Las calles de Eianrod eran rectas y se cruzaban en ángulos rectos, y allí donde era preciso hendían las colinas que, por lo demás, presentaban unas laderas trazadas con ordenadas terrazas de piedra. Los edificios de piedra y tejados de pizarra tenían un aire anguloso, como si todas sus líneas fueran verticales. Eianrod no había caído en manos de Couladin, porque en ella no había gente cuando los Shaido pasaron por allí. Muchas de las casas no eran más que vigas calcinadas y ruinas, sin embargo, incluidas la mayoría de las grandes construcciones de mármol, con tres pisos y balconadas, que según Moraine habían pertenecido a mercaderes. Mobiliario y ropas destrozados se amontonaban en las calles, junto con platos rotos y fragmentos de cristales de ventana, botas sueltas, herramientas y juguetes.
La destrucción por incendios había ocurrido en diferentes ocasiones —hasta Rand era capaz de darse cuenta de ello por el desgaste de las vigas calcinadas y el olor más o menos fuerte que quedaba a quemado en distintos sitios—, pero Lan había podido trazar el flujo de las batallas por las que la ciudad había sido tomada una y otra vez, seguramente por diferentes casas contendientes por el Trono del Sol; aunque, a juzgar por el aspecto de las calles, los últimos que habían tenido Eianrod en sus manos habían sido bandidos, una de las muchas bandas que merodeaban por Cairhien que no eran leales a nadie y a nada excepto al oro.
Rand se dirigió hacia una de las casas de mercaderes, en la plaza más grande de las dos que tenía la ciudad, un edificio de tres plantas cuadradas de mármol gris y ancha escalera con gruesas balaustradas laterales de piedras angulosas que se asomaban a una fuente silenciosa cuyo pilón redondo estaba lleno de polvo. La oportunidad de volver a dormir en una buena cama había sido demasiado tentadora para pasarla por alto, y Rand albergaba la esperanza de que Aviendha hubiera escogido permanecer en una tienda; fuera en la de él o en la de las Sabias, le daba igual con tal de no tener que intentar quedarse dormido mientras la escuchaba respirar a unos pasos de distancia. Últimamente, había empezado a imaginarse que podía escuchar el latido de su corazón incluso cuando no estaba en contacto con el saidin. De todos modos, por si acaso la joven Aiel había decidido no quedarse en una tienda, él había tomado precauciones.
Las Doncellas se detuvieron al pie de la escalera y algunas trotaron alrededor del edificio para tomar posiciones en todas las fachadas. Rand había temido que intentaran declarar la casa como un Techo de las Doncellas, aunque sólo fuera durante una noche, de modo que tan pronto como eligió el edificio, uno de los pocos de la ciudad que conservaban el techo en buenas condiciones y la mayoría de las ventanas intactas, le había dicho a Sulin que lo declaraba el Techo de los Hermanos del Manantial, y que en él no podía entrar nadie que no hubiera bebido del manantial de Campo de Emond. Por la mirada que le echó, la Doncella comprendía muy bien sus intenciones, pero ninguna lo siguió más allá de las grandes puertas que parecían construidas con estrechos paneles verticales.
Dentro, las amplias estancias estaban vacías, aunque los gai’shain habían extendido unas cuantas mantas para sí mismos en el gran vestíbulo de la entrada, con el alto techo de escayola trabajada con un sobrio dibujo de cuadrados. Impedir la entrada a los gai’shain estaba más allá de sus posibilidades por más que hubiese querido hacerlo, al igual que impedir el acceso a Moraine si es que la Aes Sedai no iba a dormir en otro sitio. Aunque diera orden de que no lo molestaran, la Aes Sedai siempre encontraba el modo de convencer a las Doncellas de que la dejaran pasar, y también siempre era precisa una orden directa de que se marchara para lograr que se fuera.
