qué mi deber para con mi pueblo nunca es lo que yo deseo? ¿Por qué tiene que ser de tal modo que, si dependiera de mí, antes preferiría morir que hacerlo?
—Aviendha, nadie te va a obligar a casarte o tener niños. Ni siquiera Sorilea. —Egwene habría deseado que su voz sonara más firme, sobre todo en la última frase.
—No lo comprendes —repuso suavemente la otra joven—, y yo no puedo explicártelo.
Se ajustó el chal, sin querer hablar más del asunto. Sí se mostró bien dispuesta en cambio a discutir sobre sus lecciones o si Couladin daría media vuelta y presentaría batalla, sobre cómo había influido en Melaine su matrimonio —la Sabia parecía que ahora tenía que esforzarse para actuar con su habitual talante espinoso— o sobre cualquier otra cosa que no fuera aquello que no podía, o no quería, explicar.