Los gai’shain, hombres y mujeres, se levantaron con suave agilidad antes de que Rand hubiera cerrado la puerta. No se irían a dormir hasta que lo hiciera él, y algunos harían turnos para estar despiertos por si acaso necesitaba algo por la noche. Rand había intentado convencerlos de que no era menester que estuvieran despiertos, pero decirle a un gai’shain que no sirviera según la costumbre era como dar patadas a un fardo de lana: por muy fuerte que se diera el golpe, la marca desaparecía en el momento en que uno retiraba el pie. Los saludó agitando la mano y subió la escalera de mármol. Algunos de esos gai’shain habían logrado rescatar unas cuantas piezas sueltas de mobiliario, incluidos una cama y dos colchones de plumas, y Rand estaba deseando asearse y…
Se quedó petrificado en el sitio cuando abrió la puerta del dormitorio. Aviendha no había escogido quedarse en una tienda. La joven estaba de pie delante del palanganero en el que había una jofaina y un cántaro desparejados y desportillados, con un paño en una mano y un trozo de jabón amarillo en la otra. No llevaba nada de ropa encima. La joven pareció quedarse tan estupefacta como él e igualmente incapaz de moverse.
—Yo… —Calló para tragar saliva con esfuerzo, sus enormes ojos verdes prendidos en el rostro de él—. Era imposible preparar una tienda de vapor aquí en esta… ciudad, así que pensé que podía probar vuestra forma de… —Tenía músculos firmes y suaves curvas, y la piel brillaba humedecida de la cabeza a los pies. Rand nunca había imaginado que tuviera unas piernas tan largas—. Creía que te quedarías más rato en el puente. Yo… —El tono de su voz adquirió un timbre agudo, y sus ojos se abrieron mucho en un gesto de pánico—. ¡No lo hice a propósito para que me vieras! Tengo que alejarme de ti. ¡Tanto como me sea posible! ¡He de hacerlo!
De repente, apareció una brillante línea vertical en el aire, cerca de ella. Se ensanchó, como si rotara sobre sí misma, y se convirtió en un acceso. Un viento gélido penetró en la habitación, arrastrando consigo una cortina de nieve.
—¡Tengo que alejarme! —chilló la joven, y se zambulló a través de la ventisca.
De inmediato, el acceso empezó a estrecharse otra vez, girando sobre sí mismo; sin pensar lo que hacía, Rand encauzó y lo dejó atrancado a la mitad de la anchura original. Ignoraba qué había hecho y cómo, pero estaba seguro de que esto era un acceso para Viajar, como aquellos de los que le había hablado Asmodean pero que había sido incapaz de enseñarle a crear. No había tiempo que perder en reflexiones. Fuera donde fuera el lugar al que Aviendha había ido, lo había hecho desnuda en medio de una tormenta invernal. Rand ató los flujos que había tejido mientras quitaba todas las mantas del lecho y las echaba sobre las ropas y el jergón de la muchacha. Agarró mantas, ropas y alfombras en una brazada y se zambulló tras ella unos segundos después.
El gélido viento aullaba en la noche, creando remolinos blancos. Incluso estando aislado en el vacío, Rand sintió cómo temblaba su cuerpo. Distinguió unas formas borrosas y dispersas en medio de las tinieblas, y supuso que eran árboles. No captó más olor que el del frío. Un poco más adelante una figura se movía, imprecisa por la oscuridad y la cellisca. Era Aviendha, que corría tan deprisa como podía. Rand fue en pos de ella, entorpecido por la nieve que le llegaba a las rodillas, con el voluminoso bulto aferrado contra el pecho.
—¡Aviendha! ¡Deténte! —Temió que el aullante viento se llevara su grito, pero la joven lo oyó y su reacción fue apresurar más la marcha. Rand se obligó a moverse más deprisa, tambaleándose y tropezando ya que la profunda nieve le sujetaba las botas. Las huellas dejadas por los pies descalzos de la muchacha se rellenaban rápidamente con los copos. Si perdía su rastro en ese lugar…—. ¡Párate de una vez, muchacha estúpida! ¿Es que intentas matarte? —El sonido de su voz pareció actuar como un látigo que la hizo apretar más el paso.
Rand continuó con sombría determinación, tropezando y recuperando el equilibrio de manera alternativa, zarandeado por el aullante viento que amenazaba con derribarlo a cada instante, casi tropezando con los árboles. No podía perderla de vista. Menos mal que el bosque, o lo que quiera que fuese, tenía los árboles muy separados.
Los planes pasaban por el borde del vacío, y él los descartaba. Podía intentar calmar la tormenta… y quizás el resultado convertiría el aire en hielo. Un refugio de Aire para resguardarse de la nieve que caía no conseguiría nada positivo con la que había en el suelo. Podía fundir un paso para sí mismo con Fuego… y se encontraría en cambio con un barrizal. A no ser que…
Encauzó, y delante de él la nieve que caía se derritió en una franja de casi un metro de anchura, una franja que se extendía al frente a medida que él se desplazaba. Se alzó un vapor, y la nieve del suelo se licuó un palmo por encima de un terreno arenoso. Sentía el calor a través de las suelas de las botas. Hasta los tobillos, más o menos, su cuerpo se sacudía estremecido por el gélido frío, en tanto que los pies le sudaban y se alzaban del ardiente suelo con rapidez. No obstante, ahora estaba ganándole terreno a Aviendha. Otros cinco minutos, y…
De pronto, la borrosa figura que había estado siguiendo desapareció como si hubiera caído en un agujero.
Manteniendo fijos los ojos en el punto donde la había visto por última vez, Rand echó a correr tan rápido como las circunstancias se lo permitían. Bruscamente, se encontró chapoteando en agua corriente, fría como el hielo, primero hasta los tobillos y después casi hasta las rodillas. Al frente, la nieve que se derretía dejó al descubierto algo más: el borde de una capa de hielo que se retiraba lentamente. No salía vapor de las negras aguas. Arroyo o río, era demasiado grande para que la cantidad que estaba encauzando caldeara lo más mínimo su caudaloso curso. Aviendha debía de haber entrado corriendo en el hielo y había caído a través de él, pero no la salvaría intentando meterse en esas aguas. Henchido con el saidin apenas era consciente del frío, pero los dientes le castañeteaban sin control.
Retrocedió hasta la orilla sin apartar los ojos de donde creía que Aviendha se había hundido, y encauzó flujos de Fuego al suelo desnudo, a buena distancia de la corriente, hasta que la arena se derritió, se fundió y se puso al rojo vivo. Aun con la tormenta, aquello permanecería caliente durante un rato. Soltó el bulto de ropas en la nieve, junto a la zona de arena fundida —la vida de la muchacha dependería de volver a encontrar las mantas y las alfombras—, y luego vadeó a través del profundo banco de nieve hacia un lado del camino despejado y se tendió boca abajo. Lentamente se arrastró sobre el hielo cubierto de nieve.
El viento no dejaba de aullar a su alrededor, y era tal el frío que parecía que no llevara puesta la chaqueta. Ahora ya no sentía las manos, y los pies llevaban el mismo camino; había dejado de temblar excepto algún escalofrío esporádico. Envuelto en la fría calma del vacío, Rand supo lo que estaba ocurriendo, ya que en Dos Ríos había ventiscas, puede que incluso tan malas como ésa: su cuerpo empezaba a congelarse. Si no encontraba calor muy pronto, podría contemplar tranquilamente desde el vacío cómo moría. Pero, si moría él, Aviendha también perecería. Si es que no había muerto ya.
Más que oírlo, sintió que el hielo crujía bajo su peso. Sus manos, tanteando al frente, se sumergieron en agua. Ése era el sitio, pero con los remolinos de nieve apenas si alcanzaba a ver nada. Manoteó, buscando al tacto; las entumecidas manos chapotearon en agua hasta que una de ellas topó con algo al borde del hielo. Ordenó a sus dedos que se cerraran, y notó cómo se quebraba el cabello congelado.
«Tienes que sacarla». Gateó hacia atrás, tirando de ella; la muchacha era un peso muerto que emergía lentamente del agua. «No importa si el hielo la araña. Es mejor eso, y no que se congele o se ahogue». Un poco más hacia atrás. «No te pares. Si te das por vencido, morirá. ¡Sigue moviéndote, maldita sea!» Continuó arrastrándose, tirando de su peso y del de ella con las piernas, empujándose con una mano. La otra estaba cerrada sobre el cabello de Aviendha, pues no había tiempo para encontrar un agarre mejor; de todos modos, la joven no podía sentirlo. «Te has dejado llevar por lo cómodo durante demasiado tiempo. Lores arrodillándose ante ti y gai’shain corriendo para traerte vino y Moraine haciendo lo que le decías». Un poco más atrás. «Ya es hora de que hagas algo tú mismo, si es que aún puedes. ¡Muévete, condenado chivo bastardo, hijo de una cabra coja! ¡Sigue moviéndote!»
De pronto los pies le dolieron, y el dolor empezó a subirle por las piernas. Tardó un segundo en reaccionar y mirar hacia atrás, y entonces salió rodando sobre sí mismo del humeante parche de arena fundida. El viento se llevó los hilillos de humo que salían de sus calzones, allí donde habían empezado a quemarse.
Tanteando torpemente en el bulto que había dejado, envolvió a Aviendha con todas ellas: mantas, alfombrillas, sus ropas. Todo, hasta la última prenda, era vital. La joven tenía cerrados los ojos y no se movía. Rand apartó las ropas lo suficiente para apoyar la oreja sobre su pecho. El corazón le latía tan despacio que no estaba seguro de estar escuchándolo realmente. Ni siquiera cuatro mantas y media docena de alfombrillas bastaban, y él no podía encauzar calor sobre la muchacha del modo que había hecho con el suelo; aun en el caso de disminuir todo lo posible la potencia del flujo, había más probabilidades de matarla que de calentarla. El tejido que había creado para impedir que el acceso se cerrara se hallaba a un par de kilómetros de distancia a través de la tormenta. Si intentaba llevarla hasta allí, ninguno de los dos sobreviviría. Necesitaban cobijo y lo necesitaban aquí.
Encauzó flujos de Aire y la nieve empezó a moverse sobre el suelo contra el viento, levantándose en un cuadrado de gruesas paredes de tres pasos de largo, con una abertura como puerta; se levantaron más y la nieve se volvió compacta hasta convertirse en hielo reluciente, y se cubrió con un techo lo bastante alto para poder estar de pie dentro. Recogió a Aviendha entre sus brazos y se adelantó, tambaleándose, hacia el oscuro interior mientras tejía y ataba llamas danzantes en los rincones para tener luz, encauzando para acumular nieve y cerrar la puerta.
Solamente con haber dejado fuera el viento se notó más calor, pero todavía no era suficiente. Usando el truco que le había enseñado Asmodean, entretejió Aire y Fuego, de modo que el ambiente alrededor de ambos se caldeó. No se atrevió a atar esos flujos; si se quedaba dormido, podrían aumentar de intensidad y derretir la choza. En realidad, también era peligroso dejar atadas las llamas que daban luz, pero estaba demasiado agotado y helado para mantener más de un tejido sin atar.
Mientras construía el refugio había despejado el suelo, un terreno arenoso con sólo unas cuantas hojas marchitas que no reconoció y algunos matojos de hierbas muertas que le resultaban igualmente desconocidas. Soltó el tejido que caldeaba el aire y calentó el suelo lo bastante para quitarle la frialdad, y después aferró de nuevo el otro tejido. A continuación tendió a Aviendha procurando hacerlo suavemente y no soltarla con brusquedad.
Metió la mano entre las mantas para tocarle la mejilla y el hombro. Unos reguerillos le corrían por la cara a medida que el hielo del cabello se derretía. Él estaba helado, pero la joven era como un témpano. Le hacía falta todo el calor que pudiera proporcionarle, y no se atrevía a aumentar la temperatura del aire. De hecho, el interior de las paredes del refugio presentaban ya una capa brillante de humedad, producto del deshielo. Por muy helado que estuviera, conservaba más calor en su cuerpo que ella.
Se desnudó y se metió entre las mantas que la cubrían, tras poner encima sus propias ropas mojadas, que podían ayudar a mantener el calor corporal. Su sentido del tacto, intensificado por el vacío y el saidin, se vio anegado por el contacto de la mujer. Su piel hacía que la seda pareciera áspera. Comparado con su piel, el satén era… «No pienses». Fue una seca orden desde el exterior del vacío que lo rodeaba. «Habla».
Rand intentó hablar de lo primero que le vino a la cabeza —de Elayne y de las dos cartas contradictorias que la joven le había escrito— pero aquello trajo pensamientos de la rubia Elayne a través del vacío, de sus besos en rincones apartados de la Ciudadela. «¡No pienses en besos, estúpido!» Cambió sus ideas hacia Min. Nunca había pensado en ella bajo ese aspecto. Bueno, unos cuantos sueños no contaban. Min lo habría abofeteado si hubiese intentado besarla, o se habría reído de él y lo habría llamado cabeza de chorlito. El problema era que hablar de cualquier mujer le recordaba que tenía entre sus brazos a una, desnuda. Henchido de Poder, olía su aroma, sentía cada centímetro de su cuerpo con tanta claridad como si lo estuviera recorriendo con las manos… El vacío tembló. «¡Luz, sólo estás intentando darle calor! ¡Aleja esos sucios pensamientos, hombre!»
Tratando de rechazarlos, habló de sus esperanzas para Cairhien: llevar la paz al país y acabar con la hambruna, conseguir que las naciones lo siguieran sin que hubiera más derramamiento de sangre. Pero ese tema también tenía vida propia, un curso que llevaba, inevitablemente, a Shayol Ghul, donde tendría que enfrentarse al Oscuro y morir, si lo que decían las Profecías era verdad. Era una cobardía decir que esperaba salir con vida de algún modo de aquello. Los Aiel no conocían la cobardía; el peor de ellos era valiente como un león. «El Desmembramiento del Mundo acabó con los débiles», había oído decir a Bael. Y también: «La Tierra de los Tres Pliegues mata a los cobardes».
Se puso a hablar haciendo cábalas de adónde habrían ido a parar, adónde los había conducido la insensata huida de la joven. Tenía que ser algún lugar lejano y extraño para que hubiera nieve en esa época del año. La huida de Aviendha había sido más que una insensatez: había sido una locura. Pero lo que sí sabía era que la joven había huido de él. De él. Cuánto debía de odiarlo si se había visto impulsada a huir en lugar de limitarse a decirle que se marchara y respetara su intimidad mientras se lavaba.
—Tendría que haber llamado a la puerta. —¿A la puerta de su dormitorio?—. Sé que no quieres estar cerca de mí. Y no tienes que estarlo. Las Sabias pueden decir lo que quieran, pero vas a volver a sus tiendas. No tendrás que volver a soportar mi presencia cerca de ti. De hecho, si lo haces, te… te diré que te vayas. —¿Por qué había vacilado con eso? Lo trataba con ira, con frialdad, con amargura, cuando estaba despierta. Y dormida…—. Fue una locura lo que hiciste. Podrías haberte matado. —De nuevo le estaba acariciando el cabello; parecía ser incapaz de parar—. Si vuelves a hacer algo ni la mitad de absurdo, te romperé el cuello. ¿Tienes idea de lo que echaría de menos oír tu respiración por las noches? —¿Echar de menos? ¡Lo volvía loco con eso! En verdad que estaba chiflado. Tenía que dejar de decir esas cosas—. Te voy a apartar de mí y no hay más que hablar, aunque para ello tenga que mandarte a Rhuidean. Las Sabias no podrán impedirlo si hablo como el Car’a’carn. Ya no tendrás que huir más de mí.
La mano con la que acariciaba el cabello de la joven se paralizó al sentir que ésta se movía. Entonces reparó en que el cuerpo de Aviendha estaba cálido. Mucho. Se dijo que debía envolverse en una de las mantas y apartarse de ella. Los ojos de la mujer se abrieron, claros y profundamente verdes, y lo miraron intensa y seriamente a menos de un palmo de distancia. No pareció sorprendida al verlo, y tampoco se retiró.
Deshizo el abrazo con que la ceñía y empezó a apartarse de ella, pero los dedos de la mujer le aferraron un puñado de pelo con tanta fuerza que le hicieron daño. Si se movía, le dejaría una calva. Aviendha no le dio oportunidad de explicar nada.
—Prometí a mi medio hermana que te vigilaría. —Parecía hablar consigo misma tanto como con él en un tono bajo, casi inexpresivo—. Huí de ti con todo mi empeño para proteger mi honor. Y tú me seguiste incluso aquí. Los anillos no mienten, y ya no puedo huir más. —Su voz adquirió una tajante firmeza—. No huiré más.
Rand intentó preguntarle qué quería decir con eso mientras procuraba aflojarle los dedos que le aferraban el pelo, pero ella agarró otro puñado con la mano libre y, atrayéndolo hacia sí, unió sus labios a los de él en un intenso beso. Aquello fue el fin de toda idea racional; el vacío se hizo añicos, y el contacto con el saidin se interrumpió bruscamente. Rand no creía que hubiera podido detenerse incluso si hubiera querido, pero el hecho era que no quería, y, desde luego, la mujer no parecía que deseara que lo hiciera. El último pensamiento con cierta coherencia que tuvo durante un largo rato fue que dudaba que hubiera podido detenerla a ella.
Al cabo de bastante tiempo —dos o puede que tres horas: era incapaz de calcularlo— Rand, tendido boca arriba sobre las alfombrillas, cubierto con las mantas y con las manos enlazadas debajo de la cabeza, contemplaba a Aviendha, que examinaba las resbaladizas paredes blancas. El refugio había conservado una sorprendente cantidad de calor y no había tenido necesidad de recurrir al saidin para mantener fuera el frío ni para intentar caldear el ambiente. La joven se había limitado a pasarse los dedos por el cabello cuando se levantó y se movía sin denotar el menor atisbo de pudor por su desnudez. Claro que ya era un poco tarde para avergonzarse de algo tan nimio como no llevar nada puesto encima. Rand se había preocupado por si le hacía daño cuando la sacó del agua arrastrándola, pero en realidad ella tenía menos arañazos que él y, de algún modo, esos pocos rasguños no mermaban en absoluto su belleza.
—¿Qué es esto? —preguntó la joven.
—Nieve.
Explicó lo que era lo mejor que supo, pero ella sacudió la cabeza, en parte maravillada y en parte con incredulidad. Para alguien que había vivido en el Yermo, el agua helada cayendo del cielo debía de parecer algo tan imposible como volar. Según los registros, la única vez que había habido una precipitación en el Yermo fue cuando él hizo que lloviera. No pudo evitar soltar un suspiro de pesar cuando Aviendha empezó a meterse la camisa por la cabeza.
—Las Sabias pueden casarnos tan pronto como regresemos —dijo Rand. Todavía percibía su tejido sujetando el acceso abierto.
Aviendha sacó la cabeza, coronada de cabello rojo oscuro, por el cuello de la prenda y lo contempló impasible. No con hostilidad, pero tampoco con afecto.
—¿Qué te hace pensar que un hombre tiene derecho a pedirme eso? Además, tú perteneces a Elayne.
Al cabo de un momento Rand fue capaz de cerrar la boca, que se le había abierto de par en par por la sorpresa.
—Aviendha, acabamos de… Nosotros dos hemos… Luz, ahora tenemos que casarnos. Y no es que lo haga porque tenga que hacerlo —se apresuró a añadir—, sino porque quiero. —En realidad no estaba seguro de eso. Creía que podría amarla, pero también creía que podría amar a Elayne. Y, por alguna razón, Min seguía colándose en su mente. «Eres tan libertino como Mat». Pero, por una vez, podía hacer lo que debía porque era lo correcto.
Aviendha resopló y tanteó las medias para comprobar si estaban secas; después se sentó y se las puso.
—Egwene me ha hablado de vuestras costumbres en Dos Ríos respecto al matrimonio.
—¿Quieres esperar un año? —inquirió, incrédulo.
—Lo del año, sí, a eso me refiero. —Rand nunca se había percatado hasta ahora lo mucho que una mujer enseñaba las piernas para ponerse una media; qué extraño que ese detalle le resultara tan excitante después de haberla visto desnuda y sudorosa y… Se concentró en escucharla—. Egwene me contó que iba a pedir permiso a su madre en tu nombre; pero, antes de que lo mencionara, su madre le dijo que tendría que esperar otro año a pesar de llevar trenzado el cabello. —Aviendha frunció el entrecejo, la pierna levantada hasta casi tocarse la barbilla con la rodilla—. ¿Es así? Me dijo que una chica no podía trenzarse el pelo hasta ser lo bastante mayor para casarse. ¿Me estás oyendo? Me recuerdas a ese… pez… que Moraine capturó en el río. —En el Yermo no había peces; los Aiel los conocían sólo a través de los libros.
—Por supuesto que te escucho —contestó. Aunque habría dado igual si hubiera sido sordo y ciego porque no entendía nada. Rebulló debajo de las mantas y adoptó un tono de voz tan seguro como fue capaz—. Como poco, las costumbres son… complicadas, y no estoy seguro de a qué parte te refieres.
Ella lo miró un instante con recelo, pero las costumbres Aiel eran tan complejas que lo creyó. En Dos Ríos, una pareja salía durante un año y si la relación funcionaba entonces se comprometía y finalmente se casaba; hasta ahí llegaba la costumbre.
—Me refiero —continuó la joven mientras seguía vistiéndose—, a lo de que la chica pida permiso a su madre y a la Zahorí para tener relaciones durante el año. La verdad es que no lo entiendo. —En ese momento se estaba metiendo la blusa por la cabeza, y la prenda ahogó un poco sus palabras—. Si ella lo desea y si es lo bastante mayor para casarse, ¿por qué necesita permiso? ¿Te das cuenta? Según mis costumbres —su tono de voz dejaba claro que eran las únicas que contaban para ella—, soy yo quien decide si te lo pido, y no voy a hacerlo. Según las tuyas —sacudió la cabeza con desdén mientras se ajustaba el cinturón—, no tenía permiso de mi madre para hacerlo. Y tú necesitarías el de tu padre, imagino. O el de tu padre segundo, puesto que tu padre está muerto, ¿no? No tenemos permiso para esta relación, así que no podemos casarnos. —Empezó a doblar el pañuelo para ceñírselo sobre la frente.
—Entiendo —musitó Rand débilmente. Cualquier chico de Dos Ríos que pidiera permiso a su padre para tener esa clase de relación se estaba buscando unas buenas bofetadas. Cuando pensaba en los muchachos que habían sudado como condenados, preocupados de que alguien, cualquiera, descubriera lo que estaban haciendo con las chicas con quienes pensaban casarse… De hecho, le vino a la cabeza cuando Nynaeve sorprendió a Kimry Lewin y a Bar Dowtry en el pajar del padre de Bar. Hacía cinco años que Kimry se trenzaba el cabello, pero cuando Nynaeve acabó con ella, la reemplazó la señora Lewin. El Círculo de Mujeres casi había despellejado vivo al pobre Bar, y eso no fue nada para lo que le hicieron a Kimry durante el mes que consideraron el plazo decente más corto para esperar a celebrar la boda. Corrió el chascarrillo, en voz baja y sin que llegara a oídos del Círculo de Mujeres, de que ni Bar ni Kimry habían podido sentarse hasta toda una semana después de haberse casado. Seguramente a Kimry se le había pasado por alto pedir permiso—. Pero imagino que Egwene no conocerá todas las costumbres de los hombres, después de todo —continuó—. Las mujeres no lo sabéis todo. Verás, puesto que he provocado la situación, tenemos que casarnos, sin que importen los permisos.
—¿Que tú lo provocaste? —Su resoplido resultó claro y muy significativo. Las mujeres, ya fueran Aiel, andoreñas o de cualquier otra nacionalidad, utilizaban esos ruidos para azuzar y chinchar—. En cualquier caso no importa, puesto que actuaremos según mis costumbres. Esto no volverá a ocurrir, Rand al’Thor. —Lo sorprendió, y lo complació, percibir un timbre de pesar en su voz—. Le perteneces a la medio hermana de mi medio hermana. Ahora estoy en toh con Elayne, pero eso no te incumbe. ¿Qué? ¿Piensas quedarte tumbado ahí para siempre? He oído comentar que los hombres se vuelven perezosos después de eso, pero no creo que falte mucho para que los clanes estén listos para emprender la marcha, y tú debes estar allí. —De repente, en su rostro apareció una expresión angustiada, y la joven se dejó caer sobre sus rodillas—. Si es que podemos regresar. No estoy segura de recordar qué fue lo que hice para crear ese agujero, Rand al’Thor. Tendrás que buscar el camino de vuelta.
Él le explicó que había atrancado el acceso para que no se cerrara y que todavía notaba el tejido que lo mantenía abierto. Aviendha pareció aliviada e incluso le sonrió. Sin embargo, mientras se sentaba cruzada de piernas y arreglaba la falda, cada vez estaba más claro que no tenía intención de volverse de espaldas mientras él se vestía.
—Lo que es justo es justo —rezongó al cabo de unos instantes, y salió de debajo de las mantas.
Trató de comportarse con la misma naturalidad que había hecho ella, pero no le resultó fácil. Podía sentir su mirada como una caricia incluso cuando se volvió de espaldas. Además, no había motivo para que le dijera que tenía un trasero bonito; al fin y al cabo, él no había comentado lo precioso que lo tenía ella. Sólo lo hizo para que él se pusiera colorado. Las mujeres no miraban a los hombres de ese modo. «¿Y acaso piden permiso a su madre para…?»
Se le ocurrió de repente que la vida con Aviendha a partir de ahora no iba a ser, ni mucho menos, más fácil.